martes, 8 de diciembre de 2009

…DON FRANCISCO - Merlo

 LA AUSENCIA DE DON FRANCISCO

imageRoberto Merlo – Rosario

LA AUSENCIA DE DON FRANCISCO

Los nietos se preguntaban por qué se habría ido el viejo. Eran los que más contacto tenían con él, y habían llegado a entender su forma de vivir, su soledad creciente desde la muerte de la abuela, su desapego a todo excepto a las esporádicas visitas de ellos.

Los hijos se habían acostumbrado a que el padre se las arreglara solo, y él demostraba que aunque en forma superficial, sabía resolver los problemas cotidianos de su simple vida. Don Francisco pasaba horas parado en la vereda de su casa, viendo desfilar gente, autos..., dedicando el mínimo tiempo a su vivienda para que apenas pudiera considerarse como tal . El fondo del terreno armonizaba con el interior : una serie de sucuchos de madera y chapa servían para guardar trastos viejos. Las paredes de los cuartos le parecían a veces una exposición surrealista. Sabía de qué se trataba : manchas de humedad que seguían el recorrido de cañerías, o reparaciones del revoque hechas después de resolver pérdidas de agua. Acostumbraba romper hasta encontrar la zona afectada y empalmar con trozos de manguera los extremos del caño eliminado.

Desde años atrás pensaba mucho en los animales encerrados. Todo había empezado desde pequeño, cuando su madre lo llevaba al Jardín de Niños del parque. En esas tardes soleadas de primavera, la arboleda se llenaba de verdes. Entraban al zoológico del llamado Jardín, y él se quedaba apoyado en la baranda cercana a los barrotes disimulados con rocas y plantas. Espiaba el grupo de aves de rapiña o el cautiverio de monos y osos asomados a grutas de cemento. Después, en su casa, consultaba volúmenes ilustrados sobre vida y costumbres de cada animal, buscando conocer su alimento preferido. Pero lo que más llamaba su atención eran los felinos. Los veía tristes, feos, sobre todo al león, y le daba pena el eterno vaivén de la pantera buscando una salida inexistente .

Hacía poco, un día de primavera de pleno esparcimiento callejero, vio pasar una caravana diversa de camiones pintados de amarillo, rojo y verde por la esquina cercana. Don Francisco observó el desfilar de jaulones con animales, las casas rodantes, los acoplados transportando vallas de madera. Se acercó a la esquina y lo asombró el despliegue multicolor, el andar resignado de los elefantes, el bullicio de los perros amaestrados que ladraban al sol. Solamente los monos festejaban la sucesión de viviendas, mirando curiosos a ambos lados de la caravana. El circo se instaló a pocas cuadras y él comenzó a rondar por las cercanías.

Una tarde, pedaleando entre tanto gris del barrio , se encontró de pronto con el circo. Aunque de chico se sintiera amigo de leones y panteras, nunca había espiado la vida de un circo. Cuando apoyó su bicicleta en la valla amarilla, comenzó a sentir que el viento le borraba las costumbres, le despejaba el cansancio, como si desandara vejez y aburrimiento . Observó la carpa y sus huellas de un pasado esplendor , y pudo ver cada escena, cada representación de antaño. En ese hueco del recuerdo del Jardín de Niños, el viento rebotaba en una y otra jaula lo mismo que en su infancia.

Se topó con la casa rodante de los acróbatas, más allá, había leones cabizbajos y una pantera que dormía. Volvió al día siguiente y después todas las mañanas , a veces por la tarde. El guardián sonreía al ver llegar a don Francisco. Pudo espiar vaivenes de payasos, ensayos de los acróbatas, el ajetreo de los demás integrantes, y sintió tristeza por los animales en cautiverio. De a poco aprendió a conocer entretelones de la vida de estos artistas. Los vio llegar a veces contentos, a veces tristes, hasta saber en qué casa rodante vivían. Su cara flaca y arrugada pasó a formar parte de la valla perimetral que limitaba el lugar. A veces, lo dejaban franquear el portón de entrada. Él se apoyaba en la barra de hierro próxima a los jaulones, y miraba a los felinos. El cuidador no veía nada de extraño en ésto, porque había comprendido que el viejo se sentía vinculado a los animales, que había algo lejano en el tiempo que seguía uniéndolos.

Un día el payaso volvió alegre del éxito de sus chistes, y se puso a chacotear con él. A partir de entonces lo esperó y aceptó sus chanzas, hasta que terminaron siendo amigos. El payaso lo invitó a formar parte del personal de limpieza. Él aceptó. De a poco se fue integrando a la nueva vida. Al tiempo participaba en la alimentación de perros monos y leones, mientras conversaba con ellos.

Los felinos se amontonaban en el mezquino piso de madera de los jaulones, mirando con ojos turbios a los que se acercaban, apoyando la cabeza contra los barrotes para sentirse más afuera. Casi avergonzado, don Francisco sentía la injusticia de ver a esos cuerpos inmóviles y silenciosos, aplastados en el piso, rodeados de barrotes. Imaginaba al león más joven en un mundo verde y exuberante. En él sobraba el espacio, pero en cambio veía su cuerpo elástico y sigiloso condenado a la inmovilidad.

Apoyado en la barra, intentaba penetrar la expresión ausente, buscaba acercarse a los ojos enormes, ingresar al mundo salvaje que añoraban. Ellos también lo miraban, inmóviles, orientando sus orejas, olfateando. En ese instante él sentía como un dolor sordo, pensando que tal vez captaban su esfuerzo por entender lo impenetrable de sus vidas. Otra vez descubrió que cuando llegaba, los animales lo reconocían. Los leones ya no gruñían al verlo, él sentía que ahora lo toleraban. A veces movían los enormes dedos de una u otra pata, clavando las uñas en la madera. Los jaulones eran tan escasos de dimensiones, que apenas giraban su cuerpo daban contra los barrotes. Fue esa inmovilidad obligada lo que hizo que se acercara atraído, la primera vez que los vio en el circo. Era mucho peor que el encierro observado de niño cuando despertaba su lástima verlos en grutas de piedra de por lo menos tres o cuatro rincones .

De tanto mirar, al cabo de ese tiempo creyó entender oscuramente la actitud secreta que expresaban  : transgredir el tiempo con una postura indiferente. Al fin lo supo mejor, el movimiento repentino de sus garras contra la madera, le probó que eran capaces de evadirse de esa apatía férrea en la que se sumergían horas enteras. Pero lo que más lo obsesionaban eran sus ojos, la delgada línea vertical y negra en el globo amarillo verdoso, su profundidad, que paulatinamente parecía menos insondable.

Pero día a día percibía que se estaban acercando. Después supo que no hubo nada de extraño, que eso tenía que ocurrir. Cada vez, al arrimarse a los barrotes, el reconocimiento era mayor. Cada fibra de su cuerpo sufría una tortura indecible, un sufrimiento rígido en el piso de la jaula. Espiaba algo, un remoto tiempo de libertad amordazada en que el señorío había sido de los leones. Volvió muchas veces atormentado por la tristeza de esos animales, por la condena que padecían. Ellos y él lo sabían. Su cara pegada a los barrotes, sus ojos comprendiendo otra vez el misterio de esos otros ojos.

Sin violencias , sin sorpresa, el león recuperó el brillo en su mirada y la elasticidad de su cuerpo.

Los vecinos notaron una transformación en la persona de don Francisco, sus ausencias rutinarias, su mejor aspecto. Sin embargo, no se había agotado la temporada del circo en el lugar, y ya sus hábitos cambiaban. Durante dos semanas su casa permaneció cerrada. Dejó de vérselo en la vereda como era su costumbre, ni siquiera entrar o salir a su vivienda. Cuando los vecinos se encontraron con sus nietos, ellos confirmaron su ausencia.

La policía del barrio no pudo dar con su paradero, el guardián no encontró explicaciones, no le pareció significativo que debajo del cuerpo del león más joven apareciera el chaleco de don Francisco, qué podía tener de extraño, si tantas veces lo vio detrás de los barrotes.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Roberto Merlo, gracias por esa semblanza de don Francisco, tan humana, tan cercana. Tu estilo invita a recorrerla, a saborearla. Un final imprevisto es la corbata del cuento.
PD Canalla o leproso, has logrado un relato admirable....
FGC

roberto a merlo dijo...

Gracias por tu comentario FGC. Si bien no veo la relación, te contesto que soy "leproso"-
roberto a merlo