lunes, 2 de noviembre de 2009

Memoria animal – González Carey

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Fernando González Carey


 

El Canal 10 de Televisión de Roca todavía funcionaba sobre las bardas del Norte, más allá del basurero a cielo abierto, con sus quemazones y corrillos de chicos hurgando en los cañadones.

Debían hacerme una entrevista sobre mi último libro de cuentos, circunstancia que me honraba y me invadía de ansiedades. Carlos, un empleado de la empresa, me esperaba con su remise en el centro. Cuando nos aproximábamos al basural me inquieté al divisar de cerca perros cimarrones, que nos ladraban sin continencia.

- No se asuste -me dijo Carlos- son los perros abandonados. Nos van a perseguir un buen rato, pero después desisten. Fíjese qué flacos , pero qué vigorosos son. Por nada del mundo me gustaría quedar a pie por estos lugares..

- El Municipio debería hacer algo.

- No hacen nada. Un hombre fue destrozado por estas jaurías, un pobre paisano que llevaba grasa en una bolsa.

- Habría que venir con escopetas y ahuyentarlos a tiros…

- No crea, le hacen frente a todo. Es por el hambre que sufren. Además, se reproducen casi como ratas.

Forman jaurías que atacan a los ciclistas y ni hablar si alguno se larga a correr. Siempre están al acecho y saben guardar distancia de las casas, porque saben que de ahí les tiran.

Después Carlos me confesó que hacía 25 años trabajaba en el Canal y sabía muchas historias relacionadas con esos perros cimarrones. Al regresar del reportaje, se distendió contándome un caso increíble.

- Habíamos ido al Canal, allá arriba, para grabar el reportaje de un médico reconocido, que tenía la costumbre de llevar a su perra a donde fuera. Era de raza Doberman, negra como una pizarra y obediente. Sabía ocupar su lugar como una persona más, por eso no puse reparos en llevar a tan distinguida dama en el asiento trasero. Al regresar, ya de noche, tuvimos la mala suerte de estropear la rueda trasera, así que detuve el coche a sabiendas de que ése era un lugar peligroso por las jaurías, pero tomé mis precauciones, dejando mi pistola a mano. Mientras realizaba el cambio de neumático, el médico descendió para estirar las piernas y también lo hizo la Doberman, que estuvo oliendo por los alrededores. Ya era tarde para advertirle a mi pasajero que no lo permitiera, pero como la noche estaba serena, con Luna llena, consideré que no había peligro y que el recambio de neumático finalizaría rápidamente.

No se oían ladridos, todo era un manto de silencio y eso me preocupó. Uno oye historias….Estos animales salvajes son muy astutos para atacar y lo hacen con perfecta disciplina. Cuando la perra se puso en guardia y estiró su cuerpo inmovilizándolo, traté de penetrar la oscuridad. La meseta presentaba quieto su ramaje achaparrado pero algo se estaba gestando en la plenitud de las sierras. De repente, un ladrido salvaje y persistente enganchó otros y en perfecto círculo se presentaron los perros

salvajes, tan dispares, tan iguales en sus propósitos. La Doberman encaró con firmeza, no dio tregua, saltó, mordió y no presentó flancos débiles ante la superioridad numérica que finalmente venció sus defensas y la persiguió por los cañadones hasta que la perdimos de vista. Disparé al aire varias veces pero todo fue inútil, el desierto estaba nuevamente callado y tranquilo. La Luna persistía con su claridad. Intentamos direccionar los focos del auto para rastrear a la jauría, pero al rato desistimos y regresamos a Roca sumidos en el espanto.

- ¿Y la perra?

- A la perra la perdimos. Con el médico nos vimos dos o tres veces. Pasaron varios años y un día lo encontré en la estación terminal de micros. La charla fue inconsistente al comienzo, hasta que le pregunté si la perra había regresado. Sus ojos se le iluminaron y comenzó a hablar.

- Mire, Carlos, todavía no le conté cómo siguió la historia y ya tengo la piel de gallina. Usted perdone, pero tengo un segundo agendado en mi vida que vale por todos los vividos. Los años que siguieron a la desaparición de Mandinga -así llamaba a mi perra- fueron duros y tristes. Siempre recorría los senderos del basurero, mirando los lugares tan marcados por la memoria. Una y otra vez, no me cansaba de hacerlo. Pero fue en una noche de lluvia y de fuerte tormenta que, cansado del trabajo del día, recorrí el camino que pasaba por el basurero. Un desperfecto del coche, una bujía mojada, qué sé yo, algo funcionaba mal y bajé a ver si podía dar solución. Con el capot levantado y la cabeza en el motor volví a vivir ese silencio que gesta algo terrible en la inmensidad de la sierra. Miré a mi alrededor pero la noche cerrada y la lluvia persistente no me revelaron nada, hasta que unos ojos feroces iluminaron mi noche y me acorralaron contra el auto. Un ladrido fue la orden y se abalanzaron furiosos sobre mí. Lucha despareja, gritos de angustia y de dolor, patadas y mordiscos sentidos ya en el suelo, cubriéndome la cabeza, sin tiempos de rezos, sin perdón, a merced de lo que viniera… Y vino.

Del vacío de la noche saltó una sombra, fibra pura, fuerza y elasticidad, eludiendo, mordiendo, espantando. Una ráfaga. Después, los sucesivos aullidos del dolor, la estampida. No era mi perra, pero reconocí su semejanza, su raza. No me caben dudas, era la cría nacida en las inmensidades de la meseta.

No se dejó acariciar, pero aún tengo en mis pupilas el ardor de la mirada y su ternura.

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