martes, 28 de julio de 2009

El “Degoyao” - Valls

image RECUERDOS PATAGÓNICOS

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El “Degoyao”

“El degoyao” ©

Autor: Christian Valls - Octubre del 2001

 

 

La Patagonia de allá por los sesenta, era un tanto distinta a la de hoy cuando esto escribo, año 2001. Las rutas, de ripio. Gastadoras de cubiertas y rompedoras de parabrisas. Comunicaciones, casi nulas. Tan solo en alguna ciudad grande como Esquel o Bariloche había teléfono... y largas demoras para hablar a Buenos Aires. Pero más allá de los cambios, que los hubo, la Cordillera y sus arroyos, las planicies pre cordilleranas y los bosques que gracias a Dios aún sobreviven en su mayoría, la Patagonia Argentina sigue siendo la misma: Imponente. Grandiosa.

Por aquellos años sesenta viajaba por lo que se daba en llamar “la ruta del Estado”, que tomaba dicho nombre por su trazado paralelo al del ferrocarril homónimo, que desde San Antonio Oeste atravesaba la provincia del Río Negro parando en aquellos pueblitos como Valcheta, Sierra Colorada, Bajo Gualicho, Los Menucos y otros, empalmando - creo recordar- en Ing. Jacobacci con el troncal que venía de Buenos Aires por Bahía. Por entonces, Álvaro Alsogaray hizo levantar esas vías, y la mayoría de esos pueblos murieron.

Aquel atardecer seco y de cielo límpido arribé a Sierra Colorada. Considero innecesario explicar su toponimia, aunque no puedo excusarme de recordar su agreste belleza, toda teñida –hasta el aire- de aquel rojo tan particular de la serranía que rodea al pequeño pueblito. Llegué casi sin nafta, “con el olor”, como se dice. Había en este lugar un solo surtidor, atendido por un gomero, historia aparte. Era de aquellos viejos surtidores Siam, a palanca y con campanilla que sonaba cada vez que el vaso llegaba a los cinco litros. Otro viajante que por allí rondaba me sopló: “ojo, que tiene agua”. Pero había llegado seco y no había elección, así que llené no sólo el tanque de mi Jeep sino también el bidón que me permitiría viajar de noche directo hasta Esquel.

Y así salí, con rumbo al sur oeste.

La noche me sorprendió antes de Jacobacci. De vez en cuando algún letrerito mal pintado señalaba apenas un caminito de entrada a esos tantos pueblitos que dormían, a oscuras, sus sueños patagónicos...

Y así que pasé el desvío a El Maitén, me largué hacia Esquel por esa recta del desierto que dejaba a Cholila a la derecha.

Tenía razón el colega: al rato el noble motorcito que “ratea” y sin más se detiene. La nafta tenía agua. Y bueno, a bajar en medio de esa inmensa soledad con linterna y destornillador en mano para abrir el capó, destapar el carburador y sacarle la gota de agua que, seguramente obstruía el chicler. Es difícil explicar lo solo que puede uno llegar a sentirse en esa circunstancia: en medio de la nada y con un vehículo que no funciona.

En eso estaba cuando escucho el coscojar de un caballo. Alcé la mirada y veo venir de entre la penumbra un carro alto, con su caballo, al parecer un tordillo. Al pescante un hombre solo, emponchado de oscuro. Aunque había luna, no pude ver más detalles que el de un perrito overo corriendo entre las ruedas. Y atrás, casi al final del carro, un farolito a kerosén que de sucio de hollín apenas si iluminaba. Pasó a mi lado rumbo al sur, sin parar a saludar siquiera. Bueno, así será, pensé. Pero me sorprendió, porque en la Patagonia, la solidaridad de la gente no fallaba. He sabido de lugareños que en terrible nevada, salieron de noche a campear la llanura helada cuando oían que un motor se detenía...

Así que solucionada la falla, arranqué y seguí viaje. Creí que seguramente iba a sobrepasar al carro, que hacía apenas unos minutos se había ido. Pero al no encontrarlo, pensé que posiblemente sería algún lugareño y que habría entrado por esas huellitas que salen de la banquina y tan solo ellos conocen.

Crucé el viejo puente sobre el Malloco. La media luna, ya por entonces en el cenit, alumbraba los blancos picos de esa cordillera, allá a la derecha. Sus bajos y lomadas se confundían con la negrura de la planicie. Estaba cansado y con ganas de llegar a Esquel, a tiempo como para comer algo y hacer noche en el Hotel La Vascongada, de mi amigo Martínez.

Pero no pude seguir. El motor que otra vez “tose” y se detiene. Yo no tenía ganas de bajar. Me había quitado el pullóver y ahora con las manos sucias no quería ponérmelo. Pero tuve que apearme así nomás, en camisa. Otra vez con destornillador, linterna y una jeringa de goma para chupar el agua. Y volver a sacar el cable del acelerador, el del cebador manual. En total los siete tornillos que sostenían la tapa de aquel carburador Cárter. Para colmo de males, un golpe de viento me tiró los tornillos al ripio. Estaba agachado buscándolos cuando el carro volvió. Y otra vez pasó a mi lado sin parar. Y entonces vi mejor aquellas enormes ruedas y sus chavetones acuñando las mazas. Y al perrito que extrañamente ni se dio vuelta para mirarme como suelen hacerlo.

Terminé de armar el carburador con algunos tornillos de menos, que se perdieron entre el ripio. Arranqué y aceleré esperando cruzar al carro para al menos enterarme de quien era ese que no merecía ser patagónico. Pero pasaron los minutos, crucé el puente del Lepá y anduve unos cuantos kilómetros más. Y el carro no apareció...

Ya con la silueta de la Ciudad de Esquel perfilándose en las penumbras del horizonte, el motor que vuelve a tironear y se detiene. Y otra vez la misma historia: yo que bajo a destapar el carburador y el carro que aparece de entre las sombras. Me dio rabia y aunque no necesitaba ayuda intenté ponerme en medio de la huella para detenerlo, pero si no me aparto, me pasa por encima. Sentí las sienes erizarse por ese temor a lo que no se entiende. A lo que no encaja en nuestros patrones de lo conocido...

Ya muy pasada la medianoche llegué a lo de Martínez. La cocina la habían cerrado y tuve que mitigar mi hambre trasnochado con apenas un sándwich. Un baño de agua caliente me supo a delicia. Y luego a dormir, como Dios manda.

A la mañana siguiente, terminadas mis visitas a clientes en Esquel, hice vaciar el tanque y poner nafta nueva. Como en esa oportunidad allí terminaba mi gira, puse proa a Buenos Aires. Pero mi intención era pasar a saludar a mi amigo Teófilo Breide, aquel que en los pagos de Epuyén camino a El Bolsón, libraba su guerra contra los jabalíes. Los que hacía muy poco todo le habían destrozado o comido. Así era la Patagonia de entonces. Dura y difícil. Solo para los muy tenaces.

Le llevaba de paso una caja de munición del 44 / 40 para su “wincher”.

Lo encontré como siempre, jovial y risueño, trabajando en una lomada cercana al rancho. Se alegró de verme y paró el tractor. La siembra de papas podía esperar. Fuimos al calor de su “económica” a matear y a soñar con futuras cacerías. Hacía varios meses que no nos veíamos.

Me contó de los chanchos y las novedades del pago. Se alegró por las 44 y me trajo una antigua pero bien conservada pistola Máuser del 7,63 que perteneciera a su finado padre, y una vez le había salvado la vida, que ya les contaré esa historia. Era una de esas pistolas de la 1ª GM con su empuñadura redonda parecida al mango de una escoba. Quería que se la reformara para munición 9 x 19 mm.

Mateamos largo y hablamos de las familias, el trabajo y tantas cosas. Por ahí me preguntó Tufí cómo me había ido en la gira. Le contesté que bien, y creo fue entonces cuando recordé el extraño suceso de la noche anterior. Y le conté lo del carro, eso a lo que yo no encontraba explicación.

Han pasado montones de años, pero recuerdo vívidamente el cambio de expresión en la cara de Tufí. Dejó de acomodar la yerba moviendo la bombilla y medio pálido me preguntó: “¿Y cómo eran las ruedas? ¿Y el perro?”

Contestadas sus preguntas, carraspeó un poco y luego me contó:

“Vea Don Christian, hace muchos años, en vida de mi Padre, él tenía un amigo puestero de la Leleque, allá por la Planicie Grande camino a Esquel. Era paisano muy gaucho y querido en la zona. Hombre de ayudar y generoso. En una oportunidad, unos arrieros que llevaban hacienda para Esquel, pararon como por aquí se acostumbra a pedirle agua y cobijo en su puesto. Entraron y llamaron varias veces. El rancho estaba cerrado, pero de adentro salía un fuerte olor. Después de llamar varias veces y como nadie aparecía, abrieron la puerta. Lo

encontraron degollado en su catre. Y debajo de él al perro, degollado también. Nunca se supo quién lo hizo. Algunos vecinos me han contado que a veces lo ven vagar en su carro, de grandes ruedas, allá por el Malloco. Lo sigue siempre su perrito overo. Yo les creo, aunque la verdad es que nunca lo vi.”

Terminado el espantoso relato, Tufí se santiguó respetuosamente.

Y luego, un tanto como molesto me dijo:

“¿Sabe algo, Don Christian? Aquí, en la Patagonia, todo el mundo para.”

“El degoyao” ©

Autor: Christian Valls

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