jueves, 9 de julio de 2009

Turistas - Gandolfo

¡Oh!, Turistas...

Narración

Esteban Gandulfo - Lago Puelo

Hombres necios, injustos y de mala fe, los

que muerden la mano de quienes les dan

de comer.

Anónimo Siglo XV

¡Oh... Turistas!

Es curiosa la capacidad de adaptación que tiene el hombre, o por lo menos ciertos individuos, a los cambios del medio en que se encuentra. Asimismo, llama la atención la velocidad con que este proceso se verifica. Nosotros, por ejemplo, hace poco más de un par de años que vivimos aquí en el borde del bosque, y ya somos todos unos montañeses. Bajamos al pueblo, con sus calles de tránsito escaso, unas pocas personas en la calle, mucho lugar para estacionar, y cuando vemos un vehículo o personas desconocidas, ya los miramos con la mentalidad de aldeanos recelosos. Observamos a los forasteros con desconfianza, y hasta con un cierto dejo de antipatía. La mayoría de los seres extraños al lugar, son turistas.

Recuerdo que en muchas oportunidades, viajando por ahí, escuché quejas referidas a los turistas. Y lo más gracioso era que estos reclamos provenían de personas del lugar que, de alguna u otra manera, dependían de esos turistas como su medio para ganarse la vida.

Decían, por ejemplo “Bueno, ya vienen… ¡qué groseros!” o “qué ruidosos” o “qué ridículos” y así en adelante.

Entonces, recuerdo también, que yo a mi vez terminaba por proferir una queja-réplica contra los descontentos– “¡Cómo pueden estar lamentándose de aquellos, que si no existieran, sería su ruina!” Pero ese pensamiento que yo tenía era erróneo, producto de la ignorancia y el malentendimiento. Los quejosos no iban en contra de los turistas y el desembolso que hacían en el lugar, sino de sus conductas.

Ahora, que no soy uno de los visitantes que pasan con estrépito, sino uno de los desconfiados locales que los ven pasar, me he convertido en un criticón más.

Sin embargo, hay que separar la paja del trigo. Varios de los forasteros son viajeros de corazón, como los exploradores de antaño. Han planeado muy bien su viaje, leído y estudiado mucho antes de salir, se mueven con sus guías y mapas, disfrutan del lugar, su gente y costumbres, y no molestan a nadie. Hay también gente que viaja por trabajo y, como lo hace habitualmente, ya casi se mueve como uno de los del lugar. Tenemos también los inmigrantes frescos, recién llegados que se están estableciendo, y que vienen con su locura a cuestas, pero que, como decíamos al comienzo, se van adaptando rápidamente y asimilando las locuras locales.

Salvando entonces esta serie de excepciones, nos quedamos con el turista moderno.

Ciertamente, sería por demás injusto formular una crítica generalizada del tipo “Todos los turistas son molestos, ridículos y ruidosos”. Aunque la mayoría parece que estuviera haciendo esfuerzos para entrar en alguna de estas categorías, los hay también encantadores, cultos, educados, amistosos y considerados.

Por otra parte, La Comarca (Lago Puelo, El Bolsón y adyacencias) no es un sitio exclusivamente turístico, ni sus habitantes están preparados para tal actividad. Si esto fuera Orlando, nos encontraríamos en otra situación. Allí, desde el Hospitality Senior Vice President de Disney, hasta el último asistente de la recepción, están entrenados para la tarea de conducir turistas, y han hecho de ello su medio de vida. Además, los turistas están bien masificados en ese rol: Hacen fila sin chistar, van con sus gorritos y sus cámaras standard, zapatillas similares, están bien uniformizados en su estupidez. Aquí no. Aquí se nos mezclan un francés en bicicleta, dos mochileros de aroma sospechoso, un artista maniático, el chileno con su tacañería a cuestas, el grupo de estudiantes, una familia tipo, un par de enamorados y el ómnibus del Pami.

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Si los habitantes de la comarca estableciéramos un ranking respecto a lo que nos molesta más de los turistas, con toda seguridad el primer puesto estaría ocupado por Exteriorización Ruidosa de la Estupidez.

–¡Mirá Dany una bicicleta de alambre como la que te compré en Río Hondo… pero esta es como de carrera, no es tan linda…

La señora, sesentona, uno cuarenta y cinco de altura, con sus ochenta kilogramos pasados y voz chillona le grita a Dany, que está a unos diez metros, obsesionado con los relojes en un puesto donde todos están montados sobre una rebanada de llao llao

Dany le da charla al artesano: –En Carlos Paz hacen los cu-cu… Y tienen uno inmenso, como un molino, en una placita

El relojero lo mira en silencio, como quien ya tiene decidido perdonarle la vida, o como quien ya está bien curtido después de escuchar tantas frases torpes.

La feria artesanal de El Bolsón, son cerca de doscientos puestos de dos metros por uno y medio, sobre un par de cuadras en forma de herradura, en el lateral Este de la Plaza Pagano. En este mercado, con todo respeto y sin malas intenciones, no puede comprarse nada que valga la pena, salvo las tallas de Hugo Vazquez, los vitrales de Ava o Fabrice, los cueros de Nova, o las empanadas de Amancay. Todo esto a lo largo de más de doscientos puestos.

Ya que se mencionaron los relojes en llao llao, no hay nada que combine menos que la curiosa textura del llao llao, con los números romanos de dorado berreta y una aguja taiwanesa que da vueltas a los saltitos.

La pizza es definitivamente mala. Sobre cerveza artesanal, no opino porque prefiero el vino. He escuchado de algunas personas que merecen mi respeto, que la cerveza artesanal negra es buena. Los gnomos del bosque en epoxi pintado son nauseabundos. Algunas cucharitas de madera podrían pasar, pero son demasiado rústicas. Las flores secas, no son nada más que eso: flores secas. Tablas para asado, las hacemos aquí en nuestra carpintería de aficionados, sin ser artesanos, y nos salen mejores. Los quesos de Dina, prefiero comprárselos en su chacra, aquí abajito. Los arbolitos, se los elige mejor en el vivero. Tejidos, paso, gracias. Y se podría seguir bostezando diez renglones más.

No obstante, la feria artesanal de El Bolsón, tiene cierto renombre, la gente la visita y recorre, y los sábados, no es raro encontrarse con media docena de ómnibus que vienen de Bariloche, con su excursión del día a Lago Puelo, El Bolsón y su feria. Un combo de naturaleza y artesanías. Está en actividad los martes jueves y sábados, y si bien el horario oficial es de diez a cinco de la tarde, como los artesanos por sobre todas las cosas son holgazanes, a las once está en veremos y a las cuatro y media la mitad ya levantó campamento.

Habíamos dicho ruidosos:

–¡Sebastián!... ¡Vení… no te pierdas!... Paola, no te puedo llevar en upa todo el tiempo, ya sos grande- La mami alterada, le reniega tan fuerte a Seba que se está escapando, como a Paola que la tiene a sus pies lloriqueando.

Y otro pibito, que no tuvo papis tan observadores como los de Sebastián, sino que se les escapó, pasa corriendo con un cucurucho de papas fritas. Lo siguen muy animados tres o cuatro perros que van de fiesta, porque comen las papas fritas que se le caen al nene ni bien tocan el suelo.

–¡Grrr!– le gruñe el ovejero a un felpudito gris con cejas que le tapan la cara y patas cortitas. El ovejero está decidido a no ser generoso y el pibito se divierte viendo que conquistó a la perrada y sigue su carrera hasta desaparecer con su corte canina. Con toda seguridad, en la otra punta de la feria, un par de padres desesperados, a los gritos.

Por aquí cerca hay otra madre que de viva voz increpa a su hijo –¡Pero Nahuel, cuántas veces te tengo que repetir la misma cosa! Nahuel, cuatro años, puede ser que sinceramente no entienda, o con una precoz jugada de judo intelectual descoloca a su madre: -¿Que me tenés que repetir qué, má?

Un nivel privilegiado dentro del rango imbecilidad, es el de la gente muy rica. Estas personas equivocaron el destino, porque deberían estar en Mónaco, o por lo menos Puerto Manzano o Cariló. Ellos llegan con su todo-terreno deslumbrante, que en Buenos Aires usan poquísimo por temor al secuestro o robo. Se baja un caballero con elegante indumentaria sport, exhibiendo una variedad de logotipos exclusivos y oprime un botón en su llavero. La 4 x 4 le responde con un conjunto de guiños y leves bocinazos, que deben interpretarse como: “Quedate tranquilo, yo me cuido sola, guay del que tenga una ocurrencia inapropiada”. El respetable señor comienza a caminar con su familia –también todos impecables- hacia la feria artesanal, y en la periferia de su Ray Ban ven reflejado un vehículo, que con una maniobra peligrosa, estaciona detrás de su camioneta.

Yo siempre me he preguntado por qué los automovilistas locales no estacionan como uno tiene que hacer cuando da examen de conductor: Haciendo marcha atrás y después acomodando el auto marcha adelante. La respuesta que yo mismo me he dado es porque siempre hay mucho lugar para estacionar, uno aquí le emboca al cordón hacia delante y con comodidad. Otra posible respuesta, es que muchos de los que estacionan de frente nunca han dado esa prueba al obtener su carnet de manejo. Ante ese cuadro, nuestro atildado turista comienza a desesperarse. No sólo por lo irregular de la maniobra, sino porque el vehículo recién acomodado detrás del suyo es un viejo Baqueano, o Estanciera convertida en pick up, que muchos años atrás perdiera su paragolpe delantero y que en su reemplazo le acomodaron un trozo de riel ferroviario, de aquellos que tanto abundaron durante el masivo levantamiento de ramales. En esa situación, su costoso todo terreno está totalmente desprotegido, por más alarmas, bloqueos de motor y localizadores satelitales que tuviera. Nuestro turista rico da rápidas y precisas instrucciones a su familia, vuelve a su camioneta, la retira preventivamente y la reacomoda sobre la vereda, en frente a la iglesia, en una zona ilegal, pero segura. Tal vez con la esperanza de una protección celestial.

Yo me pregunto ¿Quién disfruta más de su vehículo, el señor rico, o el chacarero de pelos largos, que llega atrasado a armar su puesto en la feria?

El hueco de la camioneta es ocupado rápidamente por un Ka negro, con vidrios polarizados del que desciende una pareja joven, también de negro y con gafas oscuras. Se ve que todo es para coordinar con el auto. El muchacho inmediatamente habla con su teléfono celular, le pasa el teléfono a la chica y se pone a filmar. ¿Se dice así ahora… o “grabar”? …porque lo hace con una moderna cámara digital. No se detiene ni un segundo a pensar la secuencia. Se manda una toma larga y paseandera como quien estuviera regando el jardín al azar. Para quien conoce la avenida San Martín, a la altura de la Plaza Pagano, estará de acuerdo conmigo en que es un lugar al que es muy difícil sacarle un rendimiento estético. El edificio del Banco Nación es triste y descuidado, el ex cine que ahora es el supermercado El Chaqueño, pudo haber tenido un espíritu art decó, pero ahora está echado a perder, sucio, y con carteles horrorosos. La zapatería Tamangos, con su inmenso letrero en la ochava lo dice todo. En el arbolado conviven inmensas macrocarpas con montes de cerezos de jardín. Los canteros con rosales valen la pena. Si este muchacho se hubiera agachado, buscado un primer plano de rosas y por detrás una línea del cantero que se fuga, podría haber conseguido un plano aceptable. Pero no, lo que generó es un archivo digital, que cuando aparezca en una pantalla, será una imagen que podrían usar en las universidades de cine, como ejemplo de errores de encuadre, foco, composición, iluminación, etc.

Bajando hacia lo que podría llamarse la clase media, el tic de “¡Ya! Fotografío o filmo algo y hablo con el celular” se repite hasta el infinito. Apenas llegan, uno ve que toman la cámara y disparan hacia la perspectiva menos interesante desde el punto donde están situados. (Ya está, ahora la llamo a mi vieja) “¡Má, nieve, te juro. Acá hace calor, pero ahí… qué será, no es muy lejos, hay un montonazo de nieve, se ve de acá…! Te corto porque se me acaba el crédito…

–Señor, nos saca por favor?... Tome la mía también, y esta… y esta… y esta… y la mía, y esta otra…

Resulta que los chicos te dan veinte cámaras, y haciendo milagros de equilibrio, tenés que sacarle veinte veces la misma foto en cada una de las cámaras de ellos… pero son simpáticos, y agradecidos – ¡Gracias maestro, buenísimo…Muchas gracias!

Los chicos se habían colocado al lado del gran cartel tallado en madera de la Plaza Pagano de significado esquivo: “El Bolsón, comuna no nuclear”.

Otro tic repetido por nuestros queridos visitantes turistas es pasar por el cibercafé. Sucede que tienen que mandarse una dosis ¡Ya!, porque si no el síndrome de abstinencia cibernética se pone severo. Abrir casillas, chatear, exponer el rostro y ver el del otro(a) en la cámara web…

–Pues madre… ¡Que no te das una idea de lo que se ve de carne de res aquí! Y que no vale nada… –grita la españolita a su mamá, como si no existiera la ayuda de los medios electrónicos–¡ Y está baratísima!... Ni te imaginas, pero no creas, pescado poco, y cerdo muy difícil…

Y todos los que estamos en el cibercafé nos enteramos, gracias a sus gritos, de lo que es la mirada analítica de una joven representante de la madre patria sobre nuestra oferta de proteínas.

Una pesadilla regular es ir al mayor supermercado del pueblo, La Anónima, los comienzos de “tanda” de turistas. Esto sucede durante el inicio mes y la quincena, y a veces al principio de la semana. Resulta que el grupo familiar ha alquilado una cabaña por una o dos semanas y van a hacer las compras como si se quedaran a vivir en El Bolsón y al otro día cerraran todos los comercios. Van a veces con dos carritos, cargan bidones de agua como para llenar la piscina y alimentos suficientes para abrir un restaurant: -Natalia, yogurt con frutos del bosque no hay (qué ironía, aquí que hay tanto bosque) ¿… te puedo llevar con frambuesas de la huerta? Total, los estabilizadores químicos son los mismos y el saborizante cambia un poquito nada más.

Cuando van de compras toda la familia juntos, fatalmente, se pierden unos con otros. El papá grandote, con sus bermudas nuevos va por el pasillo central con un hijo en cada mano. Va despacito y en cada pasillo mira a derecha e izquierda a ver si divisa a su mujer. Como el corredor es estrecho, el movimiento de compradores se hace extremamente lento, y en cada esquina se embotellan los carritos.

Lo más penoso de esto, es que uno nunca puede subirse a una atalaya de observación segura. Veo a un mochilero desprolijo sentado en la vereda, fumándose un cigarrillo y mirando las nubes, y yo tengo que hacer un pequeño rodeo para no tropezarme con sus piernas estiradas que obstruyen el paso (“A ese le sacan los aritos y soy yo, cuarenta años atrás”, me digo) Paso por un grupo de jubilados, y un viejo ridículo se manda de viva voz un chiste estúpido que no arranca ninguna carcajada sino miradas de reproche (“Ese soy yo, la semana pasada, cuando después de una de mis ocurrencias Lucas me decía, “Papá, considerate eximido de tu compromiso con el humor”)

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Estos seres migratorios se van junto con el verano. Hay luego algunas apariciones fugaces durante semana santa y las vacaciones de invierno. Por lo demás, el resto del año volvemos a quedarnos solos en estos pueblos en que casi todos los vecinos nos conocemos. Los que siguen visitándonos con una cierta regularidad son aquellos que buscan establecerse en el lugar. Fueron alguna vez turistas, pero ahora pintan para futuros pobladores. Muchos de ellos pasan por aquí, por el Hotel de Inmigrantes, y tienen sus particularidades. Pero ellos ya son otra gente, se trata de otra historia…

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