Cuento Corto
Carlos Rey – Bariloche
Aquella mañana, a las nueve, la niebla envolvía la ciudad. Algo densa, obstruía la visión a pocos metros, a pesar de lo cual un fuerte resplandor proveniente del astro rey daba connotaciones singulares al todo. Por otro lado parecía ligeramente azulada y hasta se diría que un tanto rosada hacia el poniente y más dorada en el levante.
Por aquel entonces habitábamos en Liverpool y me dirigía yo en ese momento a buscar a mi dulce bien amada en mi flamante Ford Tiger color beige.
Como siempre me sucedía, quedé hechizado ante su sola presencia; haciéndola partícipe de mis sentimientos mientras le abría la portezuela izquierda. Al hacerlo observé una pequeña abolladura junto a la bagueta del guardabarros trasero y de súbito la sonrisa se borró de mis labios; cosa que mi media naranja con seguridad notó, a juzgar por la expresión que se dibujó en su rostro.
No obstante, y creo no equivocarme al decirlo, haciéndose la desentendida ascendió coquetamente al lugar por mí ofrecido, ante lo cual no me quedó más opción que dirigirme al sitio de conducción.
Una vez que hube iniciado la marcha me puse a pensar cómo y en qué forma habría de preguntarle sobre el hecho. Ni una sola mirada se cruzaba entre nosotros y esto me ponía más nervioso aún.
Si tan solo dijera algo. Algo que rompiera esa barrera que se había interpuesto entre ambos. Yo estaba segurísimo de que a mí no me había ocurrido; así que tenía que haber sido en el lapso que mediaba entre las 7:30 y las 9 de la noche anterior, período que había insumido ella en ir con el automóvil a visitar a su pobre tía enferma. Solía tener gravísimos problemas en los estacionamientos.
La espiaba continuamente y de reojo, tanto como me lo permitía el fluido tránsito callejero.
Era tan bella. Sus claras pupilas brillaban cual dos luceros al resplandor que penetraba por el parabrisas. Las ventanas de su pequeña nariz se hinchaban acompasadas al ritmo de sus tentadores pechos, que parecían querer saltar de su entreabierto escote para ofrecerse cual blanca suelta de palomas. Ni qué decir de su dibujada boca de carmín, que como una fruta madura de verano esperaba ser mordida por su bien amado. Que era yo.
Bajando la mirada hacia sus extremidades, atrevidos pensamientos me asaltaron y como si hubiera habido una transmisión de ideas y ante mi cálido estupor, sus finas y blancas manos se posaron en mi entrepierna, haciendo que mi corazón galopara con desenfreno.
Aferrado al ahora húmedo volante noté que mi pantalón era desabrochado y en ese instante el contacto de sus dedos me encegueció. Alcancé a vislumbrar a un policía que hacía ademanes desesperados.
Un poste de alumbrado se interpuso en mi camino y me estrellé.
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