lunes, 31 de agosto de 2009

Maggie perdió una mano - Gandulfo

Maggie perdió una mano

Narración breve

Esteban Gandulfo – Las Golondrinas - Chubut

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A nuestra perrita Maggie le gusta mucho salir de paseo. Ni bien su amo -digamos padre- toma la correa y el collar, se pone a saltar llena de entusiasmo y con toda docilidad se deja colocar su arnés, que le sujeta el pecho y cuello al mismo tiempo.

¿Por qué no llevarla suelta? Los primeros tiempos de vida con nosotros, Maggie era una cachorrita silvestre, no tenía collar ni arnés ni correa, nada de eso.

Pero la primera vez que tuvimos que llevarla al veterinario, cuyo consultorio quedaba en el pueblo, se atemorizó tanto con la calle y el tránsito, que nos resultaba imposible controlarla. Así que le compramos su primer collar y correa.

Después, salimos unas cuantas veces a pasear con Lucas y Fiona, su perrita sharpey. Fiona es un caso especial, siente una gran curiosidad y excitación por los otros animales, ya sea ovejas, vacas, caballos… Ella se pone nerviosa, les ladra y si puede los persigue, así se trate de un animal que pesa veinte veces lo que ella, y que la podría matar de una coz o una cornada. Con toda seguridad, si el vecino llevara un elefante ella le ladraría agresivamente, con su voz de barítono, sin importarle las toneladas de peso o la agudeza de los colmillos…

Así que muchas veces íbamos los cuatro, Lucas y yo con nuestras mascotas, bien sujetas hasta que estuviéramos seguros de que no había peligros por las inmediaciones. Además, a veces nuestras caminatas comenzaban en el parque nacional Lago Puelo, y allí exigen que los perros vayan sujetos por sus amos.

La práctica establecida entonces, en mis andanzas con Maggie, era que le colocara su sujetador, y solamente le enganchaba la correa cuando veía venir algún vehículo por el callejón, o pasaba por el frente de una chacra con perros muy ladradores, que la pudieran atraer.

Un aspecto curioso de la excitación de Maggie por salir de paseo, es que ella puede hacerlo libremente, todas las veces que se le ocurra. Ella es lo suficientemente pequeña y flexible como para traspasar cualquier alambrado. Asombrosamente, cuando corre persiguiendo a una liebre, cruza los alambrados como si no existieran, a toda velocidad, por más que sus hileras estén muy próximas una de otra. De hecho todos los días se pega alguna fuga, pero es sólo cuestión de dar un fuerte silbido del modo establecido y a los pocos segundos Maggie aparece, con la lengua afuera, a tomar unos cuantos lambetazos de su bebedero.

Pero yo tengo la impresión de que, en su jerarquía de preferencias, ella le da más importancia a la actividad en familia –ancestro jauría– que a la libertad individual. Vamos paseando y ella se adelanta, investiga por los laterales, vigila la retaguardia, todo al trote o a la carrera, de manera que si damos un paseo de tres o cuatro kilómetros, lo menos que ella ha transitado, han sido diez o doce. Nunca se despega demasiado de su compañero de viaje, siempre mira y se deja ver a lo largo del camino.

Aquella tarde habíamos ido hacia el fondo de nuestra chacra, para salir por detrás al callejón que une El Puente con Bella Vista. Maggie iba suelta, con su arnés colocado y yo con la correa en la mano. No había perros sueltos ni tránsito en la zona, así que no tenía sentido sujetarla.

Alcanzado el callejón, tomamos para el lado de El Puente, que es una chacra de frutales y dulcería. Por esa zona la población es muy baja, los vecinos distan unos quinientos metros uno de otro. Es un área de bosques, alguna chacra, un potrero de pastura, una quinta de frutales, todo muy tranquilo, poca población, pocos animales.

Recién después de un par de kilómetros de caminata, acercándonos a una vivienda que tiene siete perros muy ladradores, bastante antipáticos, até a Maggie.

Cuando ella está con la correa se comporta muy bien, casi como un lazarillo. No anda tironeando ni inquietándose. Los siete antipáticos produjeron el concierto acostumbrado, y sólo fue cuestión de apurar el paso, para dejarlos atrás y volver a liberar a Maggie.

Era una tarde soleada y fresca y daba gusto caminar por la comarca, sobre todo porque en esa etapa nos tocaba una ligera cuesta abajo. De vez en cuando Maggie se internaba en el campo vecino al callejón a corretear a los teros, uno de sus entretenimientos favoritos porque los teros hacen bastante escándalo, revolotean, se aproximan en picada y luego escapan aleteando, todo para distraer al intruso y proteger sus nidos, que en esta época del año tienen huevos o pichones. Todo este alboroto a Maggie la divierte mucho y los anda correteando llena de actividad.

Ya estábamos más abajo, por el callejón que conduce a la dulcería Golondrinas, cuando advertí que desde hacía un tiempito la tenía a Maggie perdida de vista.

Chiflé tal como hago para llamarla, y después de insistir un par de veces escuché sus ladridos. Era mitad ladrido y mitad gemido, una cosa extraña.

Venían desde más atrás así que retrocedí un poco.

Maggie se había internado en el campo lindero al callejón y no podía salir de allí. La tenía a unos diez metros de distancia. Pero no nos separaba un alambrado, sino una densa mata de zarza. Para quien no está familiarizado con la zarza, también llamada murra en esta zona, es una mata arbustiva, que no tiene un tronco principal, sino gruesas varas espinosas. Su fruto, la zarzamora, es delicioso cuando alcanza su madurez caracterizada por un negro intenso y brillante de sus bayas. Si uno se deja llevar por la gula una tarde de verano, y se da una panzada de zarzamoras, estropea por lo menos dos cosas: su aparato digestivo y la vestimenta. Está garantizada una descompostura de primera categoría que lo retendrá cerca del cuarto de baño por un buen tiempo, y las manchas de un denso rojizo negruzco que quedan en las prendas no se van a poder limpiar por más empeño que se ponga en ello.

Ahora, la amenaza de la zarza era que se interponía como barrera entre Maggie y yo. Maggie se mostraba inquieta y nerviosa y yo caía rápidamente en la desesperación. Lo primero que pensé fue que, siendo tan grueso el cerco de zarzas que nos separaba, si ella forzaba el cruce, podría quedar atrapada en el medio, clavándose más espinas a medida que se quisiera mover para atrás o para adelante.

La perra no era tonta, sin embargo lloriqueaba de una manera totalmente desacostumbrada, y yo me angustiaba y no podía razonar con corrección.

Un padre que magnifica el peligro que corre su hijo, y que además no puede comunicarse con él, porque es un bebé o un perrito en este caso, cae velozmente en la desesperación.

Mi torpe razonamiento recorrió los siguientes carriles: “Debo estar rápidamente junto a ella para tranquilizarla. Si está allí es porque entró. Si entró lo debe haber hecho por donde veníamos” Miré hacia delante para ver si la mata de zarzas terminaba, o por lo menos se reducía, pero no. Proseguía bien robusta, de un par de metros de altura y dos o tres de espesor. De modo que me dirigí hacia atrás, en busca del lugar por el cual Maggie se había metido en ese aprieto. Salí corriendo. Bien, considerando un individuo de sesenta y dos años de edad todavía algo excedido de peso, que viene de una caminata de unos cuatro kilómetros, parte cuesta arriba, hice lo que pude. Digamos que corrí hacia atrás, viendo con ansiedad que la mata de zarzas no ofrecía un hueco por ningún sitio. Habré hecho unos cien metros, chiflé a ver si ella acompañaba mi carrera del otro lado de la mata, me pareció que la escuchaba lloriquear desde el punto donde había quedado. Seguí corriendo con una fatiga que si bien existía, no sentía porque estaba dominado por la desesperación…

Estaría a unos doscientos metros del sitio donde había dejado a Maggie cuando me detuve a tomar un poco de aire y volver a chiflarle. Mi estado de ánimo era una superposición de emociones horribles: Angustia, culpa, ansiedad, terror… Cosa que nunca me había sucedido, ni aún en los percances que podrían haber sufrido mis hijos humanos.

Miré y volví a mirar hacia atrás a ver si aparecía algún paso en el cerco, y cuando me di vuelta, allí lejos la vi a Maggie en el medio del camino.

La primera impresión de felicidad de ver a mi perrita a salvo, rápidamente se convirtió en horror: le faltaba la mano delantera.

Allí estaba parada, en el medio del camino, mirando hacia a mi, parada en tres patas. Mejor dicho, parada en sus dos patas y la mano izquierda.

Le grité: “Maggie, Margarita, vení para acá”… ¡Veníparacá! dicho de viva voz es una orden que ella responde con la más veloz de sus carreras.

Sin embargo esta vez no se desplazó ni un centímetro. Claro ¿Cómo iba a caminar un animalito que había acabado de perder uno de sus miembros?

Ahora el que corría era yo. Desandaba en tiempo record la distancia que había hecho, dejando la mitad de mis pulmones por el callejón. Los pensamientos iban más veloces que mis piernas:

Se habrá enganchado la manito al escapar… pero tendría que estar sangrando, quejándose, y si bien está quieta, también parece que estuviera tranquila…Dicen que los zorros cuando caen en una trampa, se amputan el miembro atrapado a los mordiscos, con tal de escapar… las ramas de zarzas son fuertes y espinosas, pero no son una sierra ni una cuchilla… Elvira me mata… yo soy el responsable, estaba bajo mi cuidado…Nunca más la veré acostadita, cruzada de manos como si fuera una señorita en un salón aristocrático…

Al acercarme y verla, si bien inmóvil, también tranquila, fui esperanzándome un poco. Era una de esas esperanzas irracionales. Todos los elementos de juicio indicaban que le faltaba la manito derecha. Pero lo último que hay que perder es la esperanza…

Cuando la tuve a unos diez metros, yo percibí que no le faltaba la manito, sino que se había transformado en una perrita contrahecha. Un miembro se le había atrofiado totalmente y del hombro le nacía, no el brazo y antebrazo sino la mano directamente.

Por suerte eso era lo que veía a diez metros. En tres segundos, cuando estuve junto a ella vi que el brazo derecho estaba totalmente encogido y la mano la tenía pegada al cuello. Como Maggie es negrita, ligeramente atigrada, no se percibía la superposición del brazo sobre el cuerpo. Cuando quise acomodarle la mano, vi que la tenía aprisionada al cuello por un alambre acerado. La pobre había caído en una trampa, de la cual, si bien pudo salir, no había podido deshacerse de ella totalmente. Más inteligente que su padre, esperaba pacientemente a que yo le quitara el alambre, como cuando se le quitaban espinas o ramas enredadas en el plumaje de la cola.

Quitado el alambre la revisé bien, y no tenía más que lo acostumbrado, espinas, ramas, abrojos, un poco de barro… Ningún daño físico, caminaba normalmente, se apoyaba bien en todos los miembros…

El que no terminaba de reponerse era yo. Como cuando la policía interroga a los testigos respecto a la fisonomía del homicida, yo no tenía las cosas en claro. No recordaba bien por dónde se había metido al campo vecino… cuánto tiempo había estado desaparecida… si cuando lloriqueaba ya estaba en la trampa o si había caído en ella cuando forzó la salida… Mis recuerdos eran confusos y desarticulados. Dominado por la felicidad de haber recuperado sano y salvo al ser querido, nunca llegué a tener bien en claro como se produjo el episodio.

La peripecia tuvo sus consecuencias. Durante nuestros paseos, ahora estoy más atento sobre el tipo de cercos existentes y la posibilidad de trampas en la zona. Margarita misma tiene desapariciones más breves. Yo creo que el susto ha dejado sus huellas. Por otra parte, me pregunto ¿Cómo podré entenderla mejor? La comunicación es tan entendible cuando se trata una señal de alegría, pereza, desconfianza, pero tan difícil ante situaciones imprevistas. Como la madre que no sabe por qué llora su bebé y qué puede hacer para aliviarlo.

Como decía la tía Marta, hermana de Elvira, “es tan humana”, al verla comer gajos de manzana acomodada en mi falda, durante las sobremesas de la temporada en que Marta estuvo con nosotros. Margarita es parte de la familia, compartimos nuestros códigos y adivinamos nuestros humores, pero siempre hay algo misterioso y profundo detrás de su mirada que nunca sabré totalmente qué significado tiene. Nos unen los sentimientos y no la razón o las palabras.

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