viernes, 1 de enero de 2010

Despertar - Ameijeiras

Despertar-ameijeiras

Enrique Carlos Ameijeiras – Lago Puelo – Chubut

Cuento Corto

Desperté en la mañana, como si me despertase de toda la vida, en todas las formas en que uno puede despertar. Todavía era de noche, el invierno nos diezmó el día y el calor del sol.

Pongo la pava en la salamandra, avivo el fuego y empieza a lengüetear los troncos.

Tarareando un tango que suena en la radio, cambio la yerba del mate, soplo la bombilla y sale la supertijereta de cada día volando “al más allá y al infinito”.

La noche anterior había tenido largas discusiones con los poetas, de esos que saben más de Borges que el propio Borges, y que han cotejado su obra con cientos de otras y han sacado conclusiones que no alcanzo a comprender, como tampoco comprendo como se puede discutir seis horas de estas boludeses.

No tengo nada que hacer, pero decido salir de la cabaña para hacer una caminata.

Abrí la puerta; no hacía frío. Sentí la sensación de ser una caricatura en un paisaje pintado.

Todo se había detenido. De repente diviso algo que, confieso, no estaba preparado: Algo así como una limusina, color coral, fosforescente, como si fuera de gelatina. Quedo estupefacto. Del extraño vehículo desciende una dama con un atuendo decididamente militar, con curvas exageradas. Se acercó caminando firmemente hacia mí y sin bajar la vista. Con un gesto cuasi masculino, me extendió la mano, yo le di la mía y me la sacudió mientras cabeceaba un saludo.

Debo estar dormido, por eso no tengo sueño – me dije mientras ensayaba una sonrisa.

– Debe disculpar la forma, pero no tenemos tiempo – dijo en un correcto castellano centroamericano.

–Disculpe mi ignorancia, pero… ¿Tiempo para qué? Y ¿Quiénes son ustedes (dos gigantones descendieron del vehículo y, cruzados de brazos contemplaban el lugar)

– Señor Enrique, va a tener que acompañarnos, y en el camino le explicaremos todo.

– ¿Acompañarlos a dónde?

– Eso no se lo puedo decir ahora, pero vamos para allá y usted mismo verá.

– Espere que me pongo un abrigo…

– No hará falta e insisto: no tenemos mucho tiempo.

Como un niño que se resiste a ir a la ducha, me tomó del codo y los gigantes abrieron la puerta del rodado rosado que se iba destiñendo a medida el resplandor del sol iba tomando posesión de su turno. Dentro del majestuoso vehículo la señora me fue desayunando de esta extraña visita.

– Vea Enrique, usted posiblemente no va a comprender ciertas cosas, como de hecho, nosotros no entendemos todo. Usted y un puñado de seres humanos ha sido convocado para encontrar la solución a un problema global.

¿Quién me convoca? No entiendo…

Las órdenes vienen de arriba.

De arriba, de arriba, ¿quién? ¿Algún milico?

… me temo que de más arriba.

¿El presidente? ¿quién?

No sabemos muy bien, pero de tan arriba que ningún presidente de este mundo está sobre él.

– Ah, si. Esto me confirma que estoy dormido. Y me quedo porque la idea está buena. Hasta puede salir un buen cuento.

– Lo que pasa es que su frecuencia cerebral está moderada electrónicamente para que no entre en pánico y tome esta... ¿cómo decirlo? Esta realidad como natural.

– O sea que estoy pichicateado.

– Morigerado es el término correcto, Sr. Ameijeiras.

– Bueno y ¿hacia dónde vamos?

La generosa mujer oprimió un pulsador en la puerta, descendió el cristal y me cabeceó para que mire hacia fuera. Miro y me sorprendo, pero estábamos no se calcular alturas, pero los techos de las casitas eran dominós colorados. Pongo mis manos sobre el asiento, trago saliva y la mujer vuelve a cerrar la ventanilla.

– Estamos viajando al norte, pero cuando lleguemos al océano, pondrán la máxima velocidad. – Miró su muñeca, corrió el puño de su impoluta camisa blanca, y observando el reloj me espetó:

– Tenemos quince minutos para conversar. Bueno señor Ameijeiras, lo que siempre supusimos se está haciendo realidad. Un cometa de dimensiones descomunales se acerca a la Tierra y de no descubrir alguna forma de detenerlo, destruirlo o desviarlo, hará impacto en mayo de 2012.

– ¿2012? ¿No podría ser antes?, ¿o después? Ahora si que estamos jodidos. Disculpe pero, yo soy escritor, no vivo de eso, también soy docente, digamos que si vivo de eso, pero así, como vio usted. No me gusta la física, la química, la matemática. Discúlpeme, pero… No se habrá equivocado usted de persona.

–Mire señor Ameijeiras, el que me ordenó venir a buscarlo no se equivoca.

–Mierda…. ¿Es el papa?

– Ya le dije que ninguna autoridad en la tierra es superior, pero bueno, ya se le debe estar pasando el efecto del morigerante neuronal.

– No se que será eso, pero lo que le quiero decir: ¿Qué mierda puedo aportar yo para salvar el mundo del Apocalipsis?

– Tranquilo, algo debe haber, usted es un elegido. Ahora vamos a ver que ocurre cuando se encuentre con el resto. Hemos llegado.

– ¿En serio? ¿Puede bajar la ventanilla?

Vi un paisaje marciano, algo así como el gran cañón del colorado, la temperatura era insoportable, muy elevada.

– Discúlpeme…¿Su nombre?

– Mc. Kingland, Hada Mac. Kingland.

– Discúlpeme Hada, pero estamos en el planeta Tierra?

– Si, en Estados Unidos, pero bajemos, que nos están esperando.

Lo que de lejos parecía una cueva, era un túnel. Guardias impertérritos que nos dejaban avanzar por un camino ancho, tapizado de goma. Miles de uniformados, otros con guardapolvos blancos y personas de trajes ululaban por ahí. Llegamos a una puerta de bronce bruñido de dos hojas que, supuse y fue así, eran las de un ascensor. Corrijo, un descensor. Se abrieron e ingresamos los cuatro en ese coche inmenso. La Señora Hada digito tres teclas y se cerraron las puertas y empezamos a descender.

– Son tan solo cinco minutos, dijo mirando las luces que marcaban los pisos descendidos. Es la primera vez que notaba en ella un gesto de ansiedad.

Soporte con las rodillas la inercia cuando el aparato se detiene y abre sus puertas de par en par. Otra ciudad del otro lado, con gente de todos los colores caminando por pasillos, sentado sobre computadoras transparentes, con pantallas gigantes, escaleras que llevan a oficinas donde cabezas piensan para luego existir. Por Dios, ¿qué estaré haciendo aquí? Si tienen una legión que sirve café. – Yo pensé que para eso me traían a mi. – dije rascándome la cabeza y ante la risa recatada de la joven y sus custodios.

– Adelante, por aquí, sígame don Ameijeiras. Cada vez que pronunciaba mi apellido, lo hacía de una forma pausada, pronunciando una y cada una de sus letras. Eliminando el diptongo, como si dijera mucho más que un nombre. A gran velocidad se encaminó hacia el fondo de este enorme salón, obligándome al paso vivo para caminar junto a ella.

– Discúlpeme señor Ameijeiras pero lo están esperando. Esta gente hace diez días que está aquí, algunos sin dormir y todos trabajando, estudiando, analizando como hacer para sacar el planeta adelante.

– Supongo que esta no debe ser la primera vez que ocurre. Dije sin pensar muy bien a que me refería. La dama se detuvo, giró hacia a mi, y seriamente me dijo: – No, y si salimos de esta, tampoco será la última. Llegamos a una puerta, uno de los hombres la abre extendiendo su brazo y la deja abierta, ingresa ella, luego yo y el resto de la comitiva. Una señora muy gorda, con una carpeta en la mano y una sonrisa agradable me saluda: – Bienvenido señor Ameijeiras.

Evidentemente todos sabían mi nombre yo ni la más remota idea de cuál podría ser mi aporte a la humanidad.

Ingresamos siempre con grandes zancadas a un laboratorio y… Decididamente nadie me había preparado para ver lo que iba a ver; Había seres humanos y otros que no parecían tan humanos. Algunos altos y delgados, con cabezas de gran tamaño y ojos grandes. Otros que parecían extraídos de las estampitas, Altos de cabellos y barba negra, Sefirelli podría haber encontrado en ellos su protagonista de Jesús de Nazaret. Militares y hombres de guardapolvos. En el medio de la enorme sala, un telescopio electrónico tomando imágenes del Hubble y reproduciéndolas en una pantalla de gran tamaño, corrales de computadoras e individuos que observaban en las pantallas el recorrido del meteorito, como buscando revelación. Algunos estáticos, como quién espera el golpe, otros ansiosos.

– Le vamos a presentar al director del Proyecto.

– ¿Él fue el que me mandó llamar?

– Insisto Ameijeiras, el que lo mandó a llamar es muy superior que cualquier ser humano,

–Pero aquí hay muchos que no son humanos,

– Todavía superior, créame. – Se adelantó, intercepto a un anciano de cabellos largos y blancos, le dijo algo al oído, y el hombrecito detuvo su marcha, dio media vuelta y vino hacia mi. Era Einstein, yo ya no daba crédito de lo que estaba presenciando. Albert Einstein en persona, después de 54 años de su muerte, frente a mí. Con una sonrisa maravillosa se acercó con la mano extendida, y yo la tomé con las dos y, debe haber sido tan ostensible mi cara de asombro que el viejo, con vos muy suave me dijo:

– Señor Ameijeiras, usted se extraña de verme a mí que ya estoy muerto, también le extrañará ver tanta gente de todo el universo, pero lo que más le va extrañar es aquellos muchachos, ellos aún no han nacido, son del futuro y están aquí, para ver si podemos salir de esta.

– ¡Ah!, entonces me quedo más tranquilo… Dije

Todos, incluyendo al genio de la física me miraron con estupor…

– ¿Por qué se queda más tranquilo? Inquirió Einstein, mirándome con curiosidad.

– ¿No me dijo que esos jóvenes son del futuro? Bueno… Por eso me quedo más tranquilo, eso quiere decir que hay un futuro.

El viejo estiró los labios como si se hubiera dado cuenta de algo importante. Yo también me di cuenta de algo importante: Para que tenía que estar ahí.

Einstein giró, se tomó sus manos por detrás de su espalda, y se fue silbando; A partir de ese momento pareció como que la gente se relajó sin dejar de trabajar arduamente.

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