martes, 1 de septiembre de 2009

LA DERROTA – González Carey

LA DERROTA

imageFernando González Carey

Gral. Roca – Río Negro

  Ya hacía tiempo que escuchaba, entre sueños, que alguien hablaba con voz autoritaria, pero sin respuestas. Primero fueron como ruidos de cascos, de pisadas lentas sobre un terreno hueco. Después, un monólogo entrecortado me llegaba también, de a ratos.

Sé que padezco de sonambulismo, que en sueños suelo martillar en voz alta palabras sin aparente relación o sentido, pero con el tiempo fui consciente de que esos momentos no se dibujaban en el límite del sueño y la realidad.

Sí es cierto que hasta hace poco creí que todo era producto de proyecciones y vivencias acumuladas, que aquello que me despertaba súbitamente propendía a redimirme, a balancear y sepultar lo cotidiano.

Hasta me levantaba e iba hasta el escritorio donde estaban mis libros, donde funcionaba la computadora , prendía la luz, abría el maletín, pero nada. Me confundía pensar que alguien hubiera estado allí hacía pocos minutos, miraba detrás de las cortinas y vivía el segundo del espanto y del alivio que borra.

Más adelante, me despertaban roces de armaduras, aceros que chocaban, pero si bien corría por los pasillos para sorprender a quien fuera, me encontraba prendiendo una lánguida luz para tan solo quedarme con los ojos vacíos. Eso se repetía, se repetía y cada vez con nuevas percepciones, nuevas voces que se desafiaban desde lejos. Sin embargo, en los últimos tiempos empecé a tranquilizarme y a prestar atención desde la cama. Yo sé que los años aprietan, pellizcan y que hay otros momentos por delante que se codician.

Cuento todo esto porque lo que vi aquella noche ya lo había sospechado por pequeños y sutiles indicios encontrados en repetidas noches de insomnio y de vela. Primero fue un olor fuerte a sal, después algo de arena en el piso del escritorio. Otro día, las páginas abiertas del tomo del Quijote que compré con motivo de los cuatrocientos años de su primera edición. Una noche, cuando la tormenta arreciaba y las ramas de los fresnos golpeaban el techo, Kilka, mi perra Doberman, insistió en ladrar como nunca lo hacía.

Me levanté apresurado e ingresé al escritorio, tanteando puerta y bibliotecas. Cuando prendí la pequeña linterna, el haz de luz se dispersó por una inagotable llanura y entonces los vi sobre la arena, recortadas sus figuras de acero sobre un extraño color de mar. El tomo del Quijote estaba a mis pies, abiertas sus páginas en el capítulo LXIV.

Ya arrodillado y asombrado, llegaron, lejanas, las voces. Parecían ecos que atropellaban mis oídos y se callaban adormecidos. Reconocí, cerca de mí, la estampa del querido hidalgo y más allá la de un caballero armado hasta los dientes, de pies a cabeza, con un escudo que traía pintada una luna resplandeciente y que trataba a don Quijote de insigne caballero. Eran dos figuras de sombra en la madrugada.

El caballero visitante, llegándose a trecho que podía ser oído, en altas voces, encaminando sus razones al héroe manchego, lo desafió a contender y a probar la fuerza de sus brazos. Quería hacerle conocer y confesar que su dama era más hermosa que Dulcinea del Toboso, y que si vencía en el duelo que proponía lo obligaría a dejar las armas y a abstenerse de buscar aventuras, para recogerse y retirarse a su lugar donde había de vivir sin echar mano a la espada, en paz tranquila y en provechoso sosiego. Mientras don Quijote oía, impávido, estas razones, el caballero apuró aun más la situación agregando como al pasar que él tenía todo el día para despachar ese negocio, que mirara bien lo que le estaba mejor y que le respondiera luego.

Yo sabía muy bien cómo seguía la historia, pero permanecí desconcertado porque advertí que don Quijote estaba atónito y en suspenso. Supuse que la arrogancia de su nuevo adversario y la causa por la que lo desafiaba lo habían sorprendido. Fue entonces que me acerqué a Rocinante y, puestas las manos en su montura, con voz extraña (en momentos en que todo se derriba y en que todo es posible –como en los sueños-), supliqué al hidalgo que pensara por un momento en sus callados semejantes, hambrientos de vida, con el alma a tientas, con la fe perdida, llenos de congojas y faltos de sol, ya casi sin savia, sin brote, sin alma, sin Sancho y sin Dios.

Rogaba clamoroso hacia allá arriba, hacia la visera que dañaba mis ojos. No quería quedarme sin luz, no quería ver pasar por la manchega llanura, vencido, cargado de amargura, con su armadura ociosa y abollada, sin peto y sin espaldar, a este noble peregrino que santificó todos los caminos con el paso augusto de su heroicidad, contra las certezas, contra las conciencias y contra las leyes y contra las ciencias, contra la mentira, contra la verdad. Mientras tuve fuerzas, le imploré que no hiciera caso del reto, que él bien sabía quién era y que siguiera, que siguiera por todo el mundo con sus armas y caballo buscando aventuras y deshaciendo todo género de agravios , porque en el mundo se notaría su tardanza. Pero no parecía escucharme y solo le oí su respuesta al caballero que lo desafiaba, y el galope tendido, y el estruendo del choque y las palabras del vencido, molido y aturdido, como si hablara dentro de una tumba, con voz debilitada y enferma: “aprieta, caballero, la lanza y quítame la vida, pues me has quitado la honra” Desde lejos, yo era un testigo asombrado, un desvelado lector. Y no sé porqué, mientras regresaba a mi lecho, en el filo de los sueños, iba pidiendo al hidalgo derrotado que me hiciera un sitio en su montura. Yo también quería ser pastor.

FIN

(*) Relato ficcional que recrea el capítulo LXIV del libro de Miguel de Cervantes “El Ingenioso Caballero Don Quijote de la Mancha” , con textos intercalados de Rubén Darío ( “Letanías de Nuestro Señor Don Quijote” ) y de León Felipe (“Vencidos” ) que, con seguridad, el lector sabrá identificar.

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