sábado, 6 de febrero de 2010

8Truchas y un guarda parques

Recuerdos Patagónicos:

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 Las ocho truchas y el guarda parques

Christian Valls – Buenos Aires

Habíamos llegado con mi familia a ese hermosísimo paraje llamado El Bolsón, que se divide en dos: al Norte la Provincia de Río Negro y al Sur la del Chubut.

Tal como acostumbraba hacerlo, nos hospedamos en la Hostería Steiner, ubicada justamente en el paralelo que divide a las dos provincias patagónicas.

Horas antes se había realizado el encuentro con la familia de Don Carlos, con quien nos habíamos citado para ese catorce de marzo a la entrada del pueblo, allí donde había una frondosa arboleda de nogales. Desde lo alto, viniendo de Bariloche, veníamos viendo aquel puntito blanco que era el Peugeot 404 , nuevecito y brillante, que nos esperaba según lo acordado quince días antes en Capital Federal, para las 14:30 hs. de aquel día. Yo miraba mi reloj pulsera cada vez que me lo permitían la sinuosidad del camino y el cuidadoso manejo a que esta me obligaba. Ya eran casi las dos y media y faltaban aún unos tres kilómetros... y el Peugeot de Don Carlos que exactamente a la hora indicada, comenzaba a moverse hacia el centro del pueblo... Tuve que correrlo como dos kilómetros para que Don Carlos, bajando el vidrio y muy serio me dijera: “Oiga Christian, quedamos a las dos y media y van a ser tres menos cuarto”. El detalle es que la cita se había concertado quince días antes y a 1700 kilómetros de distancia...

Bueno, ya hospedados y acomodadas las prendas y menesteres, me ocupé en mostrarles a mis amigos aquella maravilla de trabajo fecundo que a lo largo de los años había desarrollado Don Juan, ese austriaco buenazo y grandote que había arribado a la comarca de chiquitín, cuando su padre vino a trabajar de mecánico en la empresa inglesa que tendió el Ferrocarril de trocha ancha que llegaba hasta Ing. Jacobacci. Les mostré los corrales, las plantaciones de ciruelas, cerezos y guindos que limpios y bien cuidados abastecían de fruta a la cocina donde su esposa y dos hijas las transformaban en dulces, jaleas, mermeladas y riquísimas tortas. Y vieron también la usina, con su rueda Pelton movida por aquel chorrillo de agua desviado desde el Quemquemtreu, que estaba a no más de doscientos metros del fondo de la finca.

Durante la cena, decidimos que al siguiente día iríamos a conocer el lago Puelo, distante unos pocos kilómetros.

Y así fue.

Canasto con vituallas y equipo de mate.

Y una caña y reel de pesca que trajo Don Carlos, préstamo de su amigo el Dr. Miguel Copello.

Y acomodados en aquella orilla de canto rodado a la vera del Quemquemtreu que realmente cantarín y sonoro desembocaba en el lago, nos entretuvimos tomando fotos y mate. Nos acordamos luego de la caña de pescar. La armamos y elegimos una cucharita que nos pareció apropiada. E hicimos nuestros primeros lances, que las aguas rápidas llevaban en segundos hasta el lago. Pero lance y lance, cambios de señuelos varios y ni un pique...

En tanto el sol ya llegaba al mediodía y a la orilla del río unas poderosas truchas marrones proyectaban sus gordas sombras en el fondo pedregoso... Daba bronca verlas como muy orondas despreciaban y hasta cabeceaban la cucharita que le pasábamos por arriba.

En eso estábamos cuando llegó un muchachito al que habíamos visto en la hostería. Creo recordar que era un sobrino de Don Juan. Nos miró y sentenciosamente dijo: “Las truchas de por aquí no comen fierro”

-Y qué, entonces? Le pregunté.

Pruebe con lombrices, respondió.

-¿Lombrices? ¿Y dónde las consigo, aquí entre las piedras?

No, respondió. En los fondos de la Hostería. Venga conmigo.

Subimos a mi jeep y fuimos raudamente hasta lo de Steiner. Efectivamente: en un par de paladas cerca del chiquero, sacamos un puñado de gruesas y movedizas lombrices de tierra.

Con la lata y las lombrices volvimos al Puelo, donde esperaban las familias.

Y allí sin perder tiempo le pusimos un racimo de lombrices a los anzuelos dobles del señuelo.

Fue tirar y ahí nomás, donde las aguas del río se mezclaban con las del lago, se produjo el primer pique, fuerte y decidido. Y una primera arco iris fue traída hasta la orilla. La pusimos a la sombra de unos arbustos, tal vez de rosa mosqueta, porque el sol y el aire seco las transformaban en algo de aspecto fósil y poco apetecible en menos de una hora.

Era cierto: las truchas de por allí no comían hierro.

Y así en un rato, todas parejitas, ocho truchas fueron a la sombra.

Entretenido estaba cuando escucho el resoplar de un caballo sobre mi hombro izquierdo.

Medio asustado di la vuelta y me topé con un hombre de uniforme verde y sobrero aludo con insignia que me miraba desde las alturas.

–Hola, me dijo. ¿Qué tal la pesca?

Regular, le contesté. Las truchas están muy ariscas.

-Pero veo que ya ha pescado varias.

Sí, es verdad. Pero están ariscas.

Para ese entonces el señuelo se movía allá lejos, en la turbulencia que formaba la unión de las dos aguas.

Yo comencé a rogar que una trucha picara para dejarla comer las lombrices sin clavarla... Pero el pique se había cortado y nada pasaba. Nada más que el tiempo, que comenzó a estirarse y a latir en mis sienes.

Sabía muy bien que estaba en contravención y grave. No se permitía el uso de carnadas vivas. Solamente artificiales.

-Ajáh... – dijo el Guarda Parques.

-Parece que se cortó el pique...

Si, ¿Viooo? Argumenté tímidamente rogando en mi interior que alguna maldita trucha mordiera las lombrices...

Y al mismo tiempo imprimía al sedal cortitos tirones como para tentar a la más harta de las truchas.

Pero ni así...

Pasé de las oraciones a la otra punta. Las puteadas masculladas muy por lo bajito...

Y nada de nada...

Y aquel hombre de uniforme que desde la altura de su montura me observaba muy quieto y dueño de todo el tiempo del mundo.

-Le convendría cambiar el señuelo, don. Me dijo

-Las truchas se acostumbran a ver siempre el mismo y dejan de picar...

Sí, tal vez. Le respondí. Esperemos un poquito...

-Ajáh... Espetó lacónicamente el Guarda Parques, autoridad mayor por aquellos lares y en aquellos tiempos.

-Le digo que si recoge y lo cambia, tal vez vuelva la suerte...

Pero vea señor, le contesté. Hasta ahora me ha dado buen resultado. Y además ya probé los otros y no pasó nada. Y además este señuelo...

Y yo seguía soltando un poco de tanza y dando tironcitos. Pero ni una p. trucha se dignaba morder el señuelo, es decir las lombrices.

Y el caballo que de vez en cuando resoplaba y cambiaba de apoyo en sus patas como para decirme: “aquí seguimos estando”

Y llegó entonces el tan temido momento:

-Vea don, ya ha pasado bastante tiempo...¿Porqué no recoge?

Yo ya no tenía excusa.

Había gastado todo mi arsenal.

Y comencé entonces a recoger lentamente, rogando otra vez pero para que el señuelo se enganchara entre las piedras y poder así tirar y cortar el nylon...

Regularmente, casi diría todas las veces, recoger lento una cuchara en esos ríos es perderla por un enganche.

Pero, ¿Saben que esa vez no sucedió?

El Guarda parques tosió. El caballo resopló una vez más. El sol ya quemaba en ese día diáfano.

Mis manos transpiraban. Nadie hablaba. Detrás de mi imaginaba a un Don Carlos que desde la madurez de sus años contemplaba y disfrutaba todo como una obrita de teatro...

Y el señuelo llegó a la orilla, sin engancharse, y la cuchara con su ramillete de lombrices quedó exhibiéndose sobre una lisa y redonda piedra.

El Guarda Parques avanzó unos pasos con su cabalgadura, y sin apearse se agachó un poco y tomó el sedal, levantando el señuelo que llegó hasta sus manos...

Cuchara y lombrices. Ya ahogadas, pero lombrices al fin.

El ala de su sombrero ensombrecía más aún su cara...

-¿Y esto? Preguntó...

Dios me asista, pensé.

Y al instante, en aquel terrible momento se me ocurrió una estrategia salvadora a la que me aferré como náufrago a la tabla... Y dije:

¿Sabe Señor? Es un señuelo mixto...

Me pareció ver, aunque no lo juro, que aquel guarda parques serio y ceñudo, curtido por muchos vientos cordilleranos, esbozó una ligera sonrisa... Alenté la esperanza de haberle llegado por lo jocoso, recurso último de mi posición ya vencida.

Y tal vez así fue.

Porque aquel Guarda Parques, que luego supe se apellidaba Williams, descendiente seguramente de galeses, dijo:

-Vea don, si le aplico el reglamento de Parques, por pescar con carnada viva no solo debo confiscarle el equipo (que no era mío) sino además aplicarle una fuerte multa.

-Pero veo que son gente novata y porteños... me espetó despreciativamente.

-Así que por esta única vez, solo voy a confiscarle la pesca.

Y aquellas hermosas ocho truchas fueron a parar, con toda seguridad a la cocina de Williams.

Christian Valls

Febrero 4 de 2010

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