No quiero más regalos
Fernando González Carey
Habíamos llegado con la última claridad, pero igualmente apreciamos los islotes en el lago Aluminé y los macizos montañosos que forman el límite con Chile. Descendimos en un parador y Camilo nos señaló su cabaña en la punta de la gran península de Villa Pehuenia, en medio de los milenarios Pehuenes. Pero mirábamos para arriba y solo veíamos manchas negras en el cielo, para el lado del Occidente. No nos importó el informe meteorológico cuando pasamos por Zapala y tampoco las primeras gotas de agua-nieve que aparecieron en la zona de la Atravesada, después de salir de Primeros Pinos. Ya estábamos a salvo y teníamos perfectamente chequeados con la comunidad mapuche los planes de caminar al día siguiente la orilla oval del lago. De pronto, la nieve silenciosa. Nos apretamos junto al bow windows del líving porque no nos queríamos perder los flecos blancos que insistían en borrar los maitenes del acceso a la cabaña.
Preparamos la cena, que comimos al lado del hogar de boca ancha con leños crepitantes. Acomodamos los sillones, abrimos las bebidas y nos sometimos a la terapia de la conversación. Después, Camilo tomó asiento en el amplio futón y se dispuso a pasar una noche especial .
- Si sigue nevando así, olvídense de la caminata mañana …
Pusimos cara de asombro, pero se abrieron inmediatamente algunas botellas de malbec de las zonas frías. Más tarde, cuando la noche maduraba y se acomodaba, Ernesto curioseó los marcos en la pared y se detuvo frente a uno. Aparecía Luciana, la hija de Camilo, en una fiesta que seguramente sería la de sus 15 años.
- ¿Y esta foto?
Camilo la miró y sin prestarle mucha atención deslizó una advertencia.
- Dejála, que buenos recuerdos no me trae.. Desde aquella vez Luciana no quiso más regalos el día de su cumpleaños.
Todos nos fuimos yendo al fondo de los almohadones, llenamos los vasos una vez más y nos aprestamos a escuchar un relato que finalmente resultó increíble. Camilo manejaba perfectamente los tiempos y nos atrapó desde el comienzo
- Esa noche está aún muy presente en mis recuerdos y confieso que no sé cómo no me di cuenta de que debí haber sido más precavido. Fue en Roca, hace exactamente 10 años. Luciana cumplía 15 y yo estaba aún afectado por el fallecimiento de mi mujer, que nos había dejado solos hacía 3 años. Vos, nena, pedime lo que quieras –le dije a mi hija un mes antes de su cumpleaños- porque quiero que esa noche esté para siempre en tus sueños y recuerdos. Ella, besándome, me deslizó bajito que yo ya sabía lo que ella quería y que ambos éramos conscientes de que eso era absolutamente imposible.
Sin la presencia de mi mujer, todo me resultó difícil. Me animaba su recuerdo, pero me restaba fuerzas no saber si respondería a los más ocultos anhelos de Luciana, quien seguramente estaba al tanto de cómo preparaban las fiestas de 15 sus amigas y compañeras. Uds. saben que cuando se pone en marcha un acontecimiento de estas características hay una serie de rituales que las chicas cumplen sí o sí. El “top five” de las quinceañeras incluye, por ejemplo, la sorpresa del vestido. No sabía que se había desechado el blanco tradicional y es que uno vive algo acovachado a esta edad y las cosas cambian rápido a nuestro alrededor sin percatarnos a veces de esta situación. El estilo princesa ya fue, ahora prefieren salir con vestidos coloridos que valen una fortuna, y si alquilás, ahorrás muy poco. Van bien temprano a la peluquería y de allí directo a la fiesta. Imagínense que ese día no la pude ver y menos acompañarla como hubiese deseado.
¿La entrada al salón? Para mí fue una sorpresa. Seguramente ha sido el momento más pensado, el más preparado. Ustedes la conocen a Luciana, no es una chica que pase desapercibida. Habíamos previsto hacer la fiesta en la Sociedad Española de Roca y Luciana aprovechó las escaleras para la presentación. No, caminando no. Después de una proyección de sus fotos en pantalla gigante, con un guión que recorría su vida entera, apareció montada en una supermoto Harley Davidson. No me pregunten cómo hizo para descender con tamaño artefacto por las escaleras. Atravesó la pantalla de papel, impactante, sumamente provocativa y recorrió la pista que estalló en fuegos artificiales. La música, diabólica. Sí, claro, manejaba su novio, un vikingo salido de las brumas del norte europeo. Mientras esa infernal máquina recorría como un trueno el salón, iban apareciendo desde lugares insólitos actores trepados a sus zancos, vomitando fuego ¿Y yo, qué podía hacer? Mirarla y pensar en su madre. Toda la fauna de adolescentes, vestidos con ropas góticas, vanguardistas, manifestaba el deseo irrefrenable de pasar una noche a full. Querían armar parejas, divertirse, bailar, emborracharse, fumar.
Cuando terminó esa farfalia, ella se me acercó y me susurró gracias, papá…
y entonces cambió el ritmo musical y nos cubrieron con luces negras. Aparecieron violinistas vestidos de frac, que danzaban y anunciaban con sus melodías inconfundibles que ya iba a comenzar el vals de los 15 años. Ese fue el único pedido que le hice a Luciana, porque quería lucirme con ella, porque quería estar más cerca que nunca. Claro, ahora el marco de la danza tradicional ha cambiado muchísimo y se recurre a la parafernalia, vuelven las piñatas de pétalos, los morteros de papel picado, los efectos lumínicos y surge la fiebre incontrolable de los camarógrafos y de la máquinas digitales de fotos. Todo un show lumínico. El vals duró minutos, y se enganchó con la música de la fauna, hasta que mi hija tomó el micrófono y fue llamando a los amigos más importantes de su vida, dedicándoles a cada uno frases ingeniosas. Luego, el salón se convirtió en un gran boliche, con música electrónica, reggaeton y algo de cumbia. Era una marea humana, con brazos y gritos al unísono. Se movían al compás de la vida.
La nieve persistía en caer desflecada y el fuego fue tomando una forma compacta. Camilo manejaba los tiempos de su narrativa y nos ponía ansiosos esperando el final. Hizo alusión a la manzana de la discordia de todo servicio de catering: el alcohol. ¿Se sirvió cerveza o no?, fue la pregunta unánime. Camilo no contestó enseguida .
- Este tema, aparentemente inocente y menor, era un formidable dilema. O algunas vueltas de copas o evitaba el alcohol. Hice algo distinto. Contraté un carrito de heladería para ofrecer a esa turba disconforme tragos dulces como milkshake y daiquiri, bebidas que desinhiben a todas las mujeres. Resultó un acierto. Cuando vi que todo era un comienzo del desenfreno en esa jungla tan particular, decidí entregarle mi regalo a Luciana. Hice parar la música y, ya de acuerdo con el disjokey, una canción de Nana Mouskuri invadió la sala provocándome sensaciones jamás sentidas. Una pequeña luminaria se concentró en una mesita donde estaba el estuche. Una vez que todos se arrimaron formando un círculo apretado de amigos y compañeros, abrí la caja y tomé el collar de perlas. La música fue in crescendo y cuando le coloqué esa única pieza artesanal en su cuello –herencia de su abuela y de su madre, con arreglos apropiados a su cuello juvenil- el aplauso resonó y volvieron los actores con zancos elevadísimos a escupir su fuego sagrado. Delirio, nostalgias inconfesadas, corazón apretado. Todo en un instante. Y de pronto, las luces apagadas y un tam tam ancestral empezó a resonar desde el lado de la puerta de ingreso. No lo esperaba. Me elevé en puntas de pie y vi un cuadro surrealista, un lujo pomposo de la cultura tee. Como si estuviera viendo un cuadro de la India, entraban cuatro mozos negros, completamente desnudos con solo un taparrabo. Portaban una caja ayudados de dos largas varas y avanzaban lentamente al son de tambores de un pequeño grupo que los precedía. Cuando llegaron a donde estaba Luciana, depositaron la pesada caja frente a ella y le hicieron entrega de un extraño pergamino , seguramente con indicaciones para abrir la sorpresa.
Todos queríamos más. Los silencios interpuestos por Camilio surtían un efecto irresistible, pero se tomó su tiempo para saborear una vez más el tinto de las zonas frías, echó por enésima vez un tronco en el hogar y cuando las nuevas llamas ascendían por el negro conducto de la chimenea, prosiguió hacia el final de la historia.
- Luciana no soportó la espera ni apareció en ella la más mínima indecisión. Se acercó a la caja, rasgó el papel celofán, rompió los nudos y perforó con fuerza el grueso cartón. Entonces miró la caja y miró a sus amigos, y de pronto con un chillido de mono salvaje surgió como catapultado un enano negro embadurnado de plumas que rapidísimo, como el corte de una cimitarra, le arrancó el collar de perlas a Luciana y se hundió nuevamente en la caja. Imagínense los gritos y el desconcierto cuando la pocas luces crearon una oscuridad insoportable. Los flashes de las digitales engrandecían las sombras de las corridas creando la sensación de una gigantesca avalancha de cuerpos humanos. Las puertas de entrada se abrieron enseguida, y al son de gritos y corridas todo el mundo empujó hacia la salida, ubicándose en la vereda de enfrente y en los andenes de la vieja estación del ex Ferrocarril del Sud. Desconcertado, con minutos perdidos, ordené cerrar las puertas, convencido de que ya era tarde. Prendimos las luces del salón y revisamos lo imposible. El enano no estaba.
- ¿Y la Policía?- preguntó ansioso Ernesto.
- Tarde, como siempre- repuso Camilio y acotó: demoraron a los asistentes del enano, pero más tarde tuvieron que liberarlos. Ellos adujeron que solo estaban contratados para esa función, desconociendo las intenciones del que robó el collar.
Todos suspendimos el aliento al oír a Camilo. Nadie arriesgaba preguntas para no romper ese momento que flotaba sin resolución
- Por supuesto que revisamos la caja, la destrozamos literalmente. Buscamos en todos los rincones de la sala. Los gritos y corrillos de los invitados sumaban confusión. El enano no aparecíó.
-¿Y los custodios no lo vieron salir por la puerta? –insistió René.
-Por la puerta salieron los trescientos invitados, espantados, y se quedaron en la vereda atónitos, sin aportar nada. Cuando el salón quedó vacío empezamos la requisa por todos los rincones. Solo advertimos que la caja contenía un boquete debajo de un piso falso.
Todos estábamos asombrados por la audacia del enano y cada uno tenía su propia conjetura de cómo había sido el robo. Pero Camilo rechazaba todo.
-No cierra, no cierra. El enano no pudo salir de la sala, aunque admito que se perdieron minutos esenciales. Los invitados fueron chequeados, pero enseguida los descartamos ya que nadie medía tan pocos centímetros como para caer bajo sospecha.
- ¿Y entonces?
- Entonces cerramos la sala y despedimos a todos. La fiesta se acabó en ese momento.
- ¿Y vos qué pensás, Camilo? –le espetó El Gallego, que hasta ese momento estuvo callado.
- Al principio sospeché que la Policía no estaba haciendo todo con la celeridad que el caso imponía. Piensen que en la ciudad no debía haber muchos enanos como para que el ladrón pasara desapercibido. Notaba además que mis amigos me recomendaban conductas desechables, como no apurar tanto la investigación por temores a represalias y por otros estúpidos motivos. En una palabra, empecé a ver que no había mucha voluntad por descubrir al que robó esa magnífica joya en una acción tan osada e inverosímil. Hasta el mismo jefe de policía un día me llamó para calmarme un poco y asegurarme de que todo iba bien, aunque sin resultados a la vista….hasta que llegó la encomienda.
-¿Qué encomienda? –preguntaron a coro todos.
- La del enano. Nos devolvía el collar con una esquela concisa: “sin sorpresas no hay recuerdos”. Y vaya que tenía razón.
- O sea, que todo resultó una broma –dijo René con voz baja, mirando a Camilo.
- Sí, una broma de la que fue difícil olvidarse. No hicimos mayores averiguaciones, pero Luciana tiene marcado a fuego ese momento. No quiere más regalos en sus cumpleaños.
La noche ardía en el hogar y los flecos blancos ya habían vestido los viejos maitenes. A la mañana siguiente, el cielo estaba descubierto y el sol asomaba muy limpio.
FIN
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