domingo, 10 de enero de 2010

El padre de la criatura 1ª parte - Ameijeiras

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Primera parte de dos
Cuento corto, ma non tropo
Enrique Ameijeiras – Lago Puelo –Comarca Andina
Como un reguero de pólvora, la noticia se esparció en el pueblo montañés. Desde lo alto del cerro se podía apreciar a las gentes, saliendo presurosa de sus viviendas, para cruzar las calles, golpear las puertas de otros vecinos y comunicarles la triste noticia.
Algunas, sosteniendo en el pecho las puntas del velo negro y el angustiado corazón, con lágrimas en los ojos, no podían mas que llorar desconsoladas en el atrio de la vieja iglesia.

Mientras las mujeres se organizaban en el templo para iniciar las ruedas de Rosarios, los hombres llamaron a una reunión extraordinaria en la oficina parroquial. Tema: Solicitar a quién corresponda se inicien los trámites para la canonización del Reverendo Padre Parinni, recientemente fallecido a la edad de 39 años.
Una vieja feligresa lo encontró caído a un costado de la litera. Aparentemente la muerte lo sorprendió durmiendo. Al notar que no se presentó para la misa matutina se preocuparon y la más comedida ingresó a la Casa Parroquial y se encontró con este triste espectáculo.
Las campanas de la iglesia sonaban con intervalos de treinta minutos, por si algún desprevenido en la comarca, aún no se hubiese enterado que el padrecito Pino, como le llamaban cariñosamente al Padre José Parinni la gente del lugar había muerto.
Una mujer entrada en años, ataviada de negro de pies a cabeza, casi corriendo llegó a la parroquia. Qué pasó – demandó a la primera dama que encontró en la entrada.
Hay, doña Lola, no lo va a querer creer… El padre Pino, murió el padrecito… (Llantos)
Mientras se persigna tres veces, Madre de Dios, ¿Cómo fue?
No sabemos nada. No se presentó para la misa y lo fueron a buscar y estaba caído al lado de la cama. Una desgracia, vea. Una desgracia.
La dama de negro, se felicitó por haber venido de luto y se abalanzó dentro de la iglesia. Metió la mano hasta el fondo en la tina que debería tener agua bendita. No hallo humedad siquiera, no obstante ello, volvió a persignarse tres veces mientras recorría con la mirada a la gran concurrencia que yacía, ora de pie, ora de rodillas, rezando por el eterno descanso.
Portando un florero lleno de calas, vio a su comadre. Corrió hacia ella, hizo una breve reverencia frente al sagrario, y echando mano a un pequeño pañuelito blanco, lo pasó por sus ojos y luego, abrazóse a ésta.
Hay, Magdalena, no somos nada…
Ya lo creo que no doña María, hoy estamos y mañana… no estamos más.
¿Y dónde está el padrecito?
Lo están preparando, vinieron recién los de la funeraria.
Pero que tragedia, Dios mío. Si rebozaba de buena salud.
Si, pero era muy bueno, por eso Diosito se lo llevó. Dijo Magdalena, como despidiéndose mientras que intercalaba calas y helechos en el florero.
No le quedó a la anciana de luto otra cosa que juntarse al grupo de las damas dolientes que ya iban por el tercer misterio del cuarto rosario del día.
Mientras tanto, en la casa parroquial, no menos compungidos, una docena de hombres, alrededor de un escribiente, aportaban datos para confeccionar la carta que, dirigida al Obispo, entregarían para que circulase hasta llegar al Vaticano.
Discúlpenme señores, pero hasta ahora no hemos mencionado nada que sirva para que canonicen al padrecito. Aquí dice que era joven, muy trabajador, muy querido, pero nadie habla de su santidad, de su amor al prójimo, de su trabajo por el pueblo. – Se hizo un silencio entreverado con miradas entre algunos de los presentes.
El comisionado tiene razón. –dijo uno – Estamos muy dolidos y esto acaba de ocurrir, pero tenemos que poner que el padre iba todos los días por las casas de los vecinos, que nunca estaba en la oficina parroquial porque siempre estaba reconfortando a alguien.
Exacto, –dijo un tercero – Y que por las noches llegaba tardísimo, y que muchas veces sin dormir oficiaba la misa, sin faltar una sola vez, a pesar del cansancio. Como se hiciera un silencio, reforzó lo dicho diciendo: – Supongo que pasaba largas y frías noches en oración en algún cerro de la zona.
– Bueno, continuemos. ¿Alguien tiene algo más para aportar? Dijo de pie el alcalde, apoyado sobre ambos puños sobre la mesa.
– Si, io señore alcalde. Yo tengo que decire algo que quizás sea importante para la canonizacione.
– Hable don Roque.
– Bueno, tante gratcie. Todos sabe que la mia filia, la Filomena, bueno… Ella no nació normale, como las hermanitas. Ella non sale, casi non parla, no le piace el televisore, ni la música, ni nada. Francamente e´una piltrafa. Desde que vino cueste padrecito, e la frecuenta… bueno, la frecuentaba seguido, la Filomena e´como que despertó de un largo sueño. Hasta puedo llegare a asegurare que una sonrisa en el bolto le ha provocado cada vez que il sacherdote golpeaba la porta de la mía casa. La mia preocupacione e´alora, ma´come le dico a la regaza que el padre ha morto? Si hasta ma´gordita está de un tiempo a esta parte… (deja caer la cabeza sobre la mesa y los más cercanos le palmean la espalda)
– Bueno don Roque, no desesperemos, que Dios nos de fuerzas. ¿Anotó todo eso secretario?
– Ejem…si… después le doy forma… – dijo un hombrecito trajeado que sudaba con una olla.
Bueno, ¿Algo más?
– Si, de esas cosas hay muchas para contar. Sin ir más lejos, Dora, mi señora, hacía mucho tiempo que estaba mal, eso de la menopausia la tuvo a maltraer. Y como a la hija de don Roque, también. Le cambió la cara y la vida, todos los días a la iglesia y hasta se ofreció para cocinarle al cura. Iba dos veces por semana y le llenaba el freezer de comida. La verdad es que el cura era muy bueno.
Los hombres seguían apuntando sus experiencias cuando suena la puerta, se abre e ingresan varios hombres vestidos de enfermeros haciendo fuerza con un cajón muy lustrado.
– Permiso… dijo uno de los hombres, vamos a ver si pasa por acá.
– Adelante, adelante. Respondió el Alcalde mientras hacía señas con una mano, mientras que con la otra hacía los cuernos.
Todos los hombres se pararon y amagaron a ayudar, pero la ayuda solo se convirtió en alejar los muebles contra la pared para que pase el ataúd.
Vueltos a la normalidad, se miraron todos entre si, y el secretario dio por terminada la reunión.
– Si alguien se acuerda de algo más, o si prefiere hacerlo en reserva, se acercan a mi despacho y hablan con mi secretario.
Mientras tanto, en la capilla, entre el crepitar de los rosarios y algún llanto entrecortado, las mujeres disponían todo para la instalación de la capilla ardiente.
Alrededor del medio día, estos hombres trasladaron el féretro con los restos del cura hasta el templo, frente al altar. Lo depositaron suavemente sobre las bases y lo destaparon ante la tensa y angustiada mirada de las señoras que, incrementaron las oraciones y llantos.
Lentamente se acercaron, lo rodearon y negando tímidamente con sus cabezas dejaron correr lágrimas.
– Chicas, dijo la menopáusica, nos estamos olvidando de algo importante. – El silencio también la observó con curiosidad. – No tenemos cura… ¿Quién hará el responso? ¿Quién oficiará la misa de cuerpo presente?
– El obispo, dijo uno de los de la funeraria, el nos hizo llamar para encargarnos el servicio y dijo que cuando todo esté listo le avisáramos, porque él mismo vendría en persona.
– Claro, dedujo Magdalena, el padre Pino era como un hijo para el obispo. Fue su secretario por muchos años.
Ahora si, más tranquilas las mujeres siguieron con los rosarios e intermitentemente, una a una se acercaban al cajón, ya sea para observar al difunto con la mano envuelta en un pañuelo sobre la mejilla, o para pellizcar la mortaja y acomodar los detalles del extinto clérigo.
El pueblo está detenido, las naves de la casa de Dios concurrida por hombres y mujeres, y niños que desean pasar los últimos instantes junto con su querido párroco. Se abre una de las hojas de gran puerta y entra Filomena. Casi sostenida por sus padres, visiblemente emocionada. Los codazos recorren el lugar. La acompañaron hasta el cajón y ahí se quebró con un llanto silencioso, pero profundo. Sus pequeñas manos sostenían un crucifijo. A pesar del tremendo dolor, sus labios dibujaban una sonrisa dulce, de piedad, de agradecimiento, de sujeción a tan terrible realidad.
Sonaron nuevamente las campanas de la iglesia, se prendieron todas las luces del templo y súbitamente empezó a respirar el órgano.
– ¿En qué momento habrá llegado el obispo? Se preguntaba la gente. Evidentemente si, el obispo y una pequeña comitiva habían llegado, y luego de prepararse para el oficio, dio órdenes para iniciar la Santa Misa y responso.
Luego de la misa, algunos aldeanos le pidieron a Su Eminencia que los reciban, porque debían hablar con él. El obispo, aún consternado por tan irreparable pérdida, accedió, pero luego de las laudes, eso sería a altas horas de la noche.
Gran cantidad de vecinos y de los pueblos vecinos se habían echo presente para elevar una oración por el eterno descanso de tan carismático sacerdote.
La Reunión se hizo en el Salón Parroquial. Amplio y cómodo. Tras las ventanas las sombras traían la angustia. El salón estaba lleno de par en par, mucha gente desconocida pero nadie se atrevía a preguntar nada. Ampulosamente se ponen de pie porque el obispo junto con dos curas ingresa al salón. Estira a ambos lados su sotana y se sienta frente a la feligresía.
– Bueno hermanos, ustedes dirán – dijo mientras limpiaba sus gafas.
El alcalde se adelanto y puesto de pie, le acercó una carpeta. – Este eminencia, es un petitorio del
Pueblo de San Inocencio para que hagan lo necesario para canonizar al padre Pin… José Parinni.
– Caramba – dijo el prelado – ¿Tan pronto?
– Lo que pasa… Perdone, Io sono Roque, Roque Falcione, e dico que lo que pasa e´que cueste poblo, le debe Molto, moltísimo al padre Pino. Y ya la iglesia se va a tomare su tiempo para hacer las cosas…
– Y por eso quisimos hacerle entrega de este pedido hoy mismo, ya que en vida no pudimos hacerle saber al difunto todo nuestro aprecio.
– Bueno, yo entiendo lo que ustedes están sintiendo, como sabrán, yo también siento un gran aprecio por el padre Parinni. Él vivió conmigo en el obispado, era mi hombre de confianza, mucho más que un hijo. Pero estas cosas no dependen de nosotros como de la voluntad de Dios. Así que vamos a dejar esta carpeta sobre ese escritorio, y cada uno, luego de meditarlo bien y pedir la bendición de Dios, se irá levantando y pondrá su firma en esa carta. Y usted también alcalde, hágame el favor de volver a firmar, si es que quiere. Pero eso sí, antes que se levante nadie, vamos a estar en oración un momento y pedirle a Dios que nos revele su voluntad. –
SEGUNDA PARTE

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