sábado, 10 de octubre de 2009

El Barquero – González Carey

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El Barquero

Cuento Corto

Gral. Roca – Río Negro

Me sorprendí cuando me dijo que no. Después, observando el Oeste, donde se calcaban las montañas en el lago, insistí.

- Tenga en cuenta que vengo de lejos y que la noche se arrima...

No dejaba de mirarme, pero por más que indagué sus intenciones en las mínimas marcas de su rostro, sólo encontré la misma negativa, pertinaz. Sin embargo, una fina línea floreció en la comisura de sus labios cuando metí la mano en mi bolsillo y le mostré el vintén oriental. Lo tomó con ceremonia infinita y entonces me ayudó a subir a la barca.

Mientras los remos marcaban el paso de ñires y cohiues que se acomodaban en la orilla, volví a sentir muy cerca de mí, adentro, a los costados y con el alma apretada al mismo pasajero solitario y temeroso que llevaba yo adentro. El barquero persistía en observarme.

- ¿De dónde viene? – me preguntó de repente.

- Pues caminaba por el bosque y me di cuenta bastante tarde de que no tenía tiempo de orillar el lago para regresar a casa.

- Parece asustado.

- Hay algo de eso –respondí sin resistencia.

El barquero tenía un rostro de nadie, pero invitaba a conversar. Hablaba con voz profunda.

- Hay en la vida sensaciones raras, que en el bosque se magnifican- deslicé cuando la proa buscaba la orilla opuesta.

- Es que las sombras de la vida surgen recién al atardecer. Fíjese en el pinar espeso que llega hasta la playa, cómo se abalanza sobre el espejo de agua y lo cubre. De día, es una fortaleza verde, que sostiene el cielo. Vamos construyendo temores en el camino de la vida y cuando éste se angosta, aquéllos recorren el mínimo espacio en loca carrera, mordiendo y acorralando.

Y entonces, mientras el barquero trabajaba su remo, de mi bolsillo fueron saliendo muy despacio las penas y las mentiras, las traiciones y desencantos, las soledades y miserias. Los iba liberando y arrojando al lago, en pequeños envoltorios que prontamente desaparecían. La conversación avanzaba sin miramientos. Hasta que aparecieron los recuerdos El barquero extrajo de la nada una bolsa grande de arpillera y la abrió en silencio, incrustando sus negros ojos en los míos. Resultó inútil resistirse. Allí debían ir las cosas nunca más vistas y queridas del pasado.

- Si Ud. quiere vivir, arrójelas y nunca más pida por ellas- y cerrando la bolsa con la nostalgia que pesaba como jamás imaginé, la tiré al lago. La estela de un pez muy grande se abrió surco desde la quilla de la barca y se alejó tumultuosamente.

Un silencio incómodo se apoderó de mí, pero cuando arribamos sentí el vacío que las penas habían dejado. Me alejé sin volver el rostro, convencido de que nada valió más que ese día.

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