Frio
Ustedes quieren que yo les hable acerca del frío. Que yo recuerde… la primera vez que sufrí frío, en serio, fue cuando yo tendría unos siete u ocho años de edad. Descontemos ese breve frío en las manos y orejas durante la formación escolar mientras se izaba la bandera, el frío mañanero que ocasionaba los sabañones escolares no cuenta. Aquella vez fue toda una noche de frío. Estábamos en el Yeca.
El Yeca era el nombre de origen misterioso que tenía una casilla en las islas a las que íbamos con mucha frecuencia en el verano. ¿Cómo es que sentía frío en verano? Pues debe haber sido un frío inesperado y desubicado en el calendario, o tal vez fuimos allí durante las vacaciones de invierno. El Yeca era una construcción toda de madera con el techo de chapa.
Se encontraba en el interior de las islas del delta. Uno llegaba en ferrocarril hasta la estación terminal, y de allí había que remar unos cuarenta minutos por uno de los ríos principales, y después internarse en un zanjón hasta el corazón de la isla, donde con toda seguridad los terrenos eran mucho más baratos. En la planta baja no había nada porque se inundaba con frecuencia.
Solamente se erigían los pilares que soportaban la parte superior, que de este modo siempre quedaba protegida del avance de las aguas.
A decir verdad, en la parte inferior había algo, estaba una pequeña cocina, un depósito de leña y un retrete. A la cocina se la utilizaba poco y nada, sólo calentar agua para el mate en el primus, no recuerdo el olor del café por aquellos lugares. El depósito de leña protegía de la lluvia a una buena cantidad de ramas de ciruelos y duraznos producidos durante la poda de los frutales en el invierno.
De cualquier modo, la leña estaba siempre húmeda, cuando se lograba prender fuego siempre se veía que el extremo de las ramas exudaba agua o savia en ebullición. Era un fuego absolutamente inútil.
El retrete era para utilizar cuando las crecientes impedían llegar al baño del fondo, pero no eran tan altas como para que él también quedara sumergido. Realmente no recuerdo cómo dábamos rienda suelta a nuestros desperdicios las veces en que el repunte era bravo, cuando casi llegaba al piso superior.
La escalera que se iniciaba en el suelo limoso rodeado de maleza conducía a una pequeña plataforma, que a su vez conectaba con dos puertas correspondientes a un dormitorio muy pequeño con una cama matrimonial, y a otra estancia mucho más grande, con un enorme ropero y un montón de camas.
Aquella ocasión en que pasé mucho frío estábamos solo los cuatro, mi hermano y yo con nuestros padres. Mis padres dormían en el dormitorio pequeño y mi hermano y yo en la habitación grande.
El dormitorio pequeño era reservado para parejas. Lo ocupaban mis padres o Pascual Pastorino con su novia. Me da la impresión que Pascual Pastorino tenía cierta prioridad, porque en ocasión en que coincidía nuestra estadía con la de él y su novia, ellos tomaban el dormitorio matrimonial y nuestros padres compartían con nosotros y tal vez otros visitantes la gran habitación con camas amontonadas.
Yo no lo entendía en aquel momento, pero resulta obvio que el dormitorio matrimonial quedaba reservado para parejas que debían intercambiar palabras de amor, caricias y humedades. Tal vez no lo quería entender, porque si alguien me hubiera dicho que mis padres tenían actividad sexual allí a pocos metros, me habría parecido por parte de ambos una sucia traición.
El frío, ya lo mencioné, llegó durante la noche. Mi madre nos acostaba y nos daba las buenas noches y una golosina para que nos quedáramos dormidos.
Ella no seguía demasiado en serio las recomendaciones de los dentistas. Normalmente clavábamos el pico muy rápido porque los chicos estábamos extenuados después de recorrer los senderos de la isla explorando como nuestros héroes de los cuentos e historietas.
Los accidentes eran menores. Hundirnos hasta las rodillas en un barrial inesperado, herirnos las piernas con las hojas de paja brava, o caernos desde un ciruelo cuando nos dábamos una panzada de aquellos maravillosos frutos rojo oscuro, que le llamaban corazón de buey. Se ve que mi madre pasaba a verificar si nos habíamos quedado dormidos antes de acostarse ella misma, porque se acercó silenciosamente a nuestro dormitorio, y como no producíamos esa acompasada respiración típica del sueño, me preguntó:
― ¿Qué pasa que no te dormís, no tenés sueño?
―Tengo frío.
Por primera vez en mi vida tenía frío en el lecho, tanto que no me podía dormir a pesar de que estaba rendido. Yo no estaba acostado en una cama, sino en un catre de campaña. En aquél gran dormitorio del Yeca había algunas camas y dos o tres catres de campaña. Los catres de campaña de mediados del siglo veinte no debían diferir mucho de aquellos comienzos del siglo diecinueve, donde acostaban a los soldados heridos en los hospitales del frente durante las guerras napoleónicas.
Se trataba de un artefacto que estando plegado constituía un sólido bloque de hierro, maderas y lona. Para el armado, se iba abriendo y desplegando. Aparecían patas de madera en forma de equis con articulación metálica, Otras sólidas varillas de madera actuaban como separadores, y la lona, por la parte superior constituía el apoyo donde se armaba la cama con almohada, sábanas y frazadas.
Nosotros los chicos podíamos ver cómo los mayores armaban y desarmaban un catre de campaña, pero no podíamos hacerlo por nosotros mismos porque era una operación en la que íbamos a perder algunos dedos.
Mi hermano dormía plácidamente como un oso de Siberia durante el mes de diciembre y yo no podía conciliar el sueño. Los chicos, por lo general no sufren de insomnio, de modo que no tienen desarrollados trucos para caer, como se dice vulgarmente, en los brazos de Morfeo. La sensación de frío había desalojado completamente el sueño de mi mente.
Viéndolo a la distancia, uno piensa en lo terrible que debe ser que un niño no pueda dormir, no solo por frío sino también por hambre. Nosotros no lo podíamos imaginar entonces, como éramos sanos, protegidos y bien alimentados.
Sin embargo, mi madre debía pensar entonces que no me protegía lo suficiente porque yo seguía teniendo frío y ella no podía ir a dormir tranquila.
Mi madre verificaba que la puerta estaba bien cerrada y los protectores de las ventanas estuvieran en su lugar.
Las dos ventanas del dormitorio grande contaban con unas placas de chapa que las aislaban completamente, además de los paños vidriados.
Esas placas debían estar bien cerradas cuando venía de improviso un fuerte ventarrón.
― ¡Cierren bien todas las ventanas que se vuela la casa!
Ese era el grito imperioso cuando venía a dar su golpe el Pampero polvoriento. No me cabía en la cabeza como esa pesada casa podía salir volando, sin embargo los grandes aseguraban que era posible, que ya había ocurrido alguna vez.
Se ve que mi madre pensaría que yo no me dormía porque ella me estaba cargoseando, así que desaparecía por un buen rato. Y yo no me podía dormir por el frío, a pesar de que me habían colmado de frazadas.
Entonces yo estaba acostado en mi catre de campaña cubierto de abrigo, sabiendo que en cualquier momento mi madre se acercaría, como la madre de Proust cuando iba a dar las buenas noches al petit Marcel después de su velada con el señor Swann.
Mi madre se acercaba sigilosamente con la esperanza de que yo me hubiera dormido y no quería despertarme, pero yo no me había dormido a causa del frío que sentía. En una de sus visitas, ya más decidida a cortar por lo sano, me sacó de la cama, me hizo fricciones con alcohol por todo el cuerpo y me vistió con un sweater por encima de la camiseta con que estaba durmiendo.
Tal vez con la idea de incorporar calorías por dentro, me dio otro caramelo y me instó a que cerrara los ojos, pensara en una de las cosas más lindas que se me pudieran ocurrir y que se me iba a ir el frío y quedaría dormido.
Ahora yo no solo sentía frío sino también un poco de culpa por estar dándole tantos trastornos a mi mamá. Con los ojos cerrados traté de imaginarme un momento de calor.
Habíamos salido del Yeca e íbamos caminando por el sendero a lo largo del zanjón de entrada, luego cruzamos el puentecito de madera que atravesaba el zanjón y continuamos por un sendero a la vera del río.
Ahora el sendero iba elevado, por encima de esas defensas o taludes que se construían para proteger a las islas de las inundaciones. Llegamos al muelle de “La Querencia” un recreo al que nosotros no íbamos a pasar el día como lo hacía mucha gente sino a tomar prestado el muelle para descender por la escalera y meternos en el agua del río.
El agua era marrón claro, arrastraba limo de miles de kilómetros al norte, pero no estaba todavía contaminada por industrias o poblaciones. Era agua sucia pero a la vez limpia y refrescaba, ayudaba a sacarse de encima ese denso calor húmedo del verano en las islas.
Cuando pasaban las lanchas de la Interisleña o del Correo Caraguatá, la estela se nos acercaba como una blanda ola y nos elevaba despegando los pies del fondo fangoso del río. No podíamos ir al mar, a los balnearios de temporada, pero nos divertíamos de lo lindo con las olas de las lanchas en aquel río, abajo del muelle de La Querencia.
Me costaba respirar mientras trataba de dormir. Mi madre me había cargado con tantas frazadas, colchas, mantas y cubrecamas que tenía sobre el cuerpo un peso fantástico. Mi diafragmita de ocho años de edad tenía que hacer un esfuerzo considerable para que los pulmones pudieran tomar aire, elevando aunque sea un poco todas esas capas de abrigo.
Siempre que llovió paró, y todo insomnio, que no deja adormecerse a alguien por la razón que fuera, acaba con una persona dormida. A la mañana siguiente, con el desayuno y la actividad propia de los chicos el frío había desaparecido, yo me sentía bien, no estaba enfermo y ese largo ataque de frío seguía siendo una incógnita, pues ningún otro miembro de la familia lo había sentido.
Antes del mediodía llegó mi tío Horacio. Tío muy a la distancia porque era primo lejano de mi mamá.
― ¡Hola! ¿Cómo les va? ¡Pero qué bien! Toda la familia…
Nos habíamos acercado en grupo hasta el muellecito del zanjón porque estando amarrado nuestro bote, había que correrlo y hacer lugar para que Horacio pudiera pegar su borda a la plataforma y descargar sus cosas.
Horacio era uno de los dueños principales del Yeca y siendo comienzo de temporada además de la comida traía varias latas de aceite de linaza con el que se impregnaban los pisos de madera, dejando ese olor tan característico y penetrante durante los días de calor.
― ¡Qué bien que viniste Horacio! Te esperábamos ayer… ― Le saludó mi mamá.
― ¡No!... Si ayer se me hizo tarde, pero hoy me vine tempranito… tan lindo que está el día… y va a hacer calor…
Todos ayudamos a llevar sus cosas a la casilla, y cuando se intercambiaban las preguntas del caso, de cómo están todos, la salud, esas cosas, mi madre le contó:
― Estamos todos muy bien, pero anoche el pequeñito se moría de frío, casi ni pudimos dormir porque él no pegaba los ojos...
― Me parece que ya sé lo que pasó, y me parece que la culpa la tengo yo…
― ¡Pero Horacio! ¿Cómo podés decir eso?
― El chiquitín durmió en el catre… ¿No es verdad?
― Claro, durmió en el catre, si el hermano mayor es mucho más grande, a él le dimos la cama…
― ¿Y no le pusiste ninguna frazada debajo?
― ¿Debajo de qué, en el piso?
― ¡No mujer! Debajo de la sabana de abajo, si no, si no ponés una frazada debajo la lona es helada, te congela el frio que viene de abajo, aunque sea en pleno verano…
Mi mamá se quedó con la boca abierta y se agarraba la cabeza, ¡Cómo no había pensado en eso! Pero Horacio la defendía, entre los dos se disputaban la culpabilidad de mi noche fría.
― La culpa es mía porque dejé todas las otras camas paradas, apoyadas en la pared, es que el domingo le di una mano de linaza al piso y quedaron casi todas las camas paradas, y por eso vos utilizaste el catre…
Esa, que recuerde, fue la primera ocasión en que sufrí frio, y la tenía prácticamente olvidada. Después hubo otras, como aquella en que, también por la noche, me levanté muerto de frío a orinar y el agua del inodoro se había solidificado en un bloque de hielo ¡Dentro de la casa! Pero esas son ya otras historias.