Recuerdos Patagónicos
Cuando aquel dos de abril escuché a Neustadt que por la radio decía:
“ Tropas argentinas desembarcan en Malvinas “, creí que era una broma o simplemente una de sus argucias para atrapar audiencia. Eran como las siete de aquella mañana y yo, viudo desde hacía pocos años tenía bajo mi responsabilidad a dos hijos varones de dieciocho y diecinueve años, ambos “bajo bandera”. El pasar de las noticias confirmó aquella insólita realidad: estábamos en guerra y nada menos que contra Inglaterra.
Por haber vivido y viajado por nuestra Patagonia, conocía la presencia inglesa en nuestras tierras. A los hacendados ingleses, generalmente muy soberbios que cuando entraban al boliche del “turco” se los atendía primero simplemente por ser “el Míster” y los demás... que esperaran.
Campeaban su arrogancia por saberse ciudadanos de un país poderoso, de los que hoy algunos llaman “del primer mundo”. Nosotros, argentinos nativos éramos para estos terratenientes tan sólo mestizos o habitantes de segunda. Si hasta daba vergüenza ver a nuestros ciudadanos de uniforme, supuestamente custodios de nuestra frontera, cuidar los bienes de aquellos gringos porque de ellos dependían. En efecto, en una oportunidad en que con mi amigo Tufí Breide, ciudadano de Epuyén en el Chubut, fuimos a notificar los gendarmes que en pequeño y mísero destacamento estaban asentados dentro de los campos de “la compañía”. Era la estancia Leleque, administrada por un tal Rowland, empresa ganadera con sede en Londres. Les fuimos a avisar porque esa era la costumbre: íbamos con armas grandes a cazar jabalí y si escuchaban los tiros tan cerca de la frontera podrían alarmarse. Recuerdo que al mando de aquel mísero destacamento de avanzada, unas pocas chapas afirmadas sobre postes, estaba un alférez jovencito. Como suele ocurrir en aquellas latitudes, la gente sufre la falta de contacto humano, así que al recién llegado se lo atiende bien, se le convida mate y hasta si hay, alguna tirita se echa a las brazas.
Cuando vio mis armas, un máuser del 7,65 y una sistema Colt del 11,25, me pidió si podía darle algunas balas. Yo le contesté que sí, que con mucho gusto, pero no le servían para dispararlas en su FAL del 7,62. Se fue entonces hasta el fondo del cobertizo y de entre unas mantas extrajo un viejo máuser 1891 de su propiedad. Me contó que lo tenía para cazar guanacos, importante fuente de carne para él y sus camaradas, ya que si usaba el FAL debía justificar con descargo la munición empleada. Le pregunté entonces porqué el Batallón de El Bolsón, de donde dependían, no les enviaban suficientes víveres. Pero claro, me explicó: La distancia, las nevadas y algún olvido hacía que ellos dependieran de aquel viejo máuser. Siempre dura, la vida del gendarme. De lo contrario, debían pedirle carne de capón al míster, dueño del campo, generando así mayor dependencia lo que les retaba autoridad cuando los ingleses pasaban animales de contrabando por la frontera con Chile, allí cerquita.
En un mástil de coihue, ondeaba gallarda, aunque vieja y desteñida, nuestra bandera.
Un grupito de tres hombres, que sin vehículo ni radio y con los más espartanos elementos se suponían defendían nuestra frontera.
Por un lado, de los chilenos, siempre ligeros para correr los hitos. Y de adentro, los ingleses, que amigos eternos de los chilenos contrabandeaban ganado en pie de aquí para allá y viceversa.
Así que cuando en aquella mañana del dos de abril me enteré que habíamos puesto pie en Malvinas, no pude dejar de recordar un hecho que hacía tan solo algunos años me había golpeado en mi orgullo de argentino, nativo de estas benditas tierras. Y que a continuación quiero relatarles.
Las ovejas
Por entonces me ganaba la vida como viajante de herramientas, representando a una empresa alemana que tenía sus oficinas en Buenos Aires. Hacía una larga gira que terminaba en Trevelín, al sur de Esquel. Y de allí venía “trepando” hasta la Capital para rendir cuentas a mi representada para luego volver a San Martín de los Andes para reunirme con mi Familia. Siempre aprovechaba el viaje de regreso para visitar algún cliente que a la ida quedaba pendiente. En este caso, un ferretero del Bolsón llamado Ítalo A. Funes. Era buen pagador y estaba en fecha para cobrarle.
Sucedió que era sábado. Bastante temprano salí de Esquel para El Bolsón. Allí debía ver a Don Funes que acostumbraba a cerrar su comercio puntualmente a las trece. Tuve algunos inconvenientes en la partida: una cubierta baja de mi jeep, el emparchado, cargar nafta y en fin, se me hicieron como las diez cuando rodaba por el ripio de “la cuarenta” remontando hacia el norte. Pata y pata sobre el acelerador.
Estaría por la Planicie Grande, o por allí entre el Malloco y el Lepá, cuando en la ruta comenzaron a aparecer ovejas. Cada vez más ovejas. Un mar de ovejas.
El camino tiene allí banquinas muy anchas, tal vez de más de cuarenta metros por lado hasta cada alambrado, las que sumado a lo ripiado, hacían casi noventa metros en total. Porque los arreos de ovejas en la Patagonia solían hacerse casi siempre por tierra y a veces por cifras de miles. Siendo un animal muy manso y de agruparse, un solo arriero con sus perros podía llevar por delante muchos lanares hasta el embarque del ferrocarril. Y ese era precisamente el caso que relato.
En pocos minutos, la gran cantidad de animales me obligó a detener la marcha. Allá lejos se distinguía un hombre que de a caballo revoleaba el arreador empujando la gran majada.
Como pasé buena parte de i adolescencia en el campo, conocía y respetaba sus leyes. Dar paso y prioridad a un arreo era de ley. Así que detuve el motor y me quedé esperando que esa gran oleada de lanares pasara, pese a mi urgencia por llegar al Bolsón, del que creo distaría aproximadamente unos cinto veinte o ciento treinta kilómetros, con un tramo lento de cornisas y colinas entre Epuyén y El Hoyo. Así que mi tiempo era escaso y mi único apuro el trabajo. Quede esto bien en claro.
Al rato de esperar, veo que las ovejas comienzan, con su clásico doblar de manos, a echarse al suelo rodeando mi vehículo. Descubro la causa: El arriero había desmontado e incluso quitado la silla a su caballo, disponiéndose aparentemente a almorzar, deteniendo el arreo. Pensé que seguramente este hombre vendría desde muy amanecido arriando la tropa y que tenía hambre. Pero yo necesitaba continuar y en todo caso el podría almorzar un par de minutos más tarde.
Nos separaban entonces unos cien metros. El día era muy claro con esa diafanidad del aire que sólo tiene la Patagonia. Pude ver que el caballo era un alazán, la montura con pomo, del tipo mexicana y que el jinete vestía ropas vaqueras, a lo “cow boy”. Evidentemente, no era un paisano de los nuestros.
Como el tiempo pasaba, tímidamente encendí los faros, que seguramente el hombre vio. Le hice varias señas de luces pero me di cuenta que las ignoraba. Entonces, también tímidamente le di unos pocos golpecitos de bocina. Las ovejas siguieron tan inmutables como su arriero.
Miré mi reloj y decidí que lo único que podía hacer era arrancar el motor. Así lo hice y comencé a rodar muy lentamente apartando ovejas.
Fue entonces que como rayo aquel hombre echó sobre el lomo de su caballo la montura, cinchó y se me vino de un solo galope. Entonces pude verlo bien, cuando en arrogante corcovear se detuvo derrapando al lado de mi jeep. Era joven y rubión, bien gringo. Vestía ropas que por entonces no eran habituales en mi patria: pantalones y camperas de jean muy azules y vistosos. El caballo era un hermoso alazán, de esos con brillos a los que llaman doradillos.
En un español muy champurreado y visiblemente enojado me espetó: “ ¡Ustedes aryentinos siempre apurrados. No conocer ley de Patagonia! ¡Aquí mandan ovejas!”
Fue entonces cuando el caracoleo de su caballo –y el gringo usaba espuelas- pude ver que a su derecha enfundaba un Winchester. Con su mano tomaba la culata por el medio, como amagando sacarlo. Supuse que era un 30-30, o tal vez un 44/40. Sus culatas se parecen.
Bajé el vidrio de mi lado y traté de explicarle que solamente quería pasar, que aquello era una ruta nacional y que estaba trabajando. Pero el rubio seguía denostando contra los aryentinos y su mano permanecía amenazante sobre la empuñadura. Como por entonces y en esas latitudes era costumbre andar armado, y yo llevaba cobranzas y valores ajenos, entre las dos butacas de mi Ika tenía una 11, 25, sistema Colt. Su culata lucía bien a mano. Yo no tenía la menor ganas de pelear sino tan solo apuro por llegar. Pero en determinado momento me invadió una extra sensación. Era como una bronca naciente que se me instaló así, de golpe. Sentía que estaba en mi Patria, en la cuarenta, ruta de mi País. En nuestra Patagonia. En mi Patagonia. Y que un gringo arrogante y mal educado pretendía manejar mi tiempo por ser yo argentino y no inglés como él.
Por aquellos años, una vida muy poco valía allá en el Sur. Se la podía perder en cualquier discusión de boliche. Era una ley no escrita y yo era consciente de ello.
Cuando me di cuenta, ya mi derecha rodeaba la empuñadura de mi .45
El tiempo se detuvo y solo recuerdo que algo como una vincha de frío rodeaba mi cabeza. Me quedé sin color y con las sienes erizadas. Matemáticamente evaluaba quién podía “sacar” más rápido. El inglesito su Winchester, o quien esto escribe la Colt. ¡Parecía una película del Far West!
Desde el privilegio de su altura, el inglés vio mi mano y se percató que en mi mirada algo había cambiado. Ya ninguno hablaba. Qué momento... El silencio lastimaba.
Debo agradecer a Dios que afortunadamente en mi vida nunca “tuve que enfriar” a nadie, como se dice por allá. La sola posibilidad de que estaba a punto de hacerlo, me hacía trepidar el corazón.
Creo que el inglesito captó mi pensamiento y su mirada cambió. Soltó la culata y con un revoleo de riendas puso en movimiento a la majada. Yo metí la primera y empecé a rodar apartando ovejas, ya medio a pechazos de paragolpes.
El gringo quedó atrás mientras yo metía la segunda, acurrucado en mi asiento y mirándolo por el espejo. Sabía que era vulnerable y que aún a sesenta o setenta metros bien podía “ponerme”. Que si antes no intentó “sacar primero” fue seguramente por la diferencia del largo de armas. Ese detalle y mi posición estable, me habían dado una apreciable ventaja que el gringo entendió, aún en su arrogante postura. Pero al quedar luego detrás de mi, era yo quien quedaba en clara desventaja.
Pero gracias a Dios no lo hizo, aunque juraría que me tuvo ganas.
Epílogo
Los terratenientes ingleses se fueron de la Patagonia porque la lana bajó de precio. La estancia Leleque hoy es de Benetton, otro gringo. Y la lana la abastece Australia para casi todo el mundo.
La “globalización” se está definiendo. Nos generaron enorme deuda externa y dependencias tales que ya nuestras tierras son de ellos –o al menos exigibles- porque no tenemos más con qué pagar y nosotros somos “sus esclavos”. Antes la cosa era más liviana y había de tanto en tanto la esperanza de que algún argentino bien nacido tuviera pelotas para revertir la cosa. Pero nos guste o no, los anglosajones supieron hacer su política, en su total beneficio, claro. Y hoy estamos peor que antes de Malvinas y hoy dominan el mundo. Eso al menos y por ahora.
Autor: CJP Valls
Septiembre del 2001
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