viernes, 8 de mayo de 2009

La Justicia del Ladrillo - Cogorno

La justicia del Ladrillo
Laura Cogorno

El Alan, el Jonathan, el José, el Evaristo y el Kevin integraban un grupo que se había ganado su lugar en el mundo a fuerza de ladrillazos. No es que no supiesen pelear a puño limpio (o sucio), ya que el Alan revolviendo en el basurero municipal había ido encontrando diferentes objetos que dentro de la mano, o fuera de ella, mejoraban notablemente la efectividad, la fuerza, el poder destructor de cada puñetazo.

El preferido por todos era una sucesión de cilindros de hierro soldados entre sí por los que se podían pasar los dedos y que les brindaba un doble beneficio: por un lado aseguraba a su portador que cada golpe generaría una herida, y por el otro, si el futuro agredido lo divisaba antes de la contienda, o se quedaba duro de pánico, o salía corriendo en dirección contraria a la pelea.
No es que no supieran pelear a puño limpio, ya que el Evaristo, que había ido un añito entero a clases de Pakua en el gimnasio municipal, se había aprendido unas cuantas tomas de ataque y de defensa. Al pedo su instructora le enseñó, le recalcó, le argumentó que debía usarla en casos extremos, si él era agredido, pero jamás comenzar una pelea. Y fue por eso mismo que al cabo de un año de intentos infructuosos de la maestra para cambiar la cosmovisión de Evaristo, finalmente lo expulsó. No podía permitirse seguir ascendiendo a un violento.

Lo que no impidió que Evaristo capitalizase en su favor cada uno de los saberes aprendidos, y que además, en uno de los gestos de nobleza que lo caracterizaba, los hubiese compartido con los otros, se los hubiese enseñado.

Pero lo cierto es que ellos se hicieron su lugar en la cuadra, en la manzana y en el barrio a ladrillazo limpio. Nadie los superaba en el manejo de diversas técnicas ladrillísticas. Los enviaban como proyectiles hacia personas o grupos adversarios, parabrisas, ventanas, invernáculos o techos (preferentemente los de chapa de cartón, aunque no le hacían asco a los de zinc y disfrutaban locamente con los de fibrocemento).

El Kevin era el encargado oficial de recuperar los proyectiles ya que era el más ligerito para correr. En los intercolegiales arrasaba con cuánto trofeo tuviese que ver con la velocidad. Y los recuperaban por dos razones: por un lado, como norma primordial de táctica y estrategia de guerra su política era dejar siempre lo más desarmado posible al adversario, y por el otro, porque los ladrillos los había agenciado el José, quien los había descubierto en una obra inmensa de una casa a todo culo que un comerciante del pueblo se estaba construyendo en unos terrenos inmensos que la municipalidad le había mal negociado por chirolas entre gallos y medianoches al fariseo en cuestión.

Pero para llegar a la obra había que hacerlo de noche, cuando los obreros y capataces se habían ido, cruzar un lupular vigilado por dos rotwaillers enormes y con problemas de integración social, saltar dos canales con pretensiones de arroyos, agenciarse los ladrillos, y volver a desandar todo el camino, ahora cargados.

De modo que no era cuestión de arrojar ladrillos y dejarlos así, en terreno enemigo, a la buena de Dios, con el laburo que daba conseguirlos.
La vida de estos cinco transcurría plácidamente, más allá de tener que defender su honor 5 o 6 veces por día, dirimiendo a ladrillazos causas tales como un penal cobrado o pendiente de cobro, la apreciación de algún vecino acerca de las virtudes de sus hermanas o madres, miradas de dudosa intención o robos menores.

Pero lo que transformó a ese domingo en diferente fue la noche que había pasado el Jonathan. No había sido la primera, pero por alguna razón su paciencia se colmó y decidió tomar cartas en el asunto. El Jonathan era el mayor de 7 hermanos que ayudaba a su madre en todo lo que estaba a su alcance: hacía changas de patio, si le pintaban, pero lo que más le gustaba era cargar y descargar los camiones de cierto gran supermercado. Se sentía más libre: hacía el laburo, cobraba y se iba. Era rapidísimo de modo que aprendió con pocas consignas los secretos de ese oficio, y nadie lo molestaba, condición sine quanon para no generar un movimiento ladrillístico en su contra.

Su mamá hacia un tiempo atrás había comenzado a ser frecuentada por cierto hombre de Los Repollos, del que era difícil discernir si lo que más le gustaba de la relación iniciada era su madre, o tener un sitio en el pueblo en dónde parar. Lo cierto es que al comienzo casi pareció una buena persona: aparecía con golosinas para los 7, cajas con comida para todos, compraba la garrafa, si se acababa, y hasta se lo vio en alguna oportunidad picando la leña de sauce que la mamá y los hermanitos mayores iban recogiendo de los terrenos de la Gendarmería durante el verano y el otoño. Pero nuestro Romeo no tardó en mostrar la hilacha llegando al pueblo el viernes en algún momento del día, servirse la comida que quisiese sin considerar muy a fondo si quedaba para los otros 8, ni si su aporte a ese plato lo había hecho o no merecedor a la porción que engullía. Para completarla, una vez que hubo entrado en confianza con el grupo familiar empezaba a beber desde antes del almuerzo, al anochecer era un estropicio, lo que no impedía que se las tomase sistemáticamente a cuánta bailanta o peña se celebrara. Volvía más mamado de lo que había salido, y si en la velada había tenido algún altercado con otro caballero de su estirpe, la ligaba la mamá.

Esa noche fue como tantas otras, pero algo cambió adentro del Jonathan. Mientras escuchaba los golpes, los gritos y el llanto de sus hermanitos, se prometió que en cuánto clarease iría a buscar a sus amigos, y se encargarían del asunto.

Al amanecer la discusión aún seguía adentro del rancho cuando el Jonathan salió en busca de los otros. Al Kevin y al Alan tuvo que despertarlos, lo que le llevó un buen rato. El Evaristo y el José, que además eran primos, habían dormido en la casa de éste último. Cuando Jonathan entró los encontró a la mesa frente a dos jarros de mate cocido y un plato con tortas fritas del día anterior. No tuvo que argumentar demasiado, ni convencer a nadie. Un laburo era un laburo, y en el grupo había valores, mierda!

Una vez reunidos, tomaron las mochilas que otrora llevaran útiles a las escuelas, ahora en absoluto desuso, y cada uno cargó con la cantidad de ladrillos que la calidad de su bolso soportaba. La consigna era ir al rancho de este hombre en Los Repollos, y allí descargar su artillería rompiendo todo lo que se pudiese, como para que el cabrón supiera de quién venía y la pensara dos veces la próxima vez. La segunda fase del plan sería montar guardia al frente del rancho del Jonathan desde el próximo jueves como para impedirle cualquier intento de entrada al mismo.

No tenían un mango, así que ni pensar en tomarse el colectivo. Hicieron dedo y los levantó una chata, cuyo conductor al verlos a todos tan de mochila armadita, se los imaginó laburadores que iban a una cosecha, o a un obrador. Los cargó en la caja de su vehículo y los dejó en la ruta, desde dónde caminaron unos 10 minutos, como quien va para la Cuesta del Ternero.
Al llegar al lugar en cuestión había varias cosas que estos cinco no sabían. Iniciaron su descarga de ladrillos con una parsimonia y efectividad nunca puesta en práctica anteriormente. Seguramente se debía a que estaba solitos, en medio del campo, sin testigos que mirasen, ni siquiera perros que atrajeran la atención con ladridos. Primero se dedicaron a destruir el techo, y creo no mentir si aseguro que no quedó una chapa de cartón sin perforar. Con los ladrillos restantes rompieron los dos vidrios y los cinco nylons que cubrían las ventanas.

Esta vez no entrarían a recuperar los ladrillos. Eran la firma del atentado. Querían que el dueño de casa los viese al entrar. Cuando terminaron su faena, pegaron la vuelta y regresaron, callados, lentamente sobre sus pasos, ésta vez hacia la ruta, sin sospechar que el violento se les había adelantado, que al momento del ataque dormía su mamúa dentro del rancho, que el 5º ladrillazo le había dado en el bocho desmayándolo y que el blanco del 9º había sido la estufita a querosén, ni que en ese preciso instante las llamaradas terminaban de hacer la justicia que el Alan, el Jonathan, el José, el Evaristo y el Kevin dejaron inconclusa y se merecían.
Laura Cogorno
El Bolsón

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