El Ángel Linyera
Cuento Corto
Enrique Ameijeiras
Dicen en las grandes ciudades, que los duendes no existen. No se si es realmente así, pero lo cierto es que nunca vi uno de ellos, ni siquiera en el botánico. Pero me contaron, y conste que yo no puedo dar fe de la veracidad de esta teoría, que los ángeles llegan a la tierra con un proyecto, quimera o utopía. Si no logran realizarla (cosa que ocurre regularmente), deciden bajar un escalón en su orden de precedencia y se hacen duendes. Si aún así no logran el mínimo de sus objetivos, siguen descendiendo la escala espiritual hasta llegar a ser fantasmas, demonios, luz mala y otro bicharraco espiritual que anda dando vueltas por ahí buscando a quien asustar para vengarse de los fracasos y frustraciones que la raza humana reparte gratuitamente por ahí, en el mundo de los espíritus.
Dicen (y sigo sin dar fe), que una vez uno de los ángeles más hermosos, canoros y cultos, al no poder cumplir con las metas que él mismo se había fijado al descender a la tierra, decidió omitir el paso de hacerse demonio o ánima y, descendiendo aún más de la escala espiritual, se hizo hombre.
Como tal, empezó a querer ganarse la vida con su música, con sus pantomimas payacezcas y los acordes maravillosos que le sacaba a su violín encantado.
En una plaza del centro, vestido de colores copiados al arco iris, las notas se elevaban como una bandada de canarios multicolor.
La gente pasa y, en el mejor de los casos lo ignoran, pero los más murmuran:
“porque no vas a trabajar, payaso”.
El ex–ángel había perdido la capacidad de leer los pensamientos, por eso él seguía y seguía, con su sombrero supinante, cabeceando melodías arrancadas con la rasca del arco de su instrumento.
Reconoció en su flamante ser humano que una sensación desconocida hasta la fecha lo estaba agobiando: El hambre. ¿Qué era ese dolor en el estómago que lo angustiaba?
Sin importarle demasiado, aprovecho esa nueva y gris energía para arrancar otros sonidos a su violín. Los alegres gorjeos se convirtieron en desgarradores y lastimeros chillidos no menos bellos, aunque insoportables para la gente que pasaba a su lado, tapándose los oídos con las manos y el corazón con la realidad.
Lentamente sus brazos cansados fueron chupados por la gravedad, se resistió. Aún no conocía el cansancio, ni la desazón, pero las notas ya no eran certeras y su sonrisa había girado ciento ochenta grados. No solo se oía mal, sino que su aspecto era aterrador.
Nadie acudió en su ayuda cuando cayó sobre la vereda, al costado del sombrero vacío. Solo un linyera que, lejos de ayudarle, le robó el violín y el último atributo angélico que le quedaba: la fe en el ser humano.
Llegó una ambulancia y no se lo llevó porque, hasta tuvo la mala suerte de volver en si y la indolencia paramédica estimó: deber cumplido.
Sólo, en un banco desteñido, sentado sobre miles de nombres oscuros que se entrelazan por conjunciones, corazones y destinos, atravesados por flechas cupidianas, reflexionó sobre sus miserias:
Apenado, dolido y deprimido; desprovisto de toda ánima, por que peor que sentir que no se puede, es no importarle poder, tomó la más extrema decisión: Buscar trabajo.