viernes, 24 de julio de 2009

Recuerdos Patagónicos - Valls

Recuerdos Patagónicos -página 1 de 8

MAITY

Relato Christian Valls - Reside en Buenos Aires, pero vivió en la Comarca

1. Don Teófilo Breide

Más conocido por Tufí, habitaba con su familia y los perros una lomada de unas cien hectáreas, recostada contra la Cordillera allá por Epuyén, en los pagos del Chubut.

Era hijo de un “mercanchifle” libanés que a fines del siglo pasado asentó sus esperanzas en esta tierra que tanto le recordaba a los pinares de su Beirut natal. Tufí estudió en Buenos Aires, sufriendo su desarraigo provinciano en el Colegio del Salvador, pero ni bien recibido volvió a Epuyén a luchar junto a los suyos, en aquella naturaleza difícil y hostil.

Flaco y fibroso, con nariz prominente distintiva de su estirpe árabe, era de a caballo como he visto pocos, y tan corajudo como el que más.

Allá por los sesenta Tufí libraba una guerra personal contra un ser cuadrúpedo que todo estropeaba a su paso.

Lo recuerdo con su risa fácil, muy activo y siempre bien dispuesto para los amigos. Personaje típico de aquellas tierras donde se envejece rápido y muere fácil: las mujeres de mal parto y los hombres de alcohol o daga.

2. El Jabalí

Conocido en la zona por verraco o simplemente chancho, este animal encontró en la geografía andino patagónica un hábitat superior al de su Europa Central.

Así en la hondura de esos valles perdidos entre riscos y pedreros, allí donde los deshielos sedimentan su rico aluvión; donde crece la caña quila en manchones de cientos de hectáreas. O en los faldeos de suave declive, poblados de áspera vegetación de ñires arrastrados, neneos y espino negro, es donde el jabalí disfruta la impunidad de lo inaccesible.

Pero cuando en los picos nieva ( ¿o “neva” como se dice por allí) el chancho baja hacia los valles inferiores en busca de los tallos tiernos y raíces que le sirven de alimento. Y si la nevada es grande, la hambruna llevará a la piara hasta los límites donde habita el hombre.

Es entonces cuando la osadía del jabalí no reconoce fronteras.

Aquel invierno del `66 fue de los que no se olvidan. Temporales de nieve y fríos intensos se sucedían sin solución de continuidad. Veintidós bajo cero en El Maitén y quién sabe cuánto en aquella Cordillera. Un metro de nieve en el poblado, donde los más viejos no recordaban, a lo sumo, más de diez o quince centímetros. La nevada llegó a tapar la ruta cuarenta. Las reservas de leña se acababan y en El Bolsón llegó a pagarse cincuenta pesos por un carro de álamo mal medido, y verde.

Tufí Breide era hombre previsor y cuidaba su familia. En su galpón hecho con costaneros de coihue y techumbre de roble pellín había estibado unas cincuenta bolsas de maíz, amén de fardos de pasto y bolsas de papas. El maíz y el pasto para que bueyes y caballada, tan necesarios en aquellas latitudes, aguantaran el duro invierno. Las papas para la gente, que con algo de carne de capón y un poco de fideos armaban el típico guiso patagónico.

Una noche de gran helada en aquel terrible mes de julio, Tufí sintió lástima por los perros, que por su escasa pelambre tiritaban contra las tablas de la casa y los dejó entrar, para que durmieran al calor de la “económica”.

Fue un tremendo error.

Repechando la loma de la casa, y a unos cien metros estaba el galpón. En la madrugada, los perros algo olfatearon, pero su quejido inquieto se silenció bajo las nueve mantas más un quillango, mínimo necesario para que el humano pudiera dormir.

Sin la custodia de los perros, aquella madrugada los chanchos desclavaron con sus hocicos las tablas del galpón. No fue sólo lo que comieron, que incluyó hasta las caronas de un recado, sino lo que pisotearon y estropearon con sus excrementos.

Cincuenta bolsas de maíz. Amén del pasto y de las papas. Nada se salvó.

Por la mañana, Tufí Breide sufrió el desastre con terrible bronca. Maldijo y puteó cien veces a los chanchos, que ya hacía horas habrían vuelto a sus encames, sierra arriba.

Y como estaba nevando otra vez, no quedaba otra que aguantar y preparar la venganza. Y doy fe que fue terrible.

En los meses que siguieron Tufí Breide libró su batalla contra el chancho. En faldeos y mallines. En menucos y quilantales. En veranadas y ñirentales. A veces con su treinta y ocho y otras con el cuarenta y cuatro cuarenta, pero las más con su arma predilecta: un puntudo cuchillo “Arbolito” de Solingen, de a pie y con los perros.

Treinta y cuatro cueros se exhibieron ese año colgados en el almacén de su cuñado Gómez, al borde de la ruta. Treinta y cuatro; ni uno menos.

Fue una guerra sin cuartel.

3. Los perros

En aquella guerra que Tufí libraba, lo secundaban sus perros. Una jauría mezcla tal de razas y pelajes que sólo se da por aquellas haciendas del sur.

Tenía como fuerza de choque a tres Dogo argentino, obsequio del Dr. Agustín Nores Martínez, creador de la raza y vecino de Trevelín. Se llamaban Bariloche, Chocolate y otro cuyo nombre no recuerdo. Había además otros perros de diversas cruzas. Uno alto y barbucho, con pinta de Airdale Terrier. Un par con algo de Galgo y otros cruza de Pointer. Once en total. Y entre todos una perrita con mucho de Bóxer, aunque no pura. Le faltaban algunos dientes, porque toreando a uno de los pocos autos que pasaban entonces por la ruta, la atropelló y los perdió. En su lomo de pelaje corto y amarillento negreaban también diversos costurones.

La llamaban Maity.

De carácter dulce, vivaracha y compañera, siempre atenta y vigilante era el nexo justo entre la central de decisiones del amo y la fuerza bruta de los Dogo.

Algo así como el sistema nervioso de ese conjunto heterogéneo que trepaba y bajaba pedreros, chapoteaba en mallines y atravesaba tupiciones. Hombre, caballo y perrada que en frenética algarabía esquivaba riscos y neneos, desapareciendo de pronto en una hondura para reaparecer más allá en una loma, siempre en movimiento, siempre gritando, resoplando, ladrando.

Y entre todo ese conjunto multicolor destacaba una manchita menor de pelaje amarillento, que iba desde el frente hasta la retaguardia, desde los brutos hasta el hombre, como buscando órdenes y organizando. Garroneaba a los indecisos y a los rezagados, acompañaba por trechos a los punteros como reforzando a los más valientes con su compañía. Pero mirando a cada momento a su amo para interpretar sus intenciones.

Tufí era un hombre rudo y por pudor disimulaba su preferencia por la perrita. Como que los sentimientos eran blanduras que aquella guerra no aceptaba. Pero aún así, sin recibir un mimo ni una caricia, ella estaba siempre más cerca de su amo cuando cabalgaba, mateaba, o cuando en tiempos de paz, tenazas en mano tensaba los alambres del corral.

En aquel ocho de octubre llegué a Epuyén luego de visitar a mis clientes de El Bolsón y El Hoyo.

Llegué en plena “guerra contra el chancho”.

Llevaba encima casi treinta días de duro trabajo: viajando de noche para aprovechar el tiempo; atendiendo clientes desde que abrían sus negocios y aún después del cierre, en sus casas. Sin descanso semanal. La gira era de siete mil kilómetros, casi todo ripio, y debía hacerla en no más de treinta y dos días. Ese era el trato con mis representados.

Como en Esquel terminaba mi gira, era la cuestión -si me sobraba tiempo- tomar un breve descanso para disfrutar de aquella amada Patagonia a la que solo veía por el parabrisas, antes de remontar la cuarenta y empalmar con la veintidós para llegar a Bahía. Aunque después tuviera que manejar mi jeep en dos largas jornadas de dieciséis horas cada una –si nada se complicaba- para llegar a casa.

En el asiento trasero del jeep llevaba siempre mi máuser. Así que detenerme para visitar a Tufí era darme el gusto del anhelado descanso. Él vivía con su gente y la perrada a metros de la ruta, lomada arriba.

4. La partida

No sé cómo se enteran. Tal vez por el nerviosismo que les transmitimos los humanos, o quizás el olor de las armas. Pero los perros se mueven en cuanto uno comienza a preparar la partida. Y hasta me parece que tal vez antes: cuando uno a penas si la está pensando. Ladran nerviosos mirando al hombre, pelean entre ellos y garronean a los equinos en el corral esquivando sus patadas. Y sus nervios llegan a recontagiar al hombre en algo así como un círculo vicioso que solo se resuelve cuando volteados los alambres, salen del corral jinetes y caballos entre gritos, ladridos y cascotazos que tira la caballada.

Rodilleras de cabra para las espinas, mate y víveres en la maleta, armas, munición y poncho. Dos caballos bien ensillados y dos al cabestro para la vuelta, porque el día puede ser largo.

Trepamos y trepamos por los faldeos en busca de los encames, con un sol tan hermoso y cálido que no entiendo por qué no derrite toda esa nieve que en grandes manchones aún en octubre cubre los cerros.

Anduvimos todo el día por los filos, bajamos por las abras y trepamos otra vez por los faldeos. Cruzamos varias rastrilladas de jabalí pero Tufí aseguró que no eran frescas. Vimos un rastro de puma de asombroso tamaño, y a media tarde hicimos vivac allá arriba, quien sabe a que altura. Algunos cóndores nos sobrevolaban curiosos, con su extraño planear sin aleteos. Las plumas de los extremos de ala abiertas como dedos, el cogote rojo y pelado y la cabeza moviéndose de lado para observarnos. La altura y el aire helado se hacían sentir. Comimos y mateamos arrimados al calor de los perros, que jadeaban su cansancio sin quejarse.

Volvimos a andar, pero por más que cabalgamos los chanchos no aparecieron.

Fue entonces cuando Tufí decidió buscarlos por los valles inferiores. Bajamos hasta cerca de las casas, y por la ruta fuimos hasta lo de su amigo López, puestero de “la compañía” que vivía cerca del Derrumbe Bayo.

Llegamos cuando el sol ya se enfriaba en el poniente. Quedaría escasa hora de luz, así que autorizados por López nos adentramos rápidamente en aquella geografía tan distinta a la de la mañana: era este un terreno húmedo donde los peligrosos menucos se alternaban con charcos y mallines. En las lomadas, los islotes de rosa mosqueta y el ñire arrastrado formaban impenetrables tupiciones. Cada tanto algún solitario maitén sobresalía de esa vegetación achaparrada. A menos de una legua por delante nos cerraba el paso el Derrumbe Bayo, que lucía su extraña y amarilla geología reflejando al sol del ocaso.

Y en eso, rodeados de la jadeante perrada, con la guardia baja y el cuerpo dolorido por tanta cabalgata, la Maity que se dispara y el tropel de perros que la sigue en coro de feroces ladridos.

Es que allí abajo estaba la piara, escondida en un islote de rosa mosqueta.

Maity llegó primero y se prendió como pudo. La falta de dientes fue su problema. El verraco que la revolea en certero bote y quiere escapar, pero los Dogo Argentinos ya no lo dejan: sus grandes testículos son fáciles presa de aquellas mordazas con dientes que cuando cierran no sueltan. Y mientras el resto de la piara atraviesa en desbandada la espinosa vegetación, el padrillo grita con su hocico largo apuntando al cielo. Lleva a la rastra al perrazo blanco que frena la carrera con sus patas abiertas patinando por el barro del mallín.

Y aquel hombre que abriéndose paso entre la perrada a gritos y empujones desenvaina y llega.

Y otra vez se desencadena el eterno rito de la muerte. Como algo que estaba faltando en aquella agreste geografía.

En tanto una perrita amarilla, caída sobre unos espinos me mira sin quejarse.

Desmonto y dejo mi rifle en el suelo. Me olvido de Tufí y de los chanchos. Maity está ahí, malherida y me necesita. Sus ojitos oscuros están tomando un brillo que no me gusta. Jadea lento y está tumbada sobre su costado derecho. Por debajo del colchón de espinos su sangre gotea abundante. Tufí ya acabó con el chancho y viene a ayudarme. Él también la vio dando tumbos por el aire. La damos vuelta con cuidado y vemos el tremendo tajo. Unas como lenguas salen por la herida.

Tufí me dice: “tiene los hígados afuera, se muere”.

Allí cerca hay un chorrillo de agua clara y le lavamos la herida. Tufí se quita su faja criolla de lana negra y la vendamos. La subimos con cuidado a mi caballo y enfilo lento hacia lo de Breide. Las casas están como a diez kilómetros. Tufì se queda carneando el chancho; “Vaya Ud., si lo dejamos los perros lo destrozan”.

Ya nos ganó la noche. Voy al tranco abrigando al animalito contra mi cuerpo, y con muy pocas esperanzas llego hasta lo de Breide.

Ayudado por su mujer y los chicos ponemos a la Maity en un cajoncito, cerca del calor de la “económica”. ¡Parece tan chiquita ahora!

Como a la hora llega Tufí. Con cara de pocas esperanzas me pregunta por la perra. Pero lo llevo a la cocina para que la vea. Vive. Le propongo llevarla a Esquel, donde seguramente habrá un veterinario. Ya iba por el jeep pero me convence que de noche y con casi doscientos kilómetros por delante es arriesgarse y complicar la cosa. Además es cierto: Maity no resistiría el viaje.

Entonces Tufí decide coserla. Intento disuadirlo pero me asegura que ya lo hizo otras veces. Trae agujas y piola de cerrar bolsas y ahí nomás va a empezar la costura. Logro al menos convencerlo de desinfectar la herida y los elementos. Quemo las agujas con una vela y desparramo mi frasquito de merthiolate sobre piola y herida.

Y sin anestesia la cosemos.

Temo por las hemorragias internas, las infecciones y el shok. También me preocupa la deshidratación. Maity ha perdido mucha sangre. Pero mi falta de conocimientos y elementos me hacen sentir en la más total impotencia. En aquel pequeño ranchito, en una loma patagónica estamos en el medio de la nada.

Sin saber que otra cosa hacer por la pobre perrita la abrigamos bien y la arrimamos otra vez al calor de la cocina.

Me acosté sin comer y no pude dormirme.

Recién hacia la madrugada me venció el cansancio. Pesadillas con chanchos, caballos y perrada invadieron mi mente sin piedad. Soñaba con la salvaje gritería y aquel tropel apocalíptico. Con chuzas de espino negro que atravesaban las rodilleras y me clavaban. Con los largos aullidos del padrillo. Y con una perrita amarilla que salía dando vueltas por el aire. ¡ Y allí me desperté ! Con el corazón palpitante llegué a la cocina. La tenue luz del amanecer patagónico ya proyectaba suavemente las sombras del sencillo mobiliario. Con mano temblorosa encendí una vela y me agaché para verla. Es increíble, pero vive. La alegría hizo volver el calor a mi cuerpo y comencé a pensar en qué hacer para ayudarla. Con un trapito le arrimo agua a su reseco hocico, que suavemente absorbe.

Pasaron dos días. Despacito, poco a poco, Maity fue recuperando fuerzas. Con muchos mimos y cuidados que antes nunca conoció.

Yo volví a Buenos Aires y al tiempo supe por carta de Gómez que la perrita ya correteaba por la casa. Y al año siguiente Maity fue otra vez de la partida, con más experiencia que antes y otro negro costurón en su pellejo. Y con ese odio hacia el chancho, que sólo puede comprender quien viva en esos pagos.

Y volvimos a cazar, pero eso ya es otra historia.

Maity :

A casi treinta años de aquellas cacerías no sé como terminaron tus días. La vida y algunas tristezas me alejaron de aquellos pagos queridos. Tufí Breide ya no está. Su mujer y sus hijos desparramados por El Valle, según me contaron. El campo de Epuyén en manos extrañas. El almacén de Gómez ya no existe; él también se nos fue. Creo que tan solo queda la hija de Ivonne Breide y de Don Gómez, como directora de la escuelita del Cajón, en Cholila.

Maity: Seguramente tus huesitos se mezclaron con el ripio patagónico o los tragó la arena volcánica de algún faldeo.

Yo tengo una deuda de honor contigo y pienso volver, para que un humilde monumento, tan humilde como tu pequeña existencia recuerde en vos a todos esos perros patagónicos. Esos que comparten con el hombre su empecinada existencia de fríos y privaciones, sin pedir ni esperar nada, ni siquiera una caricia. Comiendo cuando hay suerte, a alguna liebre si la alcanzan. Pero siempre ayudando al hombre a juntar la majada, a encontrar el camino de vuelta en medio de la nevada o a “empacar” al padrillo en feroz jabaliceada.

Recibe en tanto este, mi pequeño homenaje.

Christian Valls ©

Junio de 2004

Glosario :

Empacar : hacer que el jabalí se quede, presentando pelea.

Espino negro: planta muy espinosa típica de la Patagonia. Posee largas chuzas negras y aceradas, cuyas puntas se quiebran luego de penetrar la carne. Tufì las apodaba “dulzura patagónica”

Quila : caña maciza, muy alta y fuerte, llamada también colihue.

Quilantal: como ñirental o cohiual: forma lugareña de llamar a los montes de tales especies.

Maitén: árbol típico aunque escaso, natural de la Patagonia. Da su nombre a población del Chubut.

Mallín: tierra baja y anegadiza, generalmente a orillas de arroyos, de los que recoge sus desbordes en la estación del deshielo.

Menuco: tajo angosto y profundo que se produce en terrenos aluvionales por acción de vertientes y deshielos. Son peligrosos para jinetes y hacienda.

Mercanchifle: por “mercachifle”, personaje típico de la Patagonia de fines de los ochocientos y principios del siglo XX, que con su carreta provenía generalmente de Bahía Blanca para abastecer a los peones de las estancias sureñas de ropas, cuchillos y abalorios. Esta ocupación la desempeñaban generalmente los sirios o libaneses, llamados “turcos” por ser la embajada de ese país quien los representaba. Era una ocupación dura y aventurada, ya que a las penurias del territorio se les sumaba el riesgo de vándalos e indígenas aún no civilizados.

Neneo: mata muy espinosa ( toda espinas y sin hojas ) de color grisáceo y forma esferoide. Crece en lugares secos y pedregosos.

Ñire: árbol y arbusto patagónico que se da, según la diferencia, como árbol de fuste o ñire arrastrado. De constitución muy dura y leñosa en otoño su follaje caducifolio adquiere un hermoso color rojo vivo.

Veranadas: valles relativamente altos donde el estanciero traslada en verano sus majadas para aprovechar la pastura. Por el contrario, llámanse invernadas a los campos relativamente bajos donde difícilmente nieva.

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