martes, 9 de junio de 2009

La Mansión en Llamas - Bommecino

LA MANSION EN LLAMAS
Fragmento de su libro
Hugo Bommecino

En la quietud de la noche que le brindaba el Brasilian Hotel, donde se hospedaba, Judith despertó sobresaltada, algo molesta. Encendió la luz del velador y miro el reloj. Este marcaba las cuatro horas de la madrugada. Pensó en la pesadilla de la que había sido objeto. Se levantó y encendió un cigarrillo. Se acercó a la ventana y desde allí pudo observar a los pocos vehículos y escasos peatones que circulaban por la Avenida Atlántica.
La situación era aún algo confusa. Se sentía en parte culpable por lo que le había dicho a su madre en el sueño, pero no obstante ello, se sintió aliviada. Sabía que, al menos, no había sido real, sólo se había tratado de una pesadilla de mal gusto.
Bebió un poco de agua y luego se recostó nuevamente. La suavidad de las sábanas le recordaba a su casa, pero de algo estaba segura esta vez; ni su madre ni la sirvienta la despertarían más tarde para recordarle las obligaciones del día que se iniciaba. Había llegado el momento de tomar sus propias decisiones, las que ahora constituían un desafío para ella y por lo cual estaba allí, sola en semejante habitáculo hotelero cuidadosamente arreglado.
Horas mas tarde, cuando volvió a despertar, se levantó e inmediatamente tomó una ducha, se vistió y bajó al restaurante para desayunar. Iba ataviada con ropas livianas. Por las noticias de la T.V., la temperatura ambiente sería bastante elevada comparada con la de otros días anteriores y, por otra parte, pensaba hacer playa, lo que dentro de sus planes, parecía lo ideal para gran parte de la jornada.
Cuando ingresó al Salón Don Ambrosio, donde se servía el desayuno y la cena, su estampa, un metro setenta de estatura, tez blanca, ojos marrones cautivantes, su cabello algo ondulado de color castaño claro, al que había recogido con un pañuelo blanco con lunares rojos y además, llevaba puestos grandes anteojos ahumados, produjo una cierta mirada de asombro en quienes se encontraban sentados en el lugar y no faltó que algunos huéspedes le mirasen de reojo mientras se servían en el buffet. Casi al instante se dio cuenta de ello. Caminó despacio, airosa, como era su estilo y luego se detuvo y escrutó el salón en todas direcciones buscando ubicación.
Eligió una mesa desocupada que se encontraba cerca de uno de los ventanales. De esta manera podría disfrutar del panorama que le ofrecía el lugar. Dejó el bolso que llevaba sobre una de las sillas y los anteojos los ubicó sobre el mismo. Sigilosamente, son un lento movimiento de caderas, se acercó a la mesa principal, entre otras cosas eligió mantequilla, mermelada de duraznos, una rodaja de ananá, tres
tostadas, un vaso con jugo de naranja y un yoghurt. Decidió un desayuno abundante. Cuando el mozo, un muchacho pulcramente vestido, que le dio lugar a mirarlo singularmente, se acercó a su mesa, pidió café con un poco de leche.
Se sentía más feliz que nunca. Estaba sola. Lejos y sin reproches ni miradas absurdas.


Segunda Entrega

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