sábado, 9 de enero de 2010

Silencio - Duarte

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SILENCIO

Cuento Corto

Gabriel Duarte – Comarca Andina

El pasillo era largo, pero no obscuro, sus paredes blancas por el color de la pintura brillante, daba una sensación de luminosidad misteriosa, como si fuera un halo, si se mirara desde el principio del angosto pasillo.

Al observar luego de un rato, parecía que se hacía cada vez más angosto y pequeño, donde ya no se podía ver el final. Unos bancos bajos servían de descanso, para quien se cansara de estar apoyado en la pared fría. Dicho sea de paso, la gente prefería estar de pie que sentir la dura tortura medieval que sentían enseguida de sentarse en esos tablones de madera. Quizá a raíz de los bancos incómodos y el pasillo que cada vez se angostaba más, las personas se sentían intranquilas, no tenían miedo, pero si desconfianza.

Unos radiadores de agua caliente raquíticos, terminaban por decorar las paredes etéreas, inocuas y a la vez misteriosas. Nadie todavía había podido descifrar el silencio que acontecía al llegar un extraño al conocido pasillo. Todos los presentes esquivaban su mirada, eludiendo la consabida pregunta, ¿se dieron cuenta que el pasillo pareciera angostarse?

Un silencio sepulcral luego de esas palabras, nadie se atrevía a buscar una explicación lógica. El nuevo, el recién llegado también se sumía en sus pensamientos sobre dicho fenómeno. Las miradas cómplices decían que ese silencio era lo mejor que tenían, quizá al encontrar una respuesta se terminaría el misterio del pasillo, con eso se enterarían algún terrorífico secreto y no tenían intenciones de saberlo.

Las personas fueron y vinieron durante años, cambios de pintura y nuevos bancos más incómodos. Nueva gente que llegaba ahí, pero siempre el mismo silencio, solamente se podía escuchar el murmullo de las zapatillas blancas de las enfermeras en sus quehaceres, como un fru-fru, que cambiaba la monotonía del lugar.

Los médicos abriendo las puertas de los consultorios llamando a los esperanzados asomados al pasillo.

El hospital hacia décadas que estaba abandonado y cerrado, quedando solo una tenue luz que ingresaba por las ventanas y las motas de polvo danzando al compás de la lluvia que se filtraba por los techos, solamente el eco se podía oír, el eco del silencio, que aturde, atonta y desorienta. Ese silencio que a uno mismo lo empujaba, arrastraba y atraía hacia el pasillo, que continuaba ahí sin cambios, de pie.

Ese pasillo interminable, angosto, blanco, fantasmal

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