Secretos bien guardados
Fernando González Carey
Eran las 9 de la mañana y ya el hombre estaba parado en la estación observando el arribo de los micros de larga distancia. Vestía bombacha, camisa floreada y botas de cuero. Una faja ancha rodeaba su cintura. De vez en cuando saludaba gentilmente, con una inclinación del cuerpo, llevándose la mano a la visera del sombrero. Más tarde, Feliciano Cuevas descubriría que llevaba un facón cruzado en la cintura.
El colectivo de la Línea Sur, muy distinto de los que arribaban a los andenes de la estación de Roca, era un micro que parecía un cascarudo. Sobre su techo viajaban valijas y bultos amarrados con cuerdas por todos lados. A medida que el pasaje iba ascendiendo, el chofer saludaba y controlaba los boletos.
Feliciano ya se había instalado junto a la ventanilla cuando el paisano que viera en la explanada se acomodó a su lado.
-Para dónde va, mi amigo, -preguntó Feliciano con el fin de iniciar una conversación.
-Pues al Cerro Policía, ¿conoce? -respondió el paisano y añadió-: vamos a tener un viaje largo y caluroso…
- La verdad -alcanzó a decir Feliciano acercando sus palabras al oído del otro (el ruido del motor era insoportable)-, es mi primer viaje por la línea Sur, voy a cobrar un dinero que me deben.
Ambos hombres guardaron silencio. El traqueteo del colectivo invitaba a echarse una siestita.
-Mi nombre es Paulino, -aclaró el paisano un tramo más adelante, cuando estaban llegando al puente de Paso Córdova.
-Feliciano Cuevas, a sus órdenes -contestó de inmediato su compañero de asiento, intuyendo que el viaje podría no resultar tan aburrido.
Después de cruzar el río Negro, la ruta asciende hacia el sur con curvas pronunciadas para luego instalarse sobre una meseta árida, surcada por extensos valles. El pequeño colectivo debió poner primera marcha y, una vez arriba, fue como si tomara aire y emprendiera un galope tendido. Feliciano comentó a su compañero de viaje sobre la inclemencia del tiempo. Ya promediaba enero y el calor castigaba fuerte a esa hora de la mañana.
- No está para andar caminando por este desierto, ¿no? -deslizó Feliciano señalando la vastedad de la meseta.
- A todo se acostumbra el hombre -respondió Paulino sin mirarlo y, tomándose todo su tiempo, apuntó-: aquí, en el campo, solemos soportar temperaturas muy altas. Usted estará al tanto del geólogo que días atrás se perdió por estos terrenos -Paulino sacudió la cabeza demostrando contrariedad-. Varios días estuvimos tras de él, marchaba en dirección equivocada a su campamento de base. Pobre hombre, sin agua, sin sombra, sin rumbo. Claro, acostumbrado a la vida de ciudad...
- Usted, Paulino, ¿estuvo en el contingente de búsqueda? -preguntó Feliciano.
- El comisionado de Cerro Policía nos llamó a mi hermano y a mí porque solemos rastrear animales perdidos en las sierras. Nos explicó el caso: que era hombre de ciudad, de unos 40 años, y que seguramente había perdido el rumbo. Ernesto, así se llamaba el geólogo -Paulino hacía pausas que a Feliciano le parecían interminables-. Había salido temprano aquella mañana, como es costumbre de hacer entre estos investigadores, pero nunca regresó. Entonces se dio el alerta a la policía de Roca, a grupos especiales -el paisano se alisó el bigote con sus dedos curtidos por el trabajo y la intemperie-. No resultó. Recién al cuarto día nos fueron a buscar -hizo un gesto desaprobatorio-, se acordaron un poco tarde. Era un 24 de Enero, recuerdo, y no llovía desde hacía mucho tiempo. Calor juerte pa’un hombre de ciudad… -volvió a menear la cabeza y repitió con cierto engreimiento-: Se acordaron muy tarde de nosotros. Igual hicimos la tarea… Teníamos muy pocas posibilidades de encontrarlo vivo; se lo advertimos al comisionado -se acomodó en el asiento y cruzó los brazos-. Sin agua, por estas vecindades, uno es hombre muerto.
A Feliciano le pareció que el paisano se sentía satisfecho por el fracaso de la búsqueda; al fin de cuentas habían recurrido a él y a su hermano cuando ya no quedaba nada por hacer.
Entre el ruido del motor y una radio mal sintonizada, le costaba entender a Paulino. Como tenía seca la garganta, buscó la cantimplora con agua fresca en su mochila, la sacó e invitó al compañero de viaje a tomar un trago. Después, siguieron la conversación.
- Con mi hermano no dudamos. Salimos bien montados, y cargamos bastante agua de reserva. Teníamos encargo del señor comisionado, en caso de que lo encontráramos, de que debíamos prender una hoguera, pa’que el humo los alertara y vinieran en auxilio. Nada de eso fue necesario.
- ¿Cómo es eso? -preguntó Feliciano alzando las cejas con ingenuidad, sabiendo muy bien qué había querido decir el otro.
- Pues… que nunca lo encontramos vivo. Hicimos todo lo que aprendimos en la vida pa’rastrearlo. Aquí, en el campo, mientras no llueva o no corra mucho viento, las huellas no se borran. Siempre se encuentra algo con que orientarse: brasas apagadas, ramas cortadas, ropa olvidada, pasos en busca de sombra; digo, porque con seguridad el geólogo habrá buscado algo de sombra pa’descansar… -sacó un cigarro del bolsillo de su camisa y, en lugar de encenderlo, se puso a mordisquearlo.
El colectivo tenía paradas irregulares y en todas partes subían paisanos cargando jaulas con gallinas y bolsas con productos de sus quintas.
-Van a tener una buena venta en el pueblo -dijo Paulino buscando un fósforo.
En la ruta un cartel indicaba que faltaban aún 50 kilómetros para llegar a Cerro Policía. Decidido a saber el fin de la historia del geólogo, Feliciano le confesó a Paulino lo extraño que resultaba que no hubiesen hallado rastros, así que lo apuró un poco.
- Paulino, ese hombre no pudo haberse esfumado -y se quedó mirando fijamente cómo el paisano prendía el cigarro.
- Con mi hermano levantamos un campamento en el lugar, resueltos a rastrillar bien la zona e hicimos cálculos inverosímiles de por dónde pudo haberse alejado… o arrastrado, porque le soy sincero: después de más de 30 kilómetros de marcha, de seguro el hombre ya había perdido el control de sus actos, la sed, el cansancio… -se detuvo como si se hubiese arrepentido de haber iniciado esa línea de pensamiento.
- ¿Por qué más? -preguntó ansioso Feliciano. Percibió que Paulino no estaba diciendo todo lo que sabía. Éste tardó en contestar, y sus palabras lo sorprendieron:
- ¡Por lo que pudo haber visto! Lo que nosotros encontramos, muy lejos del lugar de las últimas pisadas, fue un cuaderno, un diario personal, y un montón de güesos que sabrá Mandinga de quién serían. Francamente, apenas sabemos leer; además, era una letra borrosa, difícil de descifrar… El cuaderno fue a parar a manos del comisionado, y los güesos los enterraron detrás del cerro, cerca de donde estaban tirados.
-¿Qué decía la última página de ese diario? -inquirió Feliciano con inquietud, y observó que Paulino mostraba cierta resistencia a proseguir la conversación. Insistió-: ¿Cómo terminaba ese diario, Paulino?
- “Pisadas, pisadas raras… pisadas, pisadas raras…”
Después de estas palabras, ambos se sumieron en completo silencio. Feliciano miraba por la ventanilla y trataba de decodificar semejante respuesta.
Habían llegado a Cerro Policía y la mayor preocupación de Feliciano fue encontrarse con el comisionado, dejando de lado lo que venía a hacer: cobrar el dinero que le correspondía. No bien descendieron, Paulino saludó cortésmente y con paso apurado, ingresó a la pulpería.
Las palabras encontradas en el diario del geólogo quemaban los oídos de Feliciano. La actitud de Paulino, de no terminar de aclarar todo, fue un poderoso estímulo para seguir hurgando en aquella historia.
El comisionado era un hombre de unos sesenta años, bajo y ya casi calvo; tenía un carácter enérgico, dominante. Saludó a Feliciano sin ponerse de pie. Algo sorprendido por el motivo de la visita, hizo tomar asiento al recién llegado, y empezó a darle vueltas a la historia, tratando de obviar el final.
-¿Qué tan importante puede ser ese diario para rebobinar el calvario del geólogo? ¿Ud. encontró en él algún dato relevante? -preguntó Feliciano con voz calma, tratando de no herirlo en su orgullo.
-Mire -dijo encendiendo el enésimo cigarrillo al que tan sólo daba un par de pitadas y luego abandonaba- el cuaderno no contiene grandes precisiones sobre su destino final. Llaman la atención los últimos trazos que, por lo que me refiere, usted ya conoce… pero en nada nos ayudaron. Sabemos que su desorientación lo llevó a caminar más de 30 kilómetros hacia el Este, cuando debió ir hacia el Sudeste. Así lo indican las señales encontradas. El calor, la sed, el cansancio… seguramente pudieron más que su afán por reorientarse y regresar al campamento.
-¿Por qué “pisadas raras”? ¿Encontraron algo los rastreadores? -inquirió Feliciano sin mucha convicción de obtener una respuesta satisfactoria.
-Bueno, tenga en cuenta que el geólogo debería estar sin mucha conciencia por los efectos de la deshidratación… “pisadas raras”… Alucinaciones, vea don, no vale la pena considerarlo.
La respuesta tenía lógica, pero no lo conformaba.
Ya estaba Feliciano por averiguar los horarios del colectivo para emprender el regreso, cuando recordó que Paulino había enfilado rápido hacia la pulpería. Ahora o nunca, pensó, y se acercó a tomar unos tragos.
Más que una pulpería parecía ser una tienda de ramos generales. Un palenque para los caballos, cerca de la entrada, un mostrador reluciente y, detrás, infinidad de estantes con mercaderías de lo más variadas. Los paisanos, de pie y apoyados en el mostrador de bebidas, conversaban en susurros, sólo interrumpidos por la voz del dueño que iba solicitando el listado de las compras. Al fondo, derrumbados en una mesa, se hallaban Paulino y su hermano extendiendo la jornada con algunas copitas de ginebra. Paulino le hizo un gesto de saludo, pero que no guardaba intención de convite. Feliciano pidió una gaseosa con Gin y se acomodó junto a un viejo que bebía solo. El viejo, como es costumbre en los pueblos, lo saludó quitándose el sombrero y dijo:
- ¿Usted es el que está averiguando cosas?
- ¿Y usted, cómo sabe? -contestó a sabiendas de que mostraba las cartas del juego.
- Aquí se sabe todo, amigo -replicó sin mirarlo, con tono intimista.
Feliciano se acercó al oído del viejo y le preguntó en voz muy baja:
- Hable, hombre, qué me puede decir.
- Que pierde el tiempo con esos rastreadores. Si no se lo dijeron al comisionado, menos se lo van a decir a un extraño. Se han juramentado para guardar el secreto.
- ¿Qué se murmura en el pueblo?
- Que las pisadas eran largas y profundas, y que la osamenta que han enterrado no está completa.
- Pero… ¿de dónde venían, a dónde iban? Para algo son rastreadores…
- Es gente muy desconfiada.
- ¿Y el cuerpo?
- El esqueleto, querrá decir. Estaba irreconocible, no destrozado ni desgarrado, más bien… desarticulado -e hizo gestos firmes que traducían sus palabras.
- ¿Y por qué no lo desentierran y analizan la causa de su muerte?
El viejo se tomó todo el tiempo del mundo para contestar. Luego lo hizo mirando a su alrededor, temeroso de que alguien lo escuchara.
- La gente de lugar asegura que a la noche suceden cosas extrañas, como si ese finado emitiera luces desde su túmulo. Por eso nadie habla, y menos los dos hermanos que fueron los únicos que tuvieron contacto con el finado.
- Oiga, don, no me venga con esos cuentos de difuntos. Yo no creo un pito en apariciones -dijo Feliciano ofuscado ante la irracionalidad de las palabras del viejo. Un mutismo cargoso se produjo entre ellos, pero el otro con una sonrisa socarrona le largó un desafío imprevisto:
- Recorra el campo, todos conocen el lugar de las luces malas. Ande con cuidado, no sea cosa que, después, tengamos que ir a buscarlo a usted también…
Feliciano bebió el último trago sin decir nada, saludó con una breve inclinación de cabeza y salió como huyendo de la pulpería. Los dos hermanos rastreadores seguían sentados en el fondo y se incomodaron al ver esa salida tan apresurada.
A mí no me van a joder, se dijo ofuscado Feliciano.
Ya en la calle se dio cuenta de que en ese pueblo, él era un perfecto extraño, y que necesitaría ayuda para llevar a cabo la búsqueda. Enfiló hacia una capilla que enarbolaba una cruz frágil sobre su techo de paja. Encontró al cura rezando su breviario y no tuvo que esperar mucho para que le prestara atención.
- Dios lo bendiga, ¿qué hace un hombre de ciudad por estos pagos tan distantes de la civilización? -dijo el cura sin levantar la mirada de su rezo.
A Feliciano le gustó el tono bonachón del saludo, el humor que trasuntaba. Era un cura de pueblo, la imagen de don Camilo, del italiano Guareschi.
- Es que uno viene aquí como quien viaja a Japón, a orientarse un poco. -y sonrieron los dos en una tarde que ya se iba.
- ¿Sabe algo del geólogo perdido, padre?
- Hace un tiempito le recé una misa, pero sin cuerpo presente.
- Me dicen que los paisanos ven luces raras en su sepultura.
- ¿Usted cree? -y lo miró con los lentes bajos y una sonrisa que decía todo-. A mí, lo que me llama la atención, son las últimas palabras escritas en su diario acerca de las “pisadas raras”, y el silencio de los rastreadores; usted ya sabrá que se han juramentado para no decir nada.
Charlaron un rato más y, a causa de la insistencia de Feliciano en llegarse al lugar del que todos hablaban, el cura finalmente le indicó el rumbo.
- Vaya con la fresca mañana, hoy duerma tranquilo -aconsejó el cura despidiéndose.
Antes de que saliera el sol, Feliciano se puso en camino hacia el lugar en que, supuestamente, se habría perdido el geólogo. Si bien al principio descreía de las barbaridades oídas, a medida que iba subiendo y descendiendo cañadones, una mortificante duda hizo presa de él. Observaba todo con mucha atención y cuidado. De vez en cuando se daba vuelta para asegurarse de que nadie lo seguía. Su sombra se dibujaba vacilante cuando el sol ya atormentaba, así que puso su energía en buscar reparo. No fue fácil encontrar un chañar que le prodigara un mínimo refugio de frescura; por fin lo vio a lo lejos amarrado a una tierra estéril en medio de jarillas brotadas de la nada. Se sentó algo fatigado, preocupado e intranquilo. Para distraerse trató de recordar letras de canciones, pero nada le restituía la seguridad perdida.
Recostado en la arena, fue entrando en un sueño liviano. Cuando despertó, aparentemente todo seguía como antes, salvo un viento susurrante que se delizaba silbando entre las ramas del chañar. Feliciano se incorporó con premura y echó una mirada en derredor, pues le pareció estar viendo pisadas que antes no detectara. Pisadas largas y profundas…
El colectivo hacia Roca paró en Cerro Policía y ascendieron varios paisanos. Uno de ellos, de nombre Paulino, vestido con bombachas y ancha faja, saludó ceremoniosamente al chofer y fue a sentarse en primera fila. Una vez que el micro se puso en movimiento, estiró el cuerpo y con un tono intimista les dijo al que manejaba:
- Oiga, maestro, ¿sabe algo del caso del visitante que anduvo husmenado por aquí?
- Lo mismo que todos -contestó el chofer- es como si se lo hubiese tragado la tierra.
Una vieja emisora a transistores sonaba desde la parte trasera del colectivo y los paisanos seguían subiendo parada tras parada.
Paulino, mientras tanto, disfrutaba del viaje.
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