viernes, 21 de agosto de 2009

Los Tejados Rojos – V. Valls

imageLos tejados Rojos

Cuento Corto

Violeta Valls

Buenos Aires

 

Los Tejados rojos

Acabábamos de abordar la “Trafic” que nos conduciría al lago Epulafquen. Hacía bastante frío. Habían caído ya las primeras nevadas, pero la ruta parecía transitable. Estaba amaneciendo. Yo tenía más ganas de dormir que de mirar el paisaje, circunstancia que aprovechó mi prima Elena para pedirme que escuchara un cuento que ella había escrito y pretendía que yo lo utilizara como guión para filmar un cortometraje. Yo le dije que sí, que contara conmigo, pero lo cierto es que entré en una especie de duermevela (producto de mi trasnochada), mientras cruzábamos un río con nombre mapuche. La historia que pude oir entre sueños, decía así:

“Aquella tarde, cuando el bus de la excursión quedó estacionado frente a la posada donde debíamos tomar el té, sentí de pronto una necesidad imperiosa de escapar del programa establecido. Sin decir nada a nadie (confieso que obré mal), comencé a caminar por la ribera del arroyo que acabábamos de cruzar y mis pasos me llevaron a través de un bosque claro y luminoso: más bien se parecía a un parque. Allí, una alfombra crujiente de agujas de pino me invitó a que me descalzara. Al pisarla, sentí una transformación gozosa, vital. Con los zapatos en mi mano izquierda y una varita en la derecha, comencé a vagabundear sin noción de la hora. Era verano, el sol estaba alto aún: se lo podía ver entre las copas de las araucarias. El aroma de los árboles se hizo muy intenso cuando recogí un puñado de follaje seco y le prendí fuego. Me senté entonces frente a la pequeña hoguera y la seguí alimentando hasta que la tarde tiñó el cielo de colores intensísimos. En esos instantes, como en un ritual de iniciación, aspiré la rotunda fragancia del bosque, me puse de pie y elevé mis brazos. Varias veces llené de aire mis pulmones: otras tantas saludé con unción y respeto al silencioso mundo vegetal.

¿Cuánto tiempo habría transcurrido? Mi reloj pulsera había quedado en la habitación del hotel: inconscientemente lo había “olvidado”. La prudencia siempre había caracterizado mi vida, cuadriculada, a horario, ---

Cada cosa en el lugar y el momento previstos. Yo era una persona tímida, sujeta a los mandatos ajenos y, si bien a los demás yo les parecía equilibrada, lo era sólo en apariencia, puesto que en mi mente bullían aventuras inconfesables. Los caminos sin señalizar eran un atractivo poderoso que nunca me había atrevido a desafiar. Por otra parte, mis amigos contaban con mi proverbial puntualidad.¿Algunas vez se habrían detenido a pensar en los esfuerzos a los que yo me sometía para mantener esa conducta? No lo sé. Estas lucubraciones surgen ahora, después de varias décadas.

Retomo el relato. Cuando decidí regresar a la parada del bus, me resultó imposible encontrar el camino. Tampoco percibía la música acuática del arroyo, pero otros murmullos crecieron a mi alrededor: pájaros que regresaban a sus nidos, insectos que afinaban sus élitros, roedores invisibles y rumores propios de la noche que se avecinaba. Comencé a caminar más rápido, convencida de mi extravío, con una sensación ambivalente de temor y curiosidad: una voz interior me decía que no estaba sola. Poco a poco fue quedando atrás el bosque. Ante mis ojos se dibujó un sendero angosto, bien apisonado, que serpenteaba entre árboles frutales, en su mayoría manzanos y membrilleros. Detrás de una loma divisé un bulto blanco: era una casa rústica, de tejados rojos, con chimenea como en los cuentos de hadas. Las últimas luces del crepúsculo daban a las paredes un bellísimo resplandor dorado. A través de las ventanas, opacadas por visillos, me fue dado observar el parpadeo de velas titilantes. Me detuve frente a la casa, presa de un raro magnetismo. Allí, al alcance de mi mano, descubrí una aldaba de hierro. Todo mi cuerpo temblaba ante lo desconocido y un torrente de imágenes me invadió. Me sentí como la Dorothy del Mago de Oz: puro asombro.

Di dos golpes con la aldaba. Por unos segundos (que se me figuraron siglos) contuve el aliento. Entonces la puerta se abrió con gran lentitud. Delante de mí apareció una anciana regordeta, pulcra, vestida con una amplia y larga falda azul y una blusa de finísimo linón blanco, adornada con cintas y puntillas. Los ojos celeste pálido de la mujer miraron directamente a los míos y una sonrisa le iluminó el rostro cuando me dijo: “-¡Hola!¡Al fin has llegado!”

La viejita me habló en alemán, lo aseguro; sin embargo, le entendí todo. No sé como lo hice: aún hoy me lo pregunto. De inmediato entré en un recinto amplio donde –pese al verano que había dejado afuera- algunos leños chisporroteaban en una cocina de hierro antigua y su calor irradiaba brindando confort. Un exquisito olor a pan recién horneado invadió mi olfato En el centro de la habitación había una mesa maciza y dos sillas con asientos y respaldos de mimbre. Un gato blanco y negro estaba trepado sobre un aparador, donde lucían platos impecables de porcelana azul. Iluminaba el ambiente un candelabro importante que proyectaba sombras en el techo sostenido por vigas.

La anciana me condujo hasta un rincón. En él, sobre una mecedora, descansaba un canasto del que asomaban multicolores lanas de tejer. Pude observar dos pequeñas ventanas que miraban hacia el sendero. Cortinas tejidas al crochet, con dibujos de pájaros y flores, daban al conjunto un aire decididamente artesanal y digno.

Las manos de la mujer quitaron el canasto del asiento de la mecedora, oportunidad que aprovechó el gato para ocupar el sitio vacío. De inmediato, la anciana extrajo del aparador un mantel y dos servilletas, todo almidonado. Colocó sobre la mesa el juego de porcelana; preparó té; abrió el horno, donde un pan tibio aún despedía su único e irreemplazable aroma de hogar. Un frasco de jalea de membrillos –que la viejita colocó a mi alcance para que yo probara con una cuchara de madera- tenía un casquete primoroso, a la manera de cofia, a cuadritos rojos y blancos. Probé el dulce: era delicioso. El pan, excelente.

Mientras tomamos el té, la anciana me hablaba y sonreía. Yo la escuchaba con atención. Mi inconsciente fluía con total libertad, como si algo o alguien tradujera para mí sus palabras del alemán. Hoy –sin embargo- no podría repetir nada de todo aquello, aunque sé que en algún lugar de mi memoria han quedado ocultas sus palabras, secreto que sólo podría ser desactivado en circunstancias idénticas, lo cual, como se verá, es imposible.

Cuando terminamos la merienda, el gato comió de mis manos algunas migas de pan y, agradecido, se frotó contra mis piernas, ronroneando de gusto. Un reloj de péndulo, que yo no había visto, dio diez campanadas. ¡Las diez de la noche! Habían pasado más de dos horas desde mi llegada a la casa de los tejados rojos. Era tardisimo. Advertí de inmediato que debía regresar. Los ojillos de la anciana se humedecieron. “-No puedo retenerte –me dijo-. Volverás a tu vida. Lo sé.”

Entonces, caminó despacio hasta el rincón donde reposaba el canasto del tejido, levantó una de sus tapas y desenvolvió una bufanda roja muy bella. “-Toma, es para ti –me dijo-. Hace mucho tiempo que la empecé a tejer y hoy, antes de que llegaras, la terminé.”

Me coloqué la bufanda con sus extremos hacia delante. En uno de ellos estaban bordadas mis iniciales. Atónita, abracé a la anciana y la besé en la frente. Se me había hecho un nudo en la garganta y estaba a punto de estallar en lágrimas… Hice un profundo silencio respetuoso, tomé las manos de la mujer entre las mías y las besé. Ella imprimió a la despedida la natural dignidad de los seres que están en paz consigo mismos. Yo, en cambio, apretando la bufanda contra mi pecho, me largué a correr por el sendero, atolondrada, con una sensación inefable que jamás hasta ahora he vuelto a experimentar.

Llegué al parador casi sin aliento. El cantinero de la posada me increpó: “-¡Ey! ¿Dónde se había metido usted?.El ómnibus tocó infinitos bocinazos y por fin se fue. Será necesario que mi hija la lleve en la combi –agregó.”

“-Gracias, señor. Acepto su ofrecimiento. Estuve en la casa de los tejados rojos.”

“-¿Cómo dice? Allí no vive nadie desde hace algunos años. La propiedad está en sucesión."

“-Pero yo no estoy loca. ¿No ve la bufanda que me regaló la anciana?”

“-¿La viejita alemana? –preguntó de nuevo el hombre, y se quedó con la boca abierta y los ojos sin pestañear-.”

“-Creo que sí, que es alemana –respondí muy perturbada-.”

“-Espere. Le mostraré algo –dijo.”Fue hacia la otra habitación y regresó con un retrato entre sus manos

“-Es ésta. ¿No?.-preguntó, dando por segura cual iba a ser mi respuesta.”

“-Sí –respondí-.Es ella: los ojos, la blusa blanca…”

“-Frau Inge murió hace cinco años. Hoy, precisamente, es su aniversario. Todos por aquí la queríamos mucho. Algunos comentaban (por favor usted no vaya a decir nada a los otros turistas) que Frau Inge tenía una nieta a la que no había conocido. La pobre tejía y destejía una bufanda para entregársela personalmente cada vez que se enteraba de que un bus de excursión llegaría por esta comarca, cosa que sucedía muy de tanto en tanto antes de que se terminara la ruta provincial.”

-¿Qué te pareció la historia? –me preguntó Elena.

-Mmm…Es buena. Y…¿Qué se hizo de la bufanda? –le pregunté muy intrigado y un tanto culposo por haberme dormido.

-Pensé que cada uno de nosotros escribiera un posible final para la historia. ¿Qué te parece? Guardamos los textos en sendos sobres y abrimos los mismos cuando hayas avanzado en la filmación., que corre por tu cuenta.

El sueño volvió a invadirme. Bostecé. ¡Pobre Elena! Confíar así en mi talento mientras que yo no tenía ni idea de como empezar. Además, el traqueteo del camino de ripio, el vapor condensado sobre los cristales del vehículo y el frío de afuera, hacían de mí, esa mañana, una molestia, casi un peso muerto. Cuando desperté, la “Trafic” se había detenido frente a la cabaña del guardaparques y yo… yo tenía puesta, alrededor de mi cuello, una bufanda roja con dos iniciales que no eran las mías.

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Violeta Valls

Versión corregida 10 de agosto 2009.

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