viernes, 27 de noviembre de 2009

El Lorizón – Horacio Carey

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El lorizón

-Caso extraño el del Polidoro Guacamal, en realidad no el de él, sino el de su hijo, el Condicional, que era tan feo al nacer, que lo agarraron con reserva de devolución si no mejoraba en el corto plazo.

Dispués se fueron encariñando y se lo quedaron nomás.

Era tan feo que los vecinos lo alquilaban para hacerle tomar la sopa a los gurises.

Riesulta que el Condicional era el séptimo hijo varón y entonces lobizón, pero como era un iletrao, el se hacía lorizón.

-Lobizón será.

-No lorizón, se convertía en loro.

-Ahijuna ¿y que hacía?

-Cuando estaba humano era muy tímido, así que no había manera de hacerlo hablar, cuando se lorizaba había que correrlo a escobazos p´a que se callara.

Convertido, era verde y amarillo, en el pueblo le decían el Lacroze.

Las noches de luna llena se convertía en loro y salía a volar por el campo, se iba a otros pueblos y cobraba por hablar.

-¿Mucho?

-No, en especies, alguna giñebra, alguna grapa; era conmovedor verlo tomar paradito en la mesa con la cola p´arriba y la cabeza metida en el vaso.

-Ahijuna.

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El Caballo – Horacio Carey

image El caballo

Horacio Carey -

-Caballo difícil el del Epifanio Cersósimo: Rengo él…

-¿El Epifanio?

-No el caballo, pero rengo de las dos manos, así que no se le notaba.

El problema era que siendo más bajo de adelante que de atrás al rato de galopiar, uno se iba escurriendo pa´delante y terminaba desensillando en marcha, por el lao de la cabeza. Difícil el tostao.

-Me gustan los tostaos.

-En realidad era pinto, pero le decían el tostao porque una noche en el medio del campo lo agarró un rayo y quedó tostadito…y le quedó el tostao nomás.

-Ahijuna.

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La Araña – Horacio Carey

image La araña

Horacio Carey -

Cuento Corto

Estaba tomando un café en una confitería de moda, ella entró y fue como si alguien hubiera bajado el volumen de todos los sonidos, se hizo el silencio y él escuchó únicamente el sonido de los tacos aguja resonando en el piso de madera entarugado, sus ojos no pudieron apartarse del movimiento cadencioso de sus caderas y el estremecimiento a compás, de sus pechos imaginados bajo la fina blusa.

Pelo renegrido y brillante, ojos verdes, nariz fina, pómulos altos y labios rojos entreabiertos y húmedos.

Era una invitación a la lujuria y a la imaginación afiebrada.

Cuando despertó la tenía de frente, mirándolo con una sonrisa algo perversa.

En el salón se escuchaba a Chet Baker cantando “Deep in a dream”

-Hola -le dijo

-Hola –contestó mecánicamente.

-Noté que estabas muy interesado en mi persona y entonces pensé, ¿por que no? –siguió.

-¿Por qué no? – repitió él nuevamente. Estaba helado y no podía pensar.

Lo despertó Chet soleando con su trompeta.

-¿Me seguís? – le dijo ella.

Sonrió, se sintió más tranquilo había comenzado a dominar sus emociones y a pensar con coherencia. –Donde quieras- le respondió, poniendo su mejor cara de galán. Sintió que todos los tipos de la confitería lo miraban con admiración. Pensó, yo si que soy un capo, este pedazo de mina me está levantando.

-Quise decir si me estabas escuchando, convidame con una copa –respondió ella.

-¡Mozo! –gritó.

Le pareció que se había notado demasiado su entusiasmo, mientras ella se sentaba en el sillón, a su lado, mirándolo entre comprensiva e intrigante.

-¿Señor? -dijo el mozo sin dejar de mirar a la morocha.

-¿Qué tomás? -preguntó canchero.

-Un Jack Daniels con hielo y soda -dijo, sin demostrar ninguna emoción.

El pensó ¿esta mina toma whisky a las cuatro de la tarde? Pero no quiso parecer un boludo y no dijo nada.

El mozo se retiró en busca del Jack Daniels.

-¿Cómo te llamás? -Le pregunto ella.

-Marcelo -contestó y recordó que su madre le había puesto ese nombre por Mastroiani y entonces le dio la razón, él era un maestro en esto de levantar minas, igual que el tano. –¿Y vos? -repreguntó.

Marcela, pero los amigos me dicen la araña –respondió la mujer.

Esta me está cargando, pensó él, pero se calló y en cambio dijo -Oh que hermosa casualidad el mismo nombre, es como si hubiéramos nacido el uno para el otro- Se arrepintió de inmediato, había dicho una pelotudez que no podía ser dimensionada racionalmente. La quiso arreglar con una risa que le hiciera interpretar lo dicho como una broma, y solo le salió un extraño sonido apagado y sin vida.

Ella lo miró extrañada y le dijo –Aflojate querido que si no te vas morir de un infarto.

-No, es que me atragante con un maní –dijo y se dio cuenta que estaba tomando un café, entonces ¿Dónde carajo estaban los maníes?, esto se está poniendo fulero pensó, quizás no soy tan galán como creía.

Ella le tomó una mano y apretándosela le dijo –Quedate tranquilo, esto me pasa seguido.

-¿…?

Llegó el whisky, lo liquidó en tres o cuatro tragos. Luego mirándolo con ojos de gata le preguntó -¿Y bien…ahora que hacemos?

-Yo diría que podemos intimar nuestra relación –otra boludez, será posible que nada me salga bien con esta mina, pensó. Qué me pasa, me tiene arrinconado con su avanzada y no puedo tomar la iniciativa.

-Yo creo que tenemos que ir a un hotel –le contestó ella, sin hacer caso a las cosas que él decía.

-Si…un hotel -¿cuál, cuál? pensó ¿donde llevo semejante mina?

-Vamos a uno que hay acá a la vuelta que es discreto y no muy caro -mantuvo la iniciativa ella.

El pagó y se levantaron; el camino hacia la calle fue como caminar por la alfombra roja hacia su coronación como el rey de los levantadores de minas, mirando cancheramente a todos los hombres que los seguían con la vista. Ella pareció entender el orgullo del hombre y se meció con más lujuria.

Caminaron unos metros, el hotel estaba ahí, al alcance de sus pasos imprecisos, mientras ella seguía con su andar, derritiendo cerebros. Entraron. El hotel era oscuro y húmedo, el conserje un jorobado con total escora hacia la derecha, le faltaban varios dientes en el fondo negro de una sonrisa pedante y cómplice.

El pensó, envidia, y pidió -Una habitación matrimonial, por favor.

-Primer piso, doce –contestó el jorobado y le tiró la llave, sobre el mostrador viejo y descascarado.

-Vamos -le dijo a Marcela y se sintió por primera vez dueño de la situación.

Subieron, entraron, la habitación era penumbrosa y lúgubre, ella de inmediato comenzó a desvestirlo, cada tramo de su piel era cubierto por sus hermosos labios, no dejó ningún lugar sin besar o sin que su lengua hiciera estremecer a Marcelo que se agarraba de una silla para no caer. Lo acompañó gentilmente hasta la cama y comenzó su show de vestuarista, se desnudó con lentitud y con movimientos que hacían presumir gran sabiduría sobre el placer.

Entró en la cama y comenzó una recorrida por todas las formas del sexo quedando en evidencia que él, solo conocía algunas pobres y poco imaginativas posiciones. Lo exigió al máximo y él pudo satisfacerla en varias oportunidades. Estaba totalmente agotado y no tenía fuerzas ni para prender un cigarrillo.

Ella se sentó a caballo sobre su estomago mirándolo, tenía una sonrisa que lo hizo temblar, por primera vez veía en sus ojos un destello de oscuridad.

-Ahora me doy cuenta por que te dicen la araña. -Le dijo tratando de mantener su voz firme.

-No, en realidad todavía te falta averiguarlo –le contestó ella siempre con esa sonrisa indescifrable.

Se había puesto la tanga negra, de ella sacó un pequeño bisturí y con un rápido movimiento le abrió un gran tajo en el cuello por donde comenzó a salir abundante sangre, se agachó bebió un poco del líquido rojo y tibio, luego se retiró hacia atrás, mientras él comenzó a hacer un gorgojeo húmedo.

-No te dije algo, las arañas tiene sus particularidades a mi me llaman la viuda negra -Le dijo siempre sonriendo.

Comenzaron a borrársele las imágenes, pero en un último esfuerzo vio una araña muy negra, escalar la pared hasta el rincón donde se encontraba su tela protectora.

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Encuentro Estremecedor – Horacio Carey

 image Encuentro estremecedor

Estábamos solos, un pesado silencio nos incomodaba.

Ella era una morocha que necesitaba ser mirada dos veces para descubrir sus encantos. No impactaba. Pero a medida que mis ojos recorrían su cuerpo, mi mente imaginaba bajo la tela fina de su vestido, sus fuertes muslos y sus redondos pechos.

El recinto parecía estremecerse con nuestras respiraciones contenidas, los espejos que nos rodeaban devolvían nuestras imágenes y las reproducían infinitamente, al verme me descubrí con una extraña apariencia de lejanía, de desinterés, casi de ignorancia.

¿Qué estaría pensando ella?

Nos cruzamos las miradas y un temblor recorrió mi espina dorsal.

Ella pareció turbarse.

De pronto un ruido sordo, se abrió la puerta esperamos vanamente la irrupción de otra persona, nadie entró y volvimos a estar solos.

Solos con nuestros temores y ansiedades, nuestros sueños y miedos. Esta vez las miradas se mantuvieron por más tiempo enfrentadas, en un choque que predecía fuertes ensoñaciones sensoriales, bajó la vista luego de un leve movimiento de sus labios que pareció el esbozo de una sonrisa.

Mi mente continuaba elaborando sueños a gran velocidad.

Nos elevábamos en el espacio infinito.

De pronto nuevamente el ruido sordo, la puerta se abrió, cuarto piso, se bajó, yo seguí, tenía que ir al séptimo. Nunca más la vi.

Horacio Carey

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Ford Tiger 1930 - Rey

image  Ford Tiger 1930 color beige

Cuento Corto

Carlos Rey – Bariloche

         Aquella mañana, a las nueve, la niebla envolvía la ciudad. Algo densa, obstruía la visión a pocos metros, a pesar de lo cual un fuerte resplandor proveniente del astro rey daba connotaciones singulares al todo. Por otro lado parecía ligeramente azulada y hasta se diría que un tanto rosada hacia el poniente y más dorada en el levante.


    Por aquel entonces habitábamos en Liverpool y me dirigía yo en ese momento a buscar a mi dulce bien amada en mi flamante Ford Tiger color beige.
Como siempre me sucedía, quedé hechizado ante su sola presencia; haciéndola partícipe de mis sentimientos mientras le abría la portezuela izquierda. Al hacerlo observé una pequeña abolladura junto a la bagueta del guardabarros trasero y de súbito la sonrisa se borró de mis labios; cosa que mi media naranja con seguridad notó, a juzgar por la expresión que se dibujó en su rostro.
    No obstante, y creo no equivocarme al decirlo, haciéndose la desentendida ascendió coquetamente al lugar por mí ofrecido, ante lo cual no me quedó más opción que dirigirme al sitio de conducción.
    Una vez que hube iniciado la marcha me puse a pensar cómo y en qué forma habría de preguntarle sobre el hecho. Ni una sola mirada se cruzaba entre nosotros y esto me ponía más nervioso aún.
    Si tan solo dijera algo. Algo que rompiera esa barrera que se había interpuesto entre ambos. Yo estaba segurísimo de que a mí no me había ocurrido; así que tenía que haber sido en el lapso que mediaba entre las 7:30 y las 9 de la noche anterior, período que había insumido ella en ir con el automóvil a visitar a su pobre tía enferma. Solía tener gravísimos problemas en los estacionamientos.
    La espiaba continuamente y de reojo, tanto como me lo permitía el fluido tránsito callejero.
        Era tan bella. Sus claras pupilas brillaban cual dos luceros al resplandor que penetraba por el parabrisas. Las ventanas de su pequeña nariz se hinchaban acompasadas al ritmo de sus tentadores pechos, que parecían querer saltar de su entreabierto escote para ofrecerse cual blanca suelta de palomas. Ni qué decir de su dibujada boca de carmín, que como una fruta madura de verano esperaba ser mordida por su bien amado. Que era yo.
Bajando la mirada hacia sus extremidades, atrevidos pensamientos me asaltaron y como si hubiera habido una transmisión de ideas y ante mi cálido estupor, sus finas y blancas manos se posaron en mi entrepierna, haciendo que mi corazón galopara con desenfreno.
Aferrado al ahora húmedo volante noté que mi pantalón era desabrochado y en ese instante el contacto de sus dedos me encegueció. Alcancé a vislumbrar a un policía que hacía ademanes desesperados.
  Un poste de alumbrado se interpuso en mi camino y me estrellé.

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La Medu - Rey

image La  Medu

Carlos Rey - Bariloche

Para suerte o desgracia se cambiaba frente a la ventana.

Entonces yo miraba todo el tiempo que podía, hasta que algún ruido en el conventillo me hacía encerrar en el baño para disfrutar lo que había visto.

Otra vuelta lo estuve espiando al Cacho con la novia. Había descubierto dónde se metían y trabé la persiana para verlos. Fui, se lo conté a la vieja de la chica y entre puteadas y gritos ligué unos mangos.

La vez que la pegué fue cuando me colé en el gallinero de los Nuñez. Apenas vi el auto que paraba en la esquina, disparé por el fondo y pasé el alambrado, me metí en la cocina mientras la mujer abría la puerta de adelante y los espié.

Cuando se lo dije a Don Nuñez casi me mata, pero terminó dándome cien mangos para que vigilara y le avisara. Lo hice varias veces hasta que se armó la podrida. Mientras duró, saqué mi buena plata.

Le fui tomando gusto al oficio. Vivo de eso. Total, la que se mete en líos es la gente. Yo lo que hago es ver, registrar y contar. No soy peor que los demás.

Aquel viernes me junté con la Medu como otras veces. Se lo iba a decir, pero me callé la boca no supe bien por qué. Había visto un movimiento raro en la otra cuadra, en el edificio recién estrenado. Alguien se metía de noche por la cortada de la estación, cruzaba las vías y entraba en los departamentos.

Después nos separamos y me fui sin ruidos.

A la Medu no la podía resistir. No me importaba que también saliera con tipos. En cambio al Ruben no lo tragaba y no podía zafarme de él. Me tenía agarrada con aquel afano del supermercado. Decía que me quería, que le diera bola. Pero no podía, me daba una especie de asco cuando estaba con él.

El sábado, a eso de la una y media de la noche, me pareció que era el Ruben el que se metía.

Al día siguiente calculé que no había lolas y fui a visitar a doña Felipa, una amiga que vivía sola en la otra cuadra.

  -Bueno, Felipa. Mañana vengo a ver la novela con vos.

  -Seguro. No te preocupés por la hora. Te quedás a dormir -dijo. Era justo lo que necesitaba. Desde ahí podría fichar todo a mi gusto.

La Medu se las sabía, siempre tenía una historia para contarme. Qué importaba si era verdad o mentira. No sabía qué me gustaba más, si las caricias o los cuentos que me hacía. Escuchaba quietita y así estaba bien.

La que prefería era la historia de la modelo. La imaginaba alta, delgada. No como ahora que estaba un poco gordita. Caminando como una pantera y con esa ropa que ella contaba

"La Medusa, modelo de ropa fina en la tele". Era como una diosa.

Pregunté por los horarios de trenes. El de la 1:28 no paraba; hacía un ruido que no dejaba escuchar el ascensor y les vendría bárbaro para juntarse.

El lunes a la una y cuarto terminó la tele, me hice la que me moría de sueño y Felipa se fue a dormir. Después fui a la azotea. Justito lo tenía enfrente. Subió por la escalera cuando pasó el tren y los vi cuando ya estaban adentro. Ahí vivía la mujer de Tejada. Se fueron para el fondo; quedó una lucecita pero no pude ver más. Sin embargo me di cuenta que no podía ser el Ruben. Un bruto como él no tenía esos movimientos de gato. Iba a meterme para saber quién era. No me la podía perder, los Tejada eran gente de guita.

Al otro día en mi pieza, pensaba en la Medu. Qué bien que estaba, era como las vedettes, no tenía nada que envidiarles. Pero no salía de ese barrio y ese pobrerío. Eso estaba bien para mí, pero ella se merecía lo mejor, laburar en un teatro o algo así.

Cuando se hizo la hora, salí del conventillo y  fui por la cortada, pasé los molinetes y crucé las vías. Ahí estaban los fondos del edificio. Aproveché el tren de la una y me metí.

El batifondo hacía temblar los vidrios, me colé por un pasillo y fui a parar a un lavadero común. Había dos ventanas y una estaba abierta. Entré y esperé. A la 1:28 otra vez el ruido, escuché las risitas y después los suspiros. Me asomé despacio y las vi...

La Medu con la mujer de Tejada.

Salí por la ventana y en el lavadero me quedé mirando las vías, abajo. Tenía que pasar el último, el de la 1:45. La estación estaba ahí nomás y la señal era roja. Pensé que cuando la pasaran al verde vendría el tren.

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Poema mínimo – Li Mayer

image 

Tanteo el silencio ... y  me aturde.

li

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martes, 17 de noviembre de 2009

Poesía Sureña - Correa

Del Libro “Hecho en Patagonia”

imageRaquel Correa Ligonié – El Bolsón – Río Negro


Cielos Mapuches

Miro este cielo

que cercan las montañas y el crepúsculo.

Que recortan cipreses y abedules

y a tientas languidece en este opúsculo

que pernocta en un Orión de luces

lejano, parpadeándome universos.

 

Miro este cielo

sobre el Piltri, que vela taciturno

y riela sus azules entre bosques

de verdes tan profundos.

Tiene algún no sé qué, que me seduce

y me invita a indagar en su silencio.

 

Miro este cielo,

testigo cósmico, infinito, mudo,

de la sufrida raza del mapuche

que añora, confinado en sus refugios

la libertad, lenguaje de esas nubes,

matra con que cobija sus anhelos.

 

LA LUNA EN EL PARALELO

 

La Luna en el río, sólo esquirlas,

la deshilacha el Quemquém

y escapa

entre riscos y piedras, toda risa

que se alegra por quien

la escucha.

Al Oeste el Azul

También la Luna la refleja y canta

en el cristal que avanza

todo prisas.

 

Quemquém y Azul,

con su tesoro reflejado avanzan

buscando su después,

en el regazo del lacustre Puelo,

destino de agua mansa

que con ternura, al fin

sus aguas, confundidas, las abraza.

 

Y la Luna que ronda el Paralelo,

toda esquirlas de plata,

engarzada en cristales, vuelve al cielo.


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lunes, 16 de noviembre de 2009

Mujer - Iktami

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Presentación del Libro de Luis Iktami Devaux

Sábado 5 de Diciembre – a las 20 hs – En la Biblioteca Popular Domingo F. Sarmiento de El Bolsón.

Vení a Tomarte un vino

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domingo, 15 de noviembre de 2009

Antimagnético - Iktami

image El antimagnético
El campo magnético terrestre es algo que suele pasar desapercibido dentro del quehacer cotidiano.
Sin embargo en los últimos años ha cobrado fuerza una teoría que dice que la disminución continua del campo magnético llevará a que se inviertan los polos. Una vez más, ya que según algunos esto ya ha sucedido en el pasado. Bajo ese desenlace la Argentina pasaría a ser un país del Norte.
El supuesto evento tendría lugar en el año 2012, coincidiendo así con varias predicciones apocalípticas de los Mayas.
Tengo un par de amigas en particular, muy New Age ellas, que me rompen las pelotas con eso todo el tiempo.
A tal punto que finalmente me vi obligado a embarcarme en un largo proceso de investigación para ver si podía encontrar algo medianamente creíble que sostuviera esa teoría.
Lo único que pude encontrar con un leve respaldo científico decía que era verdad lo de la reducción del campo magnético de la tierra pero que todavía faltaban más de 2000 años para que esto forzara la inversión de los polos.
Mientras tanto reconocían que había zonas, especialmente en Sudáfrica y Sudamérica donde la reducción magnética era más notable todavía. En estos lugares, la mayoría sufre malestares físicos y mentales. Como si al cuerpo le costara hacer buena combustión con todos los pistones. Sin embargo hay una pequeña cantidad de individuos que se fortalecen en esas circunstancias de baja vibración magnética. Nadie sabe muy bien por qué se da este fenómeno. A este tipo de personas les habían pegado el rótulo de “antimagnéticos”.
Personalmente nunca puse mucho peso en toda esa bazofia.
Pero todo eso cambió a partir del día que conocí a la licenciada Viviana Lampuzzo una ajetreada tarde de enero del 2008.
Era plena temporada turística y como de costumbre atendía mi puesto en la feria artesanal donde vendo mis libros.
En eso se acerca una mujer joven, de unos veintitantos años, corte de pelo casi masculino, anteojitos John Lennon, un cuerpo sólido y atlético de curvas apenas pronunciadas y una mirada tan penetrante que daba una mezcla de vergüenza y miedo considerar la posibilidad de sostenerla. Vestía unos shorts color caqui tipo safari, con por lo menos una docena de bolsillos, medias blancas y borceguíes, y colmaba todo con un sexy y ajustado top rojo de material elástico que dejaba al descubierto su ombligo y parecía totalmente fuera de lugar con el resto del conjunto.
Se paró delante del puesto y separando bien las piernas y plantando los pies sólidamente como lo haría un hombre que se prepara para dar o recibir piñas, me suelta con cara de interrogación policial a alguien sospechado de cometer un crimen.
“¿Vos sos Iktami?”
Fue tan sorpresiva la potente y súbita aparición de su energía que contesté casi tartamudeando.
“S-s-sí, sí . . . yo soy Iktami”. Me sentí inmediatamente ridículo al agregar esto último. ¿No era suficiente humillación que había tartamudeado el sí?
Antes que tuviera mucho tiempo de divagar siguió con:
“¿La conocés a Isabel?”
Con un tono que era tal vez un miligramo menos agresivo que el anterior. Pero bueno por lo menos no iba in crescendo.
“Eso depende”. Le dije con algo de picardía, sintiendo como que de a poco iba recuperando mi dignidad.
“¿Depende de qué?” me escupió, ahora en un decidido tono de matón a punto de administrar una paliza. Y como para acompañar mi interpretación cerró ambos puños y los puso sobre la tabla que sostenía los libros, a medida que se inclinaba hacia mí.
Volvió mi inseguridad y con ella un leve tartamudeo.
“De-depende de qué Isabel estás hablando”.
Se me quedó mirando unos segundos y luego su rostro se aflojó en una sonrisa que mostraba unos dientes blancos y brillantes.
“La que vende bijouterie de plata y vive en Mallín”
“Ah, esa Isabel, sí Isabel Prouneau, es amiga mía”
“Y mía también” esto último con una sonrisa casi obsequiosa.
“Cometió la imprudencia de regalarme este libro” dijo mientras levantaba una copia del “Arte de no hacer nada” y lo sacudía en forma amenazante a escasos centímetros de mi cara.
Esperaba lo peor ya que era un libro que la gente odiaba o amaba, no daba para términos medios. Y como venía la mano no había dudas para qué lado le había pegado a esta mina.
Empecé a tomar conciencia de mi entorno eligiendo el lugar hacia el cual iba a caer luego que me diera el primer golpe.
Desvió la vista hacia la cumbre del Piltriquitrón y empezó a hablar en un tono, que en comparación a lo anterior sonaba casi somnoliento.
“Cuando comencé a leerlo fue como un enamoramiento”,
Hizo una pausa mientras yo acomodaba mi cuerpo al amague que me había comido. La fuerza de la inercia casi me hace caer de culo.
“Me enamoré de lo que decías”, continuó como en un sueño, “de cómo lo decías y me quedé anonadada ante el hecho de que tus palabras fueran capaces de describir cosas que yo ni siquiera podía imaginar”.
Me volvió a mirar, abriéndose camino hasta el fondo de mi alma a través de los ojos, como calibrando el efecto que sus palabras tenían sobre mí.
A esta altura yo estaba embelezado y me sentía como el bicho que queda a merced de la serpiente una vez que ésta le clava la mirada.
Esta mina podría hacer conmigo lo que se le antojara. Sólo esperaba ingenuamente que no se diera cuenta.
“Es como cuando conocés a alguien potencialmente afín, me fui entusiasmando mucho, con las expectativas de que me siguieras sorprendiendo a medida que continuaba leyendo”.
Hizo otra pausa y se quedó mirando un punto invisible en el horizonte.
“Traté de imaginar cómo eras físicamente. Después intenté visualizarte mientras escribías tras haber pasado por todas esas experiencias”.
“Pero a medida que seguí leyendo, empecé a ver cómo eras verdaderamente, y debo decirte que algunas cosas me desilusionaron, y te volviste humano, ya no eras ese semi Dios que parecía comprenderme hasta la médula o que reflejaba tantas cosas en mí. Me llegó a fastidiar y hasta pensé que eras uno de esos falsos gurus que tanto criticás en el libro”.
Dejó de hablar y se me quedó mirando con una expresión de lo más enigmática. No tenía idea qué venía ahora. Esta mujer en un muy corto tiempo me había paseado por toda una montaña rusa de emociones y a esta altura estaba listo para cualquier cosa.
En otra ocasión hubiera llenado la torpeza del momento con borbotones de palabras, pero acudiendo a una sabiduría que no era típica en mí, elegí el silencio.
Finalmente me sonrió con un aire decididamente felino y dijo:
“Quiero más”.
Me quedé mirándola sin entender.
Entrecerró los ojos como para irrumpir más adentro todavía y ver para qué lado iban mis interpretaciones. Al ver que le pifiaba feo agregó.
“Otros libros, quiero ver si sos capaz de volver a convertirte en un semi Dios, recomendame un par”.
“La verdad es que el rol de semi Dios no me interesa para nada, prefiero seguir siendo humano, con defectos y debilidades”.
“No te tirés a menos conmigo porque no te la creo”.
“Estos dos son los que más se venden”.
“Bien, entonces me llevo estos”. Y agarró dos que no eran los que le había recomendado.
Puse los libros en una bolsa y le di el cambio.
Ya estaba totalmente bajo su hechizo y me moría por seguir la conversación.
No quería que el momento acabara, lamentablemente no se me ocurrió nada mejor que, “¿Y de dónde la conocés a Isa?”
“De la facultad”.
“Pero Isa apenas llegó a cursar un año”.
“¿Y qué estás diciendo? ¿Que ese tiempo no es suficiente para forjar una amistad?”
“No, por supuesto, digo sí, se puede, lo que digo es que . . . “
“¿Sí?”
“Bueno es una manera de decir, ¿qué sé yo?”
“Lo que digo . . . es una manera de decir . . . por ser un escritor te expresás de manera bastante limitada y confusa, ¿no te parece?”
“Culpable” dije levantando ambas manos como indicando que me rendía.
Ella se entregó a una risa abierta y conmovedora. Algo que me pareció fuera de lugar en vista de lo acontecido hasta ese momento.
“¿Qué te parece si nos juntamos a cenar esta noche?”
Tenía el sí escrito en la cara con letras luminosas pero no me salía una sola palabra.
Empezó a alejarse mientras decía: “Te paso a buscar a las 9”.
Le iba a dar indicaciones de cómo llegar a mi casa pero desapareció entre la multitud con paso apurado.
Esa noche se apareció en un auto alquilado con Isabel al lado.
No entendía el por qué de la presencia de Isabel pero sospechaba que estaba ahí sólo para entorpecer cualquier oportunidad que tuviera de entablar algo con Viviana.
Al llegar al resto hubo una especie de puja entre ellas que increíblemente ganó Isabel quien terminó sentada a mi lado.
Eso me puso de mal humor. Había algo del perro del hortelano en todo esto que no me gustaba para nada. Un par de años atrás me había tirado un lance con Isabel y había rebotado como boligoma, dejando ella bien claro que lo nuestro nunca pasaría de la amistad. Y ahora me hacía toda esta escena para interferir con Viviana. Dios mío, nunca llegaré a entender a las mujeres.
Pedimos un Malbec y dejamos que el alcohol fumigara nuestras palabras. Cuando íbamos por la segunda botella la conversación se empezó a aflojar. Para la tercera Isabel estaba con un pedo de aquellos y prácticamente dejó de participar en el diálogo que ahora era propiedad exclusiva de Viviana.
Cuando estábamos en los postres Viviana me tira:
“Mañana tengo que ir a hacer un estudio de campo a El Pedregoso y me gustaría que me acompañaras”.
Al observar como yo miraba a Isabel de reojo agregó con una sonrisa maléfica que parecía decir que ella lo entendía todo:
“No te preocupes, Isa no viene”.
Prácticamente no dormí esa noche esperando que saliera el sol.
Llegó puntual a buscarme. Estaba de un tremendo buen humor. No quedaba el menor indicio de todo el alcohol que había consumido la noche anterior.
Lamentablemente yo no podía decir lo mismo. Tenía la boca reseca, en mi cabeza sonaban tambores Mapuche invocando una tormenta y los rayos del sol eran como puñaladas en mis ojos. Sin embargo apenas la vi me sentí mucho mejor.
Pasamos los primeros kilómetros en silencio. Cada tanto ella me miraba como si fuera a decir algo, pero no.
Finalmente cuando estábamos a la altura de El Hoyo me pregunta:
“¿Por qué no has escrito una novela?”
“He escrito varias, simplemente no las he publicado”.
“¿Y eso, por qué?”
“Me cuesta terminarlas y pulirlas. Pierdo interés”.
“Para mí un escritor no va en serio hasta que publica una novela, por eso no tengo mucho respeto por Borges”.
Había un cierto nivel de desafío en sus palabras.
“No te preocupes, de aquí a un año o dos publicaré una y después van a salir como chorizos”.
“¿Como chorizos? Que linda metáfora”.
Sabía que me estaba tomando el pelo pero igual me gustaba. Una energía cálida iba creciendo entre nosotros.
Hubo un breve silencio y luego dice:
“El lugar hacia donde vamos es muy especial. Es algo así como un portal hacia otra dimensión. Los pocos que han vuelto después de atravesarlo lo describen como cielo o infierno según la óptica de su experiencia”.
Se quedó esperando una reacción de mi parte. Al no haberla apretó los labios y continuó.
“¿Viste el tema Escalera al cielo de Led Zeppelin? Bueno ahí hablan de lugares como este. Si bien el tema se llama Escalera al cielo hacen alusión a que puede ser también una escalera al infierno. Viste que empieza con, “Hay una mujer que está segura que todo lo que brilla es oro”, y después agregan: “y se está comprando una escalera al cielo”. Pero lo más importante viene después cuando dicen: “hay dos senderos que puedes elegir pero a la larga siempre queda tiempo para cambiar el camino por el cual transitas”. ¿Te das cuenta? Ahí mismo te lo dicen, la escalera al cielo también puede ser la escalera al infierno, y siempre queda tiempo para cambiar la que uno elige. Esa es la magia.
Con los años me fui dando cuenta que en todos los portales había presencias oscuras, negativas, lo que la gente suele llamar demonios, y presencias lumínicas, positivas, que la gente suele llamar ángeles. Al principio desarrollé la teoría que algunos portales eran al cielo y otros al infierno y las presencias se explicaban de la siguiente manera. En el portal al cielo los ángeles te invitaban a entrar y los demonios trataban de espantarte para que no lo hicieras. En cambio en los portales al infierno era al revés, los demonios te invitaban a pasar y los ángeles trataban de alejarte. Pero estaba equivocada. Lo que me bloqueaba era mi pensamiento occidental dualista. A veces veía el portal como negativo otras como positivo. Pero después pude comprobar que todos los portales eran ambas cosas. En síntesis, cada portal puede ser una entrada al cielo o al infierno. Uno es el que decide”.
Se me quedó mirando con una expresión traviesa, que me despertaba la duda si se estaba burlando o si todo iba en serio.
La verdad es que me sorprendía todo este planteo que me estaba haciendo. No era algo que esperaba de ella después de la primera impresión que me había causado.
Al ver que yo no decía nada me hizo una mueca como tirándome un beso.
Decidí seguirle la corriente.
“¿Y qué pasa si uno lo encara desde un lugar más allá del dualismo? ¿Y no quiere elegir sino experimentar ambos polos a la vez?”
“Esa, amigo mío, es una muy buena pregunta, digna de un antimagnético”. Me dio una palmadita en el muslo y no dijo más nada.
Iba a preguntarle sobre los antimagnéticos pero me di cuenta que ya nos acercábamos a Epuyén así que le dije:
“Te pasaste, esto ya no es más El Pedregoso”.
“Sí, ya sé. Tenemos que ir hasta Epuyén y pegar la vuelta. Entonces ahí empiezo a usar mi censor magnético para detectar el lugar”.
“Pero no entiendo, ¿por qué no lo prendiste cuando estábamos pasando por El Hoyo?”
Me mira como si fuera un niño al que hay que explicarle todo, y con una impaciencia apenas disimulada me cuenta.
“Hay como una corriente magnética, una marejada que va desde el polo sur al ecuador, también hay una correspondiente en el norte que va desde el polo norte al ecuador. Cuando vas en contra de esta corriente es difícil captar diferencias sutiles al medir los niveles magnéticos. Por eso hay que ir hasta Epuyén, pegar la vuelta y volver hacia el norte. Y hacer las mediciones con esa corriente a favor. ¿Se entiende?”
“Sí, profesora”. No supo apreciar mi gastada sarcástica pero lo dejó pasar y miró hacia delante con una sonrisa relajada.
Al rato volvió a hablar.
“¿Viste cuando una persona habla de alguien y dice que le faltan un par de jugadores? Bueno, a vos te faltan varios”.
Ante la expresión de tristeza que se apoderó de mi rostro se apresuró a agregar: “Pero en tu caso es algo muy bueno, ¿sabés por qué? Porque te faltan jugadores que no son más que un peso, un estorbo y que no aportan nada. Por eso vos corrés con ventaja sobre los demás. Tenés un equipo reducido pero ágil y capaz de cambiar de rumbo con extrema velocidad, y eso es lo que la vida exige.
Te calé de entrada por cómo te expresás en tus libros. Ese desenfado en la comunicación sólo puede representar el perfil de un auténtico antimagnético”.
De vuelta con eso del antimagnético. Esta chica era un sinfín de sorpresas.
No sé si me hacía mucha gracia eso de ser un antimagnético, pero si ella lo veía como algo positivo quién era yo para tirarlo abajo.
Según me había explicado Viviana, en el lugar hacia el cual íbamos la potencia magnética se reducía a cero.
Finalmente el censor marcó el valor esperado y se desvió del camino. Estacionó el auto a la orilla del río Epuyén.
Se bajó y tomó varias mediciones apuntando hacia los cuatro puntos cardinales.
“Tenemos que cruzar el río” anunció con un tono seco y profesional.
Preparó un par de mochilas. Cerró el auto y vadeamos el río.
Caminamos menos de medio kilómetro y dimos con una pampita rodeada de maitenes.
“Este es el lugar” dijo en tono ceremonial como alguien que acaba de entrar a un templo sagrado.
Yo ya lo conocía y lo había cruzado varias veces camino a la cascada del arroyo Pedregoso. Bueno, más que cruzarlo lo había bordeado, ya que el sendero que llevaba a la cascada pasaba a unos cincuenta metros. Técnicamente nunca había estado en el lugar propiamente dicho, sólo lo había visto a la distancia.
Siempre me llamó la atención y varias veces quise desviarme pero la gente con la cual estaba quiso seguir rumbo a la cascada.
Tengo una cierta aversión a las coincidencias convenientes y para mi gusto el susodicho portal estaba muy cerca de la famosa laguna del Plesiosauro. Había algo en eso que no me cerraba.
Poco tiempo después, cuando ella había desplegado una buena cantidad de los elementos que llevábamos en las mochilas empecé a sentir cambios bruscos en mi organismo. Donde más sentía la influencia del lugar era en la respiración, era como si mis pulmones y alvéolos se hubieran expandido y pudiera ahora respirar más profundo y obtener más oxígeno. Después vino una lucidez y una velocidad mental que no tenían precedente en mi vida. Por último empezó a surgir algo así como un zumbido de muy alta frecuencia que recorría todo mi cuerpo. Poco a poco se fue acumulando alrededor de cada chakra.
Por alguna razón en el chakra que más sentía el zumbido era el primero, el que más cerca estaba de la tierra. A medida que la vibración del zumbido aumentaba empecé a sentir algo de vértigo y nauseas. Sentí que estaba cerca del desmayo.
Noté que si flexionaba las rodillas y reducía la distancia que me separaba del suelo sentía cierto alivio.
Viviana se dio cuenta enseguida de lo que me estaba pasando. Me tomó de la mano y me empujó sobre una bolsa de dormir que había tendido sobre el pasto.
Con un par de rápidas maniobras se bajó sus pantalones y luego prácticamente me arrancó los míos.
Se me tiró encima y suspiré con anticipación ante la inminencia del acto sexual. Pero todo lo que hizo fue poner su sexo sobre el mío sin ninguna intención de que la penetrara.
Apenas sentí el contacto con ella una ola de bienestar se desparramó por todo mi ser. En ese momento sentía literalmente que Viviana actuaba como un cable a tierra. Era como si ella absorbiera todo ese exceso de energía y lo procesara en su cuerpo para después descargarlo sobre la tierra.
Después de varios minutos llegué a una especie de estabilización respecto al zumbido. Todavía lo sentía pero se habían ido el vértigo y las nauseas.
Se despegó de mí y se tumbó a mi lado manteniendo un leve contacto físico. Nos quedamos mirando el cielo semi desnudos. Al rato me dice en un tono cariñoso.
“¿Sabés una cosa? En mi vida hay algo que me da mucho más placer que el sexo. Y es cuando tengo una teoría y con el tiempo voy encontrando los pedazos de evidencia para comprobarla, van cayendo como piezas de un rompecabezas, buscando su lugar. Eso querido mío es varios kilómetros más allá de orgásmico. Y con vos, acabo de comprobar que dos más dos son cuatro”.
Se levantó y fue a buscar su mochila. Terminó de sacar todos los aparatos de medición y empezó a caminar de un lado a otro con un medidor del tamaño de un ladrillo. Finalmente se paró a medio metro de mí y dijo con satisfacción:
“Este es el lugar”. Me miró con aire de triunfo en su rostro. Luego se le ablandó la cara y me miró con algo cercano al afecto.
“Vení, acercate. Sentate ahí, justo ahí. Ese es el portal”.
Miré fijo con cara de buen alumno pero no veía nada de ese lugar en particular que lo distinguiera del resto del pastizal que lo rodeaba.
“Quedate aquí y no te muevas, ¿por favor? Voy a buscar algo al auto y enseguida vuelvo”.
La vi alejarse y noté que su culo era bastante mejor de lo que a primera vista me había parecido. Una leve redondez en las nalgas que se movía de manera aceitosa y ondulante con cada paso que daba.
Me quedé con esa imagen de ella hasta mucho después que la perdí de vista.
No tenía memoria de haberme sentido tan bien, con tanta armonía, tan lleno de paz, en toda mi vida.
Por una vez no tenía ambición ni expectativa alguna. El momento lo era todo.
Esa leve vibración que todavía ronroneaba en mi interior me hacía sentir uno con la tierra, más orgánico que nunca. ¿Sería tal vez el exceso de oxígeno?
La verdad es que no me importaba la causa ya que el efecto me embriagaba.
Si de esto se trataba ser un antimagnético, de ahí en más me convertiría en fanático del movimiento, si es que alguno existía.
Pasaron un par de horas y de ella ni señas. Empecé a preocuparme pero no lo suficiente como para levantarme y salir a buscarla.
Seguía sintiendo un bienestar profundo que emanaba desde un lugar cerca del ombligo. La interferencia mental causada por la preocupación era algo que venía hacia mí desde muy lejos. Por momentos sentía mi mente como algo que no era mío, que no era yo. Algo que estaba conectado a mí como una mochila pero que no formaba parte de mi esencia.
Me entretuve mirando mi preocupación tal cual alguien mira la televisión. Con el pasar del tiempo me di cuenta que en algún lugar central sentía que todo estaba bien y que el proceso mental que llevaba a la preocupación era algo artificial basado en una acumulación de experiencias que el cerebro molía para luego ponerle el agua caliente de la observación y obtener el café de los pensamientos encadenados.
Cuando empezaba a caer el sol se levantó una bruma espesa del río que avanzaba lentamente hacia la cordillera. Era un hecho insólito para esa época del año.
Me quedé mirando la densa neblina como hipnotizado y de pronto la vi aparecer en medio de la bruma, totalmente desnuda, sin anteojos y cubierta de algo que parecía un musgo verde iridiscente. Era como si flotara dentro de una nube y a medida que se acercaba parecía deslizarse más que caminar. Había un pequeño halo de arco iris alrededor de su cabeza y noté que uno de sus ojos, el que tenía medio desviado, me miraba fijo, sin parpadear. Era una mirada desconcertante, parecía neutra pero en algún lugar detectaba algo parecido al cariño.
Se acercó a mí sin decir palabra alguna y comenzó a quitarme la ropa. Sentí frío y casi verbalizo una queja pero la fuerza de su mirada me hizo tragar las palabras.
Me hizo sentar justo encima de lo que ella consideraba el portal. Después se me subió encima.
La conexión fue inmediata, no hubo ni besos ni toqueteos. Pude captar en ella una necesidad primal que superaba lo meramente sexual.
Nos quedamos así en silencio y sin movimiento. Cada vez que yo intentaba zamarrearla ella me frenaba.
“¿No te casarías conmigo?” Me dice cuando hacía varios minutos que estábamos conectados.
No supe qué responder pero no hubiera tenido chance de hacerlo ya que empezó a besarme y moverse levemente.
A los pocos minutos empezó a vociferar:
“Sí, sí, síiiiiiiiiiii, esto es lo que estaba buscando”.
Yo interpreté que se estaba acercando a un orgasmo y empecé a acelerar los movimientos pero ella me frenó con una fuerza descomunal que estuvo a punto de hacerme gritar del dolor.
Al rato volvió a hablar de una manera suave y somnolienta, como ida:
“Sí, sí, ya casi está, ahí, ahí, ahí . . .ahhhhhhhhh”.
Y con ese largo ahhhhh se esfumó. Desapareció de entre mis brazos como si fuera del mismo material que la bruma y una ráfaga de viento la hubiera empujado.
Teniendo en cuenta el estado alterado en que me encontraba tardé bastante tiempo en reaccionar.
Me levanté en cámara lenta. Todavía podía sentirla por todo el cuerpo y me pasé las manos un par de veces por varios lugares donde quedaban rastros de una huella verde, con la ridícula expectativa de encontrar pedazos de ella todavía adheridos a mi cuerpo.
Estuve caminando en círculos por un largo tiempo como embobado.
Finalmente, recogí todas las cosas y volví al auto. Por suerte las llaves estaban puestas. Arranqué y al salir hacia la ruta eché un último vistazo alrededor, esperando ver alguna señal de ella.
A los pocos kilómetros el efecto antimagnético de bienestar desapareció y descendió sobre mí un cansancio tan pesado que tuve que parar al costado del camino y echarme a dormir.
Desperté a la mañana siguiente y apenas pude recuperar la conciencia un malón de preocupaciones asaltaron mi ser y ya no las sentía como las de otro. Todas estas preocupaciones llevaban mi nombre y apellido tatuados.
Esa tarde fui a la policía y cometí el grave error de contarles la verdad de todo lo que había sucedido.
Me estuvieron hostigando varios días y por momentos parecía que no iba a escapar a la cárcel. Todos sospechaban que la había asesinado, y nadie tanto como Isabel. Quien hizo todo lo posible para que no me soltaran. Pero gracias a la intervención de mi amigo Bruno Politti, abogado distinguido de la comarca, no les quedó otra que dejarme en libertad.
Pasaron varios meses, durante los cuales me cuestionaba diariamente qué cuernos había pasado con Viviana.
Algo en mí abrigaba la infantil esperanza de volverla a ver.
La verdad es que la extrañaba.
Pensaba en lo cruel que era la vida. Después de haber conocido una mujer tan impactante, había gozado de su compañía poco más de 24 horas.
Meses después, a principios de primavera, una mujer mapuche, se para frente a mi puesto. Era bajita, de apenas un metro cuarenta, las piernas más chuecas que jamás había visto y estaba vestida como una nena: pollerita de encaje verde, soquetes blancos y zapatos de charol. Todo rematado por un chalequito de cuero negro sobre una blusa blanca, también de encaje.
Era una visión de aquellas. Se me acerca sigilosamente y me dice:
“Son varios los que han desaparecido en ese lugar. Desde que tengo memoria ya van más de 60”.
Hace una pausa y aprovecho para preguntarle: “¿Alguna vez ha vuelto alguno?”.
Mira hacia un lado y luego hacia el otro con algo de miedo y dice:
“De eso no podemos hablar aquí”.
Hace otra pausa y me alcanza un papelito. “Venga a verme”.
Se aleja apresuradamente dando pequeños saltos.
Desenrollé el papel, era un mapa hecho a mano con lápiz. Vivía en la costa del río Epuyén a menos de un kilómetro del portal.
Miré hacia la cordillera mientras se dibujaba una sonrisa en mis labios.
La aventura recién comenzaba.

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miércoles, 11 de noviembre de 2009

VUELVO AL SUR - Matar

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(A Sierra Colorada –mi pueblo)

Ester Faride Matar – Sierra Colorada

Volver al sur.

Venir al sur.

Este hermoso panorama me transporta a mi niñez.

Aquella época en la cuál, los niños jugaban con barriletes de colores y los adultos caminaban por las calles dibujando rayuelas con sus pasos... y con los otros.

Una sensación de nostalgia y de alegría me salpica el corazón cuando regreso a este lugar y siento que las nubes me saludan y se esconden, haciendo piruetas en la extensión de su infinito.

El asfalto le cambió la geografía a muchos pueblos originarios de este sur y yo no lo pensé.

No lo pensé, cuando brindaba por el tendido de la cinta asfáltica que lleva prosperidad al futuro de mi gente, sin pensar acaso que esta misma algarabía, les canjeaba perspectiva a mi lugar y a tantos otros.

Vuelvo al sur y la meseta me tiñe de recuerdos.

Recuerdos que marcaron mis manos de payanas y de muñecas vestidas de señoras.

Señoras que cobijaron mis sueños infantiles y que hoy me reconocen cuando llego a la casa de mis padres.

Mis padres amaron el sur y a este pueblo.

Este pueblo tiene olor a otros países, porque nació de la mano de muchos inmigrantes.

Vuelvo al sur y me dan ganas de quedarme abrazando el horizonte que tiene parte de mi historia y de la tuya.

Regreso.

Pienso.

Cambio figuritas con el progreso que recién ahora, tapó el polvoriento camino que me lleva nuevamente a mi lugar y con mi gente.

(Ester Faride Matar)

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lunes, 2 de noviembre de 2009

Memoria animal – González Carey

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Fernando González Carey


 

El Canal 10 de Televisión de Roca todavía funcionaba sobre las bardas del Norte, más allá del basurero a cielo abierto, con sus quemazones y corrillos de chicos hurgando en los cañadones.

Debían hacerme una entrevista sobre mi último libro de cuentos, circunstancia que me honraba y me invadía de ansiedades. Carlos, un empleado de la empresa, me esperaba con su remise en el centro. Cuando nos aproximábamos al basural me inquieté al divisar de cerca perros cimarrones, que nos ladraban sin continencia.

- No se asuste -me dijo Carlos- son los perros abandonados. Nos van a perseguir un buen rato, pero después desisten. Fíjese qué flacos , pero qué vigorosos son. Por nada del mundo me gustaría quedar a pie por estos lugares..

- El Municipio debería hacer algo.

- No hacen nada. Un hombre fue destrozado por estas jaurías, un pobre paisano que llevaba grasa en una bolsa.

- Habría que venir con escopetas y ahuyentarlos a tiros…

- No crea, le hacen frente a todo. Es por el hambre que sufren. Además, se reproducen casi como ratas.

Forman jaurías que atacan a los ciclistas y ni hablar si alguno se larga a correr. Siempre están al acecho y saben guardar distancia de las casas, porque saben que de ahí les tiran.

Después Carlos me confesó que hacía 25 años trabajaba en el Canal y sabía muchas historias relacionadas con esos perros cimarrones. Al regresar del reportaje, se distendió contándome un caso increíble.

- Habíamos ido al Canal, allá arriba, para grabar el reportaje de un médico reconocido, que tenía la costumbre de llevar a su perra a donde fuera. Era de raza Doberman, negra como una pizarra y obediente. Sabía ocupar su lugar como una persona más, por eso no puse reparos en llevar a tan distinguida dama en el asiento trasero. Al regresar, ya de noche, tuvimos la mala suerte de estropear la rueda trasera, así que detuve el coche a sabiendas de que ése era un lugar peligroso por las jaurías, pero tomé mis precauciones, dejando mi pistola a mano. Mientras realizaba el cambio de neumático, el médico descendió para estirar las piernas y también lo hizo la Doberman, que estuvo oliendo por los alrededores. Ya era tarde para advertirle a mi pasajero que no lo permitiera, pero como la noche estaba serena, con Luna llena, consideré que no había peligro y que el recambio de neumático finalizaría rápidamente.

No se oían ladridos, todo era un manto de silencio y eso me preocupó. Uno oye historias….Estos animales salvajes son muy astutos para atacar y lo hacen con perfecta disciplina. Cuando la perra se puso en guardia y estiró su cuerpo inmovilizándolo, traté de penetrar la oscuridad. La meseta presentaba quieto su ramaje achaparrado pero algo se estaba gestando en la plenitud de las sierras. De repente, un ladrido salvaje y persistente enganchó otros y en perfecto círculo se presentaron los perros

salvajes, tan dispares, tan iguales en sus propósitos. La Doberman encaró con firmeza, no dio tregua, saltó, mordió y no presentó flancos débiles ante la superioridad numérica que finalmente venció sus defensas y la persiguió por los cañadones hasta que la perdimos de vista. Disparé al aire varias veces pero todo fue inútil, el desierto estaba nuevamente callado y tranquilo. La Luna persistía con su claridad. Intentamos direccionar los focos del auto para rastrear a la jauría, pero al rato desistimos y regresamos a Roca sumidos en el espanto.

- ¿Y la perra?

- A la perra la perdimos. Con el médico nos vimos dos o tres veces. Pasaron varios años y un día lo encontré en la estación terminal de micros. La charla fue inconsistente al comienzo, hasta que le pregunté si la perra había regresado. Sus ojos se le iluminaron y comenzó a hablar.

- Mire, Carlos, todavía no le conté cómo siguió la historia y ya tengo la piel de gallina. Usted perdone, pero tengo un segundo agendado en mi vida que vale por todos los vividos. Los años que siguieron a la desaparición de Mandinga -así llamaba a mi perra- fueron duros y tristes. Siempre recorría los senderos del basurero, mirando los lugares tan marcados por la memoria. Una y otra vez, no me cansaba de hacerlo. Pero fue en una noche de lluvia y de fuerte tormenta que, cansado del trabajo del día, recorrí el camino que pasaba por el basurero. Un desperfecto del coche, una bujía mojada, qué sé yo, algo funcionaba mal y bajé a ver si podía dar solución. Con el capot levantado y la cabeza en el motor volví a vivir ese silencio que gesta algo terrible en la inmensidad de la sierra. Miré a mi alrededor pero la noche cerrada y la lluvia persistente no me revelaron nada, hasta que unos ojos feroces iluminaron mi noche y me acorralaron contra el auto. Un ladrido fue la orden y se abalanzaron furiosos sobre mí. Lucha despareja, gritos de angustia y de dolor, patadas y mordiscos sentidos ya en el suelo, cubriéndome la cabeza, sin tiempos de rezos, sin perdón, a merced de lo que viniera… Y vino.

Del vacío de la noche saltó una sombra, fibra pura, fuerza y elasticidad, eludiendo, mordiendo, espantando. Una ráfaga. Después, los sucesivos aullidos del dolor, la estampida. No era mi perra, pero reconocí su semejanza, su raza. No me caben dudas, era la cría nacida en las inmensidades de la meseta.

No se dejó acariciar, pero aún tengo en mis pupilas el ardor de la mirada y su ternura.

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domingo, 1 de noviembre de 2009

Imprimiendo Colores - Mir

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Hola Enrique.
Leyendo tu obra "Trescientos Ejemplares", me vino a la memoria lo que siente quien es la otra parte importante de toda obra literaria: el impresor. Al menos así lo siento yo, que he tenido la satisfacción de imprimir una docena de ediciones que tocaban temas tan dispares como la física o las tradiciones de la Patagonia. En un mano a mano con los autores uno va sintiéndose "un tío" de la obra y en el pie de imprenta quedará grabado por siempre quien diseñó e imprimió lo que otro pensó. Mas allá de los valores literarios que pueda tener lo escrito.
Para quien ama su profesión y siente verdadero orgullo por lo que hace, es un placer inconmensurable ver su trabajo en el escaparate de una librería; tal vez tanto como quien lo escribió.
Tu cuento me recordó una situación similar y aquí va la escena desde el Angulo del imprentero:


IMPRIMIENDO COLORES
Trescientas tapas tan solo,
quien lo diría...
me han llevado de trabajo
ya todo un día...
Ya todo un día, si...
Quien lo diría...
Y  sólo son dos colores,
en bicromía...
En bicromía si...
Quien lo diría...
destino del impresor
y su porfía...
Y su porfía, si...
quien lo diría...
imprimiendo colores,
se va la vida...
Rubén Miguel Mir
Cipolletti - Noviembre 2009
Un abrazo.
Rubén

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