miércoles, 17 de marzo de 2010

Celos – Sergio Roda

CELOS

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El joven se volvió sombra entre las sombras, cuando vio que ella salía de su casa. La siguió decidido a todo sin ser advertido, hasta que finalmente llegaron a la intersección de su angustia. Alguien con una gabardina color arena la esperaba. Cuando lo vio se acercó sonriente y besó sus mejillas, tomándole ambas manos con cariño. La felicidad que irradiaban hizo que se volviera inestable. Sintió que su corazón drenaba cada gota de sangre hasta quedar convertido en una pasa. “Ajeno es todo lo que deseamos”. ¡Cuánta verdad había en esa frase! Está bien, él tenía la culpa por esperar tanto tiempo. Ahora dejaría de ser un imbécil. No permitiría que alguien más le quitara esa oportunidad.

Agazapado detrás de un puesto de revistas a sólo seis metros, y vigilando todos sus movimientos, esperó paciente. Fue un tiempo breve, pero el suficiente para que sus uñas quedaran melladas. Se contuvo de encender un cigarrillo para que el aroma no delatara su presencia. La espera llegó a su fin cuando la pareja caminó despacio hasta un pequeño restaurante. El mozo los ubicó en una mesa cercana a la vidriera y recibió el pedido. A veces se tomaban de las manos; otras, ella lo miraba con dulzura acomodando sus cabellos. Ese fue el pulsador que activó sus celos.

Su rostro se enrojeció de furia. Sin pensar rompió con su puño el escaparate de una zapatería; los vidrios delataron su presencia y comenzaron sus aullidos nocturnos al instante. La sangre brotaba en abundancia de sus nudillos pero la ignoró. La alarma activada era un cuchillo cortando una rebanada de silencio. La policía, atraída por el intenso alboroto, no tardaría en patrullar el lugar. Se agachó con un movimiento sigiloso, apresurándose a tomar lo necesario antes de correr protegido con el manto oscuro que lo beneficiaba. Camuflado detrás de un árbol, vio desde la vereda contraria a la mujer que rozaba la mano de su acompañante. La rabia hizo que el objeto extraído de aquel negocio provocara una profunda herida en su mano. No sentiría el dolor hasta más tarde, cuando su destino ya estuviese marcado.

Dos horas después salían y se dispuso a continuar jugando a los detectives, ayudado por el cielo que había cerrado los millones de ojos para no ser testigo de sus actos. Consiguió seguirlos dos cuadras antes de exaltarse. Cuando el hombre de la gabardina rodeó la cintura de su pareja, el enamorado se arrojó como un salvaje sobre él; cortándole el cuello y descargando puñaladas en varias partes de su cuerpo. La embestida sorpresiva menguó cualquier intento de defensa. El frenesí únicamente se detuvo cuando los gritos quedaron ahogados por el silencio. La víctima se desplomó como un espantapájaros.

Escapó arrepentido, pero a la vez una alegría lo embargó cuando un pensamiento picoteó su cabeza para anidar allí: Ella era libre... y ahora él tenía una ocasión más para conquistarla. Corrió algunos metros y volvió la mirada. No pudo evitarlo, su instinto lo obligó a hacerlo. Un hombre sostenía el cuerpo contra su pecho. Sus gritos pidiendo ayuda, roncos por la desesperación, atrajeron a un grupo de personas. Alguien manteniendo la calma hizo una llamada desde su propio teléfono. Fue testigo de los últimos espasmos y de un detalle que tardó en comprender. Una pierna asomó por debajo del abrigo. La pierna de una mujer... una mujer aún con esa gabardina color arena, ahora manchada de sangre, sobre los hombros.

Consciente de los hechos que ocurrieron, aunque su mente se negaba a aceptarlos, volvió...

Primero muy despacio; pronto apresuró el ritmo de sus pasos, sincronizándolos con sus acelerados latidos. Se detuvo y observó más cerca el cuerpo. Pensó, “No. No es ella, por suerte no es ella... ésta mujer es pelirroja”. Pero su instinto la reconoció con una sublime angustia. Sí, era; y no se había teñido sus cabellos dorados. Advirtió la sangre que manaba de las heridas. Las lágrimas impidieron su visión algunos segundos y al enjugarlas con el dorso de la mano dejó sobre su cara, un acentuado rastro rojizo.

La muchedumbre habitual, que jamás falta en un accidente, ya había concurrido al lugar para sentirse importante y tener algo que contar durante la semana. “Mirá la apuñalaron”, dijo una mujer con varios kilos de más. “¿Está muerta?”... “Creo que sí”... era el diálogo que mantenían dos jóvenes con aretes y pelo largo de color verde. Uno de ellos tenía tatuada la cruz svástica en la base del cuello. Lo vigilaba de cerca un hombre disfrazado de payaso. Su sonrisa melancólica, pintada no sólo en su exterior, expresaba una inconmensurable angustia; aunque sus pensamientos y pesares eran ajenos a la escena. La gente proseguía concentrándose en torno a la mujer herida. Un grupo de niños andrajosos se acercó cauteloso; para ver mejor se adelantaron a empujones con dificultad.

Y continuaban acercándose al cuerpo. Algunos para curiosear; otros expresando un profundo y sincero dolor por el destino que había hallado esa joven que ni siquiera conocían. Se sentía como hipnotizado. Sin entender lo ocurrido se agachó, todavía empuñando el agudo trozo triangular de vidrio, que había conseguido unos minutos antes. Todos depositaban su atención en los trágicos hechos. Un hombre quiso acercarse pero se arrepintió y desvió su camino, reanudando la ansiada búsqueda de un trago que pudiese salvar su vida. Nadie advertía la presencia, observándolo todo desde la otra calle; un anciano sonriendo con cinismo, oculto en las sombras formadas por la antigua sotana que vestía.

El joven no podía retener el llanto; permanecía en un mutismo anormal. Su rival, el hombre que lo incitó a cometer esa injusticia, levantó los ojos para emitir una plegaria... y sus miradas se encontraron frente a la verdad, actuando de intermediaria. Vio la sangre en su cara... en sus manos... mientras escuchaba sirenas en la lejanía. Vio el arma con la cual habían arrebatado de su vida a la mujer que más apreciaba en el mundo. Siempre lo había protegido y ahora, cuando necesitó su ayuda, no pudo hacer nada para evitar que le hicieran daño.

Las sirenas ya podían palparse. Llegó la ambulancia y un par de enfermeros bajaron desplegando una camilla. Luego de revisarla se miraron entre ellos negando con la cabeza. Tres policías hacían preguntas a los curiosos, para identificar al agresor.

El hombre que no se apartaba de ella, venció la angustia que tenía atravesada en la garganta y pudo regalarle a su oponente un grito envuelto en lágrimas.

- ¡Él! –Dijo señalándolo– ¡Él la mató! ¡El maldito la mató! ¡Él, mató a mi hermana!

SERGIO J. RODA

Extraído de “El Extraño Viejo de la Noche”

ISBN: 10:987-05-0674-7

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