sábado, 13 de junio de 2009

Las Quitapenas - Sergio Zárate

LAS QUITAPENAS
Cuento Corto
Sergio Zárate
El Bolsón - Río Negro

Era verano, hacía una semana que estábamos de vacaciones de la escuela... con mis amigos Lili y Ricardito habíamos pasado a sexto grado y estábamos disfrutando del merecido descanso. Nuestros once años, el calor del valle y toda la libertad que nos daba el ocio nos hacían sentir como las golondrinas que volaban acrobáticas sobre nuestras cabezas.
Después de almorzar nos juntábamos en el porch de mi casa a jugar o para salir a dar una vuelta en bici o ir a caminar. Nos encantaba caminar por los bosques de cipreses y trepar hasta la cumbrecita del Cerrito Amigo para poder ver todo el pueblo de El Bolsón, nuestro querido pueblo. Desde esa altura parecía una ciudad de juguete... y más al oeste se veían las montañas que nos separaban de Chile con sus cumbres nevadas. ¡Las veces que habremos imaginado internarnos por esas montañas para explorarlas y descubrir un templo de alguna civilización perdida! Nuestra imaginación, como la de todos los niños de esa edad era pródiga. Otras veces jugábamos a las escondidas en el bosque, era divertido... si no se hacía muy tarde porque entonces a mí me daba algo de miedo.
Esa tarde decidimos internarnos por un sendero que hay detrás del cerrito, poco a poco el camino fue descendiendo y finalmente las paredes de roca y tierra se abrieron para dar lugar a un pequeño vallecito. Nunca antes habíamos llegado a ese lugar... el sendero se veía transitado y proseguimos nuestra aventura.
Caminamos por un tiempo, el sol penetraba por entre las copas de los árboles, formando curiosos diseños y caminos luminosos. Lili recogió una flor de Amancay, se la puso en el cabello y nos miró divertida.
- ¡Miren! – exclamó Ricardito acelerando su paso -. Ahí adelante se ve una casa... ¿Vivirá alguien?
- Veamos – dije, siguiéndolo curiosa.
- ¿No habrá perros? – preguntó Lili.
Como respuesta a su pregunta apareció una gran perra Setter, muy colorada y muy tranquila, se acercó tímida, moviendo apenas su cola... Ricardito la acarició y entonces el movimiento de su cola se aceleró y la Setter empezó a dar vueltas alrededor de nosotros.
Salimos del bosque y vimos una gran casa, con planta baja, primer piso y lucarnas que salían del techo. Tenía una galería rodeándola. No había nadie a la vista.
- Mejor nos vamos – dijo Lili -. A ver si están los dueños y nos echan...
- No seas miedosa – respondió Ricardito -. ¿Qué nos van a decir?... además yo tengo sed.
- Yo también – dije, apoyándolo.
En ese momento sentimos pasos que venían de un costado y una voz que nos dijo:
- Hola, ¿buscan a alguien?
Era un muchachito alto, de pelo colorado y ojos de un celeste muy claro... debería tener un par de años más que nosotros.
Le dijimos que estábamos paseando y que habíamos llegado ahí de casualidad, que no sabíamos que viviera alguien por esos lados.
- Aquí viven mis tíos Ethel y Edwin – nos dijo el muchacho sonriendo -. Yo soy Rafael, estoy de vacaciones.
Nos presentamos y nos invitó a sentarnos un rato en la galería para descansar, entonces salió su tía, una señora gordita y muy simpática que nos llevó un poco de jugo de manzanas y unas galletitas caseras.
- El jugo de manzana lo hicimos tío Edwin y yo con las manzanas de aquí – dijo Rafael, orgulloso.
Al rato se nos unió el tío Edwin, era un hombre grande, pelirrojo como Rafael y hablaba con un acento raro.
- Mi tío es escocés – nos aclaró Rafael, pero hace muchos años que vive aquí.
- Es verdad – dijo el tío, riendo -. Hace ya mucho tiempo que estoy por estos lados, este lugar me hace acordar mucho a las tierras altas de Escocia... ¡aunque aquí no hace tanto frío!
Al cabo de un rato nos despedimos y regresamos al pueblo. A partir de ese momento el sendero hasta la casa de tía Ethel y tío Edwin, como nos acostumbramos a llamarlos casi enseguida, se nos hizo cotidiano, pasábamos largas tardes jugando con Rafael, de quien nos hicimos íntimos amigos y compinches.
Los tíos no tenían hijos y Rafael los visitaba cada verano para hacerles compañía y disfrutar del lugar. Ya estaba en el primer año del secundario, vivía en Córdoba y sus hermanos eran mayores que él y preferían quedarse con sus amigos en su ciudad.
Todo en la vieja casa nos resultaba intrigante, tío Edwin había viajado por el mundo y tenía tesoros inimaginables guardados en las distintas vitrinas y estantes.
Ese verano pasó y llegó la época de clases. Nos despedimos con pesar de Rafael que regresó a su ciudad, pero nos hicimos la promesa de reencontrarnos al verano siguiente.
Durante muchos veranos seguimos viéndonos y compartiendo juegos, experiencias y secretos... llegó la pubertad... el amor... y un día con Rafael nos dimos el primer beso... inocente beso... beso inexperto, al menos para mí. Ese verano nos pusimos de novios en secreto... ni Ricardito ni Lili lo sabían... sólo la pared de roca de una cueva guardaba nuestros nombres escritos dentro de un corazón. ¡Amor de niños! ¡Qué bello que es ese amor inocente e inexperto, cuando el sólo tomarse de la mano o ver al otro llegar nos pone a temblar!
Al finalizar ese verano yo estaba muy triste porque llegaba el momento de separarme de Rafael. Él ya estaba en quinto año y después se iría a estudiar a Escocia, donde tenía su familia. Yo recién estaba en tercer año y no sabía bien qué haría... el día que nos despedimos Rafael me entregó un paquetito de regalo.
- ¿Qué es? – pregunté, mientras las lágrimas corrían por mi cara.
- Abrilo y vas a ver – respondió, esbozando una sonrisa.
Lo abrí y había una pequeña cajita amarilla, hecha de viruta de madera, la abrí y adentro había unas pequeñísimas muñequitas hechas de palitos y vestidas con trajecitos de hilos de colores. Entonces Rafael sacó un papel del fondo de la caja y leyó:
- Muñeca Quitapenas: según una antigua leyenda de los aldeanos de las montañas, estas muñecas pueden ayudarte a resolver tus problemas. Si tienes algún problema o preocupación puedes compartirlo con una quitapenas y luego colocarla debajo de la almohada. Mientras duermes se curarán tus penas.
- ¡Es hermoso! – dije, tratando de sonreír en medio de mis lágrimas – Muchas gracias.
Entonces Rafael me abrazó, me dio un beso y me dijo que su tío se lo había traído de uno de sus viajes y que esperaba que fuera un recuerdo de los hermosos momentos que habíamos compartido... y de nuestro amor.
- Mis vacaciones aquí y mi vida no habrían sido tan bellas de no haberte conocido a vos, a Lili y a Ricardito. Yo era un chico triste y solitario y ustedes me rescataron de eso...
Ese día nos despedimos sabiendo que quizá nunca más volveríamos a vernos... yo sentí que en esa despedida también dejaba atrás mi niñez... y esa noche, sola en mi cuarto, lloré. Lloré por la partida de Rafael, mi novio-niño... lloré por la incertidumbre del futuro... lloré porque no sabía qué sucedería en mi vida... ¡y por supuesto que les conté mis penas a varias de las muñequitas que esa noche durmieron bajo mi almohada!
Pasaron los años, me llegó el turno de partir de El Bolsón para ir a estudiar, por suerte pude compartir un departamento con Lili, que también fue a estudiar a La Plata. Ricardito se casó después de terminar el secundario y se puso a trabajar en el negocio de sus padres.
Ahora era yo la que volvía cada verano de paseo a mi valle, y cada tanto íbamos con Lili y Ricardito a visitar a los tíos Ethel y Edwin, tomábamos unos mates, hablábamos de la vida y nos contaban que Rafael seguía estudiando en Escocia, que cuando les escribía siempre nos enviaba saludos y preguntaba por sus antiguos amigos.
Finalmente me recibí de arqueóloga y conformé un equipo de investigación con otros colegas. Durante años viajé por todo el mundo haciendo mi trabajo. Me casé con Pedro, otro arqueólogo, pero lamentablemente el amor nos duró poco, hace una semana que nos separamos. Hace años que no regreso a mi valle y me parece que es un buen lugar para recuperarme de mis penas. Mis padres viven en la misma casa, entro a mi cuarto y lo encuentro tal cual estaba la última vez que lo vi... no sé por qué, pero se me llenan los ojos de lágrimas. Mi mamá me abraza.
- Bueno Anita, ya está – dice, consolándome -. Ahora te quedás un tiempo con nosotros y poco a poco se va a pasar el dolor. ¿Tomamos unos matecitos con papi en el jardín?, cociné los alfajorcitos que te gustan.
¡Consuelo de mamá!... ¡Sana sana mágico que quita todas las penas!... y admito que algo me alivió estar con mis padres en ese amado jardín... charlando de cosas del pueblo... chusmeando de gente conocida.
Me acuesto a dormir y en la mesa de luz veo la cajita de las muñecas quitapenas... la tomo y la abro, entonces las coloco a todas sobre la mesa y les cuento mis penas: que estoy triste... que estoy sola... que el amor se fue... y que ya no soy una niña... después lloro un poco, las coloco debajo de la almohada y me duermo...
De pronto me encuentro caminando por el sendero que lleva a casa de los tíos Ethel y Edwin, pero no estoy sola, las cinco muñecas quitapenas me acompañan... ¡Están caminando a mi lado, ya no son diminutas sino que tienen mi tamaño! Sigo caminando por el sendero, pero cuando está por internarse en el bosque de cipreses que está antes de la casona, una de las muñecas me habla:
- ¡Por ahí no! – dice, tomándome del brazo.
- Tenemos que ir por este lado – dice otra, con una pollera azul.
- ¿Ya no te acordás más de la cueva? – agrega una tercera.
- ¿Y de la promesa? – pregunta otra con una falda blanca.
Las miro extrañada, sinceramente no sé de qué me están hablando, pero las sigo, a poco llegamos a la pared rocosa y comenzamos a recorrerla.
¡Ya sé a qué se refieren! – digo, comprendiendo finalmente -. Quieren que vaya a la cueva donde íbamos con Rafael...
Al pronunciar su nombre siento un nudo en la garganta... todo ese amor adolescente me embarga y empiezo a llorar... recién entonces me doy cuenta de cuánto lo he extrañado durante todos estos años.
Entramos a la cueva y las muñecas señalan la pared donde escribimos nuestros nombres hace tantos años... aún se pueden leer...
Me despierto, es temprano, recuerdo el sueño y tengo ganas de ir a visitar a los tíos. Es una mañana fresca, subo el cerrito, sigo el sendero y antes de entrar al bosque siento un deseo incontrolable de visitar la cueva... nuestra cueva.
Camino con pasos acelerados... no puedo encontrarla... claro, pasaron tantos años... ahh, sí, aquí está...
Entro, me doy cuenta que es más pequeña de lo que me parecía... llego hasta la pared donde estaba el corazón... pero se ve muy nítido, como si alguien lo hubiera remarcado con un carbón...
- Hola Ana – dice una voz vagamente familiar a mi espalda –. ¡Sabía que iba a encontrarte aquí!
Me doy vuelta y veo a un hombre pelirrojo, alto y fuerte que me sonríe dulcemente.
- ¡Rafael! – digo, emocionada - ¿Qué hacés aquí?... Anoche las quitapenas me señalaron este lugar.
Nos acercamos y nos estrechamos en un abrazo... después él me aparta y me mira profundamente a los ojos... los suyos tienen lágrimas... y también su acostumbrada sonrisa burlona...
- Volví ayer de Escocia... te extrañaba y anoche soñé que nos íbamos a encontrar aquí – dice, emocionado –. Te eché mucho de menos todos estos años... ¿y vos?
Asiento levemente con la cabeza... entonces nos besamos con dulzura al principio, como cuando éramos niños, después los besos se vuelven más apasionados. Seguimos abrazados por un largo tiempo...
- Vamos a casa de los tíos – dice Rafael al cabo de un rato -. Les va a dar gusto verte... sobre todo cuando les diga que ya no vas a irte de mi lado... ¿No?
- ¡Nunca más, mi amor!
Y caminamos, abrazados hacia la casa tan querida. Siento que por fin encontré mi hogar junto a Rafael...

Sergio Daniel Zárate

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