Micema
Carlos Enrique Blanco
Cuento Corto
El Bolsón – Río Negro – Comarca Andina
Me regalaron a mi gata hará ¿cuánto? ¿10 años? Tal vez más. O tal vez menos. Ya no puedo saberlo. Sí recuerdo que me la llevaron al departamento en el que vivía en la ciudad la tarde de un verano en el que las gomas de los autos se derretían sobre el pavimento, un verano en el que dormir era nadar y tratar de no ahogarse, un verano en el que el sudor se evaporaba antes de ser transpirado.
Llegó apaleada la pobrecita. Golpeada. A smash potato. Blanca, radiante, albina, pura o casi pura. Sus hermanos la odiaban, me dijo la veterinaria que me la regaló. La detestaban profundamente, agregó. Sentían un profundo desprecio por esta criatura, dijo y me convenció.
Le puse comida en un plato y leche en otro y comió y bebió y se escondió bajo el sillón durante 3 semanas. Sólo salía si sabía que no había nadie en el departamento. O salía cuando yo estaba cogiendo, lo que le daba tiempo para pasear y reconocer el lugar en el que, suponía, viviría durante el resto de su vida.
¿Cómo podría saber que estaba equivocada, que otros pisos, otras paredes, otras ventanas y otros balcones la esperaban?. Otros ruidos, otras calles, otros árboles, otras palomas, otras macetas donde recostarse y dar vueltas y remolonear y llenarse de tierra y perderse y caerse hacia la vereda desde la altura de aquel balcón, un viaje directo a las baldosas, viaje del que varias veces la rescaté, más por egoísmo que por su propio bien.
No sólo ella dejó aquel departamento que sería para siempre, para siempre. También yo tuve que hacerlo acuciado por las malos tiempos y las bajas recaudaciones, por las palabras sin filo y los papeles con manchas de café. Tuvimos que abandonarlo e instalarnos en lo de mi madre por algún tiempo.
Pronto sentí que había llegado el momento de largarme a andar por caminos de naranjas y chapas oxidadas, de árboles caídos y hojas de otoño, rutas sin destino ni carteles indicadores. Mi gata dejó de ser mía y pasó a ser de mi madre. No firmamos ningún papel ni documento ni manifiesto ni factura ni boleto de compraventa ni nada. Solo se quedó viviendo allí y así pasó a pertenecer a mi madre por simple abandono de su dueño natural.
Lo pasamos bien mientras vivimos juntos en aquel departamento, mi gata y yo. Se hizo conocida en el barrio. Es que mi gata, la gata de mi madre, es/era muy puta. Era la gata más puta de todas las gatas que conocí en mi vida, y he conocido, debo decirlo, muchas, muchísimas, tantas gatas que ya no las recuerdo a todas, aunque sí recuerdo que mi gata, la gata de mi madre, es/era entre todas esas gatas que conocí a lo largo de mi vida, la más puta de todas.
No la escuchaba quejarse con maullidos largos y dolorosos cuando algún gato la penetraba de manera furiosa, voraz, veloz. No mi gata, la gata de mi madre. Ella no. La escuchaba ronronear y atraer amantes desde diversas terrazas, vizcos siameses despeinados, enjutos albinos, gordos negrimanchados, marroncitos de cara simpática. Eso sí, mi gata, la gata de mi madre, era muy puta, pero nunca, nunca en su puta vida se dejaría tocar por un gato negro.
Una noche de insomnio, de estómago revuelto, de mucha fritura en el hígado, de mal aliento y calor estival ciudadano, ese calor estival que se diferencia del calor estival de pueblos junto a playas bañadas por mares lejanos y que se diferencia del calor estival en montañas más bajas que un cieloraso, podría asegurar, estaría en condiciones de afirmar, sería capaz de confirmar que, mientras respiraba caldo de aire y sopa de oxígeno, la vi fumando recostada sobre una pared junto a su amante más asiduo, il gattopardo. Creería que me vio y que por eso no llegué a tiempo para sacarle una foto con mi cámara reflex, una cámara de fotos antigua, una de esas cámaras que usaba algo llamado rollodefotos, rollodefotos que debía ser llevado a una casa de fotografía para ser revelado y disfrutado (o no). La cuestión es que tras esa noche me quedé en vela varias noches más, tratando de atraparla in situ, in fraganti, in pectore. Pero no hubo caso. Durante los días siguientes mi gata, la gata de mi madre, se comportó como una virgen camino el monasterio.
Mi gata, la gata de mi madre, tenía nombre. Siempre creí que yo se lo había dado, que fue mi labia divina la que eligió su nombre, su bautizo, su denominación humana. Mi gata, la gata de mi madre, me rebatió diciéndome que su nombre no le había sido dado ni por mí ni por nadie más, sino que ella sola lo había elegido una tarde que salí del departamento donde vivía, aquel departamento en que más de una vez me ahogué y resucité gracias a los conocimientos médicos de mi gran amor, gran amor que se convirtió en un gran amor porque, justamente, dejó de ser un gran amor cuando ella (mi gran amor) se fue diciéndome que me amaba pero que se iba porque sí, porque el nuestro era un gran amor, pero que todos los grandes amores debían terminar a lo grande o no terminar en lo absoluto, y que ella quería que terminara para que dejara de ser solo un gran amor y se convirtiera en el gran amor.
Pero volviendo a mi gata, la gata de mi madre, en aquella discusión que mantuvimos a la luz de una bombita de 60 watts, me decía que eligió su nombre una tarde en que salí de aquel departamento para hacer unas compras. Me fui esa tarde dejando el televisor encendido, como solía hacer cada vez que salía del departamento y según la gata de mi madre refería, el televisor encendido, una malsana costumbre fruto de mi paranoia y mi apego enfermizo a las cosas materiales: pensaba que si un caco o un ladrón o ambos llegaban a la puerta de mi departamento y escuchaban el sonido de la televisión pensarían que dentro había alguien y desistirían de intentar robar o sustraer o ambos, elementos de aquella propiedad. Creo que el sistema funcionó cientos o tal vez miles de veces o ambos, porque siempre que dejaba el televisor encendido cuando salía de cacería o de caza o ambos, al volver jamás me faltaba nada. Hoy sé que un sistema de seguridad tan básico no convencería o haría dudar o ambos a ningún caco o ladrón o ambos. Los criminales de hoy carecen de códigos.
Volviendo a mi gata, la gata de mi madre, al parecer esa tarde que ella citaba, dejé el televisor sintonizado en el canal Retro, ese canal que transmite día y noche series antiguas, series blanquinegras, series de los días en que nos daban la leche y nos castigaban por las malas notas prohibiéndonos prender el televisor para ver a Larry, Curly y Moe pegarse cascotazos. Habrá sido un domingo, que es el día en que los canales de este tipo programan maratones de alguna serie antigua. La serie que aquel domingo mi gata absorbió como un Alex en pleno proceso de reeducación fue "The avengers". De allí, según su teoría que no comparto, que su nombre oficial sea Miss Emma Peel. No discutí mucho el tema. No tiene sentido discutir con una gata cuando se empaca. En último caso, yo sé quién le puso ese nombre, aunque carezca de pruebas irrefutables para probarlo.
Desde la ruta me comunicaba regularmente con mi madre, quien, como ya expliqué, se convirtió en la dueña de mi gata, su gata. Lo hacía vía mail o correo electrónico y cada tanto, después de haber trabajado en alguna cosecha o en alguna fundición de acero o en la construcción de algún matadero, le hacía un llamado telefónico que le alegraba la tarde, hasta que volvía a sus preocupaciones diarias.
Recorrí rutas de nombres y direcciones diversos, anchas y angostas, pavimentadas y de ripio, de tierra, de piedra, caminos y senderos. Monté en camiones, autos, camionetas, motocicletas y en dos oportunidades, en carros tirados por caballos. Pagué boletos, invité almuerzos, meriendas y cenas; convidé cigarrillos y a un camionero que transportaba vacas de mirada extraviada, le leí, para que no se durmiera durante la noche, parte de un libro que cargaba en mi equipaje.
Fue un viaje largo y con muchas paradas. A veces viví solo, pero varias veces acompañado. Ninguna de aquellas compañías se convirtió en nada más importante que un albergue o una compañera de visita o una buena conocida. No escuché sollozos ni vi lágrimas derramadas al partir. Nunca miré atrás.
Finalmente recalé en el puerto de un pueblo sin ríos navegables ni mares cercanos, pero puerto al fin, uno de esos sitios donde hay dos clases de personas: quienes nacieron allí y quienes llegan escapando de algo. Y yo nací allí.
La comunicación con mi madre se tornó todo lo fluída que podía ser considerando la distancia que nos separaba. Ella me contaba de sus peripecias para alimentarse sin plantar especias en el piso del patio y yo le hablaba de los caminos de astillas y cáscaras de nueces quebradas que bañaban las laderas de las montañas. Siempre le preguntaba por mi gata, la gata de mi madre. Me decía que estaba muy bien pero que hacía rato que no iba de visita il gattopardo, y eso la extrañaba. Le parecía que entre mi gata, la gata de mi madre e il gattopardo había surgido algún tipo de desacuerdo que los había separado, según su opinión, "sólo por el momento".
Entré en la era moderna el día que compré un teléfono celular recuperado por alguien del pueblo/puerto de quien me había hecho, digamos, amigo, alguien que cargaba con la fama de ser un gran recuperador de elementos que no le pertenecían. "Funciona al pelo y está liberado" me dijo. Se me ocurrió preguntarle porqué había estado preso, pero no podía imaginarme qué clase de fechorías podría cometer un teléfono celular como para que alguien lo privara de su libertad, así que me abstuve de preguntar.
Con la llegada del celular, las novedades comenzaron a viajar en ambos sentidos con mayor asiduidad. Supe día a día cómo estaba mi gata, la gata de mi madre, cómo pasaba los otoños, los inviernos, los veranos. No las primaveras. Durante las primaveras mi madre prefería no contarme nada sobre mi gata, la gata de mi madre.
Una tarde recibí un mail donde mi madre me decía que se iba a visitar a mi hermano, quien llevaba varios años viviendo en el exterior y que pensaba quedarse con él entre 8 y 12 meses, por lo que había invitado a su amiga Analia para que se instalaran en su departamento de inmediato antes de que ella partiera y se quedaran allí durante el /ese tiempo en que se ausentaría de su casa, de su ciudad, de su país, de su continente.
Creo que pensó que yo me había olvidado de que Analía tenía una gata.
- ¿Y la gata de Analía?.
- Bueno...también se instalará con ella en casa.
- Ajá.
El día que partió me llamó desde el pie del avión. No escuché nada, solo ruido a turbinas, gritos, órdenes y maldiciones lejanas. Le dije chau, buen viaje, saludos, escriban, manden fruta y corté. Esa misma noche revisé mi casilla de correo en el ciber y encontré que mi madre me había enviado un mail más largo que los que solía enviarme, y que podía resumirse en:
- la gata de Analía y mi gata, la gata de mi madre (a quien a partir de ahora llamaremos Miss Emma) no se llevan nada bien.
- Miss Emma parece asustada, al borde de sufrir ataques de pánico.
- la gata de Analía (de quien mi madre no refería si tenía o no nombre) está enojadísima y se le notan "serias intenciones de matar, finiquitar, acabar con la vida de Miss Emma. Lo veo en sus ojos" (sic)
- para bien de ambos animales, Miss Emma será confinada a vivir en el cuarto de mi madre con salida al balcón y la gata de Analía vivirá en el resto del departamento.
Redacté un mail ofuscado y protestón, reclamando por los derechos de Miss Emma frente a la gata invasora, usurpadora, okupa recién llegada, un mail lleno de imprecaciones y palabras imprecisas, repleto de sonidos verborrágicos y onomatopeyas intraducibles. Al final, justo un segundo antes de apretar el botón de "send", borré todo el texto y escribí apenas un par de líneas, pidiéndole a mi madre que me enviara, en cuanto pudiera, la dirección de mail de Analía, para tener algún contacto más directo con quien sería la gatekeeper de Miss Emma durante los siguientes meses.
Comencé a comunicarme casi a diario con Analía, la amiga de mi madre que quedó a cargo de Miss Emma y del departamento. Analía, hermosa mujer que durante años afiebró mi cerebro, recalentó mi cráneo, hizo hervir los pelos de mi nuca, calores que se encargó de enfriar con su mirada helada y sus palabras de glaciar, resistiendo estoicamente mis embates, los embates de un adolescente más viejo que los demás, pero no lo suficientemente mayor como para que ella se dignara a bajarle la temperatura del termómetro de otra manera que no fuera vaciándole encima una cubetera recién sacada del freezer.
- ¿Cómo van Miss Emma y tu gata?.
- Pésimo.
Tenía un estilo de escritura minimalista Analía.
- Hola, ¿cómo va todo por allá?. ¿Los animales?.
- Mal.
Su forma de escribir suscinta nunca dejaba de sorprenderme
- ¿Y?. ¿Las gatas?.
- CEO
expresión que, después de intentar distintas opciones, opté por decidir que significaba "Como el orto".
- ¿Miss Emma vive?.
- Sí.
Finalmente llegó al grado más elevado del minimalismo cuando respondió a mi pregunta
- ¿Cómo siguen las cosas entre tu gata y Miss Emma?
con un
- .
Pasaron los meses y me olvidé de Miss Emma, desresponsabilizándome de interesarme en ella al visitar la iglesia local para pedirle a Dios que la cuidara y que se hiciera cargo de todo. Así tranquilicé mi conciencia y pude sacarme el tema de encima por un buen tiempo.
Mi madre regresó a su casa después de casi 11 meses en el exterior. Apenas unos días después de su vuelta, Analía se fue del departamento, porque, le dijo a mi madre, "me siento invadida por vos".
- ¿Se llevaron a la gata con ellas me imagino?.
- No.
- ¡¿Cómo que no?!.
- La gata de Analía se murió hace varios meses - me dijo. - Se enfermó de odio, se enfermó por no poder matar a Miss Emma, se contagió con el virus de su enojo, con su frustración ilimitada. Su saliva se volvió belladona. Se mordió, infectándose con su propio veneno. Luego sus dientes se dieron vuelta y se le clavaron en las encías. Dejó de comer. Pasaba las mañanas, las tardes y las noches trazando planes para atrapar a Miss Emma, planes que siempre fallaban. Veía a Miss Emma, vidrio de ventana de por medio, y se enloquecía. Gastó sus uñas tratando de atrapar aquella imagen del balcón y al no lograrlo, enloqueció de rabia. No dormía y caminaba de lado a lado como un león de zoológico esperando ver África en el horizonte. Al final enfermó y expiró su último aliento mientras señalaba aquella foto tan hermosa que vos le sacaste a Miss Emma y que yo colgué en una pared del living.
- ¿Y Miss Emma?.
- No derramó lágrimas.
- Entiendo.
- Pero tampoco se tomó revancha con Analía ni con Francisca. Las observó con respeto y a la distancia, me dijo Analía.
- ¿Ahora cómo está?.
- Libre de vuelta.
- ¿Hubo reencuentro?.
- No. Ahora sólo anda con gatos cachorros.
- Mandale saludos - dije. - Besos para vos. Chau - me despedí.
Me quedé allí parado en la cabina de teléfonos, viendo al sol hundirse en la cumbre de un cerro cercano. Miss Emma era libre de nuevo. El veneno no la había tocado. Era hora de emprender el regreso.
0 comentarios:
Publicar un comentario