domingo, 24 de enero de 2010

Micema - Blanco

Micema

Carlos Enrique Blanco

Cuento Corto

El Bolsón – Río Negro – Comarca Andina

escritores42 Me regalaron a mi gata hará ¿cuánto? ¿10 años? Tal vez más. O tal vez menos. Ya no puedo saberlo. Sí recuerdo que me la llevaron al departamento en el que vivía en la ciudad la tarde de un verano en el que las gomas de los autos se derretían sobre el pavimento, un verano en el que dormir era nadar y tratar de no ahogarse, un verano en el que el sudor se evaporaba antes de ser transpirado.

Llegó apaleada la pobrecita. Golpeada. A smash potato. Blanca, radiante, albina, pura o casi pura. Sus hermanos la odiaban, me dijo la veterinaria que me la regaló. La detestaban profundamente, agregó. Sentían un profundo desprecio por esta criatura, dijo y me convenció.

Le puse comida en un plato y leche en otro y comió y bebió y se escondió bajo el sillón durante 3 semanas. Sólo salía si sabía que no había nadie en el departamento. O salía cuando yo estaba cogiendo, lo que le daba tiempo para pasear y reconocer el lugar en el que, suponía, viviría durante el resto de su vida.

¿Cómo podría saber que estaba equivocada, que otros pisos, otras paredes, otras ventanas y otros balcones la esperaban?. Otros ruidos, otras calles, otros árboles, otras palomas, otras macetas donde recostarse y dar vueltas y remolonear y llenarse de tierra y perderse y caerse hacia la vereda desde la altura de aquel balcón, un viaje directo a las baldosas, viaje del que varias veces la rescaté, más por egoísmo que por su propio bien.

No sólo ella dejó aquel departamento que sería para siempre, para siempre. También yo tuve que hacerlo acuciado por las malos tiempos y las bajas recaudaciones, por las palabras sin filo y los papeles con manchas de café. Tuvimos que abandonarlo e instalarnos en lo de mi madre por algún tiempo.

Pronto sentí que había llegado el momento de largarme a andar por caminos de naranjas y chapas oxidadas, de árboles caídos y hojas de otoño, rutas sin destino ni carteles indicadores. Mi gata dejó de ser mía y pasó a ser de mi madre. No firmamos ningún papel ni documento ni manifiesto ni factura ni boleto de compraventa ni nada. Solo se quedó viviendo allí y así pasó a pertenecer a mi madre por simple abandono de su dueño natural.

Lo pasamos bien mientras vivimos juntos en aquel departamento, mi gata y yo. Se hizo conocida en el barrio. Es que mi gata, la gata de mi madre, es/era muy puta. Era la gata más puta de todas las gatas que conocí en mi vida, y he conocido, debo decirlo, muchas, muchísimas, tantas gatas que ya no las recuerdo a todas, aunque sí recuerdo que mi gata, la gata de mi madre, es/era entre todas esas gatas que conocí a lo largo de mi vida, la más puta de todas.

No la escuchaba quejarse con maullidos largos y dolorosos cuando algún gato la penetraba de manera furiosa, voraz, veloz. No mi gata, la gata de mi madre. Ella no. La escuchaba ronronear y atraer amantes desde diversas terrazas, vizcos siameses despeinados, enjutos albinos, gordos negrimanchados, marroncitos de cara simpática. Eso sí, mi gata, la gata de mi madre, era muy puta, pero nunca, nunca en su puta vida se dejaría tocar por un gato negro.

Una noche de insomnio, de estómago revuelto, de mucha fritura en el hígado, de mal aliento y calor estival ciudadano, ese calor estival que se diferencia del calor estival de pueblos junto a playas bañadas por mares lejanos y que se diferencia del calor estival en montañas más bajas que un cieloraso, podría asegurar, estaría en condiciones de afirmar, sería capaz de confirmar que, mientras respiraba caldo de aire y sopa de oxígeno, la vi fumando recostada sobre una pared junto a su amante más asiduo, il gattopardo. Creería que me vio y que por eso no llegué a tiempo para sacarle una foto con mi cámara reflex, una cámara de fotos antigua, una de esas cámaras que usaba algo llamado rollodefotos, rollodefotos que debía ser llevado a una casa de fotografía para ser revelado y disfrutado (o no). La cuestión es que tras esa noche me quedé en vela varias noches más, tratando de atraparla in situ, in fraganti, in pectore. Pero no hubo caso. Durante los días siguientes mi gata, la gata de mi madre, se comportó como una virgen camino el monasterio.

Mi gata, la gata de mi madre, tenía nombre. Siempre creí que yo se lo había dado, que fue mi labia divina la que eligió su nombre, su bautizo, su denominación humana. Mi gata, la gata de mi madre, me rebatió diciéndome que su nombre no le había sido dado ni por mí ni por nadie más, sino que ella sola lo había elegido una tarde que salí del departamento donde vivía, aquel departamento en que más de una vez me ahogué y resucité gracias a los conocimientos médicos de mi gran amor, gran amor que se convirtió en un gran amor porque, justamente, dejó de ser un gran amor cuando ella (mi gran amor) se fue diciéndome que me amaba pero que se iba porque sí, porque el nuestro era un gran amor, pero que todos los grandes amores debían terminar a lo grande o no terminar en lo absoluto, y que ella quería que terminara para que dejara de ser solo un gran amor y se convirtiera en el gran amor.

Pero volviendo a mi gata, la gata de mi madre, en aquella discusión que mantuvimos a la luz de una bombita de 60 watts, me decía que eligió su nombre una tarde en que salí de aquel departamento para hacer unas compras. Me fui esa tarde dejando el televisor encendido, como solía hacer cada vez que salía del departamento y según la gata de mi madre refería, el televisor encendido, una malsana costumbre fruto de mi paranoia y mi apego enfermizo a las cosas materiales: pensaba que si un caco o un ladrón o ambos llegaban a la puerta de mi departamento y escuchaban el sonido de la televisión pensarían que dentro había alguien y desistirían de intentar robar o sustraer o ambos, elementos de aquella propiedad. Creo que el sistema funcionó cientos o tal vez miles de veces o ambos, porque siempre que dejaba el televisor encendido cuando salía de cacería o de caza o ambos, al volver jamás me faltaba nada. Hoy sé que un sistema de seguridad tan básico no convencería o haría dudar o ambos a ningún caco o ladrón o ambos. Los criminales de hoy carecen de códigos.

Volviendo a mi gata, la gata de mi madre, al parecer esa tarde que ella citaba, dejé el televisor sintonizado en el canal Retro, ese canal que transmite día y noche series antiguas, series blanquinegras, series de los días en que nos daban la leche y nos castigaban por las malas notas prohibiéndonos prender el televisor para ver a Larry, Curly y Moe pegarse cascotazos. Habrá sido un domingo, que es el día en que los canales de este tipo programan maratones de alguna serie antigua. La serie que aquel domingo mi gata absorbió como un Alex en pleno proceso de reeducación fue "The avengers". De allí, según su teoría que no comparto, que su nombre oficial sea Miss Emma Peel. No discutí mucho el tema. No tiene sentido discutir con una gata cuando se empaca. En último caso, yo sé quién le puso ese nombre, aunque carezca de pruebas irrefutables para probarlo.

Desde la ruta me comunicaba regularmente con mi madre, quien, como ya expliqué, se convirtió en la dueña de mi gata, su gata. Lo hacía vía mail o correo electrónico y cada tanto, después de haber trabajado en alguna cosecha o en alguna fundición de acero o en la construcción de algún matadero, le hacía un llamado telefónico que le alegraba la tarde, hasta que volvía a sus preocupaciones diarias.

Recorrí rutas de nombres y direcciones diversos, anchas y angostas, pavimentadas y de ripio, de tierra, de piedra, caminos y senderos. Monté en camiones, autos, camionetas, motocicletas y en dos oportunidades, en carros tirados por caballos. Pagué boletos, invité almuerzos, meriendas y cenas; convidé cigarrillos y a un camionero que transportaba vacas de mirada extraviada, le leí, para que no se durmiera durante la noche, parte de un libro que cargaba en mi equipaje.

Fue un viaje largo y con muchas paradas. A veces viví solo, pero varias veces acompañado. Ninguna de aquellas compañías se convirtió en nada más importante que un albergue o una compañera de visita o una buena conocida. No escuché sollozos ni vi lágrimas derramadas al partir. Nunca miré atrás.

Finalmente recalé en el puerto de un pueblo sin ríos navegables ni mares cercanos, pero puerto al fin, uno de esos sitios donde hay dos clases de personas: quienes nacieron allí y quienes llegan escapando de algo. Y yo nací allí.

La comunicación con mi madre se tornó todo lo fluída que podía ser considerando la distancia que nos separaba. Ella me contaba de sus peripecias para alimentarse sin plantar especias en el piso del patio y yo le hablaba de los caminos de astillas y cáscaras de nueces quebradas que bañaban las laderas de las montañas. Siempre le preguntaba por mi gata, la gata de mi madre. Me decía que estaba muy bien pero que hacía rato que no iba de visita il gattopardo, y eso la extrañaba. Le parecía que entre mi gata, la gata de mi madre e il gattopardo había surgido algún tipo de desacuerdo que los había separado, según su opinión, "sólo por el momento".

Entré en la era moderna el día que compré un teléfono celular recuperado por alguien del pueblo/puerto de quien me había hecho, digamos, amigo, alguien que cargaba con la fama de ser un gran recuperador de elementos que no le pertenecían. "Funciona al pelo y está liberado" me dijo. Se me ocurrió preguntarle porqué había estado preso, pero no podía imaginarme qué clase de fechorías podría cometer un teléfono celular como para que alguien lo privara de su libertad, así que me abstuve de preguntar.

Con la llegada del celular, las novedades comenzaron a viajar en ambos sentidos con mayor asiduidad. Supe día a día cómo estaba mi gata, la gata de mi madre, cómo pasaba los otoños, los inviernos, los veranos. No las primaveras. Durante las primaveras mi madre prefería no contarme nada sobre mi gata, la gata de mi madre.

Una tarde recibí un mail donde mi madre me decía que se iba a visitar a mi hermano, quien llevaba varios años viviendo en el exterior y que pensaba quedarse con él entre 8 y 12 meses, por lo que había invitado a su amiga Analia para que se instalaran en su departamento de inmediato antes de que ella partiera y se quedaran allí durante el /ese tiempo en que se ausentaría de su casa, de su ciudad, de su país, de su continente.

Creo que pensó que yo me había olvidado de que Analía tenía una gata.

- ¿Y la gata de Analía?.

- Bueno...también se instalará con ella en casa.

- Ajá.

El día que partió me llamó desde el pie del avión. No escuché nada, solo ruido a turbinas, gritos, órdenes y maldiciones lejanas. Le dije chau, buen viaje, saludos, escriban, manden fruta y corté. Esa misma noche revisé mi casilla de correo en el ciber y encontré que mi madre me había enviado un mail más largo que los que solía enviarme, y que podía resumirse en:

- la gata de Analía y mi gata, la gata de mi madre (a quien a partir de ahora llamaremos Miss Emma) no se llevan nada bien.

- Miss Emma parece asustada, al borde de sufrir ataques de pánico.

- la gata de Analía (de quien mi madre no refería si tenía o no nombre) está enojadísima y se le notan "serias intenciones de matar, finiquitar, acabar con la vida de Miss Emma. Lo veo en sus ojos" (sic)

- para bien de ambos animales, Miss Emma será confinada a vivir en el cuarto de mi madre con salida al balcón y la gata de Analía vivirá en el resto del departamento.

Redacté un mail ofuscado y protestón, reclamando por los derechos de Miss Emma frente a la gata invasora, usurpadora, okupa recién llegada, un mail lleno de imprecaciones y palabras imprecisas, repleto de sonidos verborrágicos y onomatopeyas intraducibles. Al final, justo un segundo antes de apretar el botón de "send", borré todo el texto y escribí apenas un par de líneas, pidiéndole a mi madre que me enviara, en cuanto pudiera, la dirección de mail de Analía, para tener algún contacto más directo con quien sería la gatekeeper de Miss Emma durante los siguientes meses.

Comencé a comunicarme casi a diario con Analía, la amiga de mi madre que quedó a cargo de Miss Emma y del departamento. Analía, hermosa mujer que durante años afiebró mi cerebro, recalentó mi cráneo, hizo hervir los pelos de mi nuca, calores que se encargó de enfriar con su mirada helada y sus palabras de glaciar, resistiendo estoicamente mis embates, los embates de un adolescente más viejo que los demás, pero no lo suficientemente mayor como para que ella se dignara a bajarle la temperatura del termómetro de otra manera que no fuera vaciándole encima una cubetera recién sacada del freezer.

- ¿Cómo van Miss Emma y tu gata?.

- Pésimo.

Tenía un estilo de escritura minimalista Analía.

- Hola, ¿cómo va todo por allá?. ¿Los animales?.

- Mal.

Su forma de escribir suscinta nunca dejaba de sorprenderme

- ¿Y?. ¿Las gatas?.

- CEO

expresión que, después de intentar distintas opciones, opté por decidir que significaba "Como el orto".

- ¿Miss Emma vive?.

- Sí.

Finalmente llegó al grado más elevado del minimalismo cuando respondió a mi pregunta

- ¿Cómo siguen las cosas entre tu gata y Miss Emma?

con un

- .

Pasaron los meses y me olvidé de Miss Emma, desresponsabilizándome de interesarme en ella al visitar la iglesia local para pedirle a Dios que la cuidara y que se hiciera cargo de todo. Así tranquilicé mi conciencia y pude sacarme el tema de encima por un buen tiempo.

Mi madre regresó a su casa después de casi 11 meses en el exterior. Apenas unos días después de su vuelta, Analía se fue del departamento, porque, le dijo a mi madre, "me siento invadida por vos".

- ¿Se llevaron a la gata con ellas me imagino?.

- No.

- ¡¿Cómo que no?!.

- La gata de Analía se murió hace varios meses - me dijo. - Se enfermó de odio, se enfermó por no poder matar a Miss Emma, se contagió con el virus de su enojo, con su frustración ilimitada. Su saliva se volvió belladona. Se mordió, infectándose con su propio veneno. Luego sus dientes se dieron vuelta y se le clavaron en las encías. Dejó de comer. Pasaba las mañanas, las tardes y las noches trazando planes para atrapar a Miss Emma, planes que siempre fallaban. Veía a Miss Emma, vidrio de ventana de por medio, y se enloquecía. Gastó sus uñas tratando de atrapar aquella imagen del balcón y al no lograrlo, enloqueció de rabia. No dormía y caminaba de lado a lado como un león de zoológico esperando ver África en el horizonte. Al final enfermó y expiró su último aliento mientras señalaba aquella foto tan hermosa que vos le sacaste a Miss Emma y que yo colgué en una pared del living.

- ¿Y Miss Emma?.

- No derramó lágrimas.

- Entiendo.

- Pero tampoco se tomó revancha con Analía ni con Francisca. Las observó con respeto y a la distancia, me dijo Analía.

- ¿Ahora cómo está?.

- Libre de vuelta.

- ¿Hubo reencuentro?.

- No. Ahora sólo anda con gatos cachorros.

- Mandale saludos - dije. - Besos para vos. Chau - me despedí.

Me quedé allí parado en la cabina de teléfonos, viendo al sol hundirse en la cumbre de un cerro cercano. Miss Emma era libre de nuevo. El veneno no la había tocado. Era hora de emprender el regreso.

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Las Monedas - Blanco

escritores42LAS MONEDAS

Carlos Enrique Blanco

Cuento Corto

El Bolsón – Río Negro - Comarca Andina

Los hechos referidos en el siguiente informe que lleva el sello de las fuerzas policiales del Zar Alejandro III, sucedieron el 25 de Octubre de 1886 en la aldea de Cheremkhovo, ubicada en la orilla occidental del río Angara, en la provincia de Irkust Oblast.

"Hemos llegado hasta Cheremkova [1] con una fuerza compuesta de 12 hombres, en la tarde de hoy, 5 de Noviembre de 1886, para esclarecer los hechos sucedidos en ésta aldea, por orden de F. J. Golikov, comisario de la Tercera Sección del Ministerio del Interior Ruso para todo el valle del Río Angara.

[1] En el documento original, el nombre de la aldea figura escrito una vez tal como aquí se transcribe

Según relatan campesinos del lugar, la tarde del 25 de Octubre de 1886 llegaron a la aldea montados a caballo 12 hombres. A su cabeza se encontraba Pavel Rokkososvsky, criminal buscado en al menos otras 2 provincias rusas. Estaba acompañado por su lugarteniente, Nikolai Shtemenko, a quien los pobladores conocían por el apodo de "Lobo". También se encontraba con ellos el 3º en orden jerárquico, P. Nefedov [2] reconocido por los aldeanos por una cicatriz que le cruzaba el rostro desde el lóbulo frontal izquierdo, pasando por su ojo, su nariz y terminando debajo del ojo derecho, descripción que coincide con los registros que se tenían del Señor Nefedov. Los aldeanos declaran desconocer los nombres de los otros 9 hombres que acompañaban a Rokkososvsky. Los aldeanos conocían a Rokkososvsky y a su pandilla pues ésta llevaba tiempo asolándolos. Refieren que eran "salvajes, asesinos, bestias humanas" y otras expresiones del mismo tipo. Según estiman la fuerza de Rokkososvsky se elevaba hasta 30 hombres pero aclaran que aquella tarde eran solo 12.

[2] Se desconoce su nombre. Solo se conoce su letra inicial

Andrei Grechko, tendero, dijo: "Los conocíamos bien. Nosotros somos una aldea de pacíficos mineros y leñadores. Servimos a Su Majestad Alejandro III con devoción. Somos hombres religiosos". Katrina Suvorov, sobrina del alcalde local, dijo: "No tenemos armas". Sara Danilov, madre de 4 niños, dijo: "Vivimos en paz, siempre vivimos en paz. Trabajamos, ayudamos al monasterio. Sólo queremos vivir en paz". Vassili Baduchenko, leñador, dijo: "No sabíamos cómo defendernos". Irina Filipov, costurera, dijo: "Amamos a la Madre Patria. La Madre Patria debía protegernos".

Gregori Suvorov, alcalde local, refiere que luego de los hechos, se repartieron 18 caballos que pertenecían a los criminales ya mencionados, entre quienes más los necesitaban, a excepción de 2 de ellos, que fueron entregados al monasterio.

Luego de recibir la declaración espontánea de los aldeanos, el alcalde Suvorov junto a tres de sus colaboradores nos acompañaron hasta las afueras del pueblo. Allí encontramos a Rokkososvsky y 20 de sus hombres tendidos en la nieve. No había signos de corrupción en sus cuerpos, debido al intenso frío. Tenían todos orificios de bala, la gran mayoría de ellos en la frente, en la garganta o en los ojos aunque algunos también los tenían en el pecho. Solicité al alcalde Suvorov y a su colaboradores que consiguieran palas para enterrar a los muertos luego de confirmar que quien yacía allí era Rokkososvsky. Hice esto corroborando 3 datos que ya traíamos con nosotros:

1 - Rokkososvsky tenía dos dientes de oro, uno en la parte superior de la dentadura, al frente y hacia su izquierda. El otro en la parte inferior de la dentadura, al medio. El cadáver ante mí tenía esta característica.

2 - Al criminal Pavel Rokkososvsky le faltaba una falange del dedo anular de la mano derecha. El cadáver ante mí tenía esta característica.

3 - Rokkososvsky tenía una cicatriz en su hombro izquierdo, cerca de su cuello. El cadáver ante mi tenía esta característica.

Luego solicité al alcalde Suvorov que prestara ayuda en el entierro de los cuerpos y que señalara dónde debían ser enterrados. Esto motivó una reunión con el Consejo local, el cual tras una breve deliberación, indicó que el mejor lugar para enterrar los cuerpos era los Campos de Brionsk [3], sitio ubicado unos 1500 metros fuera del pueblo. 15 hombres se ofrecieron para la tarea. Varios aldeanos prestaron sus carros de cargar madera y carbón para llevar los cuerpos hasta el lugar donde serían enterrados. Algunos de ellos señalaron que sus carros eran tirados por los caballos de los muertos.

[3] Este nombre hace referencia a un sitio que ya no existe

La tarea de enterrar los cadáveres no pudo terminar de realizarse aquel mismo día debido a que se hizo de noche. Yo y 8 de mis hombres fuimos ubicados en la posada local; los otros 3 en la casa de la señora Ludmila Shestopalov. Por la mañana los 15 hombres del pueblo que habían comenzado a cavar las tumbas el día anterior, acompañados de mi ayudante y otro de nuestros hombres, concluyeron la tarea de entierro. Solo dejaron como marca un palo de madera clavado en la tierra, cruzado por una tabla que decia "Rokkososvsky", indicando el lugar donde se encontraba enterrado el jefe de la pandilla. El sacerdote local dijo una pequeña oración que todos los hombres escucharon con respeto, según me declaró mi ayudante. Se dibujó un mapa señalando lo más exactamente posible la ubicación del improvisado camposanto, para fines ulteriores que no detallaremos aquí.

Ordené a 6 de mis hombres que patrullaran la aldea en grupos de a 2. No había razones para pensar que algo más pudiera suceder pero ópte por no correr riesgos.

El posadero ofreció su posada para que realizara el trabajo de recoger testimonios. La mencionada tarea comenzó a primera tarde, tras el almuerzo del segundo día de nuestra estadía en la aldea, 6 de Noviembre de 1886. Tomaron notas de lo dicho Igor Subolenko, agente de 1ª clase y "Sasha" Vitutin, agente de 2ª. Hizo las preguntas quien redacta éste informe, Capitán de la Policía del Zar, Vladimir Ilushenko.

Declaró Ivana Koulikov, esposa de Igor Koulikov, trabajador del correo local: "Vine a vivir a Cheremokhovo hace más de 15 años. Llegué con mi padre, Volodnya Yeremenko. Al poco tiempo contraje nupcias con Igor. Aquella tarde del tiroteo estaba en la calle pues necesitaba comprar unos hilos. Me crucé e intercambié unas palabras con el alcalde. Después me encontré con mi amiga Irina (Irina Filipov, costurera) [4].

[4] El nombre de Irina Filipov aparece en el informe original agregado a pie de página con una llamada

Cuando Rokkososvsky y sus hombres entraron a la aldea por la calle principal, Irina me pidió que nos fuéramos de allí. Entramos en el comercio de telas y desde la puerta vi todo. Rokkososvsky, con "Lobo" a su lado, hizo una seña para que todos sus hombres se detuvieran. Detrás de ellos se colocó el hombre de la cicatriz en el rostro. Rokkososvsky dijo algo a "Lobo", quien lo repitió a los gritos para que toda la aldea lo escuchara. "Lobo" fue el primero en caer. Mi amiga Irina me tiró para atrás y al piso, alejándome de la puerta de la tienda de telas. Se escucharon varios disparos seguidos y caballos relinchando. Pude asomarme recién unos segundos más tarde cuando logré que Irina me soltara. Vi que varios caballos habían perdido a sus jinetes y que los hombres que quedaban montando luchaban por sacar sus armas para defenderse. Ninguno pudo hacerlo. Me pareció que todos cayeron muertos antes de poder disparar un solo tiro".

Declaró Andrei Grechko, de profesión tendero, 46 años de edad, esposa y 3 hijos: "Estaba en la vereda de mi comercio. Saludé al alcalde Suvorov al otro lado de la calle, quien me devolvió el saludo. El y yo somos buenos amigos. Nos conocemos desde la infancia. Vi cómo Suvorov se cruzaba con Ivana Koulikov, una buena clienta, e intercambiaban algunas palabras. Seguí barriendo la vereda. Entré nuevamente a la tienda. Al escuchar el ruido de tantos caballos juntos se despertó mi curiosidad. Salí a la vereda y vi a Ivana e Irina Danilov charlando en la vereda de enfrente. También vi a Rokkososvsky y sus hombres, que se detuvieron muy cerca de mi tienda. Unos momentos después escuché a "Lobo" gritar que venían a buscar su comida y que algunos de sus hombres deseaban pasar la noche acompañados de vodka y mujeres. Comenzó a decir algo más pero entonces vi como su cabeza estallaba y el caía de su caballo. Me tiré al piso y cubrí mi cabeza con mis brazos. No vi nada más hasta que los disparos se detuvieron. Me levanté y solo vi a varios caballos relinchando confundidos y muchos cuerpos tirados sobre la calle".

Declaró Gregori Suvorov, alcalde de la aldea, 50 años, viudo: "Estaba caminando cuando escuché que Grechko, el tendero de la aldea, me saludaba. Le devolví el saludo. Luego me encontré con la señora Koulikov, esposa de Igor Koulikov. Intercambiamos unas pocas palabras. Le pregunté hacia dónde se dirigía. Proseguí mi camino y unos segundos después me di vuelta al escuchar el sonido de varios caballos entrando al pueblo. Eran Rokkososvsky y sus hombres. Apuré el paso y unos metros más adelante me guarecí en la esquina de un edificio. Se detuvieron casi frente a la tienda de Grechko. Vi empalidecer al pobre hombre como si una tormenta de nieve hubiera caído sobre su rostro en aquel preciso instante. Luego sentí que "Lobo" decía algo, pero no entendí qué. Comenzaron los disparos. Creo que "Lobo" fue el primero en caer al piso. Busqué a quien disparaba pero no lo vi. Cuando volví la vista al grupo de Rokkososvsky, ya había varios cuerpos en el piso. El hombre de la cicatriz gritaba y daba órdenes en el instante en que una bala lo derribó de su montura. Seguí buscando a quién efectuaba esos disparos, pero no pude verlo. Solo llegué a observar una pequeña estela de humo a varios metros de donde estaba yo".

Nishka E. Katukov, médico local, 48 años, declaró: "Vi al menos a uno de los hombres de Rokkososvsky escapar con vida. No se porqué quien disparaba no lo mató. Creo que lo dejó escapar adrede. Cuando comenzó el tiroteo, me encontraba en mi consultorio en el piso superior de la tienda. Vi caer a "Lobo". Me pareció que un balazo le había atravesado la cabeza. Luego comprobé que esto era cierto al ver el cadáver: la bala le había entrado por un ojo. Vi caer a dos más de los hombres de Rokkososvsky. Entonces miré hacia el lugar de donde, creí, provenían los disparos. Creí ver la punta de un fusil pero no estoy seguro, aunque creo haber visto que de su boca, de la boca del que creí era el fusil, salían disparos. No vi quién lo sostenía, pero creo que estaba arrodillado o agachado, pues se veía que el fusil estaba muy cerca del piso. Luego bajé corriendo las escaleras. Cuando volvió el silencio y cesaron los disparos, me acerqué hasta los hombres de Rokkososvsky para ver si había alguno herido. No había ninguno. Estaban todos muertos. Solo salió vivo el jinete que el tirador dejó escapar. Le tomé el pulso a Rokkososvsky para confirmar que estuviera muerto. Lo estaba. Una bala le había entrado por la frente".

Declaró Vassili Ryabyshev, 16 años de edad, hijo de Marko e Ivana Ryabyshev: "Venía caminando hacia la tienda. Mi madre me envió a comprar algo...eh...no recuerdo qué...Mi madre siempre me manda a comprar algo. No me molesta. Vi que por el camino de entrada a la aldea venían Rokkososvsky y sus hombres. No me detuve. Tenía que ir a la tienda. Mi madre me había enviado a comprar...bueno... no recuerdo qué. Rokkososvsky y sus hombres se detuvieron justo delante de la tienda. Maldije y me maldije por haber maldecido. Me detuve a pensar si quería ir a la tienda. Ya no quería hacerlo, pero mi madre...ah...bueno, mi madre me había enviado a hacerlo. Vi que uno de los hombres de Rokkososvsky se adelantaba al resto y comenzaba a gritar algo. Escuché un disparo y lo vi caer. Rokkososvsky y sus hombres empezaron a gritar. Los disparos siguieron, fueron cayendo uno a uno. Vi como uno de los jinetes escapaba. El último en morir fue Rokkososvsky. Alcancé a ver de dónde provenían los disparos. El tirador estaba más adelante, hacia mi izquierda...esta es mi derecha...esta...si, hacia mi izquierda. No vi bien con qué disparaba. Su rostro... su rostro... creo que... su rostro parecía el de...el de un niño, señor. Si, creo que era un niño".

Tomamos declaración a 17 testigos más. Todos referían que los hechos habían sucedido más o menos como lo describieron los testigos cuyos testimonios transcribimos anteriormente. Nadie vió claramente al tirador, excepto a quien todos en la aldea sindican como "un borracho perdido, pobre hombre, sin un rublo en el bolsillo, que vive de la caridad de los aldeanos". Averiguaciones posteriores determinaron que el apellido de este hombre es Marachov, aunque él mismo no pudo decirnos cuál era su nombre de pila ni tampoco su edad. Por el estado de su piel, la falta de casi todos sus dientes, el color blanco de su pelo, inferí que rondaría los 55 años pero tal vez fuera más joven y estuviera en un estado de enorme decrepitud que me llevó a confundir su edad, aunque no es un dato que revista mayor importancia para la investigación llevada a cabo.

Marachov, 55 años, vagabundo, declaró, en evidente estado de ebriedad: "Estaba sentado en el callejón. Un samaritano me había dado dos hogazas de pan. Compartí una con mi perro. Tenía una botella de vodka conmigo. Siempre tengo una botella de vodka conmigo. Nunca me abandona el vodka... El vodka es el único amigo que nunca me abandona.... [5].

[5] El informe original tiene aquí otra llamada que dice lo siguiente: "Optamos por no transcribir la declaración completa del Señor Marachov pues estaba llena de vaguedades e imprecaciones que nada tenían que ver con el hecho investigado"

El primer disparó me despertó. Levanté la vista y lo vi, apoyado contra la pared. Disparaba como los mil infiernos. El diablo guiaba su mano. Tenía la velocidad de un ángel lanzándose sobre la tierra. ¡Por mil demonios!. ¡Nunca en mi vida de soldado vi a nadie disparar con tal certeza!. Cuando terminó la balacera, el maldito niño se dió vuelta y me sonrió, se acercó y me entregó una vaina vacía. ¡El maldito chiquillo no tenía más de 8 años!. Oh, criatura infernal. Sonrió nuevamente, me pidió un pedazo de pan, se lo comió y se fue corriendo cantando como un chiquillo que acaba de cometer una diablura. ¡Vaya diablura!".

El mencionado Marachov nos entregó la vaina que nombró durante su relato. El médico Katukov, luego de cotejarla con el cadáver de Rokkososvsky, concluyó que era la vaina de una de las balas que había matado a Rokkososvsky y sus hombres.

Consultados otros aldeanos sobre la posible existencia de aquel niño que Marachov describió para nosotros posteriormente lo mejor que pudo y ya algo recuperado de su borrachera, negaron conocerlo. Nadie en la aldea había visto jamás a un niño con esta descripción: pelo negro, repleto de rulos, pecas debajo de los ojos color azules o grises, pequeño de contextura, piel cobriza, le faltaba un diente delantero superior, orejas grandes y llevaba un colgante que parecía una gran moneda de oro con un agujero cuadrado en el centro. Ni la maestra ni el sacerdote del pueblo pudieron reconocerlo a partir de la descripción que brindó Marachov.

Según todos los testimonios recogidos hasta entonces, en el primer tiroteo habían muerto Rokkososvsky, Shtemenko, Nefedov y otros 8 hombres. Un jinete había escapado. ¿Cómo habían muerto los otros 10 hombres?. Cuando realizamos esta pregunta, el alcalde Suvorov pidió hablar en nombre de todos los aldeanos y declaró:

"Entendimos que el jinete que había escapado iría por sus compañeros que volverían a la aldea para vengarse por la muerte de Rokkososvsky y de los suyos. Entiéndanos...no tenemos armas... nunca las manejamos. Somos una aldea de gente pacífica. ¿Qué haríamos ante estas bestias?. ¿Qué podíamos hacer?. ¿Sentarnos mansamente como ovejas a esperar que nos mataran?. Nos llevamos a los muertos fuera del pueblo, tomamos todas sus armas, sus balas y las repartimos entre 19 de nuestros hombres. Luego simplemente nos sentamos a esperar a los hombres de Rokkososvsky que no imaginaban, tal vez ahogados por la idea de la venganza, tal vez soberbios porque se sabían bestias asesinas sin escrúpulos, escrúpulos que nosotros sí teníamos, que haríamos lo que finalmente hicimos: defendernos. No estamos orgullosos de lo que hicimos, pero lo hicimos. Los masacramos. Si. Lo hicimos sin piedad. Algunos de ellos lograron escapar. Tal vez, si hubiéramos podido, también los habríamos matado. Hicimos justicia. No sabemos quién mató a Rokkososvsky y sus primeros 10 jinetes. Marachov dice que fue un niño. Marachov está loco y borracho. Pero tal vez diga la verdad. Ya no importa, ¿o si?. ¿Van a juzgarnos por esto?. ¿Van a hacerlo?. Tendrán que juzgar a todo el pueblo y solo se salvará de ser condenado nuestro sacerdote".

Este fue el último testimonio que tomé. Recogimos las armas y las municiones que pertenecieron a Rokkososvsky y su banda y con las que fueron asesinados los secuaces de Rokkososvsky que volvieron al pueblo al día siguiente de la muerte de éste. Tres días después partimos hacia el pueblo de Tullun, a 3 días de viaje al norte de Cheremkhovo. El correo trajo noticias que allí habían matado a los 9 integrantes de la banda de Rokkososvsky que escaparon vivos de Cheremkhovo. Según contó el correo, varios testigos aseguraban que el tirador había sido un niño de pelo negro enrulado, tez cobriza, pecas debajos de los ojos color azules o grises, que tenía colgando de su pecho una moneda con un agujero cuadrado en el medio".

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EL ENCUENTRO

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El murmullo del lago despierta mi letargo, cuan largo se hace el sueño vivido, olvido el tiempo mirando el agua. Solo el correr del agua cristalina lava mi mente, no me deja pensar, solamente…estar.

Comienza a nevar, suaves plumones de nieve comienzan a blanquear mi cuerpo, me recuesto en un árbol que me da refugio momentáneo. Siento que me observan, una presencia cerca de mí, cierro mis ojos y mentalmente le llamo…. ¡ven!

Suavemente se asoma, se acerca tímidamente. Paraíso perdido que me regala estas emociones. Sus ojos se mueven intranquilos, hasta que le ofrezco mi mano y avanza sin temor. Nuestros ojos se encuentran, en los míos anteriormente velados por la tristeza y la soledad. Ahora, reflejan el placer del encuentro y en los suyos curiosidad.

Comienza a nevar más fuerte, una cortina blanca y suave nos cubre por completo.

El tiempo se detiene, todo sucede mas lento a mí alrededor, mi mano le acaricia el hocico y sonríe por la sensación nunca antes sentida.

Le hablo suavemente, comprende mi caricia, no necesitamos otro lenguaje. Escucha un ruido y se estremece, hay un atisbo de despedida, una última mirada y se pierde en el bosque.

Miro por entre los árboles, dejó de nevar. Me preparo para volver a la cabaña, pensando en el calor de la cocina a leña.

Siento que me observan nuevamente, encuentro unas huellas de ciervo en la nieve.

Sonrío. La cabaña puede esperar.

Gabriel Duarte

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viernes, 22 de enero de 2010

Quirófano - Duarte

QUIRÓFANO

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Cuento Breve – Gabriel Duarte
Lo primero que se notaba al entrar, era el olor a alcohol, medicamentos y el aroma característico del acero, hierro, oxígeno, pervinox y gasa.
En el centro de la habitación, se encontraba la camilla y como si fuera el sol, todo giraba alrededor de ella, médicos y las enfermeras, instrumental, pacientes.

Antes de ingresar, se debía esperar en una sala, que parecía la sala de condenados a muerte, por las caras de sufrimiento que tenía la gente por la tensión de la espera.
La luz que iluminaba la mesa de operaciones, parecía la de un estadio de fútbol, que no dejaba escapar ni un solo movimiento.
El monitor cardíaco, parecía un robot con su Bip-Bip-Bip, que resonaba en la habitación estéril.
Al ingresar lo despojaban a uno de toda su intimidad, y lo obligaban a ponerse una bata que cubría todo, menos lo que uno quería cubrir mucho más, la dignidad.
Las enfermeras con sus barbijos, ocultando su rostro, pero que igualmente se podía sentir en sus ojos, la paz que transmitían para tranquilizar al tembloroso paciente en bata con sus partes al aire.
El anestesista siempre cómico y burlón… ¡Buenas! yo soy el que te va a dormir. A ver a ver, contá hasta 10. 1-2-3-4, antes de llegar a 5, caía uno en ese sueño profundo y sin temor a las pesadillas. Ya que en ese reino obscuro, causado por la anestesia, era la nada en si misma, quizá comparada con la muerte.
Pero a veces algún paciente duro de ser dormido, solía despertarse, levantar la cabeza y mirar a su alrededor, como tomando nota mental de lo que veía.
Los rostros cubiertos, inclinados sobre el, como héroes con sus caras tapadas, paladines de la justicia ante el dolor.
No no… dormite Gabriel, alcanzaba a escuchar el paciente, antes de recostar la cabeza pesadamente y dejar en manos de esos héroes, su cuerpo, que era su templo. Así como era un santuario el quirófano, para ellos.
Gabriel Duarte
Esquel-Chubut

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domingo, 10 de enero de 2010

El padre de la criatura 1ª parte - Ameijeiras

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Primera parte de dos
Cuento corto, ma non tropo
Enrique Ameijeiras – Lago Puelo –Comarca Andina
Como un reguero de pólvora, la noticia se esparció en el pueblo montañés. Desde lo alto del cerro se podía apreciar a las gentes, saliendo presurosa de sus viviendas, para cruzar las calles, golpear las puertas de otros vecinos y comunicarles la triste noticia.
Algunas, sosteniendo en el pecho las puntas del velo negro y el angustiado corazón, con lágrimas en los ojos, no podían mas que llorar desconsoladas en el atrio de la vieja iglesia.

Mientras las mujeres se organizaban en el templo para iniciar las ruedas de Rosarios, los hombres llamaron a una reunión extraordinaria en la oficina parroquial. Tema: Solicitar a quién corresponda se inicien los trámites para la canonización del Reverendo Padre Parinni, recientemente fallecido a la edad de 39 años.
Una vieja feligresa lo encontró caído a un costado de la litera. Aparentemente la muerte lo sorprendió durmiendo. Al notar que no se presentó para la misa matutina se preocuparon y la más comedida ingresó a la Casa Parroquial y se encontró con este triste espectáculo.
Las campanas de la iglesia sonaban con intervalos de treinta minutos, por si algún desprevenido en la comarca, aún no se hubiese enterado que el padrecito Pino, como le llamaban cariñosamente al Padre José Parinni la gente del lugar había muerto.
Una mujer entrada en años, ataviada de negro de pies a cabeza, casi corriendo llegó a la parroquia. Qué pasó – demandó a la primera dama que encontró en la entrada.
Hay, doña Lola, no lo va a querer creer… El padre Pino, murió el padrecito… (Llantos)
Mientras se persigna tres veces, Madre de Dios, ¿Cómo fue?
No sabemos nada. No se presentó para la misa y lo fueron a buscar y estaba caído al lado de la cama. Una desgracia, vea. Una desgracia.
La dama de negro, se felicitó por haber venido de luto y se abalanzó dentro de la iglesia. Metió la mano hasta el fondo en la tina que debería tener agua bendita. No hallo humedad siquiera, no obstante ello, volvió a persignarse tres veces mientras recorría con la mirada a la gran concurrencia que yacía, ora de pie, ora de rodillas, rezando por el eterno descanso.
Portando un florero lleno de calas, vio a su comadre. Corrió hacia ella, hizo una breve reverencia frente al sagrario, y echando mano a un pequeño pañuelito blanco, lo pasó por sus ojos y luego, abrazóse a ésta.
Hay, Magdalena, no somos nada…
Ya lo creo que no doña María, hoy estamos y mañana… no estamos más.
¿Y dónde está el padrecito?
Lo están preparando, vinieron recién los de la funeraria.
Pero que tragedia, Dios mío. Si rebozaba de buena salud.
Si, pero era muy bueno, por eso Diosito se lo llevó. Dijo Magdalena, como despidiéndose mientras que intercalaba calas y helechos en el florero.
No le quedó a la anciana de luto otra cosa que juntarse al grupo de las damas dolientes que ya iban por el tercer misterio del cuarto rosario del día.
Mientras tanto, en la casa parroquial, no menos compungidos, una docena de hombres, alrededor de un escribiente, aportaban datos para confeccionar la carta que, dirigida al Obispo, entregarían para que circulase hasta llegar al Vaticano.
Discúlpenme señores, pero hasta ahora no hemos mencionado nada que sirva para que canonicen al padrecito. Aquí dice que era joven, muy trabajador, muy querido, pero nadie habla de su santidad, de su amor al prójimo, de su trabajo por el pueblo. – Se hizo un silencio entreverado con miradas entre algunos de los presentes.
El comisionado tiene razón. –dijo uno – Estamos muy dolidos y esto acaba de ocurrir, pero tenemos que poner que el padre iba todos los días por las casas de los vecinos, que nunca estaba en la oficina parroquial porque siempre estaba reconfortando a alguien.
Exacto, –dijo un tercero – Y que por las noches llegaba tardísimo, y que muchas veces sin dormir oficiaba la misa, sin faltar una sola vez, a pesar del cansancio. Como se hiciera un silencio, reforzó lo dicho diciendo: – Supongo que pasaba largas y frías noches en oración en algún cerro de la zona.
– Bueno, continuemos. ¿Alguien tiene algo más para aportar? Dijo de pie el alcalde, apoyado sobre ambos puños sobre la mesa.
– Si, io señore alcalde. Yo tengo que decire algo que quizás sea importante para la canonizacione.
– Hable don Roque.
– Bueno, tante gratcie. Todos sabe que la mia filia, la Filomena, bueno… Ella no nació normale, como las hermanitas. Ella non sale, casi non parla, no le piace el televisore, ni la música, ni nada. Francamente e´una piltrafa. Desde que vino cueste padrecito, e la frecuenta… bueno, la frecuentaba seguido, la Filomena e´como que despertó de un largo sueño. Hasta puedo llegare a asegurare que una sonrisa en el bolto le ha provocado cada vez que il sacherdote golpeaba la porta de la mía casa. La mia preocupacione e´alora, ma´come le dico a la regaza que el padre ha morto? Si hasta ma´gordita está de un tiempo a esta parte… (deja caer la cabeza sobre la mesa y los más cercanos le palmean la espalda)
– Bueno don Roque, no desesperemos, que Dios nos de fuerzas. ¿Anotó todo eso secretario?
– Ejem…si… después le doy forma… – dijo un hombrecito trajeado que sudaba con una olla.
Bueno, ¿Algo más?
– Si, de esas cosas hay muchas para contar. Sin ir más lejos, Dora, mi señora, hacía mucho tiempo que estaba mal, eso de la menopausia la tuvo a maltraer. Y como a la hija de don Roque, también. Le cambió la cara y la vida, todos los días a la iglesia y hasta se ofreció para cocinarle al cura. Iba dos veces por semana y le llenaba el freezer de comida. La verdad es que el cura era muy bueno.
Los hombres seguían apuntando sus experiencias cuando suena la puerta, se abre e ingresan varios hombres vestidos de enfermeros haciendo fuerza con un cajón muy lustrado.
– Permiso… dijo uno de los hombres, vamos a ver si pasa por acá.
– Adelante, adelante. Respondió el Alcalde mientras hacía señas con una mano, mientras que con la otra hacía los cuernos.
Todos los hombres se pararon y amagaron a ayudar, pero la ayuda solo se convirtió en alejar los muebles contra la pared para que pase el ataúd.
Vueltos a la normalidad, se miraron todos entre si, y el secretario dio por terminada la reunión.
– Si alguien se acuerda de algo más, o si prefiere hacerlo en reserva, se acercan a mi despacho y hablan con mi secretario.
Mientras tanto, en la capilla, entre el crepitar de los rosarios y algún llanto entrecortado, las mujeres disponían todo para la instalación de la capilla ardiente.
Alrededor del medio día, estos hombres trasladaron el féretro con los restos del cura hasta el templo, frente al altar. Lo depositaron suavemente sobre las bases y lo destaparon ante la tensa y angustiada mirada de las señoras que, incrementaron las oraciones y llantos.
Lentamente se acercaron, lo rodearon y negando tímidamente con sus cabezas dejaron correr lágrimas.
– Chicas, dijo la menopáusica, nos estamos olvidando de algo importante. – El silencio también la observó con curiosidad. – No tenemos cura… ¿Quién hará el responso? ¿Quién oficiará la misa de cuerpo presente?
– El obispo, dijo uno de los de la funeraria, el nos hizo llamar para encargarnos el servicio y dijo que cuando todo esté listo le avisáramos, porque él mismo vendría en persona.
– Claro, dedujo Magdalena, el padre Pino era como un hijo para el obispo. Fue su secretario por muchos años.
Ahora si, más tranquilas las mujeres siguieron con los rosarios e intermitentemente, una a una se acercaban al cajón, ya sea para observar al difunto con la mano envuelta en un pañuelo sobre la mejilla, o para pellizcar la mortaja y acomodar los detalles del extinto clérigo.
El pueblo está detenido, las naves de la casa de Dios concurrida por hombres y mujeres, y niños que desean pasar los últimos instantes junto con su querido párroco. Se abre una de las hojas de gran puerta y entra Filomena. Casi sostenida por sus padres, visiblemente emocionada. Los codazos recorren el lugar. La acompañaron hasta el cajón y ahí se quebró con un llanto silencioso, pero profundo. Sus pequeñas manos sostenían un crucifijo. A pesar del tremendo dolor, sus labios dibujaban una sonrisa dulce, de piedad, de agradecimiento, de sujeción a tan terrible realidad.
Sonaron nuevamente las campanas de la iglesia, se prendieron todas las luces del templo y súbitamente empezó a respirar el órgano.
– ¿En qué momento habrá llegado el obispo? Se preguntaba la gente. Evidentemente si, el obispo y una pequeña comitiva habían llegado, y luego de prepararse para el oficio, dio órdenes para iniciar la Santa Misa y responso.
Luego de la misa, algunos aldeanos le pidieron a Su Eminencia que los reciban, porque debían hablar con él. El obispo, aún consternado por tan irreparable pérdida, accedió, pero luego de las laudes, eso sería a altas horas de la noche.
Gran cantidad de vecinos y de los pueblos vecinos se habían echo presente para elevar una oración por el eterno descanso de tan carismático sacerdote.
La Reunión se hizo en el Salón Parroquial. Amplio y cómodo. Tras las ventanas las sombras traían la angustia. El salón estaba lleno de par en par, mucha gente desconocida pero nadie se atrevía a preguntar nada. Ampulosamente se ponen de pie porque el obispo junto con dos curas ingresa al salón. Estira a ambos lados su sotana y se sienta frente a la feligresía.
– Bueno hermanos, ustedes dirán – dijo mientras limpiaba sus gafas.
El alcalde se adelanto y puesto de pie, le acercó una carpeta. – Este eminencia, es un petitorio del
Pueblo de San Inocencio para que hagan lo necesario para canonizar al padre Pin… José Parinni.
– Caramba – dijo el prelado – ¿Tan pronto?
– Lo que pasa… Perdone, Io sono Roque, Roque Falcione, e dico que lo que pasa e´que cueste poblo, le debe Molto, moltísimo al padre Pino. Y ya la iglesia se va a tomare su tiempo para hacer las cosas…
– Y por eso quisimos hacerle entrega de este pedido hoy mismo, ya que en vida no pudimos hacerle saber al difunto todo nuestro aprecio.
– Bueno, yo entiendo lo que ustedes están sintiendo, como sabrán, yo también siento un gran aprecio por el padre Parinni. Él vivió conmigo en el obispado, era mi hombre de confianza, mucho más que un hijo. Pero estas cosas no dependen de nosotros como de la voluntad de Dios. Así que vamos a dejar esta carpeta sobre ese escritorio, y cada uno, luego de meditarlo bien y pedir la bendición de Dios, se irá levantando y pondrá su firma en esa carta. Y usted también alcalde, hágame el favor de volver a firmar, si es que quiere. Pero eso sí, antes que se levante nadie, vamos a estar en oración un momento y pedirle a Dios que nos revele su voluntad. –
SEGUNDA PARTE

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El padre de la Criatura (final) - Ameijeiras

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segunda parte y final
Cuento corto, ma non tropo
Enrique Ameijeiras – Lago Puelo –Comarca Andina

Todos dejaron caer sus cabezas, cerraron los ojos y trataron, por lo menos no pensar en nada por un rato.

En los asientos más alejados, se escuchaba el llorar acongojado de una mujer. Era una joven, hija de un matarife del pueblo vecino. No era muy común verla por estos lares, pero bueno, el padrecito era un gran caminador del evangelio. Nadie se sorprendió de sus llantos ni se imaginó el motivo de su presencia.

Uno a uno, con fuertes resoplidos, se levantaron de sus lugares, se acercaron a la mesa, tomaron la lapicera y firmaron la planilla, volviendo luego a sus asientos. El obispo limpiaba interminablemente sus gafas. La jovencita se levantó, enfiló para la mesa pero siguió de largo y se introdujo en el baño. Todos se miraron y solamente la señora de luto la siguió. Se paró junto a la puerta, y descaradamente posó su oreja en la puerta. No soportó más el silencio y golpeó suavemente y le preguntó:

– Niña, ¿se siente bien?

– Un momento por favor, ya salgo.

– No, solo pregunto se usted está bien.

– Algo mareada, ya salgo.

– Quédese tranquila, salga cuando termine, si se siente mal avise, estoy acá afuera.

Se volteó hacia la asamblea y abrió sus brazos denotando incertidumbre.

La reunión estaba llegando a su fin, cuando se abre la puerta del baño, sale la joven visiblemente agotada, con su antebrazo en el vientre, sosteniendo un embarazo avanzado, y apoyándose con el otra a la pared.

– Niña, niña. – Dijo la de luto – ¿Por qué no avisaste que estabas en este estado?

– No se preocupe, ya estoy bien. Quiero un poco de agua.

Otra dama salió presurosa hacia la cocina, mientras otras dos la ayudaron a tomar asiento. La vista de todos estaba puesta en esa mujer, esperaban quizás que la chica comentara algo relacionado con su extraña presencia. Pero no. Solo se limitó a acariciar la redondez de su panza y clavar su mirada en el piso.

Terminaron con una breve oración y se levantaron para ir al templo. Las mujeres rodearon a la embarazada y la consolaban de vaya a saber que desgracia, pero la jovencita no dijo nada. Hasta que la de luto no aguantó más y le preguntó:

– ¿A qué hora vendrá a buscarte tu marido, querida?

La mujer la miró, como quien quisiera despertar de un sueño profundo, frunció el ceño y le dijo:

– No tengo marido.

Un rumor sordo de cosas que no se dicen pero se piensan invadió la sala parroquial. La chica se levantó sin ayuda de los demás y enfiló para el templo. Luego de reponerse de la sorpresa, la de luto, más bien presa de la curiosidad que de buen samaritanismo, se le puso a la par, le puso un brazo sobre los hombros y le ayudó a bajar los escalones y no se alejó de ella durante la nueva rueda de rosarios.

………………

– ¿Ma, entonce qui e el patre de la criatura? Preguntó don Roque mientras cambiaba el agua de unas calas.

– ¿Y qué se yo? Respondió una de las damas – No le íbamos a preguntar. Si hubiese querido decirlo, lo hubiese dicho.

– ¿Pero en que cabeza cabe? ¿En ese estado venir tantos kilómetros?

– Y… Alguna razóne tendrá. El padrecito era muy cauchito. Securamente la atendía bastante bene.

– Cállese don Roque, si es una nena.

– E si, e una regaza, ma beró alguien debe ser el padre del bambino. No va a ser el Espíritu Santo.

– Se lo van a llevar los diablos don Roque. Está sugiriendo que el padre Pino…

– Yo no dico nada. Osté e la mal pensata.

………………

– ¿Te sentís mejor? Preguntó la de luto a la embarazada que lloraba mansamente.

– Me duele un poco, pero estoy bien, triste pero bien.

– ¿Lo querías mucho al padre?

– ¿Y como no lo voy a querer? Era tan bueno, tan generoso, tan… (Sollozos)

– Y tu pareja, te dejó cuando se enteró que estabas embarazada…

– No, no. No me dejó, bueno si, pero él… no sabrá nunca que estoy embarazada.

– pero nena, no seas tonta. Tenés que decirle. – Hizo una pausa, se quedó pensando – ¿O es un hombre casado?

– No, ya no está casado, pero no, no se lo puedo decir. Tengo que ir al baño de nuevo. No se preocupe, yo puedo sola.

Se levantó pesadamente, y lento se dirigió hacia la casa. La de luto se quedó muy intrigada, y las demás mujeres apenas seguían el rosario con los labios, porque su atención estaba en el diálogo de las mujeres. La de luto era una gran estratega a la hora de hacer averiguaciones.

………………

– La chica esa, la embarazada. ¿La conoce usted?

– Muy poco Monseñor. De vista… De el pueblo no es, es de acá cerca, del pueblo de al lado.

– Jovencita parece.

– Si, no debe llegar a los veinte.

– Menos quizás. Con tal que no empiece a parir aquí. ¿No la pueden llevar a la casa?

– Lo intenté monseñor, pero no hubo caso. La chica se quiere quedar hasta el entierro.

– Bueno, hágame el favor de mandar a alguien que le avise a los padres que la chica está aquí. No quiero problemas.

– Como usted diga monseñor.

………………

– ¿Ordoñez?

– ¿Me llamó comisionado?

– A Ordoñez llamé.

– Yo soy Ordoñez.

– Ya se tonto, preparate que tenés que ir a Mirafiori. El obispo quiere que le avisemos a la familia de la chica que está acá. Tiene miedo de que entre en trabajo de parto y no quiere correr riesgos.

– Y ¿Usted conoce al carnicero? Es un tipo muy raro.

– Si, ya se. No se como tuvo una hija tan linda.

– Bueno la mujer era muy bonita.

– No se que le habrá visto la difunta a ese sinvergüenza.

– La billetera

– Para que le sirvió. El hombre es tan miserable que la esclavizo a la carnicería, mientras él hacía sus negocios.

– Si, robar y comprar hacienda ajena.

– Bueno, andá nomás, solamente le decís que la hija está acá, que el entierro es mañana, en la misma parroquia, y que la chica está bien.

– Ya me estoy yendo jefe.

………………

Ordoñez llegó a Mirafiori, un caserío sobre la calle principal, con casas antiguas, alineadas simétricamente en una sola cuadra. Una seguidilla de negocios lúgubres en la vereda de enfrente. Paró el carro frente a la carnicería, ató las riendas a un palenque, e ingresó al local.

Allí había un hombre joven, de unos treinta y pico de años, rubio casi pelirrojo, ojos celestes, de angulosos pómulos. Estaba afilando una cuchilla de grandes dimensiones con una chaira.

– Buenas tardes señor, saludó el secretario del alcalde.

– Buenas… respondió secamente el carnicero.

– Ando Buscando a don Lara.

– Salió… Siguió afilando la cuchilla y como notó que su respuesta no había satisfecho la demanda, continuó. – Se fue temprano a Corrales, a comprar hacienda. Dijo. Y la hija tampoco está…

– Si, ya se, de eso quería hablarle. Dígale a su patrón que la chica está en la Parroquia. Que va a volver después del entierro.

– ¿Quién se ha muerto? Dijo, curioso el muchachón.

– ¿Cómo? ¿No sabe nada? El padre Pino.

– Ve… Dijo abriendo los ojos y con la boca abierta rubio.

– ¿Lo conocía usted?

– ¿Cómo que no? Sabía venir seguido por acá. Cha… Pobre padrecito.

– Y usted. ¿Es la pareja de la chica?

– No, no, ni Dios permita. Contestó tartamudeando el encargado.

– Bueno y entonces… ¿Quién es el padre del chico?

– ¿Ya nació?

– No, pero no ha de faltar mucho.

– Ajá. Remató parcamente volviendo al chaireo de la cuchilla.

– ¿Y…? rugió Ordoñez.

– ¿Y qué? Respondió haciéndose el tonto.

– Digo de quién es la criatura…

El hombre miró disimuladamente hacia ambos lados, no había nadie pero quiso darle dramatismo a la respuesta. Dejó las herramientas sobre el mostrador de mármol, se le acercó limpiándose dedo por dedo, las manos en el delantal mugriento.

– No se sabe… Dicen…

– ¿Qué? Hable de una vez

– Vio como es la gente.

– Pero si aquí casi no hay gente.

– Por eso, más a mi favor… Bueno, dicen… di… di…di-cen que es del padre.

– Santo Dios, dijo Ordoñez, inspirando. Se persignó, y girando sobre sus pasos salió del negocio, hizo chau con la mano, y salió poco menos que corriendo. Subió al carro, volvió a descender para desatar las riendas, y con un par de gritos, de pie sobre el pescante, se alejó a toda marcha hacia el pueblo.

………………

Secándose la frente, Ordóñez contó pormenorizadamente su diálogo con el dependiente de la carnicería. El Alcalde lo miró fijo unos instantes, luego hizo una seña muy clara: Pasó sus dedos índice y pulgar por sobre los labios y le dijo:

– De esto ni una palabra a nadie Ordóñez. ¿Me entendió?

– Si señor, ni una palabra.

………………

Los bancos de la iglesia estaban completos. Un susurro de oraciones inundaba el silencio del templo.

Entró Ordóñez, se acercó al féretro que estaba flanqueado por las mujeres; la de luto en la cabecera. El secretario cerró los ojos, aparentemente en un acto de contrición, los abrió luego, y disimuladamente miró a la embarazada que se encontraba en el primer banco, con la piernas abiertas, como dormitando sobre el hombro de Magdalena. Miró a la de luto. Ella, con cara de intriga, levantó el mentón sin dejar de observarlo fijamente. Ordóñez estimó que no sería una infidencia romper su promesa y le musitó al oído:

– Parece que es del padre…

– ¿Cómo dice?

– Shhh, más respeto por el difunto. Digo que dicen que el padre es el padre – y cabeceó para el lado de la embarazada.

– Jeeesús. Gritó la anciana y todos los feligreses repitieron “Ten piedad de nosotros”

………………

Faltaban pocos minutos para el entierro, el templo estaba casi vacío. Solo la embarazada, con las manos entrelazadas por los dedos, mirando con suma tristeza el rostro del difunto. En la sala parroquial el alcalde, hablando por teléfono, parecía rogar que vinieran unos hombres para trasladar el cajón al fondo y darle cristiana sepultura. Luego empezó con más firmeza hasta terminar con amenazas la conversación. Colgó ruidosamente el teléfono, y sin sacar su mano del tubo le dijo al secretario: – Ya vienen para acá, bocón. – Ordóñez se sonrojó y miró para abajo.

………………

Partió el diezmado cortejo a los fondos de la parroquia, donde una fosa aguardaba el postrer saludo de una feligresía que, a priori, interpretaba que ya había honrado lo suficiente al muerto. Solo el alcalde sostuvo por los hombros a la embarazada que ahogaba su llanto con un pañuelo blanco en su boca.

………………

La embarazada, aguarda el tren en el anden, sin más equipaje que su bolso negro, con apenas una muda. No volverá más a su casa, no. Posiblemente algún pariente le de albergue hasta que nazca el niño. El pobrecito no tiene la culpa de nada. Tampoco tendrá padre, como la madre, se repetía mientras se acariciaba la panza.

………………

Detrás del humo negro de la locomotora que iba pasando al pasado, quedaban su casa, los abusos y un pueblo que no tiene cura.

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sábado, 9 de enero de 2010

Silencio - Duarte

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SILENCIO

Cuento Corto

Gabriel Duarte – Comarca Andina

El pasillo era largo, pero no obscuro, sus paredes blancas por el color de la pintura brillante, daba una sensación de luminosidad misteriosa, como si fuera un halo, si se mirara desde el principio del angosto pasillo.

Al observar luego de un rato, parecía que se hacía cada vez más angosto y pequeño, donde ya no se podía ver el final. Unos bancos bajos servían de descanso, para quien se cansara de estar apoyado en la pared fría. Dicho sea de paso, la gente prefería estar de pie que sentir la dura tortura medieval que sentían enseguida de sentarse en esos tablones de madera. Quizá a raíz de los bancos incómodos y el pasillo que cada vez se angostaba más, las personas se sentían intranquilas, no tenían miedo, pero si desconfianza.

Unos radiadores de agua caliente raquíticos, terminaban por decorar las paredes etéreas, inocuas y a la vez misteriosas. Nadie todavía había podido descifrar el silencio que acontecía al llegar un extraño al conocido pasillo. Todos los presentes esquivaban su mirada, eludiendo la consabida pregunta, ¿se dieron cuenta que el pasillo pareciera angostarse?

Un silencio sepulcral luego de esas palabras, nadie se atrevía a buscar una explicación lógica. El nuevo, el recién llegado también se sumía en sus pensamientos sobre dicho fenómeno. Las miradas cómplices decían que ese silencio era lo mejor que tenían, quizá al encontrar una respuesta se terminaría el misterio del pasillo, con eso se enterarían algún terrorífico secreto y no tenían intenciones de saberlo.

Las personas fueron y vinieron durante años, cambios de pintura y nuevos bancos más incómodos. Nueva gente que llegaba ahí, pero siempre el mismo silencio, solamente se podía escuchar el murmullo de las zapatillas blancas de las enfermeras en sus quehaceres, como un fru-fru, que cambiaba la monotonía del lugar.

Los médicos abriendo las puertas de los consultorios llamando a los esperanzados asomados al pasillo.

El hospital hacia décadas que estaba abandonado y cerrado, quedando solo una tenue luz que ingresaba por las ventanas y las motas de polvo danzando al compás de la lluvia que se filtraba por los techos, solamente el eco se podía oír, el eco del silencio, que aturde, atonta y desorienta. Ese silencio que a uno mismo lo empujaba, arrastraba y atraía hacia el pasillo, que continuaba ahí sin cambios, de pie.

Ese pasillo interminable, angosto, blanco, fantasmal

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domingo, 3 de enero de 2010

Basural - Ameijeiras

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El Basural

Cuento Corto

Enrique Ameijeiras – Lago Puelo - Chubut

¿Quién se metió en mi escritorio? – Grito la niña y el sonido inundó el petit hotel de la familia Bustamante, como un tsunami de ira y angustia.

La gruesa criada, secándose las negras manos en el delantal se abalanzó rezando hacia la biblioteca.

– Yo, niña, solo para limpiar…

– ¿Por qué demonios se meten en mi escritorio? ¿Cuántas veces les dije que no me tocaran nada? Una caja… Una caja de cartón que estaba contra la puerta… ¿Dónde está?

– Mire niña, con Guadalupe sacamos todas las cajas a la calle, pero solo tenían basura y papeles rotos...

La vieja solterona se quedó petrificada mirando a la sirvienta, con las manos en el rostro, emulando el grito de Edvard Munch. La aterrada mucama sudaba abundantemente, mientras pellizcaba el borde del delantal.

– Siempre fueron inútiles, inútiles. Y ahora que son viejas, mucho más. – Explotó furiosa la patrona – en una de las cajas estaba mi libro, toda una vida escribiendo, y ahora… Por su inoperancia se ha perdido. – y se quebró en llantos.

La negra miraba horrorizada a su patrona, la niña de piedra, como le decía el personal, llorando como una niña de carne y hueso. Temblaban sus rodillas de miedo, pero también una inmensa ternura redondeaba una sonrisa. Ganas de abrazar a ese ser oscuro, gruñón y prepotente que, por primera vez en 40 años mostraba un sentimiento.

–Niña, niña, no se ponga así, yo le ayudo y lo hacemos de nuevo.

– callate, ridícula, no sabes leer ni escribir y me vas a ayudar a hacer un libro.

– Bueno, entonces vamos a buscarlo; debe estar todavía en la quema…

– Claro que vamos a buscarlo, Llamámelo a Cervetto.

– No, niña… El Chofer está de franco hasta el lunes.

– Me quiero morir… ¿Qué hora es?

– Las siete mi niña, no se le ocurra salir, está por anochecer.

– Callate imbécil. Por tu culpa. Como no voy a ir a buscar esa caja, mi vida está escrita ahí, un capítulo faltaba – volvía a llorar de la angustia – solo un capítulo y ahora todo tirado a la basura.

– Bueno niña, déjeme que me ponga una mañanita y la acompaño.

– Vos te quedás acá. Me voy sola. Y si me pasa algo, que te pese en la conciencia.

Tomó un tapado, se enfundó la cabeza con una capelina de Seda verde, calzó su bolso bajo su brazo y taconeó hasta la puerta.

Llegó al basural cuando el sol se deshacía sobre el poniente. Un vaho rancio le contaminó el alma. Miles de pequeñas humaredas exhalaban nauseabundos sahumerios al cielo gris.

–No debe estar muy lejos, debe estar todavía el montón de basura.

Casi corriendo se abalanzó sobre un montículo de basura, muy cerca de la tranquera de entrada. Ya había un cartonero separando sus tesoros. Cuando lo vio, detuvo la marcha, y se acercó señorialmente.

El pobre hombre la miraba atónito. Una persona vestida como se visten los paquetes de Buenos Aires.

– Disculpe caballero, tal vez pueda ayudarme.

El hombre se quita la gorra, y aprisionándola contra el pecho, muy humildemente le extiende su mano, mientras que le dice:

– Morán señora, para lo que guste mandar.

La señora mira su mano, mientras se pregunta si debe o no saludarlo, pero el miedo no es tonto y le extendió la huesuda mano.

– No sabe donde arrojan los residuos los recolectores cuando llegan de la ciudad.

– No se si la entendí: ¿Usted quiere saber donde descargan la basura los muchachos del mionca?

– Si, digamos que… eso.

– Acá no más señora.

– Señorita, dijo la veterana mirando hacia los costados.

– Usted disculpe doña, no me imaginaba que una señora tan linda estuviera sola.

– ¿y quién le dijo que estoy sola? Bueno, basta. Gracias, estoy buscando algo que han tirado por error las sirvientas.

– Si quiere que le de una mano…

– No gracias, yo puedo sola.

Enfiló para los montículos de basura con la esperanza de encontrar su tesoro: el testimonio de su vida. Displicentemente desparramó algunos bultos con la punta del zapato. Notó que la tarea sería denigrante, así que miró hacia atrás, vio el hombre ordenando sus trastos y le dirigió la palabra:

– ¡Morán! ¿Así dijo que se llamaba?

– ¿Señora…? digo ¿Señorita?

– Mire, se supone que en este basural hay una caja con papeles escritos a máquina. No lo tome a mal, pero… ¿No podría ayudarme a buscar antes que llegue la noche?

– Faltaba más señora, será un placer.

– Por supuesto que le voy a pagar por eso

– Bajo ningún punto de vista, será un placer poder ayudar en algo.

El hombre subió el montículo, se puso de rodillas y comenzó a revolver, ante la mirada y el gesto de asco de la mujer.

– Qué ironía… Dijo suavemente.

– ¿Cómo dice, señorita?

– Digo que es una ironía, que el trabajo de toda mi vida haya venido a parar a este lugar.

– Bueno, pero no debe afligirse, la mayoría de los que vienen aquí lo hacen buscando algo de sus vidas. Así es la vida, la búsqueda, la muerte es haber encontrado.

La noble mujer, que hasta ese momento no prestaba atención a su casual ayudante reaccionó de repente. Sus palabras no encajaban con el entorno y, mucho menos de los labios de tan modesto hombre.

– Estaba a punto de terminar mi libro, solo le faltaba un capítulo: El último.

– Eso si que es irónico; que el último capítulo de su libro haya sido lo único que se salvó del libro. Aquí no hay nada señora. Lo lamento.

– Bueno, déjelo nomás, por algo debe haber ocurrido esta tragedia.

Todavía estaban conversando cuando corriendo y a los gritos se acercaban la mucama y el chofer.

– Niña Flor, niña Flor.

– ¿Cervertto?, ¿No era hoy su día franco?

– Si madam, pero Guadalupe me contó todo y vine para la mansión enseguida. Niña, los papeles están en el quincho, no los sacamos a la calle porque pensé que se podría utilizar para la parrilla.

– Niña, dijo la mucama, ¿cómo pudo venir sola a este lugar? Es tan siniestro…

– No más que otros lugares, no más que la soledad que no es un lugar.

– Disculpen que me meta, dijo el hombre, pero hay un destino. La señorita vino a buscar lo que creía perdido y encontró otras cosas.

– Efectivamente amigo Morán, por lo menos he encontrado el final de mi libro. Gracias caballero. ¿Vamos yendo?

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viernes, 1 de enero de 2010

Despertar - Ameijeiras

Despertar-ameijeiras

Enrique Carlos Ameijeiras – Lago Puelo – Chubut

Cuento Corto

Desperté en la mañana, como si me despertase de toda la vida, en todas las formas en que uno puede despertar. Todavía era de noche, el invierno nos diezmó el día y el calor del sol.

Pongo la pava en la salamandra, avivo el fuego y empieza a lengüetear los troncos.

Tarareando un tango que suena en la radio, cambio la yerba del mate, soplo la bombilla y sale la supertijereta de cada día volando “al más allá y al infinito”.

La noche anterior había tenido largas discusiones con los poetas, de esos que saben más de Borges que el propio Borges, y que han cotejado su obra con cientos de otras y han sacado conclusiones que no alcanzo a comprender, como tampoco comprendo como se puede discutir seis horas de estas boludeses.

No tengo nada que hacer, pero decido salir de la cabaña para hacer una caminata.

Abrí la puerta; no hacía frío. Sentí la sensación de ser una caricatura en un paisaje pintado.

Todo se había detenido. De repente diviso algo que, confieso, no estaba preparado: Algo así como una limusina, color coral, fosforescente, como si fuera de gelatina. Quedo estupefacto. Del extraño vehículo desciende una dama con un atuendo decididamente militar, con curvas exageradas. Se acercó caminando firmemente hacia mí y sin bajar la vista. Con un gesto cuasi masculino, me extendió la mano, yo le di la mía y me la sacudió mientras cabeceaba un saludo.

Debo estar dormido, por eso no tengo sueño – me dije mientras ensayaba una sonrisa.

– Debe disculpar la forma, pero no tenemos tiempo – dijo en un correcto castellano centroamericano.

–Disculpe mi ignorancia, pero… ¿Tiempo para qué? Y ¿Quiénes son ustedes (dos gigantones descendieron del vehículo y, cruzados de brazos contemplaban el lugar)

– Señor Enrique, va a tener que acompañarnos, y en el camino le explicaremos todo.

– ¿Acompañarlos a dónde?

– Eso no se lo puedo decir ahora, pero vamos para allá y usted mismo verá.

– Espere que me pongo un abrigo…

– No hará falta e insisto: no tenemos mucho tiempo.

Como un niño que se resiste a ir a la ducha, me tomó del codo y los gigantes abrieron la puerta del rodado rosado que se iba destiñendo a medida el resplandor del sol iba tomando posesión de su turno. Dentro del majestuoso vehículo la señora me fue desayunando de esta extraña visita.

– Vea Enrique, usted posiblemente no va a comprender ciertas cosas, como de hecho, nosotros no entendemos todo. Usted y un puñado de seres humanos ha sido convocado para encontrar la solución a un problema global.

¿Quién me convoca? No entiendo…

Las órdenes vienen de arriba.

De arriba, de arriba, ¿quién? ¿Algún milico?

… me temo que de más arriba.

¿El presidente? ¿quién?

No sabemos muy bien, pero de tan arriba que ningún presidente de este mundo está sobre él.

– Ah, si. Esto me confirma que estoy dormido. Y me quedo porque la idea está buena. Hasta puede salir un buen cuento.

– Lo que pasa es que su frecuencia cerebral está moderada electrónicamente para que no entre en pánico y tome esta... ¿cómo decirlo? Esta realidad como natural.

– O sea que estoy pichicateado.

– Morigerado es el término correcto, Sr. Ameijeiras.

– Bueno y ¿hacia dónde vamos?

La generosa mujer oprimió un pulsador en la puerta, descendió el cristal y me cabeceó para que mire hacia fuera. Miro y me sorprendo, pero estábamos no se calcular alturas, pero los techos de las casitas eran dominós colorados. Pongo mis manos sobre el asiento, trago saliva y la mujer vuelve a cerrar la ventanilla.

– Estamos viajando al norte, pero cuando lleguemos al océano, pondrán la máxima velocidad. – Miró su muñeca, corrió el puño de su impoluta camisa blanca, y observando el reloj me espetó:

– Tenemos quince minutos para conversar. Bueno señor Ameijeiras, lo que siempre supusimos se está haciendo realidad. Un cometa de dimensiones descomunales se acerca a la Tierra y de no descubrir alguna forma de detenerlo, destruirlo o desviarlo, hará impacto en mayo de 2012.

– ¿2012? ¿No podría ser antes?, ¿o después? Ahora si que estamos jodidos. Disculpe pero, yo soy escritor, no vivo de eso, también soy docente, digamos que si vivo de eso, pero así, como vio usted. No me gusta la física, la química, la matemática. Discúlpeme, pero… No se habrá equivocado usted de persona.

–Mire señor Ameijeiras, el que me ordenó venir a buscarlo no se equivoca.

–Mierda…. ¿Es el papa?

– Ya le dije que ninguna autoridad en la tierra es superior, pero bueno, ya se le debe estar pasando el efecto del morigerante neuronal.

– No se que será eso, pero lo que le quiero decir: ¿Qué mierda puedo aportar yo para salvar el mundo del Apocalipsis?

– Tranquilo, algo debe haber, usted es un elegido. Ahora vamos a ver que ocurre cuando se encuentre con el resto. Hemos llegado.

– ¿En serio? ¿Puede bajar la ventanilla?

Vi un paisaje marciano, algo así como el gran cañón del colorado, la temperatura era insoportable, muy elevada.

– Discúlpeme…¿Su nombre?

– Mc. Kingland, Hada Mac. Kingland.

– Discúlpeme Hada, pero estamos en el planeta Tierra?

– Si, en Estados Unidos, pero bajemos, que nos están esperando.

Lo que de lejos parecía una cueva, era un túnel. Guardias impertérritos que nos dejaban avanzar por un camino ancho, tapizado de goma. Miles de uniformados, otros con guardapolvos blancos y personas de trajes ululaban por ahí. Llegamos a una puerta de bronce bruñido de dos hojas que, supuse y fue así, eran las de un ascensor. Corrijo, un descensor. Se abrieron e ingresamos los cuatro en ese coche inmenso. La Señora Hada digito tres teclas y se cerraron las puertas y empezamos a descender.

– Son tan solo cinco minutos, dijo mirando las luces que marcaban los pisos descendidos. Es la primera vez que notaba en ella un gesto de ansiedad.

Soporte con las rodillas la inercia cuando el aparato se detiene y abre sus puertas de par en par. Otra ciudad del otro lado, con gente de todos los colores caminando por pasillos, sentado sobre computadoras transparentes, con pantallas gigantes, escaleras que llevan a oficinas donde cabezas piensan para luego existir. Por Dios, ¿qué estaré haciendo aquí? Si tienen una legión que sirve café. – Yo pensé que para eso me traían a mi. – dije rascándome la cabeza y ante la risa recatada de la joven y sus custodios.

– Adelante, por aquí, sígame don Ameijeiras. Cada vez que pronunciaba mi apellido, lo hacía de una forma pausada, pronunciando una y cada una de sus letras. Eliminando el diptongo, como si dijera mucho más que un nombre. A gran velocidad se encaminó hacia el fondo de este enorme salón, obligándome al paso vivo para caminar junto a ella.

– Discúlpeme señor Ameijeiras pero lo están esperando. Esta gente hace diez días que está aquí, algunos sin dormir y todos trabajando, estudiando, analizando como hacer para sacar el planeta adelante.

– Supongo que esta no debe ser la primera vez que ocurre. Dije sin pensar muy bien a que me refería. La dama se detuvo, giró hacia a mi, y seriamente me dijo: – No, y si salimos de esta, tampoco será la última. Llegamos a una puerta, uno de los hombres la abre extendiendo su brazo y la deja abierta, ingresa ella, luego yo y el resto de la comitiva. Una señora muy gorda, con una carpeta en la mano y una sonrisa agradable me saluda: – Bienvenido señor Ameijeiras.

Evidentemente todos sabían mi nombre yo ni la más remota idea de cuál podría ser mi aporte a la humanidad.

Ingresamos siempre con grandes zancadas a un laboratorio y… Decididamente nadie me había preparado para ver lo que iba a ver; Había seres humanos y otros que no parecían tan humanos. Algunos altos y delgados, con cabezas de gran tamaño y ojos grandes. Otros que parecían extraídos de las estampitas, Altos de cabellos y barba negra, Sefirelli podría haber encontrado en ellos su protagonista de Jesús de Nazaret. Militares y hombres de guardapolvos. En el medio de la enorme sala, un telescopio electrónico tomando imágenes del Hubble y reproduciéndolas en una pantalla de gran tamaño, corrales de computadoras e individuos que observaban en las pantallas el recorrido del meteorito, como buscando revelación. Algunos estáticos, como quién espera el golpe, otros ansiosos.

– Le vamos a presentar al director del Proyecto.

– ¿Él fue el que me mandó llamar?

– Insisto Ameijeiras, el que lo mandó a llamar es muy superior que cualquier ser humano,

–Pero aquí hay muchos que no son humanos,

– Todavía superior, créame. – Se adelantó, intercepto a un anciano de cabellos largos y blancos, le dijo algo al oído, y el hombrecito detuvo su marcha, dio media vuelta y vino hacia mi. Era Einstein, yo ya no daba crédito de lo que estaba presenciando. Albert Einstein en persona, después de 54 años de su muerte, frente a mí. Con una sonrisa maravillosa se acercó con la mano extendida, y yo la tomé con las dos y, debe haber sido tan ostensible mi cara de asombro que el viejo, con vos muy suave me dijo:

– Señor Ameijeiras, usted se extraña de verme a mí que ya estoy muerto, también le extrañará ver tanta gente de todo el universo, pero lo que más le va extrañar es aquellos muchachos, ellos aún no han nacido, son del futuro y están aquí, para ver si podemos salir de esta.

– ¡Ah!, entonces me quedo más tranquilo… Dije

Todos, incluyendo al genio de la física me miraron con estupor…

– ¿Por qué se queda más tranquilo? Inquirió Einstein, mirándome con curiosidad.

– ¿No me dijo que esos jóvenes son del futuro? Bueno… Por eso me quedo más tranquilo, eso quiere decir que hay un futuro.

El viejo estiró los labios como si se hubiera dado cuenta de algo importante. Yo también me di cuenta de algo importante: Para que tenía que estar ahí.

Einstein giró, se tomó sus manos por detrás de su espalda, y se fue silbando; A partir de ese momento pareció como que la gente se relajó sin dejar de trabajar arduamente.

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