sábado, 31 de octubre de 2009

La guerra de entrecasa - Rey

La guerra de entrecasa

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Carlos Rey - Bariloche

A Boris le gustaba jugar a la guerra. Desde el jueves a la noche al domingo a la madrugada, se juntaba con 15 ó 18 pelotudos más y fingían participar de una guerra en serio. Había “bajado” la idea de Internet e inclusive algunos de sus amigos lo había visto comentado como novedad en el noticiero de TV.

Quizás para compensar su vida “normal”, chata, resuelta y aburrida, con un pasar económico que le permitía darse gustos poco comunes. O tal vez por una consecuencia psicológica infantil digna del diván analítico; la cuestión es que desde hacía un año se reunían clandestinamente en una zona de Moreno en la provincia de Buenos Aires y se perseguían unos a otros disparándose tiros, perpetrando emboscadas y tomándose prisioneros mutuamente; siguiendo planes previamente trazados en las mesas tácticas en las carpas y a la luz de un farol.

Como se sentían muy nacionalistas habían involucrado al símbolo patrio en su acción bélica de ficción. Por ejemplo, los bandos eran el Blanco y el Azul.

Un jueves cualquiera se habían constituido en reunión de evaluación y decidieron que de ahí en más usarían balas de verdad. La excusa fue inyectarle más adrenalina al juego. De todos modos se juramentaron no disparar al cuerpo y acordaron que también adquirirían chalecos antibalas.

Dado que todos eran tipos de guita, cada uno se compraba el adminículo que creía más conveniente para sí mismo y eso, según ellos, acrecentaba el “sabor”, pues no se sabía con qué arma se estaban enfrentando.

Los domingos a la noche iban aflojando la mano y uno a uno desaparecían de la zona, sin avisarlo a los demás. El lunes los aguardaba con una familia y un trabajo para atender, del cual se ocupaban con esmerada atención y como correspondía a sus cargos en general ejecutivos. Las acciones extra militares no faltaban: Una madrugada de domingo lo sorprendió a Boris mientras amanecía, exhausto y sentado en el suelo contra una pared. Apareció uno de su bando y le recriminó que estuviera así sin participar, incluso corriendo el riesgo de caer prisionero. “Hago lo que me da la gana”, fue la respuesta, “también entrar en esta casa y cojerme a la señora; hace una hora el marido se fue a trabajar en bicicleta y yo acabo de salir”.

La transición no era fácil, después de cuatro noches y tres días, costaba despegarse de esa doble vida y entrar en la convencional. En otra ocasión y como era verano, uno al que llamaban el “coronel”, estaba sumergido en la orilla tibia y pantanosa de verde musgo en el río. La suave pendiente le permitía permanecer de espaldas y perfectamente relajado; sólo asomaba su cabeza de cara rubicunda y pelo blanco, lo cual le daba un aspecto de cuadro surrealista. Boris lo sorprendió con su brusca aparición y le preguntó divertido si estaba cómodo sin hacer nada. El “coronel” se molestó y lo mandó al carajo ordenándole que se fuera, lo cual Boris hizo pegando media vuelta por donde había venido. Entonces lo llamó iracundo y lo obligó a cuadrarse y hacer el saludo correspondiente a su diferencia de grado.

Boris, para estar más a tono con su pasión, llegó a convencerse que tenía que vivir en las afueras y no en la ciudad. Se fue a vivir a Merlo con su familia.

Un día se encontraba en casa con su mujer y sus hijos. Era martes por la tarde. Un comando Blanco apareció de golpe y lo encañonó. Otros tres aparecieron por un costado y le dijeron que se entregara. Confundido, preguntó qué día era. Por toda respuesta se abalanzaron sobre él entre el griterío de su familia.

Él se tiró por la ventana y rodó ágilmente por el pasto desapareciendo debajo de un cerco verde. Se levantó ya del otro lado y corrió hacia unos árboles en el descampado vecino a su casa. Allí se topó con otro grupo que le dio la voz de alto. Eran de su bando, los Azules. Sonrió y siguió corriendo hacia ellos agitando los brazos; estos sin dudar ni un instante abrieron fuego contra él, eran siete; no pudo hacer nada, una de las balas le dio en plena cara borrándolo del mundo de ficción por él creado.

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viernes, 23 de octubre de 2009

Hotel El Maitén - Mir

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Reflexión y poesía

Rubén Miguel Mir -

Hola amigos.
Tuve la suerte de viajar este fin de semana pasado al viejo y querido paralelo 42. Volver a sentir el aire del lugar y el siempre maravilloso entorno me lleno de recuerdos y emociones. Si bien muchas cosas han cambiado, algunas para bien y otras no tanto, lo importante se mantiene. El progreso va copando todo y llenando de gente lugares que debieran ser sagrados.

Pero bueno, ya no hay marcha atrás; hoy los cables recortan el paisaje y los  emprendimientos abren barrancos nuevos a costa de de lomas y bosques que desaparecen. Estuve en El Maitén; pago querido si los hay. Allí pase los años de mi niñez hasta que la necesidad de acceder a mayores estudios me saco del lugar, como a la mayoría de los jóvenes de entonces. Mis padres: Ramón Escandar Mir y Sofía Breide, crearon un proyecto pionero y por demás dificultoso instalar un hotel. Imaginemos la situación allá por 1952. Avatares de la vida hicieron que debieran abandonar aquello y emigrar. El local del hotel pasó por diversas situaciones y funcionando en el una sucursal del Banco Provincia del Chubut se incendió totalmente. Hoy una pila de años mas tarde regreso a mi pueblo y me recibe una mezquina ruina donde hubo tanta grandeza. En fin, un millar de sensaciones encontradas, y la certeza de ser casi un extraño en un lugar tan querido. De todas maneras me debía la satisfacción de recorrer esos lugares. Las montañas y los ríos siguen estando allí. Por ahora.
De todos modos mi espíritu se revela contra el olvido y pergeñé este pequeño recuerdo en su memoria.


HOTEL EL MAITÉN
Que pena me ha dado verte
mi viejo Hotel El Maitén.
Si parece que fue ayer
que lucías refulgente.
Vos le dabas a la gente
de este pequeño poblado
el prestigio bien ganado
de ser un lugar decente.
Refugio del peregrino,
posta habitual del viajante,
en esos inviernos de antes
nevadores y sufridos.
En tu seno cobijaste
maestras y ferroviarios,
gendarmes y paseanderos
y de mis sueños de niño
fuiste el lugar primero.
Eras pionero, quien duda,
fuiste hotel y restaurante, cine y confitería,
salón de baile, teatro...
y recuerdo que en tu patio
hasta parque hubo algún día.
Festivales de boxeo,
gobernadores en gira
y aunque parezca mentira
un circo que tenía leones.
Hoy he vuelto por mi pueblo.
Del hotel, solo las ruinas.
Sepa Dios quien lo ha quemado...
alguien me dijo: ¡Accidente...!
y algún otro: ¡Negociado!...
El hollín en tus paredes,
un muladar en el patio...
el olvido de la gente
a sido su mejor pago.
El esfuerzo de mis padres
parece haber sido en vano.
Hoy con los ojos llorosos
y el corazón apretado
te dejo mi viejo hotel
este pequeño relato.
No tiene otra pretensión
que rescatar del olvido
al viejo Hotel El Maitén.


Cipolletti, Octubre de 2009
Un cordial abrazo
Rubén Miguel Mir

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domingo, 18 de octubre de 2009

Extraño - Duarte

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viernes, 16 de octubre de 2009

Adiós Alicia Polero

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Compañera fiel, luchadora,

ha iniciado un camino, para el que se había preparado toda la vida para recorrerlo.

La vamos a extrañar, la Radio que nos regalaba su voz, ha enmudecido,

Gracias por tu paso por esta vida.

Enrique Ameijeiras

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martes, 13 de octubre de 2009

Adiós - Duarte

ADIÓS LAGO PUELO

Poema

Gabriel Duarte – Esquel – Chubut

Fotos: Ramiro Ameijeiras 

Tanto tiempo ha pasado
Milenios incalculables,
Aunque fueron unos meses
Para mi fueron interminables.


Tanto sincronismo encontrado
Tanto placer recorrido
Tantos caminos andados
Tanto amor nos hemos dado.


No tuve fuerzas, lo siento, no pude
No pude ir hasta el lago,
Muchos recuerdos insondables
Me fueron apabullando.


Solo en mi cabaña, pensaba
Nos falto tanto ver, sentir, probar
Nos falto el otoño y el invierno cruzar
Todo eso que sin querer, me puse a recordar.


¿Mi Hada será feliz?
¿Estaré en su corazón, en su recuerdo?
Todo me hace suspirar, todo
El bosque, el murmullo lejano del lago.


Lo confieso, las fuerzas me abandonaron
Al escuchar las olas golpear,
Toda la profundidad de las aguas
Me abrumaron, dejándome sin respirar.


Y tuve que regresar,
El camino de vuelta fue más largo,
Los pinos estaban grises, antes azulados
Y el corazón en las manos, casi sin palpitar.


No pude, lo siento no pude,
Llegar hasta ti Puelo querido
Te lo prometí aquella vez,
Que jamás te iba a abandonar.


El ruido de tus aguas,
El Hada me enseñó a desear,
Adiós Puelo querido,
El encuentro otra vez será.


El sol me atormenta con su majestuosidad
Quisiera flotar hasta un mundo,
En donde tú recuerdo,
Solo sea un sombra…y nada más.


Gabriel Duarte

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lunes, 12 de octubre de 2009

Inocente - Cerdá

INOCENTE

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Del libro Comisario Antúnez

El Comisario Antúnez andaba de paseo por un pueblito del lado de la cordillera. Lo había invitado el jefe del Destacamento Policial de allí y, en espera del retiro y con un buen Oficial como segundo, aprovechó y se fue.

Al tercer día, su rechoncha figura ya era parte del bar del almacén de don Gómez.

Para el Sábado Santo, Gómez organizó un truco con empanadas. “Hay que festejar las vísperas de Resurrección” dijo.

Asistió todo tipo de gente. Hasta el Jefe del Correo y el ayudante del Juzgado de Paz, quien jugó torpemente, perdió una falta envido con veintisiete, y se fue a su casa sin comer la empanada ni probar la copa que le fue servida, como correspondía a todos los inscriptos.

En la mesa de al lado, Antúnez, mintiendo hábilmente despachó al maquinista de Vialidad y le pidió al Cabo que llegaba de ronda que lo acercara de una escapada al Destacamento a buscar un pañuelo.

Mientras se maniobraba la camioneta para salir a la calle, Antúnez preguntó:

- ¿Qué tal para el truco el ayudante del Juez?

- Es de cuidado. Ningún lerdo, el porteño... ¿No estaba inscripto?... no lo vi.

- Jugó y perdió en la primera ronda... se fue a su casa. ¿Dónde vive?

- En las comodidades de atrás del juzgado.

- Bueno, pasá despacio por el frente... -Antúnez, pensativo mientras atisbaba en la oscuridad lateral, apenas aclarada por la luz del vehículo, que apunta hacia adelante- Ahá... ¿y de quién es el autito que está en el patio?

- De él. Casi siempre está roto y vive caminando, nomás.

En el Destacamento, el gordo y petiso Comisario revolvió su valija y subió de nuevo a la camioneta.

- Ahá... caminando… mirá vos... –comentó como para él al pasar de nuevo frente al oscuro Juzgado- Y ya se acostó, parece.

El truco siguió. Antúnez ganó el campeonato, con el premio en efectivo pagó la vuelta para todos y encargó empanadas para el Destacamento, al otro día.

Poco después de la una de la mañana, el Cabo de ronda lo llevó a dormir. “Y todavía está” murmuró Antúnez al pasar frente al Juzgado.

Al aclarar del domingo, Antúnez iniciaba el mate cuando llegó el Cabo, quien recibió con agrado un amargo.

- Había salido a dar una vuelta para acortar la guardia... a las nueve tengo el relevo.

- ¿Y?

- ¡Nada, mi Comisario! ¿Quién va a andar a éstas horas, y con el fresquete que hace?... No... ¡Miento! La que andaba bicicleteando era la hija mayor del Juez de Paz. Está bien que quiera mantener en estado ése cuerpo que tiene, pero salir a pedalear a ésta hora... ¡hay que tener ganas! -chupando y devolviendo el mate.

- Ahá... mirá vos...

* * *

Durante la Semana Santa, el Juez, su esposa y su hija menor habían ido a la costa, quedando la hija mayor en la casa, a las afueras del pueblo. Quería preparar unos exámenes para la Universidad o algo así.

El jueves y el viernes, uno de los puesteros del campo del Juez fue a quemar las hojas del otoño y a trozar leña, y el sábado a la tarde y domingo al mediodía hizo su ayuda en el patio y entrando tacos a la casa el peón del otro puesto.

El martes por la mañana, antes de ir al Juzgado, el dueño de casa se apercibió del faltante de unas piezas de colección de su despacho personal en el campo.

No había, aparentemente, demasiadas posibilidades: los dos puesteros que –como la mayoría- andaban cambiando de trabajo, de un lado a otro (y que el otoño les hacía calcular que pasarían allí el invierno y después verían), y el ayudante del Juez, que el sábado por la tarde se había dado una vuelta “para ver si la chica precisaba algo”.

* * *

- ... y así están las cosas, mi Comisario. ¿A usted qué le parece? -el Oficial del Destacamento local.

- Habría que hablar con ésos tres... y en el lugar, mejor.

- ¡Cabo! Vaya con un hombre a llevar al ayudante a la casa del Juez. Reúna la familia para la una, que yo voy con el Comisario a buscar a los otros dos.

En la nublada mañana, casi para lloviznar, llegan a donde el primer puestero -Vallejos- quien al calor de la cocina está cosiendo unos aperos “Con éste día, algo hay que hacer para matar el tiempo”.

Avisado que lo llevan a la casa del patrón, el hombre se calza las botas, le pone leña al cajón dejando aparte unas astillas para prender fuego al regreso, toma un abrigo, y salen.

El otro puesto, como a media hora de distancia, parece tapera.

- ¿Andará de recorrida?- el oficial.

En eso, se asoma Uribe, el peón -¡Bajen! Si no hay mucho apuro hacemos unos mates o una cascarilla.

Antúnez indica que sí con la mirada y entran a la fría cocina.

Uribe trae unos palitos del patio y comienza a rabiar y maldecir para prender el fuego. Echa querosén hasta que, al fin, las húmedas ramitas arden. Luego mete dos palos gruesos y largos que no permiten cerrar bien la tapa. Sale humo por todas partes y siguen las maldiciones, deben abrir la puerta y la ventana para ventilar.

La cascarilla sale buena y, mientras la toman, el Oficial brevemente les comunica lo del robo.

* * *

Reunidos en el estar de la casona, esperan unos minutos a que ingrese la hija mayor, que llega de andar en bicicleta por el parque, y comienzan las preguntas por parte del Comisario, a quien el Oficial le ha pedido si quiere llevar el caso.

- ¿Dónde tenía guardadas las cosas? -le pregunta Antúnez al dueño

- No estaban guardadas. Las tenía a la vista -señalando una mesita tras el vidriado tabique que deja ver un ordenado y lujoso despacho personal- Era toda plata antigua...

- Y la puerta sin llave -Antúnez, como afirmando.

- ¡Claro! Nunca echo llave acá adentro.

- O sea que, cualquier entendido, un manotazo así al picaporte, y otro así a las piezas de colección, acá nomás, a la izquierda y ¡listo, al bolsillo! -Antúnez, acompañando su apreciación con sendos movimientos de brazos, uno como abriendo la puerta, y el izquierdo como tomando algo de la mesita circular indicada como donde estaban las valiosas piezas.

Luego de pensar un rato, el comisario mira a Vallejos y pregunta:

- Usted, el jueves y el viernes, ¿qué hizo acá?

- Corté leña con la sierra y arrumé mientras rastrillaba y quemaba hojas. Entré alguna carretillada a la leñera de la casa, también.

- ¿Cuánto hace que trabaja acá?

- Llegué antes de la esquila, y después me ofrecieron de puestero... como viene el invierno y le hago a las sogas, acá estoy... ¿a dónde ir, con treinta años rodando por la cordillera?

- ¿Me alcanza mi tabaquera? -Antúnez, señalando la mesa.

Vallejos tiende su diestra y se la entrega.

- Gracias... ¿Y usted, Uribe?

- Casi lo mismo, Comisario. Baqueano para el campo, ando siguiendo los trabajos que salen. Llegué después de la esquila y faltaba un peón de a pie...

- ¿Y qué hizo acá?

- Entré leña cortada y rastrillé los patios.

- No quemó.

- No. Dejé apiladas las hojas.

- ¿Me deja la tabaquera sobre la mesa?.

- Uribe la toma con la izquierda y la deposita sobre la brillante tabla.

Antúnez mira ahora al damnificado, a su afligida esposa, la pensativa hija menor, a la cabizbaja hija mayor, y al ayudante, que se mueve algo inquieto.

- ¿Cuánto hace que andás por acá?- inquiere a éste.

- Catorce meses.

- ¿Qué se te dio por mudarte?

- Me quiero recibir de Contador Público, salió éste puesto, y como me queda bien para estudiar a distancia, renuncié al otro trabajo y me vine.

- ¿A qué te dedicabas?

- Era tasador en una casa de antigüedades- con voz de “se acaba el mundo y yo no puedo hacer nada”.

La familia se remueve, entre gestos de enojo, malestar y preocupación.

- ¿Lo llevamos al Destacamento, mi Comisario? -el Oficial.

Los negros ojitos del rechoncho Antúnez escrutan todas las caras y luego, pensativo, mira por el ventanal mientras lleva el armado a sus labios.

- ¿Me da fuego, Uribe?

El zurdo no se hace esperar.

- Gracias... ¿por qué se pateará la panza aquél matungo? –observando hacia el potrero.

- ¡Quién sabe!... alguna maña, será -responde indiferente Uribe.

- Ahá... Oficial, meta al ayudante en el calabozo, que nosotros vamos a llevar los peones.

Se van, quedando toda la familia conmovida.

La llovizna comienza a desdibujar los cerros.

Llegan al primer puesto, y Vallejos rápidamente hace fuego con un papel de paquete y las astillas. Enseguida lo alimenta con ramitas y apronta un palo más grueso.

Continúan viaje después de saludar.

Uribe no para de lamentarse por lo que hizo el ayudante del juez.

- Arruinarse así, un hombre joven...

Llegados al puesto, Antúnez pide “el favor de unos mates”, y Uribe comienza de nuevo a rabiar: los palitos juntados en el patio, más húmedos ahora, se niegan a arder y se ahuma todo... al fin, logran matear. No se puede negar la buena mano del zurdo para cebar.

-¿Qué pasa, mi Comisario?- pregunta el Oficial mientras van para el pueblo.

- Pasa que el zurdo mintió. No es del campo. No debe haber vivido en el campo más de lo que estuvo aquí. Hacelo llevar al pueblo y que lo apriete el chinazo ése que tenías de guardia ayer. No lo veo peligroso, es más bien ladino, así que dudo que le haga falta algún sopapo...

Y Uribe, ratero con antecedentes en la costa, confiesa: cuando había entrado la leña para el fogón del estar, había visto a través del vidrio las piezas raras en la mesita al lado izquierdo de la puerta del despacho. Manotazo con la derecha al picaporte y manotazo de zurda a las piezas de plata. Directo al bolsillo del sacón. La chica había salido a despedir al ayudante. Y lo del trabajo en antigüedades de éste último le había servido en bandeja el escape a las sospechas.

Tenía calculado aguantar un mes más y pedir las cuentas. En el norte se saca buena plata por esas cosas.

* * *

- Disculpe, mi Comisario –el Oficial- ¿No era demasiado arriesgado seguir la pista y sospechar de Uribe sólo porque es zurdo?

- No fue por eso. Como te dije, sospeché porque dijo ser del campo y no lo es: no guarda leña seca, no tiene astillas a mano, cuando llegamos por la mañana aún no había churrasqueado... y, encima, no sabe que si un caballo se patea la panza, es casi seguro que está con parásitos. Igual, algo de espamento había que hacer porque si no iba a haber otro problema.

- ¿...?

A la noche, Antúnez se luce en el fogón del boliche de Gómez con la guitarra apoyada en su redonda barriga y cantando “lo que pidan”.

En un intervalo musical, se le acerca tímidamente el ayudante del Juez.

- ¿Puedo hacerle una pregunta, señor?

- Ahá –Antúnez, mientras se manda un trago de tinto y ojea el asador.

- Si ya a la mañana se había dado cuenta que Uribe había mentido y era otro sospechoso ¿por qué me hizo meter en el calabozo a mí solo?

- Tenía que ayudarte. No te olvides que perdiste a propósito el truco y te fuiste a dormir antes de las diez sin comer ni tomar nada. Un sábado a la noche.

- Esteee... ¿y qué tiene que ver? ¿a qué me iba a ayudar metiéndome preso?

-¿Y si no, cómo íbamos a disimular que la bicicleta de la hija del Juez pasó la noche contra el rosal del fondo de tu casa?... si te gusta jinetear, aguantate el sacudón, che –levantado su pesado cuerpo y encarando para el asador, cuchillo en mano.

FIN

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Paisaje -Duarte

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Gabriel Duarte

Nací en Buenos Aires el 26/06/72. Donde viví durante 11 años, luego con mi familia me mude a Esquel-Chubut, plena Patagonia, donde trabajo como Profesor de Educación Física en un jardín maternal, y docente de informática en la escuela rural del río Percy, donde como tarea extra trabajo con mis alumnos en poesía y cuento a pesar de nuestro mutuo desconocimiento sobre el tema. No tengo ningún tipo de estudio en letras, ni he publicado ningún libro.

Mi blog http://cuentos-elizabeth.blogspot.com/

PAISAJE

La ventana no era muy grande, de un tamaño mediano se podría decir, pero ocupaba casi toda la pared de la habitación.

Esta se encontraba en la parte superior de la cabaña, con varias habitaciones más grandes. Pero aquellas no poseían una ventana tan hermosa y bellamente decorada como la mencionada. Ni se podía apreciar la vista que desde ella se tenía.

En invierno, era desde aquí, donde se podía observar como comenzaban a caer los copos de nieve, los primeros suavemente, con pereza de llegar al suelo.

En primavera, la floración, el crecimiento de la vida y los seres que poblaban ese bosque, se acercaban, cada vez más, para espiar desde afuera, lo que ocurría detrás de la ventana.

Las hojas muertas que el otoño y el viento frío, arrancaban de los árboles, quedando desnudos, tristes y cabizbajos, se arremolinaban y se posaban sobre el vidrio de la ventana, quedando marcas fantasmales, como de manos, cuando las hojas se caían irremediablemente al suelo.

Cuando el calor del verano era superior a lo normal, la pequeña ventana se abría para dejar entrar la brisa fresca, como si fuera una caricia al pasar, tenue, anhelante.

Todo esto se podía apreciar desde aquella ventana indiscreta, los recónditos secretos del bosque, eran descubiertos y observados de tan cómoda posición.

Un sin fin de emociones visuales, se vislumbraba para el que quisiera ver, sentir, palpar, emocionar.

Se podría resumir en pocas palabras, aseverar, que el paisaje quitaba el aliento.

Gabriel Duarte

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sábado, 10 de octubre de 2009

Desarraigo - Sacamata

sacamata

DESARRAIGO

Del libro “Linaje Sacamata”

Carlos Sacamata – Comodoro Rivadavia - Chubut

La Patagonia recibe su nombre de sus habitantes autóctonos, Patagones, como los llamó Pigafetta. Por lo tanto ellos, los Aóni Kenk al sur y los Gününa Küna al norte, son los habitantes originarios de la Patagonia. Con la llamada Campaña del desierto, los pueblos que habitaban las actuales provincias de Buenos Aires y La Pampa y el norte de Río Negro y Neuquén son corridos por el ejército; algunos trasponen la cordillera reingresando a Chile, otros, los que poseían también sangre tehuelche por entrecruzamiento, como los manzaneros de Sayhueke, Foyel e Inacayal, se internan en el oeste del Chubut. Menos suerte tuvieron aquellos que fueron tomados como mano de obra, dispersos más tarde en provincias norteñas.

Brutalmente desarraigados de su tierra, cambiaron sus nombres, sus costumbres, su cultura. Uno de ellos fue Santiago, joven por esas fechas, que luego de escapar de la encerrona milica apareció cerca de la frontera con Brasil. Después estuvo cinco años en Paraguay donde aprendió a hablar guaraní, a tal punto que se enojaba en dicho idioma.

Don Santiago era un hombre alto, corpulento, jovial, no le gustaba pelear pero llegado el caso no rehuía a la provocación. Volvió a la Argentina, trabajó en el campo, construyó una casa, una familia y a la larga adquirió un campito cerca de un murmurante arroyo. Estando en el Paraguay, don Santiago se acostumbró a la bebida fuerte, gran bebedor de ginebra, amigo del asado que devoraba con placer, fue creciendo en años que lo tranquilizaron, aunque de tanto en tanto bajaba al pueblo para compartir otros momentos con sus vecinos.

Nadie recuerda el porqué de la tomada de pelo, el asunto fue que se rieron de él y se le despertó la bronca. ¡Quería pelear! Le sacó el cabezal a su caballo que salió revoleando el freno por el aire; entró a la iglesia en busca de los burladores, pegó tres fortísimos sapucay mientras saltaba y gritaba ante los presentes profiriendo vaya uno a saber qué cosas en guarany. El caballo, al verse suelto, comenzó a seguirlo y asomó la cabeza por la puerta de la iglesia para ver si estaba su dueño... y entró nomás.

Don Santiago, para completarla, había dejado huella en una famosa pelea con un brasilero al cual le había propinado una paliza que trascendió por lugares circunvecinos.

Esta era una cuestión de nunca acabar. La costumbre brasilera, por lo menos en ese lugar de frontera, era buscar venganza; podía o no haber un difunto, pero el día menos pensado alguien podía llegar con intenciones aviesas. Don Santiago había adquirido fama de domador y soguero. Pasaba el tiempo entre leznas, sobando cueros, cortando y tejiendo lonjas, haciendo arte con bellísimos cabezales, riendas, cabestros y todo lo imaginable en soga, hasta que una mañana aparecieron en el lugar tres jóvenes parientes del brasilero en cuestión. La visita presagiaba problemas. En pocas palabras pusieron las cosas en claro: venían a cobrar venganza. Don Santiago no se inmutó, pero para concluir de una vez por todas con esa costumbre, dijo: "Esta vez será a cuchillo, contra los tres".

Los jóvenes alegaron no tener armas encima y Santiago señaló un tablero colgado de un tirante de madera donde, cuidadosamente envainados, se veía una variedad de cuchillos.

—Agarren el que más les guste —dijo, y agregó—. Será a muerte, el que caiga no se levantará más... Al salir del cobertizo manoteó al pasar el cuchillo caronero y marchó hacia la luz del patio. Al darse vuelta para encarar a los jóvenes, se dio cuenta que estaba solo.

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Invasión – González Carey

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Invasión

Fernando González Carey

Gral. Roca

¿Vamos? , ya estoy, esperá que me abrocho las zapatillas, che, ¿conocés bien el camino?, mirá, algunos datos tengo, vamos, apuráte, que ya salió el Sol.

La montaña resplandecía por el lado del Este, luminosa, casi blanca a pesar del furor del verde en la forestación de las laderas. Los dos amigos caminaron en silencio hacia la villa , una aldea de montaña enclavada en el límite con Chile, a orillas del lago Aluminé. Según los mapuches -que se dicen originarios y dueños de las tierras- Villa Pehuenia está asentada sobre sus dominios ancestrales. Los blancos llegaron de a poco, instalaron sus cabañas e impusieron feroces camionetas.

Los dos amigos iban apretando el paso en la hora matinal, cuando un camión regador destartalado motivó sus comentarios.

- ¡De los de antes! –exclamó Juan

- Todavía sirven –le acotó Gerardo.

- ¿Se darán cuenta de que somos de la ciudad?

- Lo tenés pintadito en la cara, che.

. Llegaron al pueblo y encararon por la única calle comercial. Un policía dormitaba en la estación de combustibles. Cuando se acercaron le preguntaron si conocía el paraje del lonco Puel. El policía los miró con sorpresa y les arrimó un consejo.

- Sigan la ruta provincial hacia el Este. Hay un cartel indicador a la izquierda del camino, pero tengan en cuenta que está prohibido ingresar a sus territorios sin permiso…

- ¿A sus territorios?

- Bueno, ellos son los dueños…

- Pero solo queremos ascender la montaña, ¿hay problemas?

- Ya les dije, pidan permiso, los paisanos son muy sensibles.

Juan sonreía todo el tiempo.

- ¡“Sus tierras”! , acaso crean que porque les ponen alambrado…

- Bueno, . los alambrados son para que no se les escapen los chivos, los caballos… ¡Vos nos

querés a nadie!...

- ¡“Los dueños de la tierras”!”, eso me da rabia. ¿de dónde lo sacaron?

- Todos sus ancestros están bajo esos pehuenes, ¿no te basta?

- Bueno, bueno, ¿pero toda la tierra? Estos lugares son magníficos y ellos no saben explotarlos.

Viven en la miseria y tienen la posibilidad de salir de ella con solo vender algunas parcelas…

- ¿Vos sabías que estas tierras son de la comunidad y no de cada uno de ellos?

- Ya se van a despertar, es cuestión de tiempo…

- No creo…

- Bueno, Juan, allí está la tranquera…. Dale, apuráte….

Buscaron el hilo más conveniente, se inclinaron y pasaron del otro lado.

Se detuvieron un instante y Juan bromeó

- ¡Uy, mirá si nos tiran con flechas!

- Pero no seas bruto, las armas de ellos fueron la lanza y la boleadora…

- Bueno, dale, vos primero - dijo Juan, que ya estiraba el cuerpo y ascendía la cuesta.

- ¡Alea iacta est! (*) -gritó Gerardo, mientras acomodaba todo el equipo.

La montaña era amplia, rotunda. Algunos ñires y lengas achaparradas dificultaban el andar, obligando al zigzag. Más arriba esperaban cohiues y algunas araucarias que se habían erguido entre piedras enormes. Por allí el estampido de un conejo salvaje. Con la ayuda de un bastón el ascenso fue lento y de vez en cuando se detenían para contemplar el lago Aluminé que estaba a sus espaldas. La visión era impactante a medida que ascendían. Todo un anfiteatro abajo, amplio, expandido, alimentaba la codicia de los dos y promovía la verbalizacion de grandes emprendimientos.

- ¡Qué desperdicio, che! -gritó Juan.

- Calláte y seguí subiendo -le respondió Gerardo, que ya respiraba por la boca- más arriba

cambiamos.

El sol apretaba y la cantimplora iba de mano en mano. Fue Gerardo quien la vio primero, montada en un caballo viejo, con toda una jauría por compañía. Fusta en la derecha, la otra mano firmemente tomada de las riendas. Un rostro por demás curtido que no enviaba más que señales inoportunas. Una mapuche, oyó decir Gerardo como advertencia. La vieja se acercó hasta una distancia prudencial y desde allí les gritó. Los perros estaban alineados detrás del caballo, esperando alguna orden.

- Y ustedes ¿qué hacen por acá?, ¡éstas son nuestras tierras!- Gerardo intervino con un saludo que empezó cordial pero que murió antes de concluir. -

- ¿Qué hacen ustedes en nuestras tierras?, volvió a gritar la vieja.

- Estamos caminando, señora -se animó Juan, y Gerardo, mirando la cumbre ya cercana, completó

- Queremos llegar allá arriba

- ¿Tienen permiso para entrar?- Les espetó la mapuche, acercándose más.

- Pero no es más que un simple paseo… completó Gerardo, pero ya la vieja estaba vociferando a los cuatro vientos que

- ¡Ustedes, los blancos, primero vienen a mirar, después miden nuestras tierras y más tarde se llevan todo!…¡.Lárguense de acá, que si no les suelto los perros!.- Relinchó el equino, dio vuelta y media y pronto estaba la mapuche para ejecutar su orden cuando Juan le dijo

- No hace falta señora, ya nos retiramos…

El descenso fue lastimoso. Mordían su bronca los dos amigos y un poco más abajo Gerardo se dio vuelta para observar la actitud de la vieja, pero la vieja no estaba más.

No bien llegaron a la parte comercial de Villa Pehuenia, se dirigieron al locutorio de Catalán. Fue Gerardo el que subió la pequeña escalinata para pedir una cabina telefónica, cuando Juan le preguntó casi como al descuido,

- Che, ¿tenés bien claros los datos de la mensura? A ver si con el susto que nos dio la vieja se te borraron y no podés pasarlos… - pero ya Gerardo sonreía con el pulgar levantado.

(*) “La suerte está echada”

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General Roca, Otoño del 2008.

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El Barquero – González Carey

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El Barquero

Cuento Corto

Gral. Roca – Río Negro

Me sorprendí cuando me dijo que no. Después, observando el Oeste, donde se calcaban las montañas en el lago, insistí.

- Tenga en cuenta que vengo de lejos y que la noche se arrima...

No dejaba de mirarme, pero por más que indagué sus intenciones en las mínimas marcas de su rostro, sólo encontré la misma negativa, pertinaz. Sin embargo, una fina línea floreció en la comisura de sus labios cuando metí la mano en mi bolsillo y le mostré el vintén oriental. Lo tomó con ceremonia infinita y entonces me ayudó a subir a la barca.

Mientras los remos marcaban el paso de ñires y cohiues que se acomodaban en la orilla, volví a sentir muy cerca de mí, adentro, a los costados y con el alma apretada al mismo pasajero solitario y temeroso que llevaba yo adentro. El barquero persistía en observarme.

- ¿De dónde viene? – me preguntó de repente.

- Pues caminaba por el bosque y me di cuenta bastante tarde de que no tenía tiempo de orillar el lago para regresar a casa.

- Parece asustado.

- Hay algo de eso –respondí sin resistencia.

El barquero tenía un rostro de nadie, pero invitaba a conversar. Hablaba con voz profunda.

- Hay en la vida sensaciones raras, que en el bosque se magnifican- deslicé cuando la proa buscaba la orilla opuesta.

- Es que las sombras de la vida surgen recién al atardecer. Fíjese en el pinar espeso que llega hasta la playa, cómo se abalanza sobre el espejo de agua y lo cubre. De día, es una fortaleza verde, que sostiene el cielo. Vamos construyendo temores en el camino de la vida y cuando éste se angosta, aquéllos recorren el mínimo espacio en loca carrera, mordiendo y acorralando.

Y entonces, mientras el barquero trabajaba su remo, de mi bolsillo fueron saliendo muy despacio las penas y las mentiras, las traiciones y desencantos, las soledades y miserias. Los iba liberando y arrojando al lago, en pequeños envoltorios que prontamente desaparecían. La conversación avanzaba sin miramientos. Hasta que aparecieron los recuerdos El barquero extrajo de la nada una bolsa grande de arpillera y la abrió en silencio, incrustando sus negros ojos en los míos. Resultó inútil resistirse. Allí debían ir las cosas nunca más vistas y queridas del pasado.

- Si Ud. quiere vivir, arrójelas y nunca más pida por ellas- y cerrando la bolsa con la nostalgia que pesaba como jamás imaginé, la tiré al lago. La estela de un pez muy grande se abrió surco desde la quilla de la barca y se alejó tumultuosamente.

Un silencio incómodo se apoderó de mí, pero cuando arribamos sentí el vacío que las penas habían dejado. Me alejé sin volver el rostro, convencido de que nada valió más que ese día.

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