martes, 28 de julio de 2009

El “Degoyao” - Valls

image RECUERDOS PATAGÓNICOS

Pág.1 de cuatro

El “Degoyao”

“El degoyao” ©

Autor: Christian Valls - Octubre del 2001

 

 

La Patagonia de allá por los sesenta, era un tanto distinta a la de hoy cuando esto escribo, año 2001. Las rutas, de ripio. Gastadoras de cubiertas y rompedoras de parabrisas. Comunicaciones, casi nulas. Tan solo en alguna ciudad grande como Esquel o Bariloche había teléfono... y largas demoras para hablar a Buenos Aires. Pero más allá de los cambios, que los hubo, la Cordillera y sus arroyos, las planicies pre cordilleranas y los bosques que gracias a Dios aún sobreviven en su mayoría, la Patagonia Argentina sigue siendo la misma: Imponente. Grandiosa.

Por aquellos años sesenta viajaba por lo que se daba en llamar “la ruta del Estado”, que tomaba dicho nombre por su trazado paralelo al del ferrocarril homónimo, que desde San Antonio Oeste atravesaba la provincia del Río Negro parando en aquellos pueblitos como Valcheta, Sierra Colorada, Bajo Gualicho, Los Menucos y otros, empalmando - creo recordar- en Ing. Jacobacci con el troncal que venía de Buenos Aires por Bahía. Por entonces, Álvaro Alsogaray hizo levantar esas vías, y la mayoría de esos pueblos murieron.

Aquel atardecer seco y de cielo límpido arribé a Sierra Colorada. Considero innecesario explicar su toponimia, aunque no puedo excusarme de recordar su agreste belleza, toda teñida –hasta el aire- de aquel rojo tan particular de la serranía que rodea al pequeño pueblito. Llegué casi sin nafta, “con el olor”, como se dice. Había en este lugar un solo surtidor, atendido por un gomero, historia aparte. Era de aquellos viejos surtidores Siam, a palanca y con campanilla que sonaba cada vez que el vaso llegaba a los cinco litros. Otro viajante que por allí rondaba me sopló: “ojo, que tiene agua”. Pero había llegado seco y no había elección, así que llené no sólo el tanque de mi Jeep sino también el bidón que me permitiría viajar de noche directo hasta Esquel.

Y así salí, con rumbo al sur oeste.

La noche me sorprendió antes de Jacobacci. De vez en cuando algún letrerito mal pintado señalaba apenas un caminito de entrada a esos tantos pueblitos que dormían, a oscuras, sus sueños patagónicos...

Y así que pasé el desvío a El Maitén, me largué hacia Esquel por esa recta del desierto que dejaba a Cholila a la derecha.

Tenía razón el colega: al rato el noble motorcito que “ratea” y sin más se detiene. La nafta tenía agua. Y bueno, a bajar en medio de esa inmensa soledad con linterna y destornillador en mano para abrir el capó, destapar el carburador y sacarle la gota de agua que, seguramente obstruía el chicler. Es difícil explicar lo solo que puede uno llegar a sentirse en esa circunstancia: en medio de la nada y con un vehículo que no funciona.

En eso estaba cuando escucho el coscojar de un caballo. Alcé la mirada y veo venir de entre la penumbra un carro alto, con su caballo, al parecer un tordillo. Al pescante un hombre solo, emponchado de oscuro. Aunque había luna, no pude ver más detalles que el de un perrito overo corriendo entre las ruedas. Y atrás, casi al final del carro, un farolito a kerosén que de sucio de hollín apenas si iluminaba. Pasó a mi lado rumbo al sur, sin parar a saludar siquiera. Bueno, así será, pensé. Pero me sorprendió, porque en la Patagonia, la solidaridad de la gente no fallaba. He sabido de lugareños que en terrible nevada, salieron de noche a campear la llanura helada cuando oían que un motor se detenía...

Así que solucionada la falla, arranqué y seguí viaje. Creí que seguramente iba a sobrepasar al carro, que hacía apenas unos minutos se había ido. Pero al no encontrarlo, pensé que posiblemente sería algún lugareño y que habría entrado por esas huellitas que salen de la banquina y tan solo ellos conocen.

Crucé el viejo puente sobre el Malloco. La media luna, ya por entonces en el cenit, alumbraba los blancos picos de esa cordillera, allá a la derecha. Sus bajos y lomadas se confundían con la negrura de la planicie. Estaba cansado y con ganas de llegar a Esquel, a tiempo como para comer algo y hacer noche en el Hotel La Vascongada, de mi amigo Martínez.

Pero no pude seguir. El motor que otra vez “tose” y se detiene. Yo no tenía ganas de bajar. Me había quitado el pullóver y ahora con las manos sucias no quería ponérmelo. Pero tuve que apearme así nomás, en camisa. Otra vez con destornillador, linterna y una jeringa de goma para chupar el agua. Y volver a sacar el cable del acelerador, el del cebador manual. En total los siete tornillos que sostenían la tapa de aquel carburador Cárter. Para colmo de males, un golpe de viento me tiró los tornillos al ripio. Estaba agachado buscándolos cuando el carro volvió. Y otra vez pasó a mi lado sin parar. Y entonces vi mejor aquellas enormes ruedas y sus chavetones acuñando las mazas. Y al perrito que extrañamente ni se dio vuelta para mirarme como suelen hacerlo.

Terminé de armar el carburador con algunos tornillos de menos, que se perdieron entre el ripio. Arranqué y aceleré esperando cruzar al carro para al menos enterarme de quien era ese que no merecía ser patagónico. Pero pasaron los minutos, crucé el puente del Lepá y anduve unos cuantos kilómetros más. Y el carro no apareció...

Ya con la silueta de la Ciudad de Esquel perfilándose en las penumbras del horizonte, el motor que vuelve a tironear y se detiene. Y otra vez la misma historia: yo que bajo a destapar el carburador y el carro que aparece de entre las sombras. Me dio rabia y aunque no necesitaba ayuda intenté ponerme en medio de la huella para detenerlo, pero si no me aparto, me pasa por encima. Sentí las sienes erizarse por ese temor a lo que no se entiende. A lo que no encaja en nuestros patrones de lo conocido...

Ya muy pasada la medianoche llegué a lo de Martínez. La cocina la habían cerrado y tuve que mitigar mi hambre trasnochado con apenas un sándwich. Un baño de agua caliente me supo a delicia. Y luego a dormir, como Dios manda.

A la mañana siguiente, terminadas mis visitas a clientes en Esquel, hice vaciar el tanque y poner nafta nueva. Como en esa oportunidad allí terminaba mi gira, puse proa a Buenos Aires. Pero mi intención era pasar a saludar a mi amigo Teófilo Breide, aquel que en los pagos de Epuyén camino a El Bolsón, libraba su guerra contra los jabalíes. Los que hacía muy poco todo le habían destrozado o comido. Así era la Patagonia de entonces. Dura y difícil. Solo para los muy tenaces.

Le llevaba de paso una caja de munición del 44 / 40 para su “wincher”.

Lo encontré como siempre, jovial y risueño, trabajando en una lomada cercana al rancho. Se alegró de verme y paró el tractor. La siembra de papas podía esperar. Fuimos al calor de su “económica” a matear y a soñar con futuras cacerías. Hacía varios meses que no nos veíamos.

Me contó de los chanchos y las novedades del pago. Se alegró por las 44 y me trajo una antigua pero bien conservada pistola Máuser del 7,63 que perteneciera a su finado padre, y una vez le había salvado la vida, que ya les contaré esa historia. Era una de esas pistolas de la 1ª GM con su empuñadura redonda parecida al mango de una escoba. Quería que se la reformara para munición 9 x 19 mm.

Mateamos largo y hablamos de las familias, el trabajo y tantas cosas. Por ahí me preguntó Tufí cómo me había ido en la gira. Le contesté que bien, y creo fue entonces cuando recordé el extraño suceso de la noche anterior. Y le conté lo del carro, eso a lo que yo no encontraba explicación.

Han pasado montones de años, pero recuerdo vívidamente el cambio de expresión en la cara de Tufí. Dejó de acomodar la yerba moviendo la bombilla y medio pálido me preguntó: “¿Y cómo eran las ruedas? ¿Y el perro?”

Contestadas sus preguntas, carraspeó un poco y luego me contó:

“Vea Don Christian, hace muchos años, en vida de mi Padre, él tenía un amigo puestero de la Leleque, allá por la Planicie Grande camino a Esquel. Era paisano muy gaucho y querido en la zona. Hombre de ayudar y generoso. En una oportunidad, unos arrieros que llevaban hacienda para Esquel, pararon como por aquí se acostumbra a pedirle agua y cobijo en su puesto. Entraron y llamaron varias veces. El rancho estaba cerrado, pero de adentro salía un fuerte olor. Después de llamar varias veces y como nadie aparecía, abrieron la puerta. Lo

encontraron degollado en su catre. Y debajo de él al perro, degollado también. Nunca se supo quién lo hizo. Algunos vecinos me han contado que a veces lo ven vagar en su carro, de grandes ruedas, allá por el Malloco. Lo sigue siempre su perrito overo. Yo les creo, aunque la verdad es que nunca lo vi.”

Terminado el espantoso relato, Tufí se santiguó respetuosamente.

Y luego, un tanto como molesto me dijo:

“¿Sabe algo, Don Christian? Aquí, en la Patagonia, todo el mundo para.”

“El degoyao” ©

Autor: Christian Valls

Octubre del 2001.</font> </div></span>

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Don Abelardo Epuyén González - Valls

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Recuerdos Patagónicos

Personajes

Don Abelardo Epuyén González©

Autor: Christian Valls

Noviembre del 2005


Lo reservé para el final.

Porque merece tratamiento aparte...

Fue Don Abelardo Epuyén González, paisano criollazo nacido en el lugar que dio origen a su segundo nombre.

Vivía con su madre en las cercanías de Tufí Breide.

Tenía algo de hacienda y se rebuscaba la vida haciendo absolutamente todo lo que hace un hombre de campo por aquellas latitudes, no muy distinto a lo de cualquier paisano de nuestra querida Patria: desde alambrar, arriar hacienda, sembrar, cosechar, y sobre todo guapear. Guapearle a la vida. A la dura vida patagónica, esa particularmente más brava que la del resto de nuestro territorio.

Era don Abelardo Epuyén hombrazo grandote, rubión. Ojos claros, bien gringo. De enormes y curtidas manos que no eran impedimento a la hora de pulsar su guitarra. Pocas veces creo haber escuchado música más hermosa, sentida y armoniosa salida de ese tipo de instrumento. Que me perdonen el resto: no escribo esto en forma emotiva sino absolutamente racional. Desde la Marcha de San Lorenzo, pasando por el tango “María”, chacareras, zambas y por supuesto...la música surera que él mismo componía. Como guitarrero, de los mejores que he escuchado. Y que voz... O más bien vozarrón, profundo y melodioso. De los que no necesitan altavoces.

Estuvo un tiempo viviendo y trabajando en el campo de Cafrune, aquí en la provincia de Buenos Aires. Pero Abelardo no se llevó muy bien con él. Tal vez sus dimensiones eran muy parejas y ninguno de los dos estaba como para relegar el primer puesto...

Luego y en uno de sus viajes a Buenos Aires relacionado con un tema de salud de su hijo adolescente, lo acompañé a visitar a Horacio Guaraní, quien lo apreciaba y como siempre hizo ese buen criollo ayudó a Epuyén a relacionarse con la firma grabadora.

En otra oportunidad, me contó que habiendo viajado a Buenos Aires para resolver no se que tema sucesorio de su campito, dejó sola a su querida madre.

Vivían en su tierra unos mapuches, con los que él mucho no congeniaba: las diferencias culturales no se lo permitían. Sabemos que los indios patagónicos son muy afectos a comer carne de caballo. Me decía Epuyén que le causaban repugnancia porque “jedían a yeguarizo” de tanto carnear y comer caballos, generalmente ajenos... Y que él no podía echarlos de su campo porque la ley los protegía. Que si no...

Volvió Abelardo de Buenos Aires y por más que buscó, su caballo preferido...ya no estaba. Pronto supo lo que le pasó a su equino... En esas pequeñas comunidades nada se oculta por mucho tiempo.

Así las cosas, una noche Abelardo iba para el aserradero de de Rasti, donde había un despacho de bebida para los peones, y pa´los de afuera también. El acceso al “boliche” era un largo y estrecho sendero entre empalizadas, orillando al lago Epuyén. Y allí Abelardo, de a caballo, se topó de frente con el otro jinete: el caciquejo mapuche que le había carneado el caballo. Usaba Epuyén una “guacha” o talero de fuerte mango con virola de plata...y relleno de plomo. Tomado por la lonja de cuero crudo, era un arma mortal en mano de aquel brazo poderoso del paisano trabajador.

Fue un solo talerazo “entre medio de las guampas” tal cual me contó Abelardo, y el indio cayó redondo...

Abelardo llegó al boliche de de Rasti y unas cuantas ginebras después volvió para su casa. Y oh! sorpresa: el mapuche no estaba...

Abelardo Epuyén:

Aún laten en mis oídos aquellas, tus coplas:

“En mi vida peregrina

salí del Neuquén.

Por la costa de los lagos

Llegué hasta la playa del Lago Epuyén.

Agüita clara en su orilla

sabía despertar

Y el alba me sorprendía

contemplando el ancho

verdor forestal...

O la de “Perrito blanco”:

“Vámonos perrito blanco

al chancho hay que vencer

debe ser verraco grande,

y colmilludo tal vez...

En aquel cohiual tupido,

El chancho debe dormir

Y si se ha ido más lejos

Igual lo hemos de seguir...

Sígalo, sígalo...

Y Abelardo sabía bien sobre lo que componía.

Porque es difícil afirmar quién fue mejor jabalicero: si Tufí Breide o Abelardo Epuyén. Aunque puedo decir que Tufí lo era por necesidad de defender su hacienda, en una loma más arriba y vulnerable a los cuadrúpedos que la de González. Y que éste lo era más por lucimiento de su destreza criolla. Pero de que ambos fueron buenos, doy fe.

Y tantas otras coplas y canciones lugareñas que hoy recuerdo...

Dice un antiguo refrán:

“Pinta tu poblado

Y habrás pintado al Mundo...”

Y bien que pintó don Abelardo aquel su pago cordillerano

con su brocha maestra –la guitarra-

Pasaron muchos años. Volví por los noventa y tantos. Y entonces me contaron que en trágica noche saliendo de un boliche del Bolsón, Abelardo discutió fiero con otro paisano, ambos pasados de copas. Y allí nomás lo ensartó con su daga.

Policía, Bariloche, prisión.

Un día en su celda, Epuyén quiso hartarse de capón y consiguió que un guardia le trajese uno. Lo guisó y convidó a todos. Se dió el gran atracón. Y su corazón no aguantó...

Y el alma de aquel guitarrero, surero de ley volvió a ser libre.

Y no quisiera terminar esta sencilla semblanza sin recordar sus versos, homenaje a las aguas cantarinas de los arroyos de nuestra Cordillera.

Con su permiso, Don Abelardo Epuyén, que ahí vamos:

Arroyo de mi pago

de agüita clara

que la lluvia y la greda

la vuelven baya.

Que perduren las nieves

que te alimentan

temo que si te faltan

me olvide ella...

Patagonia:

Madre surera de nuestra Patria.

Por ser madre, no creo que vos olvides a tus hijos. Y Don Abelardo Epuyén fue uno de ellos.

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Aquel gomero de Sierra Colorada - Valls

image Recuerdos Patagónicos

Personajes.

Aquel Gomero de Sierra Colorada©

Autor: Christian Valls

noviembre del 2005


Transcurrían los años sesenta y tantos cuando arribé al pueblecito de Sierra Colorada. Apenas un caserío en la llamada “ruta del estado”.

Enclavado entre cerros donde afloraban aquellas rocas que, por ser tan notablemente rojas le daban nombre. En verdad, si hasta el aire parecía teñido de rojo.

Muy pequeño, el pueblito. Con apenas un “hotel”. En realidad, apenas un despacho de bebidas. Y un anexo donde en larga mesa comían el guisado de capón los ya por entonces escasos peones de Vialidad Nacional, chilenos y muy pobres en su mayoría. Rotos, como se les llamaba, por su vestimenta a la que generalmente algo les faltaba, tal una manga de su chaqueta, o la solapa, dejando entrever los restos de un forro deshilachado.

El dueño del “hotel”, un hombre gordo y velludo, de origen libanés.

El “dormitorio”, un galpón de chapas con cuarenta y tantos catres donde por dos pesos se podía dormir. Eso si se aguantaba el olor a pies y transpiración, los ronquidos y tanto quejarse por los calambres que sufrían aquellos seres miserables. Por apenas dos pesos...

El resto, como dije, apenas un caserío. El infaltable “almacén de ramos generales”, una sucursal de la Anónima, un oxidado surtidor de nafta a palanca, y obviamente una gomería.

Y hasta allí llegué. Con una goma pinchada.

Un hombre flaco y nervudo se empecinaba en inflar un neumático, llanta del 20, con un inflador de mano o de pie, si así se prefiere llamarlo. De esos que tenían una base con sendas aletas para apoyar los pies mientras se bombeaba a fuerza de pulmón.

Estaba aquel hombre en camiseta musculosa, transpirando pese al frío atardecer de aquel otoño. “Ya termino y lo atiendo, don”, jadeó entre bombazos. “Déjeme que lo ayude”, ofrecí mientras me quitaba el gabán. Era una tremenda goma de camión y apenas si empezaba a tomar forma contra la llanta de hierro.

Le pregunté si no tenía compresor y entonces me contó su historia:

“ Vea, aquí en este pueblo no hay electricidad. Yo tengo un motor de un Mercedes convencional, un día de estos tengo que arreglarlo y allí le acoplaré un compresor. Ese motor tiene su historia. Era de mi camión, un jaula con el que llevaba hacienda desde Bahía hasta Tierra del Fuego. Un viaje por mes, todos los meses. Vivía en Bahía y trabajaba con mi camión, que era todo lo que tenía. Pero pasó que un mal día, aburrido por viajar solo haciendo tantos kilómetros, me puse a correrle al tren, ese que hasta hace poco era la Línea del Estado.

Como en varios lugares la ruta cruza las vías, allí estaba el desafío: sobrepasar al tren y cruzar con todo. Pero parece que le erré al cálculo y en uno de esos cruces la locomotora me hubiera agarrado al medio... Así que a último momento y casi sobre el cruce, no me quedó otra que pegarle el volantazo y volcar el camión... La jaula me “hizo tijera” y saltaron los tablones.

Mientras el tren pasaba, las pocas vacas que no se quebraron corrían como locas para todos lados. Y aquí me quedé: sin camión y con deudas. Tiempo después pude vender lo que quedaba del jaula, y me quedé con el motor. Con los pesos de lo que pude vender compré este inflador, unas chapas y alguna herramienta.

Y aquí me ve, Don... Espero que la suerte vuelva y en un par de años tener mi propia gomería, no esta tapera que Ud. ve.”

No volví por Sierra Colorada. Ya no había a quien venderle. En toda esa ruta del Estado no quedó más vida que la de algunos ganaderos, que porfiaban contra la impericia de los peones chilenos y la natural desidia de los mapuches. Desde San Antonio Oeste hasta Ing. Yacobacci, todos aquellos pueblitos quedaron apenas como fantasmas entre la polvareda. Arenal y cardos rusos. Lajones para romper gomas en una ruta a la que ya nadie cuidaba.

Era el “ progreso ” impuesto por aquel nefasto ministro Álvaro Alzogaray, para quien si algo no era “rentable”, tal como calificó a aquel ramal del ferrocarril, era preferible “levantarlo” y dejar morir ese rosario de pueblitos otrora florecientes, los que sirviendo al menos a la economía local, hacían con su presencia nada menos que a nuestra Soberanía Nacional.

Aquel Gomero de Sierra Colorada©

Autor: Christian Valls

noviembre del 2005

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lunes, 27 de julio de 2009

Don Besteine - Valls

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Recuerdos Patagónicos - Página 1 de dos -

Narración de Christian Valls

(Personajes)

Don Besteine

La Patagonia es inmensa en territorio y pobre en densidad demográfica. Sus ciudades son pocas y el resto de sus poblados apenas caseríos. Las condiciones de vida duras, Los inviernos largos y fríos. El carácter de sus gentes no puede ser muy jovial, si apenas risueño cuando hay que luchar muy duro para poder apenas sobrevivir. No obstante, nuestro sureño, roto el primer frío del encuentro suele ser solidario y muy hospitalario. Y por supuesto muy buen amigo.

Es así habitual encontrarse con verdaderos personajes, no tan frecuentes de hallar en otras geografías argentinas. Pienso que las condiciones de vida, tales como el clima y el aislamiento, tallan caracteres tan notables y distintos al de otros compatriotas.

Tal el de aquel solitario buscador de oro, de apellido Besteine, creo que así se escribía pues solamente lo conocí por mentas, y apenas si lo vi una vez en breve encuentro.

Habitaba en los campos de Tufí Breide quien “lo dejaba”, de generoso y gaucho que era el “turco”, como a varios otros ocupar su tierra. Pero no vivía en hospitalaria planicie ni lomada. Ni en algún faldeo o repecho de aquellos cerros cordilleranos. Habitaba un hondísimo cañadón, llamado “de Los Loros” formado por un arroyo de montaña que colectaba los deshielos y vertientes de las cimas cordilleranas. De profundo que era aquel cañadón, quizás en algunos sitios más de trescientos metros, y por lo angosto y arbolado ( ojalá lo siga siendo), el sol apenas si brillaba en los medio días en las cantarinas aguas, que tan claras y frías saltaban entre sus piedras. Cuando en una oportunidad y buscando una piara de jabalí anduve por ese cañadón, duro y difícil, lo rebauticé haciendo alguna mención a la hembra del loro...

En las orillas del arroyo, cada tanto se formaban pequeños explayados arenosos. En uno de ellos “vivía”, por decirlo de algún modo, este increíble personaje. Había arrimado contra la pared de roca casi vertical unas cinco o seis chapas canaleta. Que sostenía apenas con unos palos de coihue y unos clavos. Ahí nomás había cavado un desvío de las aguas que, al formar un tajamar, se volvían más lentas y serenas. Y allí decantaban de vez en cuando alguna pepita o más frecuentemente pequeñas laminillas de oro. Una canaleta de madera, una palangana y unas toscas herramientas completaban el equipo. Y para dormir... el frío del lugar los combatían unos ¡cuarenta gatos! que quien sabe por qué razón compartían aquella miserable y tan dura existencia.

Cada tanto Don Besteine trepaba el cañadón y atravesaba a pie el campo de Tufí hasta llegar a la ruta donde, en el pequeño poblado de Epuyén había una oficina de correos. Miguel Breide le pesaba en la típica balancita de cartas el poco oro que había logrado juntar y luego se iba al boliche de un “turco” que se lo cambiaba por yerba, tabaco, ginebra y hasta a veces por algún costillar de capón si había suerte. Para volver a comenzar, y hasta la próxima vez.

Decía Don Besteine que con el abrigo de los cuarenta gatos y un “taco” de ginebra, se aguantaba bien las heladas del cañadón !

Cuando lo conocí, me confió que en sus sueños veía la veta de oro de la que los deshielos desprendían aquellos trocitos. Que estaría seguramente cerro arriba, en las nacientes del arroyo y que algún día seguramente él la iba a encontrar. Ya por entonces este hombre tenía encima sus sesenta y pico y muchas heladas vividas.

En una oportunidad, a unos kilómetros de allí y en el río Maderas, en el paraje llamado ”el Camping de Luz y Fuerza” , dos infortunados muchachos se ahogaron en las heladas y turbulentas aguas. Acudieron la policía y hasta los bomberos de El Bolsón, pero los cuerpos no aparecían. Fue entonces que a alguien se le ocurrió pedir ayuda a Besteine, tenido como luego se verá, por muy buen nadador. El hombre, ya viejo, vino y recorrió las orillas. Paró en un lugar, se quitó la raída campera y sin titubear se zambulló. Como al minuto emergió y dijo: “allí están, bajo esa piedra”. Y así era, nomás.

Me contó Gómez: “vea si este hombre será buen nadador, que cuando vivía con su madre a orillas del Lago Epuyén, de noche lo cruzaba a nado. Y solamente para ir a tomar unas copas al boliche que estaba en el aserradero de de Rasti”. La madre le dejaba encendido un farol en la orilla, para que Besteine se orientara en su regreso, también a nado.

Personaje inverosímil este Don Besteine, al menos para nosotros que acostumbrados a las comodidades capitalinas, nos cuesta imaginar una vida tan dura como la que llevaba en esa helada y húmeda hondonada...

Nunca supe si encontró la veta. O si alguna pulmonía terminó con sus días.

Patagonia: Son tus personajes tan agrestes como tallados en escoria volcánica. Los puede conocer y tratar. Aunque nunca pretendí entender ese empecinamiento por seguir viviendo allí, como pasaba con ese arquetipo llamado Besteine.

Para los visitantes de paso y si su sensibilidad los habilita, la belleza del lugar, su aire, sus montañas nevadas, sus alerzales, las flores que estallan en primavera, los rojos y naranja del otoño son y serán suficiente motivo para aprender a amarla. Aceptando a cambio lo duro de sus gentes, como aceptamos las espinas de la rosa mosqueta. Porque también así es la Patagonia: tan dulce y cruel a la vez.

“Besteine” ©

Christian Valls

Octubre del 2002

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viernes, 24 de julio de 2009

Recuerdos Patagónicos - Valls

Recuerdos Patagónicos -página 1 de 8

MAITY

Relato Christian Valls - Reside en Buenos Aires, pero vivió en la Comarca

1. Don Teófilo Breide

Más conocido por Tufí, habitaba con su familia y los perros una lomada de unas cien hectáreas, recostada contra la Cordillera allá por Epuyén, en los pagos del Chubut.

Era hijo de un “mercanchifle” libanés que a fines del siglo pasado asentó sus esperanzas en esta tierra que tanto le recordaba a los pinares de su Beirut natal. Tufí estudió en Buenos Aires, sufriendo su desarraigo provinciano en el Colegio del Salvador, pero ni bien recibido volvió a Epuyén a luchar junto a los suyos, en aquella naturaleza difícil y hostil.

Flaco y fibroso, con nariz prominente distintiva de su estirpe árabe, era de a caballo como he visto pocos, y tan corajudo como el que más.

Allá por los sesenta Tufí libraba una guerra personal contra un ser cuadrúpedo que todo estropeaba a su paso.

Lo recuerdo con su risa fácil, muy activo y siempre bien dispuesto para los amigos. Personaje típico de aquellas tierras donde se envejece rápido y muere fácil: las mujeres de mal parto y los hombres de alcohol o daga.

2. El Jabalí

Conocido en la zona por verraco o simplemente chancho, este animal encontró en la geografía andino patagónica un hábitat superior al de su Europa Central.

Así en la hondura de esos valles perdidos entre riscos y pedreros, allí donde los deshielos sedimentan su rico aluvión; donde crece la caña quila en manchones de cientos de hectáreas. O en los faldeos de suave declive, poblados de áspera vegetación de ñires arrastrados, neneos y espino negro, es donde el jabalí disfruta la impunidad de lo inaccesible.

Pero cuando en los picos nieva ( ¿o “neva” como se dice por allí) el chancho baja hacia los valles inferiores en busca de los tallos tiernos y raíces que le sirven de alimento. Y si la nevada es grande, la hambruna llevará a la piara hasta los límites donde habita el hombre.

Es entonces cuando la osadía del jabalí no reconoce fronteras.

Aquel invierno del `66 fue de los que no se olvidan. Temporales de nieve y fríos intensos se sucedían sin solución de continuidad. Veintidós bajo cero en El Maitén y quién sabe cuánto en aquella Cordillera. Un metro de nieve en el poblado, donde los más viejos no recordaban, a lo sumo, más de diez o quince centímetros. La nevada llegó a tapar la ruta cuarenta. Las reservas de leña se acababan y en El Bolsón llegó a pagarse cincuenta pesos por un carro de álamo mal medido, y verde.

Tufí Breide era hombre previsor y cuidaba su familia. En su galpón hecho con costaneros de coihue y techumbre de roble pellín había estibado unas cincuenta bolsas de maíz, amén de fardos de pasto y bolsas de papas. El maíz y el pasto para que bueyes y caballada, tan necesarios en aquellas latitudes, aguantaran el duro invierno. Las papas para la gente, que con algo de carne de capón y un poco de fideos armaban el típico guiso patagónico.

Una noche de gran helada en aquel terrible mes de julio, Tufí sintió lástima por los perros, que por su escasa pelambre tiritaban contra las tablas de la casa y los dejó entrar, para que durmieran al calor de la “económica”.

Fue un tremendo error.

Repechando la loma de la casa, y a unos cien metros estaba el galpón. En la madrugada, los perros algo olfatearon, pero su quejido inquieto se silenció bajo las nueve mantas más un quillango, mínimo necesario para que el humano pudiera dormir.

Sin la custodia de los perros, aquella madrugada los chanchos desclavaron con sus hocicos las tablas del galpón. No fue sólo lo que comieron, que incluyó hasta las caronas de un recado, sino lo que pisotearon y estropearon con sus excrementos.

Cincuenta bolsas de maíz. Amén del pasto y de las papas. Nada se salvó.

Por la mañana, Tufí Breide sufrió el desastre con terrible bronca. Maldijo y puteó cien veces a los chanchos, que ya hacía horas habrían vuelto a sus encames, sierra arriba.

Y como estaba nevando otra vez, no quedaba otra que aguantar y preparar la venganza. Y doy fe que fue terrible.

En los meses que siguieron Tufí Breide libró su batalla contra el chancho. En faldeos y mallines. En menucos y quilantales. En veranadas y ñirentales. A veces con su treinta y ocho y otras con el cuarenta y cuatro cuarenta, pero las más con su arma predilecta: un puntudo cuchillo “Arbolito” de Solingen, de a pie y con los perros.

Treinta y cuatro cueros se exhibieron ese año colgados en el almacén de su cuñado Gómez, al borde de la ruta. Treinta y cuatro; ni uno menos.

Fue una guerra sin cuartel.

3. Los perros

En aquella guerra que Tufí libraba, lo secundaban sus perros. Una jauría mezcla tal de razas y pelajes que sólo se da por aquellas haciendas del sur.

Tenía como fuerza de choque a tres Dogo argentino, obsequio del Dr. Agustín Nores Martínez, creador de la raza y vecino de Trevelín. Se llamaban Bariloche, Chocolate y otro cuyo nombre no recuerdo. Había además otros perros de diversas cruzas. Uno alto y barbucho, con pinta de Airdale Terrier. Un par con algo de Galgo y otros cruza de Pointer. Once en total. Y entre todos una perrita con mucho de Bóxer, aunque no pura. Le faltaban algunos dientes, porque toreando a uno de los pocos autos que pasaban entonces por la ruta, la atropelló y los perdió. En su lomo de pelaje corto y amarillento negreaban también diversos costurones.

La llamaban Maity.

De carácter dulce, vivaracha y compañera, siempre atenta y vigilante era el nexo justo entre la central de decisiones del amo y la fuerza bruta de los Dogo.

Algo así como el sistema nervioso de ese conjunto heterogéneo que trepaba y bajaba pedreros, chapoteaba en mallines y atravesaba tupiciones. Hombre, caballo y perrada que en frenética algarabía esquivaba riscos y neneos, desapareciendo de pronto en una hondura para reaparecer más allá en una loma, siempre en movimiento, siempre gritando, resoplando, ladrando.

Y entre todo ese conjunto multicolor destacaba una manchita menor de pelaje amarillento, que iba desde el frente hasta la retaguardia, desde los brutos hasta el hombre, como buscando órdenes y organizando. Garroneaba a los indecisos y a los rezagados, acompañaba por trechos a los punteros como reforzando a los más valientes con su compañía. Pero mirando a cada momento a su amo para interpretar sus intenciones.

Tufí era un hombre rudo y por pudor disimulaba su preferencia por la perrita. Como que los sentimientos eran blanduras que aquella guerra no aceptaba. Pero aún así, sin recibir un mimo ni una caricia, ella estaba siempre más cerca de su amo cuando cabalgaba, mateaba, o cuando en tiempos de paz, tenazas en mano tensaba los alambres del corral.

En aquel ocho de octubre llegué a Epuyén luego de visitar a mis clientes de El Bolsón y El Hoyo.

Llegué en plena “guerra contra el chancho”.

Llevaba encima casi treinta días de duro trabajo: viajando de noche para aprovechar el tiempo; atendiendo clientes desde que abrían sus negocios y aún después del cierre, en sus casas. Sin descanso semanal. La gira era de siete mil kilómetros, casi todo ripio, y debía hacerla en no más de treinta y dos días. Ese era el trato con mis representados.

Como en Esquel terminaba mi gira, era la cuestión -si me sobraba tiempo- tomar un breve descanso para disfrutar de aquella amada Patagonia a la que solo veía por el parabrisas, antes de remontar la cuarenta y empalmar con la veintidós para llegar a Bahía. Aunque después tuviera que manejar mi jeep en dos largas jornadas de dieciséis horas cada una –si nada se complicaba- para llegar a casa.

En el asiento trasero del jeep llevaba siempre mi máuser. Así que detenerme para visitar a Tufí era darme el gusto del anhelado descanso. Él vivía con su gente y la perrada a metros de la ruta, lomada arriba.

4. La partida

No sé cómo se enteran. Tal vez por el nerviosismo que les transmitimos los humanos, o quizás el olor de las armas. Pero los perros se mueven en cuanto uno comienza a preparar la partida. Y hasta me parece que tal vez antes: cuando uno a penas si la está pensando. Ladran nerviosos mirando al hombre, pelean entre ellos y garronean a los equinos en el corral esquivando sus patadas. Y sus nervios llegan a recontagiar al hombre en algo así como un círculo vicioso que solo se resuelve cuando volteados los alambres, salen del corral jinetes y caballos entre gritos, ladridos y cascotazos que tira la caballada.

Rodilleras de cabra para las espinas, mate y víveres en la maleta, armas, munición y poncho. Dos caballos bien ensillados y dos al cabestro para la vuelta, porque el día puede ser largo.

Trepamos y trepamos por los faldeos en busca de los encames, con un sol tan hermoso y cálido que no entiendo por qué no derrite toda esa nieve que en grandes manchones aún en octubre cubre los cerros.

Anduvimos todo el día por los filos, bajamos por las abras y trepamos otra vez por los faldeos. Cruzamos varias rastrilladas de jabalí pero Tufí aseguró que no eran frescas. Vimos un rastro de puma de asombroso tamaño, y a media tarde hicimos vivac allá arriba, quien sabe a que altura. Algunos cóndores nos sobrevolaban curiosos, con su extraño planear sin aleteos. Las plumas de los extremos de ala abiertas como dedos, el cogote rojo y pelado y la cabeza moviéndose de lado para observarnos. La altura y el aire helado se hacían sentir. Comimos y mateamos arrimados al calor de los perros, que jadeaban su cansancio sin quejarse.

Volvimos a andar, pero por más que cabalgamos los chanchos no aparecieron.

Fue entonces cuando Tufí decidió buscarlos por los valles inferiores. Bajamos hasta cerca de las casas, y por la ruta fuimos hasta lo de su amigo López, puestero de “la compañía” que vivía cerca del Derrumbe Bayo.

Llegamos cuando el sol ya se enfriaba en el poniente. Quedaría escasa hora de luz, así que autorizados por López nos adentramos rápidamente en aquella geografía tan distinta a la de la mañana: era este un terreno húmedo donde los peligrosos menucos se alternaban con charcos y mallines. En las lomadas, los islotes de rosa mosqueta y el ñire arrastrado formaban impenetrables tupiciones. Cada tanto algún solitario maitén sobresalía de esa vegetación achaparrada. A menos de una legua por delante nos cerraba el paso el Derrumbe Bayo, que lucía su extraña y amarilla geología reflejando al sol del ocaso.

Y en eso, rodeados de la jadeante perrada, con la guardia baja y el cuerpo dolorido por tanta cabalgata, la Maity que se dispara y el tropel de perros que la sigue en coro de feroces ladridos.

Es que allí abajo estaba la piara, escondida en un islote de rosa mosqueta.

Maity llegó primero y se prendió como pudo. La falta de dientes fue su problema. El verraco que la revolea en certero bote y quiere escapar, pero los Dogo Argentinos ya no lo dejan: sus grandes testículos son fáciles presa de aquellas mordazas con dientes que cuando cierran no sueltan. Y mientras el resto de la piara atraviesa en desbandada la espinosa vegetación, el padrillo grita con su hocico largo apuntando al cielo. Lleva a la rastra al perrazo blanco que frena la carrera con sus patas abiertas patinando por el barro del mallín.

Y aquel hombre que abriéndose paso entre la perrada a gritos y empujones desenvaina y llega.

Y otra vez se desencadena el eterno rito de la muerte. Como algo que estaba faltando en aquella agreste geografía.

En tanto una perrita amarilla, caída sobre unos espinos me mira sin quejarse.

Desmonto y dejo mi rifle en el suelo. Me olvido de Tufí y de los chanchos. Maity está ahí, malherida y me necesita. Sus ojitos oscuros están tomando un brillo que no me gusta. Jadea lento y está tumbada sobre su costado derecho. Por debajo del colchón de espinos su sangre gotea abundante. Tufí ya acabó con el chancho y viene a ayudarme. Él también la vio dando tumbos por el aire. La damos vuelta con cuidado y vemos el tremendo tajo. Unas como lenguas salen por la herida.

Tufí me dice: “tiene los hígados afuera, se muere”.

Allí cerca hay un chorrillo de agua clara y le lavamos la herida. Tufí se quita su faja criolla de lana negra y la vendamos. La subimos con cuidado a mi caballo y enfilo lento hacia lo de Breide. Las casas están como a diez kilómetros. Tufì se queda carneando el chancho; “Vaya Ud., si lo dejamos los perros lo destrozan”.

Ya nos ganó la noche. Voy al tranco abrigando al animalito contra mi cuerpo, y con muy pocas esperanzas llego hasta lo de Breide.

Ayudado por su mujer y los chicos ponemos a la Maity en un cajoncito, cerca del calor de la “económica”. ¡Parece tan chiquita ahora!

Como a la hora llega Tufí. Con cara de pocas esperanzas me pregunta por la perra. Pero lo llevo a la cocina para que la vea. Vive. Le propongo llevarla a Esquel, donde seguramente habrá un veterinario. Ya iba por el jeep pero me convence que de noche y con casi doscientos kilómetros por delante es arriesgarse y complicar la cosa. Además es cierto: Maity no resistiría el viaje.

Entonces Tufí decide coserla. Intento disuadirlo pero me asegura que ya lo hizo otras veces. Trae agujas y piola de cerrar bolsas y ahí nomás va a empezar la costura. Logro al menos convencerlo de desinfectar la herida y los elementos. Quemo las agujas con una vela y desparramo mi frasquito de merthiolate sobre piola y herida.

Y sin anestesia la cosemos.

Temo por las hemorragias internas, las infecciones y el shok. También me preocupa la deshidratación. Maity ha perdido mucha sangre. Pero mi falta de conocimientos y elementos me hacen sentir en la más total impotencia. En aquel pequeño ranchito, en una loma patagónica estamos en el medio de la nada.

Sin saber que otra cosa hacer por la pobre perrita la abrigamos bien y la arrimamos otra vez al calor de la cocina.

Me acosté sin comer y no pude dormirme.

Recién hacia la madrugada me venció el cansancio. Pesadillas con chanchos, caballos y perrada invadieron mi mente sin piedad. Soñaba con la salvaje gritería y aquel tropel apocalíptico. Con chuzas de espino negro que atravesaban las rodilleras y me clavaban. Con los largos aullidos del padrillo. Y con una perrita amarilla que salía dando vueltas por el aire. ¡ Y allí me desperté ! Con el corazón palpitante llegué a la cocina. La tenue luz del amanecer patagónico ya proyectaba suavemente las sombras del sencillo mobiliario. Con mano temblorosa encendí una vela y me agaché para verla. Es increíble, pero vive. La alegría hizo volver el calor a mi cuerpo y comencé a pensar en qué hacer para ayudarla. Con un trapito le arrimo agua a su reseco hocico, que suavemente absorbe.

Pasaron dos días. Despacito, poco a poco, Maity fue recuperando fuerzas. Con muchos mimos y cuidados que antes nunca conoció.

Yo volví a Buenos Aires y al tiempo supe por carta de Gómez que la perrita ya correteaba por la casa. Y al año siguiente Maity fue otra vez de la partida, con más experiencia que antes y otro negro costurón en su pellejo. Y con ese odio hacia el chancho, que sólo puede comprender quien viva en esos pagos.

Y volvimos a cazar, pero eso ya es otra historia.

Maity :

A casi treinta años de aquellas cacerías no sé como terminaron tus días. La vida y algunas tristezas me alejaron de aquellos pagos queridos. Tufí Breide ya no está. Su mujer y sus hijos desparramados por El Valle, según me contaron. El campo de Epuyén en manos extrañas. El almacén de Gómez ya no existe; él también se nos fue. Creo que tan solo queda la hija de Ivonne Breide y de Don Gómez, como directora de la escuelita del Cajón, en Cholila.

Maity: Seguramente tus huesitos se mezclaron con el ripio patagónico o los tragó la arena volcánica de algún faldeo.

Yo tengo una deuda de honor contigo y pienso volver, para que un humilde monumento, tan humilde como tu pequeña existencia recuerde en vos a todos esos perros patagónicos. Esos que comparten con el hombre su empecinada existencia de fríos y privaciones, sin pedir ni esperar nada, ni siquiera una caricia. Comiendo cuando hay suerte, a alguna liebre si la alcanzan. Pero siempre ayudando al hombre a juntar la majada, a encontrar el camino de vuelta en medio de la nevada o a “empacar” al padrillo en feroz jabaliceada.

Recibe en tanto este, mi pequeño homenaje.

Christian Valls ©

Junio de 2004

Glosario :

Empacar : hacer que el jabalí se quede, presentando pelea.

Espino negro: planta muy espinosa típica de la Patagonia. Posee largas chuzas negras y aceradas, cuyas puntas se quiebran luego de penetrar la carne. Tufì las apodaba “dulzura patagónica”

Quila : caña maciza, muy alta y fuerte, llamada también colihue.

Quilantal: como ñirental o cohiual: forma lugareña de llamar a los montes de tales especies.

Maitén: árbol típico aunque escaso, natural de la Patagonia. Da su nombre a población del Chubut.

Mallín: tierra baja y anegadiza, generalmente a orillas de arroyos, de los que recoge sus desbordes en la estación del deshielo.

Menuco: tajo angosto y profundo que se produce en terrenos aluvionales por acción de vertientes y deshielos. Son peligrosos para jinetes y hacienda.

Mercanchifle: por “mercachifle”, personaje típico de la Patagonia de fines de los ochocientos y principios del siglo XX, que con su carreta provenía generalmente de Bahía Blanca para abastecer a los peones de las estancias sureñas de ropas, cuchillos y abalorios. Esta ocupación la desempeñaban generalmente los sirios o libaneses, llamados “turcos” por ser la embajada de ese país quien los representaba. Era una ocupación dura y aventurada, ya que a las penurias del territorio se les sumaba el riesgo de vándalos e indígenas aún no civilizados.

Neneo: mata muy espinosa ( toda espinas y sin hojas ) de color grisáceo y forma esferoide. Crece en lugares secos y pedregosos.

Ñire: árbol y arbusto patagónico que se da, según la diferencia, como árbol de fuste o ñire arrastrado. De constitución muy dura y leñosa en otoño su follaje caducifolio adquiere un hermoso color rojo vivo.

Veranadas: valles relativamente altos donde el estanciero traslada en verano sus majadas para aprovechar la pastura. Por el contrario, llámanse invernadas a los campos relativamente bajos donde difícilmente nieva.

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jueves, 23 de julio de 2009

A una vieja Compañera - Antolín

A una vieja compañera...

Rubén Antolín
General Alvear, Mendoza, Argentina

La Soledad
La soledad llegó sola
y se acurrucó a mi lado,
y desde entonces comparte
todos mis ratos amargos.
Con una copa de vino,
frente a una silla vacía,
le he confiado las cosas
más íntimas de mi vida.
Los amores que han pasado
por mi lecho y por mis sueños.
Los amigos que han partido
tras quiméricos proyectos.
Y el ayer que se ha quedado
tan presente en el recuerdo,
como una huella en la roca,
como un destello en el tiempo.
Y los años malgastados
en pensar en un mañana
que quise soñar perfecto...
y me olvidé que soñaba...
Y ella siempre a mi lado...
¡Mi soledad compañera!
¿No has de abandonarme nunca
mientras yo pise esta tierra?
¿O te irás de madrugada,
poco antes de que despierte
al lado de algún amor
que habrá de ser para siempre?
Soledad, voy a extrañarte
el día en que tú me dejes,
Pero, si un día te vas,...
por favor,... nunca regreses...
Rubén Antolín - del libro Versos Diversos

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Leda Garraffa – Datos de la escritora

Nacida en San Carlos de Bariloche, residente en Viedma, Río Negro.

Menciones: Soneto (1.997, CADDAN), cuento (1.998, S.A.D.E. Bahía Blanca) y Poema ilustrado (2000, Salón Viedma)

Publicaciones: “Pequeñas cosas y lugares comunes” (poemas y textos líricos, de autoría compartida, prologado por la Dra. en Letras María del Pilar Vila). Antologías cooperativas: “Confluencia Poética” de Ediciones Nubla y de Literatura Erótica y de Amor, editada por el Grupo GES. Otras en revista “La maga”, medios escritos y radiales y la Revista electrónica mensual editada por Estudiantes Universitarios del Centro Universitario Regional Zona Atlántica en el sitio: http://adnrionegro.com.ar (abril 2006) y en http://impressoesdefevereiro.zip.net/ de Brasil- 18/05/2006 y 26/11/06. Finalista Concurso (Poesía) Colección de Textos de Escritores Rionegrinos. Plan Lectura - Ministeriode Educación Nacional y Provincial. 2009.-

“Amores de bolsillo” (poemas); “Poemas sobre poemas” (poema) y “Si te cuento siete cuentos” (cuentos) conforman una trilogía en formato de bolsillo.

Infantil: “Sombrina”- Colección “Vení que te cuento un cuento”.

“Texto Circular” (Tarjeta).

“Si te cuento ciete cuentos. El Mayor” (cuentos).

“Espelho” (cuento Portugués - Español).

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domingo, 19 de julio de 2009

En el aire - Garraffa

garraffa En el aire Cuento

Corto Leda Garraffa

Nacida en Bariloche,

reside en Viedma



Estamos con Don Petronilo Barata, viejo poblador de “Mala Suerte”, un paraje olvidado en el interior del territorio patagónico. En el camino avistamos gran cantidad de choiques y guanacos y hemos venido observando los colores fluctuantes del verde al amarillo de la vegetación rala, típica de la estepa, que –agazapada- resiste los fuertes vientos. Y queremos hacer una declaración, o declamación: no adherimos al concepto de “desierto patagónico”.

Nada más alejado de un desierto cuando uno aprende a ver los matices y singulares seres que habitan esta extensa región, a la que el hombre llegó hace unos doce mil años, y por la que se desplazó casi en puntillas, con respeto por sus dones que le sirvieron de recursos…

Don Petronilo es un hombre mayor, cuya vida ha transcurrido siempre en “Mala Suerte”,

¿verdad, Don Petronilo?

-Así es. noventa y dos años (dice remarcando el número, como una “negrita” de la oralidad).

Siempre en “Mala Suerte”.

Siempre. No he salido del paraje ni para hacer un documento, ni para la conscripción. Nunca. Nací aquí y aquí me voy a morir, como hubieran querido mis padres. Ellos eligieron este lugar para vivir y para que yo los siga.

-Don Petronilo: ¿tiene idea cuántos habitantes tiene el paraje?, y usted lo ha visto crecer o no, cuéntenos.

-Cuando yo nací, había cuatro casas. Me contó mi mamá. Siempre me contaba. Ellos fueron aventurados en instalarse acá. Pero querían vivir tranquilos, y con sus vecinos, que eran los amigos. Gente que vino con ellos, de Europa, con mi papá. Porque mi mamá era india. Hija de indios, bueno, ella decía que era india.

-¿De dónde vino? ¿De qué parte de Europa?

-De España. De Asturias, creo. De una región, creo que es una región, que se llama así.

-Nos estaba contando que cuando usted nació, en Mala Suerte había sólo cuatro casas, ¿y después?

-Después creció un poco. Llegaron algunos más y otros crecimos y nos hicimos la casa propia. Así que hubo un tiempo que éramos unos cuantos, y de la misma edad, porque estas cuatro casas, estas cuatro familias, tuvieron bastantes hijos, y crecimos juntos, y estábamos acostumbrados a recorrer la zona, como no había ningún peligro (dijo encogiéndose de hombros), a dormir alrededor de un fogón, a la intemperie, y nos cuidábamos unos a otros, como los indios, decía mi mamá.

-Más o menos, cuántos eran, ¿de cuántas personas estamos hablando?

-Y serían ocho grandes, alguna abuela creo que había…que algunos vivían con la abuela, también, en la misma casa. Nosotros no, yo a mis abuelos los conocí por foto y por carta. Muy pocas cartas. Pero ellos no pudieron venir nunca y para nosotros tampoco era fácil. Y nosotros somos once hermanos. El que menos tenía, tenía siete hijos…casi cincuenta personas, seríamos. Éramos muy amigos, los jóvenes, nos llevábamos bien. Los padres eran amigos, y acá, tan pocos, con tantos hijos, había que ayudarse, no quedaba otra. Yo no me acuerdo que haya habido ninguna discusión. Ellos se vinieron buscando una forma de vivir. Y siempre se respetaron y se ayudaron. Con otra gente, poca comunicación había. Ellos se repartían lo que había que hacer.

Cuando fuimos creciendo, se ponían de acuerdo para cuidarnos una vez unos, otra vez otros, y después, los más grandes cuidaban a los más chicos. Yo era de los más chicos. Pero éramos seguidos.

Tampoco era que había mucha diferencia de edad. Al final, cuando crecimos, parecíamos todos iguales.

-Usted se casó…formó pareja

-Sí, claro, con Petronila. Le habían puesto ese nombre por mí, porque yo la acompañé mucho a la señora cuando la estaba esperando. Y tenía algunos años menos que yo, sin embargo, bueno, cosas de la vida, ella se fue primero. Le tocaron la retirada antes de tiempo, a Petronila.

Yo me quedé viviendo con un hijo, que no se había casado. Y después se casó, pero la señora no tiene problema que viva con ellos. Se sacó la lotería con la mujer. Con mi nuera.

-Don Petronilo, usted dice que todo era bueno, estaban bien, se llevaban bien, ¿no recuerda ningún hecho desafortunado en el pueblo? ¿Algo que haya quedado en la memoria de todos?

-Mire: en Mala suerte, hasta la muerte se tomaba bien, porque todos eran de la idea de aceptarla, y en medio de la naturaleza, no sé, parece que la gente está como más dispuesta a aceptar la vida como es, ¿no?, porque no venimos sino para la muerte.

-Está bien, don Petronilo. Pero yo digo algo extraño, que haya sucedido o no. Algo que se pueda contar como un mito, algo que se murmura, que se repite…usted sabe, las historias que suele haber en los pueblos, y más en los pueblos chicos.

-Y sí. Una hubo. No sé si se repite. A lo mejor los jóvenes no la conocen. Pero sí…hubo…

-Cuéntenos, Don Petronilo. La audiencia lo escucha ansiosa…

-Bueno. Sí. Habían mandado a una maestra, al pueblo. Era una mujer joven, sola, con dos hijos. No me acuerdo si era separada o había quedado viuda. Uno no le pregunta eso a la señorita, no sé ahora, bueno, pero antes no.

Ella llegó y se instaló en la casa que hizo el gobierno. Que tiene una sala grande que era la que se usaba como aula. Cuando había maestra y se daba clase. Después no vino más nadie y entonces, no hay más escuela. La casa se cerró. Por ahí alguno que necesita consigue que se la den en préstamo hasta que se hace la propia.

Quedaron libros, todo, como estaba. Resulta que esta mujer, joven, sola, viene al pueblo…se instala con sus hijos…estaba bien, pero claro, habrá extrañado, ella no era de acá, venía de la ciudad, nada más había querido venir, no sé por qué, escapando de alguna mala experiencia.

Una mujer que trabajaba mucho, que le cambió la vida a todos, porque iba a las casas, les enseñaba hasta a peinarse, a cuidarse del frío, a abrigarse los pies, a comer bien, lo que el cuerpo necesita…

estaba como todo el día dando clase. Y a la vez, tenía que hacer de todo para vivir, juntar la leña, criar algunas gallinas…y lo hizo y muy bien. Los hijos crecieron. Parece que se adaptaron bastante a la vida del pueblo. De vez en cuando viajaban. Mucho no se daban con los demás, como si …eran los hijos de la maestra, eran diferentes, no sé, no se daban mucho con los otros chicos, hacían juegos que los demás teníamos curiosidad pero que no nos interesaban más que para mirar … eran delicados, también, lo digo bien, no digo que fueran mala gente, pero se veía que estaban acostumbrados de otra manera.

-¿Y qué pasó con ellos? ¿se fueron del pueblo? Usted dice que no hubo más maestra después..

-No. La maestra se enfermó. Y empezó que no había clase, y seguía sin haber clase, y pasaban los días y lo mismo.

La casa, la sala que hacía de aula, todo cerrado. Algunas madres que tenían más confianza y colaboraban, la iban a visitar. Los hijos no estaban, para ese tiempo ya eran adolescentes, no sé, como quince, dieciséis años tendrían, un varón y una mujer.

No me acuerdo si era mayor la mujer…o el varón. La maestra estuvo enferma bastante tiempo, pero no sé de qué, pero no se la veía.

Los grandes la atendían y hablaban bajo. Al final la maestra murió, y la velaron ahí mismo, en la sala de la escuela.

Los hijos vinieron, pero unos días después. Con alguien mayor, no sé, parecía un tío o algo así, por cómo se trataban. Y entonces, dicen, que estuvieron conversando qué hubiera querido la mamá. Esas cosas que uno se pregunta cuando alguien muere. Pero los que mueren viejos, hablan de la muerte. Pero la gente joven es raro que diga “quiero que me entierren acá” “o allá”, porque no se esperan que se van a encontrar la muerte a la vuelta de la esquina, como quien dice.

-Y entonces, ¿qué ocurrió? Cuando ellos llegaron, ¿ya habían enterrado a la señora o no?

-No. Porque se habían comunicado. Y pensaban que la señora quería, parece que le había dicho a alguien que ella creía que la cremación, eso de quemar los cadáveres, vio, era lo mejor.

Así que trasladaron el cadáver hasta el lugar más cercano para hacerlo. Tuvieron que pedir autorización, porque no había cerca horno habilitado para eso, sino que era para otra cosa y lo hicieron ahí. Y entonces, después, volvieron con la urnita que les dan con las cenizas.

-Bueno, hasta ahí todo bien, Petronilo. Como usted dice, aceptaron la muerte, tuvieron en cuenta el deseo de la occisa, lo más grave son los hijos que perdieron a su mamá…y se habrán tenido que ir del pueblo.

-No. Después de la cremación, los chicos volvieron solos. Ahí pasó lo que pasó, que le voy a contar ahora. Y después nunca más hubo maestra ni nada en Mala Suerte.

Estuvieron unos días en la casa y dicen que un día, ésto es lo que cuentan, anduvieron caminando, y que hablaban como discutiendo. A nadie le llamó la atención hasta después, porque, quince, dieciséis, eran dos chicos, dos criaturas, como se dice…y dicen que llegaron a la casa, se recostaron en el piso, la chica del lado del fogón, el muchacho del lado que estaba puesto un pizarrón, que se usaba para las clases. Y hacen una línea gruesa, con algo, la marcan en el piso. Entonces, ahí, los dos solos, el chico abre la urna y la da vuelta. La ceniza que cae, se vuelca, lentamente…la deja caer toda.

Se arma como un montoncito del lado …entre la línea y el pizarrón, ¿no? y el chico le dice a la hermana: “Mamá siempre me quiso más a mi que a vos”…Y la chica, bueno, no sé, cómo se habrá sentido…¿no?

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Feliz día del Amigo - Matar

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APOSTÉ... (Ester faride Matar)

Aposté a la alegría.

Al perdón.

Al reconocimiento.

A la defensa de la vida.

A la niñez con juguetes.

Al compromiso de los grandes.

A los valores intactos.

A la palabra.

Aposté al amor por la vida.

Al amor-

A la vida.

-FELIZ DÍA DEL AMIGO-

De corazón a corazón

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sábado, 18 de julio de 2009

Veníme a ver, infeliz - Ameijeiras

Cuento Corto

Enrique Carlos Ameijeiras – Lago Puelo – Chubut

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– ¿Gonzaga? Pase por el hogar a retirar las pertenencias de su padre…

Breve, sucinto y conciso. Ese fue el mensaje de voz que le dejaron en la casilla.

Cerró de un golpe la tapita del celular, mordió sus labios mirando al cielo y vio, frente a él, la lúgubre silueta del Hogar de Ancianos de Villa Deseada. Hacía más de una hora que estaba sentado en el banco de la plaza, la que está frente del hospicio donde vivió su padre los últimos meses de su vida. Solo que no atinaba a dejar de fumar, a levantarse del deteriorado banco y cruzar la calle, para enfrentarse con esa realidad.

Peor que el dolor por la ausencia, es la ausencia de dolor por la muerte de un ser querido.

Aquella tarde, llegó de la cancha y encontró sobre la mesa un papel, mal cortado, ajado y manchado de grasa de medialunas, una nota con la letra del viejo:

– Me interno en el Hogar, cuando puedas traeme ropa. Veníme a ver infeliz.

Todo escueto, todo Breve, sucinto y conciso.

Ahora eran gotas el polvo húmedo de la tormenta. Se levantó, pisó el pucho con la punta del zapato, se acomodó el sombrero y enfiló hacia las negras puertas de hierro. Como a la gélida mano de un muerto, apretó el picaporte y entró.

Tras las ventanas, lúgubres luces parían sombras en el interior, donde cientos de sombras deambulan en busca de luz.

Temía el reto de la directora del Hogar:

– Ah! Por fin vino… Su padre ha muerto hace dos días. ¿Lo Sabía?

La voz casi masculina de la gruesa señora espantaba a su conciencia para retarlo con más tenacidad.

Aguardó que le abrieran la puerta. Una enfermera lo invita a pasar:

Lo acompaño con el sentimiento Gonzaga, dijo, – ¿se largó a llover? ¿Vino a buscar las cosas de su padre?

Si, me mandó llamar la señora. No pude venir antes.

Si, me imagino. No es fácil. Venga, venga por acá, revisamos que esté todo, me firma el papelito y ya está.

– ¿Son muchas cosas?

La enfermera sonrió mansamente. – No, que va… El pobre viejo tenía una mudita nada más, el jergón, algunos cubiertos, los documentos y… El libro.

– ¿Qué libro?

Este libro diario, no dejó de escribir hasta último momento.

La dama extendió su brazo con una suerte de agenda. Dudó en tomarlo, finalmente lo hizo y lo guardó en el bolsillo de su sobretodo.

–¿Puedo donar las cosas de mi viejo?

Mire, los cubiertos es lo único que nos vendría bien, la ropa dejela que la donamos a las hermanas, y el colchón llévelo. Lo trajo su viejo cuando se internó por si no hubiera lugar para él, y fue así, por un par de semanas estuvo durmiendo sobre el en el piso de la enfermería. Y cuando se desocupó una cama, puso el viejo jergón encima y ahí nomás se acostó.

– ¿Sufrió mucho?

No, se acostó a la noche después de cenar, y no despertó más. Tome, dijo arrastrando el colchón hecho un rollo, los muchachos le pusieron una cinta para que lo lleve más cómodo. Firme aquí, donde dice deudo, y yo le completo sus datos.

Gracias por todo señora.

Por nada Gonzaga, por nada.

Cómo que no: Gracias por hacerme fácil este mal momento,

Todos tenemos el cielo y el infierno dentro. Solo que uno elige cual es cual.

Con poco esfuerzo pero con mucha incomodidad, jergón y muchacho salieron del hospicio, las calles baldeadas por las luces de las farolas, hervían de burbujas. – Va a llover bastante, se dijo, montando la carga sobre su hombro y dudando en dejarlo en alguna esquina.

Una vez en la casa, soltó el cargamento sobre el elástico pelado de lo que fue el cuarto principal. Puso una pava al fuego, encendió un cigarrillo y al buscar el encendedor, sus dedos chocan con el extraño cuaderno. Lo saca con cuidado, lo abre, lo mira con miedo. Notó los mismos geroglifos de su padre, “Patitas de araña”, recordaba las palabras del viejo. Nunca me imaginé que se le iba a dar por esto.

Encendió el cigarrillo, vació el mate en el tacho y volvió a montarlo.

De repente, algo que vio sin haber visto, algo escrito en ese anotador. Dejó el pucho posado en la mesada, y volvió a abrir sus negras tapas. Avanzó hasta llegar a las últimas palabras escritas.

Nadie por mi ha venido,

Y de eso no me quejo,

Porque yo he sido muy jodido.

Pero una cosa me reservo,

No has venido, estando aún con vida,

Pero si has de venir cuando yo ya esté muerto.

Soltó el cuaderno, como si hubiera salido un bicho de entre sus hojas.

Sabía que no te ibas a ir callado, y juro que muchas veces intenté acercarme, pero no pude.

Vos sos tan culpable como yo, nunca te sentí mi padre, nunca me sentí tu hijo. Vos me lo hiciste sentir. Y ahora que, ¿es una maldición? No, no te fui a ver mientras estabas internado. No pude… no quise… que importa…

Se sintió ridículo hablándole al cuaderno. Llenó de agua el mate y lo tomó así nomás, caliente, amargo y fuerte. Se acercó a la mesa, con el dedo siguió moviendo las hojas del cuaderno, hasta llegar a un lugar donde decía.

Hoy estoy mas jodido que de costumbre. Apenas puedo respirar. Tos seca y me han puesto un pañal. Que vergüenza, cuando se acabará esta mierda. Si me pasara algo, y mi hijo no viniera antes, que alguien le diga que le dejo eso en el Jergón”…

Que mierda… dijo en voz alta, el viejo siempre guardaba las cosas de valor en el colchón. Por eso el miserable se lo había llevado al hospital, y claro…. Como no iba a ponerlo sobre la cama, si era como su caja fuerte. Puede ser que el viejo, aunque sea horas antes de su muerte me haya dejado algo.

Se abalanzó hacia el cuarto principal, el que había sido la habitación del padre, se detuvo de golpe, volvió a la cocina a buscar una cuchilla. Con ella en mano, agarró el colchón y hundió el puñal, con odio y esperanza, hasta que las cascarrias grises se desparramaron por el piso, uno, dos, tres cortes y el vaciado del jergón en el piso de madera hasta que cae un trozo de papel. Soltó la cuchilla, corrió a la cocina y debajo de la lámpara, abrió el papel doblado en cuatro y se dispuso a leer el mensaje.

Hijo, algunas cosas no me hicieron falta. Siempre las quise tener por si las moscas. Fáciles de vender, costosas y que ocupan poco lugar.

Los diamantes, los diamantes. El viejo siempre tuvo secretos. Miserable, todos sabían que tenía mucha plata. –

Bueno, creo que si estás leyendo este mensaje es porque ya no estoy, y te estuve esperando para dártelas en mano, pero insisto, si estás leyendo esta carta es porque no has venido.

Ni loco se las dejo a las enfermeras, son muy buenas pero todos tienen su precio, y en definitiva sos mi hijo, te las dejo a vos, pero vas a tener que venir a buscarlas. Leer Pag. Nº 5. Chau infeliz.”

Viejito santo, yo sabía que te ibas a regenerar a último momento. A ver, donde escondiste los diamantes, me cambiaste la vida viejito. – Decía mientras, mojando sus dedos con la lengua, hojeaba hasta llegar a la página Nº 5.

A ver, a ver…1, 2, 3, 4 y cinco.

Tengo la certeza que me estoy muriendo,

En definitiva, empezamos a morir desde que nacemos.

Me he tragado la herencia de mi hijo

Pero él vendrá a recuperarla,

Y podré verlo una vez más,

Veníme a ver, infeliz”

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SER LIBRE... - Matar

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Hace mucho tiempo, pensaba que las ausencias podían guardarse en un baúl.

En el baúl de los recuerdos.

Que todo era muy fácil.

Que desprenderse del dolor era una forma sencilla y mágica para no sentir el abandono.

Que el abandono era una manera objetiva de inseguridad.

Que la inseguridad era producto de la inexperiencia.

Que la inexperiencia nacía de una juventud prolongada.

El tiempo que pasó se llevó las hojas del otoño.

Hoy pienso que el baúl está repleto de ausencias y hay que vaciar su contenido para darle paso a las nuevas cosas de la vida.

Los errores cometidos son grietas y se han curado porque las dejé en cautiverio, porque tuve prisa.

La tristeza menguó su lenguaje taciturno y se durmió en el andén.

He visto transitar la desmedida cobardía de los miedos y estrellarse en un semáforo sin destellos...

Vuelvo a mirarme en el espejo y se refleja la presencia intangible de los duendes... de esos duendes que otrora me pidieron permiso para ser feliz.

Y en este espacio de luces y de sombras, renazco nuevamente en poesía.

Escucho el reloj con batallas disputadas y un manojo de esperanzas me invita a ser libre con breteles extraviados.

Descalza.

sin sandalias.

Desnuda en pensamientos y leyendo la borra de café...

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El Inglesito - Valls

Recuerdos Patagónicos

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Cuando aquel dos de abril escuché a Neustadt que por la radio decía:

“ Tropas argentinas desembarcan en Malvinas “, creí que era una broma o simplemente una de sus argucias para atrapar audiencia. Eran como las siete de aquella mañana y yo, viudo desde hacía pocos años tenía bajo mi responsabilidad a dos hijos varones de dieciocho y diecinueve años, ambos “bajo bandera”. El pasar de las noticias confirmó aquella insólita realidad: estábamos en guerra y nada menos que contra Inglaterra.

Por haber vivido y viajado por nuestra Patagonia, conocía la presencia inglesa en nuestras tierras. A los hacendados ingleses, generalmente muy soberbios que cuando entraban al boliche del “turco” se los atendía primero simplemente por ser “el Míster” y los demás... que esperaran.

Campeaban su arrogancia por saberse ciudadanos de un país poderoso, de los que hoy algunos llaman “del primer mundo”. Nosotros, argentinos nativos éramos para estos terratenientes tan sólo mestizos o habitantes de segunda. Si hasta daba vergüenza ver a nuestros ciudadanos de uniforme, supuestamente custodios de nuestra frontera, cuidar los bienes de aquellos gringos porque de ellos dependían. En efecto, en una oportunidad en que con mi amigo Tufí Breide, ciudadano de Epuyén en el Chubut, fuimos a notificar los gendarmes que en pequeño y mísero destacamento estaban asentados dentro de los campos de “la compañía”. Era la estancia Leleque, administrada por un tal Rowland, empresa ganadera con sede en Londres. Les fuimos a avisar porque esa era la costumbre: íbamos con armas grandes a cazar jabalí y si escuchaban los tiros tan cerca de la frontera podrían alarmarse. Recuerdo que al mando de aquel mísero destacamento de avanzada, unas pocas chapas afirmadas sobre postes, estaba un alférez jovencito. Como suele ocurrir en aquellas latitudes, la gente sufre la falta de contacto humano, así que al recién llegado se lo atiende bien, se le convida mate y hasta si hay, alguna tirita se echa a las brazas.

Cuando vio mis armas, un máuser del 7,65 y una sistema Colt del 11,25, me pidió si podía darle algunas balas. Yo le contesté que sí, que con mucho gusto, pero no le servían para dispararlas en su FAL del 7,62. Se fue entonces hasta el fondo del cobertizo y de entre unas mantas extrajo un viejo máuser 1891 de su propiedad. Me contó que lo tenía para cazar guanacos, importante fuente de carne para él y sus camaradas, ya que si usaba el FAL debía justificar con descargo la munición empleada. Le pregunté entonces porqué el Batallón de El Bolsón, de donde dependían, no les enviaban suficientes víveres. Pero claro, me explicó: La distancia, las nevadas y algún olvido hacía que ellos dependieran de aquel viejo máuser. Siempre dura, la vida del gendarme. De lo contrario, debían pedirle carne de capón al míster, dueño del campo, generando así mayor dependencia lo que les retaba autoridad cuando los ingleses pasaban animales de contrabando por la frontera con Chile, allí cerquita.

En un mástil de coihue, ondeaba gallarda, aunque vieja y desteñida, nuestra bandera.

Un grupito de tres hombres, que sin vehículo ni radio y con los más espartanos elementos se suponían defendían nuestra frontera.

Por un lado, de los chilenos, siempre ligeros para correr los hitos. Y de adentro, los ingleses, que amigos eternos de los chilenos contrabandeaban ganado en pie de aquí para allá y viceversa.

Así que cuando en aquella mañana del dos de abril me enteré que habíamos puesto pie en Malvinas, no pude dejar de recordar un hecho que hacía tan solo algunos años me había golpeado en mi orgullo de argentino, nativo de estas benditas tierras. Y que a continuación quiero relatarles.

Las ovejas

Por entonces me ganaba la vida como viajante de herramientas, representando a una empresa alemana que tenía sus oficinas en Buenos Aires. Hacía una larga gira que terminaba en Trevelín, al sur de Esquel. Y de allí venía “trepando” hasta la Capital para rendir cuentas a mi representada para luego volver a San Martín de los Andes para reunirme con mi Familia. Siempre aprovechaba el viaje de regreso para visitar algún cliente que a la ida quedaba pendiente. En este caso, un ferretero del Bolsón llamado Ítalo A. Funes. Era buen pagador y estaba en fecha para cobrarle.

Sucedió que era sábado. Bastante temprano salí de Esquel para El Bolsón. Allí debía ver a Don Funes que acostumbraba a cerrar su comercio puntualmente a las trece. Tuve algunos inconvenientes en la partida: una cubierta baja de mi jeep, el emparchado, cargar nafta y en fin, se me hicieron como las diez cuando rodaba por el ripio de “la cuarenta” remontando hacia el norte. Pata y pata sobre el acelerador.

Estaría por la Planicie Grande, o por allí entre el Malloco y el Lepá, cuando en la ruta comenzaron a aparecer ovejas. Cada vez más ovejas. Un mar de ovejas.

El camino tiene allí banquinas muy anchas, tal vez de más de cuarenta metros por lado hasta cada alambrado, las que sumado a lo ripiado, hacían casi noventa metros en total. Porque los arreos de ovejas en la Patagonia solían hacerse casi siempre por tierra y a veces por cifras de miles. Siendo un animal muy manso y de agruparse, un solo arriero con sus perros podía llevar por delante muchos lanares hasta el embarque del ferrocarril. Y ese era precisamente el caso que relato.

En pocos minutos, la gran cantidad de animales me obligó a detener la marcha. Allá lejos se distinguía un hombre que de a caballo revoleaba el arreador empujando la gran majada.

Como pasé buena parte de i adolescencia en el campo, conocía y respetaba sus leyes. Dar paso y prioridad a un arreo era de ley. Así que detuve el motor y me quedé esperando que esa gran oleada de lanares pasara, pese a mi urgencia por llegar al Bolsón, del que creo distaría aproximadamente unos cinto veinte o ciento treinta kilómetros, con un tramo lento de cornisas y colinas entre Epuyén y El Hoyo. Así que mi tiempo era escaso y mi único apuro el trabajo. Quede esto bien en claro.

Al rato de esperar, veo que las ovejas comienzan, con su clásico doblar de manos, a echarse al suelo rodeando mi vehículo. Descubro la causa: El arriero había desmontado e incluso quitado la silla a su caballo, disponiéndose aparentemente a almorzar, deteniendo el arreo. Pensé que seguramente este hombre vendría desde muy amanecido arriando la tropa y que tenía hambre. Pero yo necesitaba continuar y en todo caso el podría almorzar un par de minutos más tarde.

Nos separaban entonces unos cien metros. El día era muy claro con esa diafanidad del aire que sólo tiene la Patagonia. Pude ver que el caballo era un alazán, la montura con pomo, del tipo mexicana y que el jinete vestía ropas vaqueras, a lo “cow boy”. Evidentemente, no era un paisano de los nuestros.

Como el tiempo pasaba, tímidamente encendí los faros, que seguramente el hombre vio. Le hice varias señas de luces pero me di cuenta que las ignoraba. Entonces, también tímidamente le di unos pocos golpecitos de bocina. Las ovejas siguieron tan inmutables como su arriero.

Miré mi reloj y decidí que lo único que podía hacer era arrancar el motor. Así lo hice y comencé a rodar muy lentamente apartando ovejas.

Fue entonces que como rayo aquel hombre echó sobre el lomo de su caballo la montura, cinchó y se me vino de un solo galope. Entonces pude verlo bien, cuando en arrogante corcovear se detuvo derrapando al lado de mi jeep. Era joven y rubión, bien gringo. Vestía ropas que por entonces no eran habituales en mi patria: pantalones y camperas de jean muy azules y vistosos. El caballo era un hermoso alazán, de esos con brillos a los que llaman doradillos.

En un español muy champurreado y visiblemente enojado me espetó: “ ¡Ustedes aryentinos siempre apurrados. No conocer ley de Patagonia! ¡Aquí mandan ovejas!”

Fue entonces cuando el caracoleo de su caballo –y el gringo usaba espuelas- pude ver que a su derecha enfundaba un Winchester. Con su mano tomaba la culata por el medio, como amagando sacarlo. Supuse que era un 30-30, o tal vez un 44/40. Sus culatas se parecen.

Bajé el vidrio de mi lado y traté de explicarle que solamente quería pasar, que aquello era una ruta nacional y que estaba trabajando. Pero el rubio seguía denostando contra los aryentinos y su mano permanecía amenazante sobre la empuñadura. Como por entonces y en esas latitudes era costumbre andar armado, y yo llevaba cobranzas y valores ajenos, entre las dos butacas de mi Ika tenía una 11, 25, sistema Colt. Su culata lucía bien a mano. Yo no tenía la menor ganas de pelear sino tan solo apuro por llegar. Pero en determinado momento me invadió una extra sensación. Era como una bronca naciente que se me instaló así, de golpe. Sentía que estaba en mi Patria, en la cuarenta, ruta de mi País. En nuestra Patagonia. En mi Patagonia. Y que un gringo arrogante y mal educado pretendía manejar mi tiempo por ser yo argentino y no inglés como él.

Por aquellos años, una vida muy poco valía allá en el Sur. Se la podía perder en cualquier discusión de boliche. Era una ley no escrita y yo era consciente de ello.

Cuando me di cuenta, ya mi derecha rodeaba la empuñadura de mi .45

El tiempo se detuvo y solo recuerdo que algo como una vincha de frío rodeaba mi cabeza. Me quedé sin color y con las sienes erizadas. Matemáticamente evaluaba quién podía “sacar” más rápido. El inglesito su Winchester, o quien esto escribe la Colt. ¡Parecía una película del Far West!

Desde el privilegio de su altura, el inglés vio mi mano y se percató que en mi mirada algo había cambiado. Ya ninguno hablaba. Qué momento... El silencio lastimaba.

Debo agradecer a Dios que afortunadamente en mi vida nunca “tuve que enfriar” a nadie, como se dice por allá. La sola posibilidad de que estaba a punto de hacerlo, me hacía trepidar el corazón.

Creo que el inglesito captó mi pensamiento y su mirada cambió. Soltó la culata y con un revoleo de riendas puso en movimiento a la majada. Yo metí la primera y empecé a rodar apartando ovejas, ya medio a pechazos de paragolpes.

El gringo quedó atrás mientras yo metía la segunda, acurrucado en mi asiento y mirándolo por el espejo. Sabía que era vulnerable y que aún a sesenta o setenta metros bien podía “ponerme”. Que si antes no intentó “sacar primero” fue seguramente por la diferencia del largo de armas. Ese detalle y mi posición estable, me habían dado una apreciable ventaja que el gringo entendió, aún en su arrogante postura. Pero al quedar luego detrás de mi, era yo quien quedaba en clara desventaja.

Pero gracias a Dios no lo hizo, aunque juraría que me tuvo ganas.

Epílogo

Los terratenientes ingleses se fueron de la Patagonia porque la lana bajó de precio. La estancia Leleque hoy es de Benetton, otro gringo. Y la lana la abastece Australia para casi todo el mundo.

La “globalización” se está definiendo. Nos generaron enorme deuda externa y dependencias tales que ya nuestras tierras son de ellos –o al menos exigibles- porque no tenemos más con qué pagar y nosotros somos “sus esclavos”. Antes la cosa era más liviana y había de tanto en tanto la esperanza de que algún argentino bien nacido tuviera pelotas para revertir la cosa. Pero nos guste o no, los anglosajones supieron hacer su política, en su total beneficio, claro. Y hoy estamos peor que antes de Malvinas y hoy dominan el mundo. Eso al menos y por ahora.

Autor: CJP Valls

Septiembre del 2001

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lunes, 13 de julio de 2009

Miguel Ángel - Bommecino

MIGUEL ANGEL

Cuento Corto

Hugo Bommecino – Mendoza

En la soledad de la habitación en que se encontraba, Carla, que había llegado del Supermercado, no escatimó esfuerzo alguno en terminar la conversación que iniciara desde que saliera de casa. Lo hacía con su madre, a quien le contaba los preparativos que estaba haciendo para el encuentro que tendría lugar en su casa.

Todo le parecía natural, normal, por lo que hasta a veces reía a carcajadas, sin importarle que algunos la miraban sorprendidos de su actitud un poco fuera de lo común, ya que simulaba tener un teléfono celular.

-Madre... te prometo que esta vez seré tan sincera con él, que no habrán peleas innecesarias de por medio... he escuchado bien lo que me has dicho...

Siguió imaginándose que su madre le recordaba épocas pasadas, en que no tenía el mínimo de paciencia para con el muchacho.

-Si mi querida madrecita... creo que no me he olvidado de nada de lo que necesito para esta noche... Después de dar varias vueltas terminé comprando comida ya hecha y que consiste en pollo asado, ensalada mixta y de postre me decidí por un flan casero que me parece que está exquisito.

-No me reproches nada... sí tienes razón... había pensado cocinar yo pero en estos tiempos modernos... es más práctico comprar todo ya preparado...

-Un beso en tu suave mejilla... que es como un pétalo de rosa... ya imagino el tuyo posándose cual una mariposa sobre una flor... Adiós.

Carla tenía toda la casa en orden y se encargó de ordenar lo que había comprado para la cena.

Escuchó el teléfono y cuando atendió, se trataba de una prima que sabía lo que estaba maquinando.

-¡Hola Inés... Gracias por llamarme y que puedo atenderte... ya que...!

-¿Tan ocupada estas...? –Fue la pregunta de la prima.

-¡Imagínate que enseguida vendrá a cenar conmigo Miguel Ángel y estoy preparando todo para la cena...! –Argumentó satisfecha, plena de felicidad..

Inés, que sabía lo que estaba ocurriendo, enseguida cortó la comunicación, deseándole suerte en el encuentro.

Eran casi las veintiuna horas cuando comenzó a extender la mesa y dejar todo en orden y acorde con el invitado especial que esperaba.

Como música de fondo, eligió unos CD de Nana Mouskouri, que era una música predilecta de ambos.

Sobre la mesa yacía un candelabro plateado, regalo de una de sus abuelas. Dos platos, cubiertos para dos y las copas para la bebida y el agua.

También engalanó el lugar con un ramo de flores que colocó en un contenedor sobre el piano y al llamado a la puerta, encendió las velas y apagó la luz artificial de la habitación.

Sus ojos se volvieron brillantes al descubrir la estatua de su amado que ella misma había esculpido y con el lienzo que lo tapaba, cubrió parte del yeso hecho hombre, mientras ella veía como Miguel Ángel le sonreía.

-¡Bienvenido mi príncipe...toma asiento...!

-Gracias... –Le pareció escuchar.

Inmediatamente sirvió la cena y llenó las copas de vino para brindar.

Todo le parecía tan normal que no había nada que desentonara.

-¡Salud por nosotros... ¡

-¡Salud mi princesa... –Escuchó decir.

En ese momento de éxtasis consumió todo lo que había servido en su plato y bebió todo el contenido de las copas.

Luego del postre, llenó los vasos nuevamente con vino y los bebió, dejándolos secos, como si no hubiesen contenido nunca el vital elemento.

Tenía en mente bailar con Miguel Ángel pero desistió de ello al comenzar a darse cuenta de que estaba viviendo la ilusión de que su amante estaba vivo, allí con ella, pero todo resultó una farsa ideada por ella.

Lo que ella había acercado a la mesa y había compartido con él, era la estatua en yeso que había esculpido tiempo después de que el muchacho terminara su vida por un choque que tuvo con el vehículo de su propiedad y que él mismo condujera.

A pesar de todo sonrió. Había tenido una noche especial en compañía de una persona que no olvidaría durante su existencia. Ordenó el lugar, tapando la estatua como estaba antes de que comenzara la fiesta.

Más tarde se preparó para irse a dormir.

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jueves, 9 de julio de 2009

Venganza ante condición - Rey

Venganza ante condición

Cuento Corto Carlos Rey - Bariloche

Para Burton hubiera sido posible llevar adelante la venganza sin la condición impuesta.

Podía encararlo de una sola manera. Para él la forma era más importante que nada. Había pensado en hacerlo de manera atroz.

Sentía que no iba a perdonar, la venganza era lo único que lo dejaría tranquilo.

Conocía los resultados. Tendría que irse del lugar. No vería más a su gente. También podía quedarse, pero al costo de perder la libertad. Las justicias tomadas personalmente no se aceptan y si por casualidad lo descubrían, no estaba dispuesto a entregarse después de conseguir la liberación de su alma.

La cosa se distorsionó cuando surgió la condición.

Podía hacerse como él quería pero el hecho vengativo estaba condicionado por el ejecutor. Cuando fue a ver al Perro para que lo hiciera, este le dijo.

-Burton, no podías haber pensado en nadie mejor que yo. Es más, no me costará nada hacerlo ni tampoco te lo voy a cobrar. Solo tengo una condición.

-No importa Perro, la muy turra me engañó con alguien y no sé quién es. Lo que quiero es que vos la atraques en el peor callejón y la violes sin contemplaciones. Será la única satisfacción para el desastre en que me hundió. Después matala ¿Cuál es la condición? -le preguntó.

-Burton -volvió a hablar el otro- Lo voy a hacer como vos querés, no te preocupes. Pero no la voy a matar. Ya que no te importa más de ella te lo digo.

-Te engañó conmigo.

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Turistas - Gandolfo

¡Oh!, Turistas...

Narración

Esteban Gandulfo - Lago Puelo

Hombres necios, injustos y de mala fe, los

que muerden la mano de quienes les dan

de comer.

Anónimo Siglo XV

¡Oh... Turistas!

Es curiosa la capacidad de adaptación que tiene el hombre, o por lo menos ciertos individuos, a los cambios del medio en que se encuentra. Asimismo, llama la atención la velocidad con que este proceso se verifica. Nosotros, por ejemplo, hace poco más de un par de años que vivimos aquí en el borde del bosque, y ya somos todos unos montañeses. Bajamos al pueblo, con sus calles de tránsito escaso, unas pocas personas en la calle, mucho lugar para estacionar, y cuando vemos un vehículo o personas desconocidas, ya los miramos con la mentalidad de aldeanos recelosos. Observamos a los forasteros con desconfianza, y hasta con un cierto dejo de antipatía. La mayoría de los seres extraños al lugar, son turistas.

Recuerdo que en muchas oportunidades, viajando por ahí, escuché quejas referidas a los turistas. Y lo más gracioso era que estos reclamos provenían de personas del lugar que, de alguna u otra manera, dependían de esos turistas como su medio para ganarse la vida.

Decían, por ejemplo “Bueno, ya vienen… ¡qué groseros!” o “qué ruidosos” o “qué ridículos” y así en adelante.

Entonces, recuerdo también, que yo a mi vez terminaba por proferir una queja-réplica contra los descontentos– “¡Cómo pueden estar lamentándose de aquellos, que si no existieran, sería su ruina!” Pero ese pensamiento que yo tenía era erróneo, producto de la ignorancia y el malentendimiento. Los quejosos no iban en contra de los turistas y el desembolso que hacían en el lugar, sino de sus conductas.

Ahora, que no soy uno de los visitantes que pasan con estrépito, sino uno de los desconfiados locales que los ven pasar, me he convertido en un criticón más.

Sin embargo, hay que separar la paja del trigo. Varios de los forasteros son viajeros de corazón, como los exploradores de antaño. Han planeado muy bien su viaje, leído y estudiado mucho antes de salir, se mueven con sus guías y mapas, disfrutan del lugar, su gente y costumbres, y no molestan a nadie. Hay también gente que viaja por trabajo y, como lo hace habitualmente, ya casi se mueve como uno de los del lugar. Tenemos también los inmigrantes frescos, recién llegados que se están estableciendo, y que vienen con su locura a cuestas, pero que, como decíamos al comienzo, se van adaptando rápidamente y asimilando las locuras locales.

Salvando entonces esta serie de excepciones, nos quedamos con el turista moderno.

Ciertamente, sería por demás injusto formular una crítica generalizada del tipo “Todos los turistas son molestos, ridículos y ruidosos”. Aunque la mayoría parece que estuviera haciendo esfuerzos para entrar en alguna de estas categorías, los hay también encantadores, cultos, educados, amistosos y considerados.

Por otra parte, La Comarca (Lago Puelo, El Bolsón y adyacencias) no es un sitio exclusivamente turístico, ni sus habitantes están preparados para tal actividad. Si esto fuera Orlando, nos encontraríamos en otra situación. Allí, desde el Hospitality Senior Vice President de Disney, hasta el último asistente de la recepción, están entrenados para la tarea de conducir turistas, y han hecho de ello su medio de vida. Además, los turistas están bien masificados en ese rol: Hacen fila sin chistar, van con sus gorritos y sus cámaras standard, zapatillas similares, están bien uniformizados en su estupidez. Aquí no. Aquí se nos mezclan un francés en bicicleta, dos mochileros de aroma sospechoso, un artista maniático, el chileno con su tacañería a cuestas, el grupo de estudiantes, una familia tipo, un par de enamorados y el ómnibus del Pami.

………………………………………………………………………

Si los habitantes de la comarca estableciéramos un ranking respecto a lo que nos molesta más de los turistas, con toda seguridad el primer puesto estaría ocupado por Exteriorización Ruidosa de la Estupidez.

–¡Mirá Dany una bicicleta de alambre como la que te compré en Río Hondo… pero esta es como de carrera, no es tan linda…

La señora, sesentona, uno cuarenta y cinco de altura, con sus ochenta kilogramos pasados y voz chillona le grita a Dany, que está a unos diez metros, obsesionado con los relojes en un puesto donde todos están montados sobre una rebanada de llao llao

Dany le da charla al artesano: –En Carlos Paz hacen los cu-cu… Y tienen uno inmenso, como un molino, en una placita

El relojero lo mira en silencio, como quien ya tiene decidido perdonarle la vida, o como quien ya está bien curtido después de escuchar tantas frases torpes.

La feria artesanal de El Bolsón, son cerca de doscientos puestos de dos metros por uno y medio, sobre un par de cuadras en forma de herradura, en el lateral Este de la Plaza Pagano. En este mercado, con todo respeto y sin malas intenciones, no puede comprarse nada que valga la pena, salvo las tallas de Hugo Vazquez, los vitrales de Ava o Fabrice, los cueros de Nova, o las empanadas de Amancay. Todo esto a lo largo de más de doscientos puestos.

Ya que se mencionaron los relojes en llao llao, no hay nada que combine menos que la curiosa textura del llao llao, con los números romanos de dorado berreta y una aguja taiwanesa que da vueltas a los saltitos.

La pizza es definitivamente mala. Sobre cerveza artesanal, no opino porque prefiero el vino. He escuchado de algunas personas que merecen mi respeto, que la cerveza artesanal negra es buena. Los gnomos del bosque en epoxi pintado son nauseabundos. Algunas cucharitas de madera podrían pasar, pero son demasiado rústicas. Las flores secas, no son nada más que eso: flores secas. Tablas para asado, las hacemos aquí en nuestra carpintería de aficionados, sin ser artesanos, y nos salen mejores. Los quesos de Dina, prefiero comprárselos en su chacra, aquí abajito. Los arbolitos, se los elige mejor en el vivero. Tejidos, paso, gracias. Y se podría seguir bostezando diez renglones más.

No obstante, la feria artesanal de El Bolsón, tiene cierto renombre, la gente la visita y recorre, y los sábados, no es raro encontrarse con media docena de ómnibus que vienen de Bariloche, con su excursión del día a Lago Puelo, El Bolsón y su feria. Un combo de naturaleza y artesanías. Está en actividad los martes jueves y sábados, y si bien el horario oficial es de diez a cinco de la tarde, como los artesanos por sobre todas las cosas son holgazanes, a las once está en veremos y a las cuatro y media la mitad ya levantó campamento.

Habíamos dicho ruidosos:

–¡Sebastián!... ¡Vení… no te pierdas!... Paola, no te puedo llevar en upa todo el tiempo, ya sos grande- La mami alterada, le reniega tan fuerte a Seba que se está escapando, como a Paola que la tiene a sus pies lloriqueando.

Y otro pibito, que no tuvo papis tan observadores como los de Sebastián, sino que se les escapó, pasa corriendo con un cucurucho de papas fritas. Lo siguen muy animados tres o cuatro perros que van de fiesta, porque comen las papas fritas que se le caen al nene ni bien tocan el suelo.

–¡Grrr!– le gruñe el ovejero a un felpudito gris con cejas que le tapan la cara y patas cortitas. El ovejero está decidido a no ser generoso y el pibito se divierte viendo que conquistó a la perrada y sigue su carrera hasta desaparecer con su corte canina. Con toda seguridad, en la otra punta de la feria, un par de padres desesperados, a los gritos.

Por aquí cerca hay otra madre que de viva voz increpa a su hijo –¡Pero Nahuel, cuántas veces te tengo que repetir la misma cosa! Nahuel, cuatro años, puede ser que sinceramente no entienda, o con una precoz jugada de judo intelectual descoloca a su madre: -¿Que me tenés que repetir qué, má?

Un nivel privilegiado dentro del rango imbecilidad, es el de la gente muy rica. Estas personas equivocaron el destino, porque deberían estar en Mónaco, o por lo menos Puerto Manzano o Cariló. Ellos llegan con su todo-terreno deslumbrante, que en Buenos Aires usan poquísimo por temor al secuestro o robo. Se baja un caballero con elegante indumentaria sport, exhibiendo una variedad de logotipos exclusivos y oprime un botón en su llavero. La 4 x 4 le responde con un conjunto de guiños y leves bocinazos, que deben interpretarse como: “Quedate tranquilo, yo me cuido sola, guay del que tenga una ocurrencia inapropiada”. El respetable señor comienza a caminar con su familia –también todos impecables- hacia la feria artesanal, y en la periferia de su Ray Ban ven reflejado un vehículo, que con una maniobra peligrosa, estaciona detrás de su camioneta.

Yo siempre me he preguntado por qué los automovilistas locales no estacionan como uno tiene que hacer cuando da examen de conductor: Haciendo marcha atrás y después acomodando el auto marcha adelante. La respuesta que yo mismo me he dado es porque siempre hay mucho lugar para estacionar, uno aquí le emboca al cordón hacia delante y con comodidad. Otra posible respuesta, es que muchos de los que estacionan de frente nunca han dado esa prueba al obtener su carnet de manejo. Ante ese cuadro, nuestro atildado turista comienza a desesperarse. No sólo por lo irregular de la maniobra, sino porque el vehículo recién acomodado detrás del suyo es un viejo Baqueano, o Estanciera convertida en pick up, que muchos años atrás perdiera su paragolpe delantero y que en su reemplazo le acomodaron un trozo de riel ferroviario, de aquellos que tanto abundaron durante el masivo levantamiento de ramales. En esa situación, su costoso todo terreno está totalmente desprotegido, por más alarmas, bloqueos de motor y localizadores satelitales que tuviera. Nuestro turista rico da rápidas y precisas instrucciones a su familia, vuelve a su camioneta, la retira preventivamente y la reacomoda sobre la vereda, en frente a la iglesia, en una zona ilegal, pero segura. Tal vez con la esperanza de una protección celestial.

Yo me pregunto ¿Quién disfruta más de su vehículo, el señor rico, o el chacarero de pelos largos, que llega atrasado a armar su puesto en la feria?

El hueco de la camioneta es ocupado rápidamente por un Ka negro, con vidrios polarizados del que desciende una pareja joven, también de negro y con gafas oscuras. Se ve que todo es para coordinar con el auto. El muchacho inmediatamente habla con su teléfono celular, le pasa el teléfono a la chica y se pone a filmar. ¿Se dice así ahora… o “grabar”? …porque lo hace con una moderna cámara digital. No se detiene ni un segundo a pensar la secuencia. Se manda una toma larga y paseandera como quien estuviera regando el jardín al azar. Para quien conoce la avenida San Martín, a la altura de la Plaza Pagano, estará de acuerdo conmigo en que es un lugar al que es muy difícil sacarle un rendimiento estético. El edificio del Banco Nación es triste y descuidado, el ex cine que ahora es el supermercado El Chaqueño, pudo haber tenido un espíritu art decó, pero ahora está echado a perder, sucio, y con carteles horrorosos. La zapatería Tamangos, con su inmenso letrero en la ochava lo dice todo. En el arbolado conviven inmensas macrocarpas con montes de cerezos de jardín. Los canteros con rosales valen la pena. Si este muchacho se hubiera agachado, buscado un primer plano de rosas y por detrás una línea del cantero que se fuga, podría haber conseguido un plano aceptable. Pero no, lo que generó es un archivo digital, que cuando aparezca en una pantalla, será una imagen que podrían usar en las universidades de cine, como ejemplo de errores de encuadre, foco, composición, iluminación, etc.

Bajando hacia lo que podría llamarse la clase media, el tic de “¡Ya! Fotografío o filmo algo y hablo con el celular” se repite hasta el infinito. Apenas llegan, uno ve que toman la cámara y disparan hacia la perspectiva menos interesante desde el punto donde están situados. (Ya está, ahora la llamo a mi vieja) “¡Má, nieve, te juro. Acá hace calor, pero ahí… qué será, no es muy lejos, hay un montonazo de nieve, se ve de acá…! Te corto porque se me acaba el crédito…

–Señor, nos saca por favor?... Tome la mía también, y esta… y esta… y esta… y la mía, y esta otra…

Resulta que los chicos te dan veinte cámaras, y haciendo milagros de equilibrio, tenés que sacarle veinte veces la misma foto en cada una de las cámaras de ellos… pero son simpáticos, y agradecidos – ¡Gracias maestro, buenísimo…Muchas gracias!

Los chicos se habían colocado al lado del gran cartel tallado en madera de la Plaza Pagano de significado esquivo: “El Bolsón, comuna no nuclear”.

Otro tic repetido por nuestros queridos visitantes turistas es pasar por el cibercafé. Sucede que tienen que mandarse una dosis ¡Ya!, porque si no el síndrome de abstinencia cibernética se pone severo. Abrir casillas, chatear, exponer el rostro y ver el del otro(a) en la cámara web…

–Pues madre… ¡Que no te das una idea de lo que se ve de carne de res aquí! Y que no vale nada… –grita la españolita a su mamá, como si no existiera la ayuda de los medios electrónicos–¡ Y está baratísima!... Ni te imaginas, pero no creas, pescado poco, y cerdo muy difícil…

Y todos los que estamos en el cibercafé nos enteramos, gracias a sus gritos, de lo que es la mirada analítica de una joven representante de la madre patria sobre nuestra oferta de proteínas.

Una pesadilla regular es ir al mayor supermercado del pueblo, La Anónima, los comienzos de “tanda” de turistas. Esto sucede durante el inicio mes y la quincena, y a veces al principio de la semana. Resulta que el grupo familiar ha alquilado una cabaña por una o dos semanas y van a hacer las compras como si se quedaran a vivir en El Bolsón y al otro día cerraran todos los comercios. Van a veces con dos carritos, cargan bidones de agua como para llenar la piscina y alimentos suficientes para abrir un restaurant: -Natalia, yogurt con frutos del bosque no hay (qué ironía, aquí que hay tanto bosque) ¿… te puedo llevar con frambuesas de la huerta? Total, los estabilizadores químicos son los mismos y el saborizante cambia un poquito nada más.

Cuando van de compras toda la familia juntos, fatalmente, se pierden unos con otros. El papá grandote, con sus bermudas nuevos va por el pasillo central con un hijo en cada mano. Va despacito y en cada pasillo mira a derecha e izquierda a ver si divisa a su mujer. Como el corredor es estrecho, el movimiento de compradores se hace extremamente lento, y en cada esquina se embotellan los carritos.

Lo más penoso de esto, es que uno nunca puede subirse a una atalaya de observación segura. Veo a un mochilero desprolijo sentado en la vereda, fumándose un cigarrillo y mirando las nubes, y yo tengo que hacer un pequeño rodeo para no tropezarme con sus piernas estiradas que obstruyen el paso (“A ese le sacan los aritos y soy yo, cuarenta años atrás”, me digo) Paso por un grupo de jubilados, y un viejo ridículo se manda de viva voz un chiste estúpido que no arranca ninguna carcajada sino miradas de reproche (“Ese soy yo, la semana pasada, cuando después de una de mis ocurrencias Lucas me decía, “Papá, considerate eximido de tu compromiso con el humor”)

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Estos seres migratorios se van junto con el verano. Hay luego algunas apariciones fugaces durante semana santa y las vacaciones de invierno. Por lo demás, el resto del año volvemos a quedarnos solos en estos pueblos en que casi todos los vecinos nos conocemos. Los que siguen visitándonos con una cierta regularidad son aquellos que buscan establecerse en el lugar. Fueron alguna vez turistas, pero ahora pintan para futuros pobladores. Muchos de ellos pasan por aquí, por el Hotel de Inmigrantes, y tienen sus particularidades. Pero ellos ya son otra gente, se trata de otra historia…

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