DON PEPE Invierno. Lunes por la mañana. Había terminado unos trámites bancarios y como tenía tiempo suficiente, decidí ingresar al local del café "Tiempo", ubicado sobre la Avenida "Los Tilos", una de las principales arterias de la ciudad. Sentía la necesidad de beber algo caliente. Por otra parte estaba nublado y con amenaza de lluvia o nieve quizás, aunque eso no lo podía saber. El frío de la calle había entumecido mi rostro y al abrir la puerta principal del local, sentí el calor del interior del mismo mezclado con el humo de los cigarrillos. Me molestaba el olor pero era el local más próximo que había. Pensé que si caminaba unas cuadras más, terminaría congelado. Miré en todas las direcciones buscando una mesa desocupada y la que quedaba, cerca del ventanal, estaba ubicada en la segunda fila. Tenía desde ese lugar un perfecto panorama de lo que acontecía tanto en la vereda con los peatones que pasaban, como en la calle con los vehículos que circulaban y que cada tanto se detenían por el semáforo. Tomé asiento. Al cabo de unos segundos me atendió el mozo y solicité un café mediano, el que luego me fue traído acompañado de un vaso de agua con gas y en un platillo traía unos amaretis. -Disculpe caballero… ¿Podría ser agua mineral nada más…por favor…? -Le pedí. -Por supuesto señor…Ya se la cambio… - Me respondió cortésmente retirando el vaso de la mesa, el que fue reemplazado casi de inmediato por otro más grande. El café siempre me producía una sed incontenible, pero a la vez me reconfortaba. Miré el ticket de la consumición sin siquiera ver el precio. Lo dejé sobre la mesa y me dispuse a la apertura de uno de los sobres con el azúcar para endulzar el contenido negro, espumoso y humeante que contenía la taza frente a mis ojos. Mientras escuchaba cómo los granitos del edulcorante se deslizaban hacia el exterior, produciendo el sonido perfecto de una orquesta, para caer al café y perderse debajo de la espuma que casi rebalsaba el recipiente, en un instante dado mis ojos detuvieron su mirada en un hombre que se encontraba muy cerca de mí. Estaba solo y por lo que pude distinguir que había sobre la mesa, éste había bebido un café. Modestamente vestido, de cabellos ralos, canosos y algo despeinados, su mirada estaba perdida en el vacío. Su perfil denotaba entrado en años. Lo seguí observando, mientras el café ingresaba a sorbos hacia mi organismo. Sentí satisfacción por efectos del brebaje, pero la curiosidad por el hombre aumentó. No supe qué pasó, pero fue a partir de ese instante en que todo cambió. Desde mi interior apareció un sentimiento inexplicable. El hombre movía sus labios en una aparente conversación consigo mismo. Los interrogantes abundaron sin respuesta y yo también hurgué en mi interior y supuse que quizás se trataba de una confusión en que me había inmiscuido al pensar que podría tratarse de mi abuelo, pero el mío hacía mucho que lo había perdido, como así también mis padres que truncaron sus vidas en un accidente automovilístico, un nefasto día de verano. Mientras, observé un cuadro que yacía sobre una de las paredes del local. Se trataba de la pintura de un niño de color moreno y tenía dibujada sobre una de sus mejillas una gruesa lágrima que, casi haciendo juego con su triste mirada, daba a las claras la idea de que quien lo pintara quiso expresar pobreza, sentimientos perdidos, momentos no deseados. No entendía mucho de lo relativo a este tipo de arte, pero lo interpretaba acorde a lo que veían mis ojos. Este cuadro contrastaba con otro en el que había sido pintada una niña regordeta, de rosados pómulos, la que tenía dibujada una amplia sonrisa y en una de sus manos sostenía un ramo de margaritas blancas. Supuse que quien los colgara habría querido comparar la tristeza con la felicidad, pero no me atreví a preguntar, no me pareció adecuado hacerlo. Llevado por esa extraña sensación que rondaba en mí, esperé unos minutos más y luego me dirigí hasta la mesa del anciano. No me habló ni me miró. Presentí que me ignoraba o que quizás se sentía molesto con mi presencia. -Buenos días…disculpe…¿Puedo sentarme…? - Dije y esperé su orden de pie. -Siéntate… que si te has acercado para robarme…-tosió-…vaya que estas perdido muchacho… -¡No…por favor no piense eso…! Me llamo Jeremías… ¿Y usted…? Se produjo un silencio entre ambos, el necesario. El anciano dijo casi balbuceando: -¡Soy un jubilado de la vida hijo…Déjame en paz…!- Suplicó. Me quedé anonadado por el pedido formulado y hasta llegué a sentirme mal. Me dio pena por el comentario y hubiera salido corriendo del local, pero me quedé a expensas de saber porqué me decía que "era un jubilado de la vida". -Quizás no quiera decirme su nombre pero… Yo le llamaré Don Pepe… ¿Le parece bien…? -Sí… pero veo que no piensas retirarte de aquí… - Dijo y moviendo apenas la cabeza, como que le costaba hacerlo, dirigió su mirada hacia el vuelto que estaba depositado sobre la mesa, el que también observé como para complacer al hombre. -Esos centavos son los únicos que tengo… nada más me acompaña… -Es que no me interesa el dinero Don Pepe… - Hice hincapié. -Si no es eso… entonces ¿qué es muchacho…? - Preguntó, aunque su mirada seguía perdida en algún punto que sólo él sabía. No atiné a nada. Mi mente se nubló y por segundos estuve a punto decirle hasta luego, que me disculpara y retirarme del lugar, pero reaccioné. -Don Pepe…soy respetuoso de su edad…no soy ningún ladrón suelto y me he acercado hasta usted porque no sé que me pasó cuando le vi aquí sólo… -Seguí hablando y hablando. Las palabras fluían tan rápido como aquel azúcar en caer al pocillo para endulzar el café. -Dime…¿Porqué te apresuras tanto en hablar…? No soy sordo…te escucho a la perfección a pesar de que hay tanto bullicio… -Disculpe Don Pepe pero hay algo de usted que me preocupa… - Dímelo… pero despacio… Jeremías… ¿Así te llamas verdad…? -Sí, correcto… -Entonces habla…te escucho… No tengo ninguna prisa. -Quisiera hacerle una pregunta pero…no es mi intención herirlo... -Ya nada me hiere... ni nada me produce dolor… sólo espero el final. -¿Porqué entonces me dijo que "era un jubilado de la vida"…? Ambos respiramos profundamente y cuando exhalamos el aire, habló con una pausa tal que podía ir imaginando cada cosa que me decía: -A la edad que tengo ya… -Comenzó a decir mientras sacaba un arrugado pañuelo del bolsillo del saco y secó las lágrimas que comenzaban a escurrirse por sus rugosas mejillas -…cuando los brotes de las plantas comienzan a prepararse para darnos las hojas y las flores… cuando yo pensaba que todo lo que tenía que hacer ya estaba realizado… cuando ya me había acostumbrado a no tener más a mi lado a la mujer que me dio ese retoño…ese que tenía la vida entera aún por vivir… por disfrutar… - No pudo continuar. El llanto fue más fuerte, se apoderó de él y entendí lo que había pasado con su hijo. Volteó sigilosamente su mirada hacia mí. Tomé fuertemente una de sus manos libres y me permití ofrecerle de regalo parte de lo que ya había perdido. Cuando se calmó, cuando sacó de su interior ese doloroso recuerdo que lo tenia postrado con una mirada perdida, le dije: -Don Pepe… intuyo lo que pasó con su hijo…que está sólo en la vida…que no tiene a nadie más pero… -¡Quédate un poco más… no te vayas aún…! - Me suplicó. -Es que no me voy a ir sin usted Don Pepe… ¡Se lo aseguro! -¡Es tan utópico lo que dices… Ve tú sólo por tú camino… por ese que te falta recorrer sin pedir nada a nadie…! -¿Me permite que lo acompañe durante el resto de su vida… que pueda hacerlo feliz…? -¡Pero si soy tan viejo hijo…! -Don Pepe…usted no está jubilado de la vida… Yo me lo llevo conmigo…yo quiero que usted sea el abuelo que perdí cuando era pequeño…¿Acepta…? El anciano me miró a los ojos. Pasó una de sus manos sobre mi cara. La sentí cálida, temblorosa, suave como la seda y libre de las callosidades de la vida pasada y mientras esto ocurría, su mirada había cambiado, sus ojos habían revivido y en su semblante se notaba una expresión nueva, no la de ese hombre que encontré momentos antes, cuando llegué al lugar. Más tarde abandonamos el local de café "Tiempo", con un instante vivido tan intensamente como cuando miramos un nuevo amanecer. Hoy, cinco meses después de aquel momento, de las enseñanzas que me dejara Don Pepe en su corta existencia a mi lado, me encuentro sentado casi en el mismo lugar y puedo ver, en la esquina del local, la imagen difusa del anciano, muy feliz y con la mirada puesta hacia el exterior, aunque esta vez sonriendo con unos niños que se encuentran en la ventana del café con las narices estampadas sobre el vidrio y haciendo de las suyas con la felicidad del anciano. Al salir del local, y ya en la vereda, observo que no hay ningún niño allí, como así tampoco estaba Don Pepe sentado del otro lado del vidrio.
Cuento Corto
Hugo Bommecino - Mendoza
NORBERTO HUGO BOMMECINO
REPUBLICA ARGENTINA
hugochab@rucared.com.ar
jueves, 25 de junio de 2009
en 21:09Don Pepe - Bommecino
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