Cuento Corto
Enrique Carlos Ameijeiras – Lago Puelo – Chubut
– ¿Gonzaga? Pase por el hogar a retirar las pertenencias de su padre…
Breve, sucinto y conciso. Ese fue el mensaje de voz que le dejaron en la casilla.
Cerró de un golpe la tapita del celular, mordió sus labios mirando al cielo y vio, frente a él, la lúgubre silueta del Hogar de Ancianos de Villa Deseada. Hacía más de una hora que estaba sentado en el banco de la plaza, la que está frente del hospicio donde vivió su padre los últimos meses de su vida. Solo que no atinaba a dejar de fumar, a levantarse del deteriorado banco y cruzar la calle, para enfrentarse con esa realidad.
Peor que el dolor por la ausencia, es la ausencia de dolor por la muerte de un ser querido.
Aquella tarde, llegó de la cancha y encontró sobre la mesa un papel, mal cortado, ajado y manchado de grasa de medialunas, una nota con la letra del viejo:
– Me interno en el Hogar, cuando puedas traeme ropa. Veníme a ver infeliz.
Todo escueto, todo Breve, sucinto y conciso.
Ahora eran gotas el polvo húmedo de la tormenta. Se levantó, pisó el pucho con la punta del zapato, se acomodó el sombrero y enfiló hacia las negras puertas de hierro. Como a la gélida mano de un muerto, apretó el picaporte y entró.
Tras las ventanas, lúgubres luces parían sombras en el interior, donde cientos de sombras deambulan en busca de luz.
Temía el reto de la directora del Hogar:
– Ah! Por fin vino… Su padre ha muerto hace dos días. ¿Lo Sabía?
La voz casi masculina de la gruesa señora espantaba a su conciencia para retarlo con más tenacidad.
Aguardó que le abrieran la puerta. Una enfermera lo invita a pasar:
– Lo acompaño con el sentimiento Gonzaga, dijo, – ¿se largó a llover? ¿Vino a buscar las cosas de su padre?
– Si, me mandó llamar la señora. No pude venir antes.
– Si, me imagino. No es fácil. Venga, venga por acá, revisamos que esté todo, me firma el papelito y ya está.
– ¿Son muchas cosas?
La enfermera sonrió mansamente. – No, que va… El pobre viejo tenía una mudita nada más, el jergón, algunos cubiertos, los documentos y… El libro.
– ¿Qué libro?
– Este libro diario, no dejó de escribir hasta último momento.
La dama extendió su brazo con una suerte de agenda. Dudó en tomarlo, finalmente lo hizo y lo guardó en el bolsillo de su sobretodo.
–¿Puedo donar las cosas de mi viejo?
– Mire, los cubiertos es lo único que nos vendría bien, la ropa dejela que la donamos a las hermanas, y el colchón llévelo. Lo trajo su viejo cuando se internó por si no hubiera lugar para él, y fue así, por un par de semanas estuvo durmiendo sobre el en el piso de la enfermería. Y cuando se desocupó una cama, puso el viejo jergón encima y ahí nomás se acostó.
– ¿Sufrió mucho?
– No, se acostó a la noche después de cenar, y no despertó más. Tome, dijo arrastrando el colchón hecho un rollo, los muchachos le pusieron una cinta para que lo lleve más cómodo. Firme aquí, donde dice deudo, y yo le completo sus datos.
– Gracias por todo señora.
– Por nada Gonzaga, por nada.
– Cómo que no: Gracias por hacerme fácil este mal momento,
– Todos tenemos el cielo y el infierno dentro. Solo que uno elige cual es cual.
Con poco esfuerzo pero con mucha incomodidad, jergón y muchacho salieron del hospicio, las calles baldeadas por las luces de las farolas, hervían de burbujas. – Va a llover bastante, se dijo, montando la carga sobre su hombro y dudando en dejarlo en alguna esquina.
Una vez en la casa, soltó el cargamento sobre el elástico pelado de lo que fue el cuarto principal. Puso una pava al fuego, encendió un cigarrillo y al buscar el encendedor, sus dedos chocan con el extraño cuaderno. Lo saca con cuidado, lo abre, lo mira con miedo. Notó los mismos geroglifos de su padre, “Patitas de araña”, recordaba las palabras del viejo. Nunca me imaginé que se le iba a dar por esto.
Encendió el cigarrillo, vació el mate en el tacho y volvió a montarlo.
De repente, algo que vio sin haber visto, algo escrito en ese anotador. Dejó el pucho posado en la mesada, y volvió a abrir sus negras tapas. Avanzó hasta llegar a las últimas palabras escritas.
Nadie por mi ha venido,
Y de eso no me quejo,
Porque yo he sido muy jodido.
Pero una cosa me reservo,
No has venido, estando aún con vida,
Pero si has de venir cuando yo ya esté muerto.
Soltó el cuaderno, como si hubiera salido un bicho de entre sus hojas.
–Sabía que no te ibas a ir callado, y juro que muchas veces intenté acercarme, pero no pude.
Vos sos tan culpable como yo, nunca te sentí mi padre, nunca me sentí tu hijo. Vos me lo hiciste sentir. Y ahora que, ¿es una maldición? No, no te fui a ver mientras estabas internado. No pude… no quise… que importa…
Se sintió ridículo hablándole al cuaderno. Llenó de agua el mate y lo tomó así nomás, caliente, amargo y fuerte. Se acercó a la mesa, con el dedo siguió moviendo las hojas del cuaderno, hasta llegar a un lugar donde decía.
“Hoy estoy mas jodido que de costumbre. Apenas puedo respirar. Tos seca y me han puesto un pañal. Que vergüenza, cuando se acabará esta mierda. Si me pasara algo, y mi hijo no viniera antes, que alguien le diga que le dejo eso en el Jergón”…
Que mierda… dijo en voz alta, el viejo siempre guardaba las cosas de valor en el colchón. Por eso el miserable se lo había llevado al hospital, y claro…. Como no iba a ponerlo sobre la cama, si era como su caja fuerte. Puede ser que el viejo, aunque sea horas antes de su muerte me haya dejado algo.
Se abalanzó hacia el cuarto principal, el que había sido la habitación del padre, se detuvo de golpe, volvió a la cocina a buscar una cuchilla. Con ella en mano, agarró el colchón y hundió el puñal, con odio y esperanza, hasta que las cascarrias grises se desparramaron por el piso, uno, dos, tres cortes y el vaciado del jergón en el piso de madera hasta que cae un trozo de papel. Soltó la cuchilla, corrió a la cocina y debajo de la lámpara, abrió el papel doblado en cuatro y se dispuso a leer el mensaje.
Hijo, algunas cosas no me hicieron falta. Siempre las quise tener por si las moscas. Fáciles de vender, costosas y que ocupan poco lugar.
– Los diamantes, los diamantes. El viejo siempre tuvo secretos. Miserable, todos sabían que tenía mucha plata. –
“Bueno, creo que si estás leyendo este mensaje es porque ya no estoy, y te estuve esperando para dártelas en mano, pero insisto, si estás leyendo esta carta es porque no has venido.
Ni loco se las dejo a las enfermeras, son muy buenas pero todos tienen su precio, y en definitiva sos mi hijo, te las dejo a vos, pero vas a tener que venir a buscarlas. Leer Pag. Nº 5. Chau infeliz.”
Viejito santo, yo sabía que te ibas a regenerar a último momento. A ver, donde escondiste los diamantes, me cambiaste la vida viejito. – Decía mientras, mojando sus dedos con la lengua, hojeaba hasta llegar a la página Nº 5.
A ver, a ver…1, 2, 3, 4 y cinco.
“Tengo la certeza que me estoy muriendo,
En definitiva, empezamos a morir desde que nacemos.
Me he tragado la herencia de mi hijo
Pero él vendrá a recuperarla,
Y podré verlo una vez más,
Veníme a ver, infeliz”
.
2 comentarios:
Tu cuento "Vení a verme...." tiene un ingrediente fuerte, que amarra el alma. No pude dejar de leerlo hasta más de la mitad, y se me iba como inflando el alma...
Debo confesar (y esto es muy subjetivo) que no es el final que esperaba, y que me fui "desinflando"... cuando entra en la búsqueda de los diamantes en el colchón.
FGC
Me encantaría que me amplíes un poco tu experiencia. La vida también nos ofrece finales inesperados. Pero aquello que me puedas aportar para mejorar me haría muy bien.
Enrique Ameijeiras
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