HUBO UNA VEZ.
Cuento Corto
Norberto Bommecino
Como eran los primeros días de otoño, noté que la mayoría de los árboles ya mostraban su nueva vestimenta, en especial el color amarillo en degradé, entremezclados con el verde de otros. Vinieron a mi memoria parte de lo que plasmé en mi libro Hojas al Viento, que contiene las palabras que describen exactamente lo que veo y que dicen: “... Como es abril ya hace frío. Las hojas de los árboles..... se han tornado de distintos colores, amarillas, rojas, púrpuras, aterciopeladas... Unas permanecen adheridas a sus elementos nutrientes como si no quisieran escapar... las que ya han caído, las sopla la brisa... y el crujido que hacen al pisarlas, como si llorasen o clamaran piedad cuando el viento las arrastra...”
Hoy, ya no es la polvorienta avenida como lo fuera otrora, en que cada vez que circulaba por ella para asistir a la escuela, si pasaba algún vehículo a toda velocidad, levantaba un polvo tal que me parecía que mi guardapolvo, perdía su blancura. Es que cada vez que camino por ella, vienen a mi memoria las épocas en que en la misma se realizaban las carreras de caballo, llamadas cuadreras, transformándose en el hipódromo pasajero, como corolario del festejo de las fiestas patrias.
Sigo caminando, pero ahora por una de las calles perpendiculares. Siento que hace frío como en otras lejanas mañanas. Mi sorpresa es total al darme cuenta repentinamente que me dirijo a la escuela. Que estoy haciendo casi el mismo camino que de pequeño, cuando lustraba los 10 años, para que se viesen brillantes. Llevo bajo el brazo una carpeta y el manual Kapeluz, prestado por supuesto, y también el libro de lectura Fuentes de Vida y en uno de los bolsillos palpo un exquisito sándwich que me han dado en casa. Claro que el emparedado, que consiste en dos pedazos de pan y en el medio mermelada de duraznos, durará muy poco quieto en ese lugar. Sólo he bebido una taza de mate cocido que ha sido reconfortante, pero pronto aparecerá el hambre y en clase o en el primer recreo, pienso que desaparecerá.
Recuerdo haber leído en el mismo libro que mencioné: “...Tierra de montes, cerros y llanos. Tierra que prometía la tranquilidad esperada, donde el pánico parecía estar lejano. Tierra azotada por vendavales, chaparrones y sequías... De ocasos y auroras.” Aparecen lejanas remembranzas de cuando mi padre nos llevaba a todos de picnic al Valle de los Molles, donde estaba el espejo de agua, llamado Laguna de la Niña Encantada, más tarde pasábamos por el hotel Laguen -có, que en lengua mapuche significa de las Aguas Milagrosas y donde hay aguas termales y al final llegábamos hasta el Pozo de las Ánimas y mi padre nos hablaba que a veces se escuchaban llantos y que eran de los españoles que habían sido arrojados a esas profundidades y será por eso que en Hojas al Viento, hablo: De aguas chapaleantes e hirvientes. De cerros con cascadas murmuradoras en sus laderas. De tempestades aulladoras y de truenos bramadores.” Y aunque hoy día, aún no hay viento del Oeste, agrego: “De vientos silbantes y llorones...”
He tenido en cuenta una serie de calificativos que siguen siendo reales y recalco más adelante: " Tierra donde pastaban baladoras cabras y corderos... Donde los pájaros gorjean entre las jarillas y los molles...”, aunque en esos momentos yo los escucho como antes, en medio de las arabias que ocupaban parte de las veredas, donde muchas veces, pero en otros lugares, las recorríamos para subir y bajar de ellas y luego comernos los frutos que daban, llamados coquitos. En primer lugar los rojos, que estaban más maduros, luego los marrones o blancos, que a veces resultaban exquisitos aunque los dientes nos quedaban ásperos y arenosos, lo mismo los recogíamos y comíamos. Ellos eran el fruto más codiciado de las arabias, aunque pasaron al olvido y son pocas las que van quedando en las calles aledañas al casco céntrico. Todo se mezclaba con la cacería de las mariposas, en su mayoría de color naranja, que al atardecer jugaban alrededor de nosotros. Bellos momentos de quietud, de espera como estampé en Hojas al Viento al referirme a la tierra que transito: "región de piedras y médanos, pero de lugares fértiles a la espera del hombre con su arado y su azada, para que las convirtiera en vergeles...” La espera fue larga pero fructífera al final. Los predios cultivados son una maravilla de ver.
Otro día caminaba por la actual Avda. San Martín y me pregunté cuáles habrían sido los motivos por los cuales no se la llamó “Ancan Amún”, en homenaje al Primer Cacique Gobernador de estas tierras, designado por Amigorena, de las que resalto al decir.: “de noches con encendidos fuegos crepitantes... de gallardos indígenas, que en medio de melosas, solupales y coironales, establecieron sus tolderías... tierra de ellos y por la que pelearon con arcos, flechas y boleadoras... que caminaron entre vegas, pantanos, vidrieras y jumes...”
Pero aunque le cambiemos el nombre, ésta ha sufrido una gran transformación a lo largo de los años. Ya no es posible amontonar en sus orillas grandes cantidades de nieve caída como en esas lejanas épocas, en que el clima no era tan benigno como ahora, y que con ella se formaban como montañas en las intersecciones de algunas calles y avenidas, que tardaban días y días en derretirse y nosotros, la mayoría adolescentes, jugábamos en ellas.
Yo la llamaré la Avda. Ancan Amún, porque aunque “hombres, mujeres, niños y ancianos” que vivieron en ella, “fueron sometidos y aniquilados y que lo único que defendían eran sus tierras, las que heredaron de sus antepasados...” Es que a pesar de la modernidad que ha adquirido la avenida, fue una “Tierra poblada por Puelches mezclados con Pehuenches, Mapuches o Araucanos, que también eran indómitos, belicosos e invasores... Tierra que los vio trabajar en la construcción de sus toldos, ropas y armas...”
No me equivoco en hablar de los indígenas y la naturaleza del lugar, en especial la flora: “Que los abrigó en los fríos inviernos y que también les brindó la sombra de sus arbustos para cobijarlos de caliente sol mezclado con el viento zonda que, avasallante, se lanzaba sobre el llano...” Esto ocurría por cuanto en aquellos entonces no había la forestación que en la actualidad nos brinda sombra y protección.
Tiempo después todas las calles que estaban iluminadas quedaron a oscuras por un corte de energía eléctrica. Apuré el paso en dirección a casa. Sobre el horizonte, una luna color naranja se alzaba hacia lo alto y brindaba una tenue luz plateada sobre el llano, aunque cuando era pequeño la luna era el farol más grande que teníamos cuando regresábamos del cine con mi madre y mis hermanas. Recuerdo algunas palabras de libro Hojas al Viento: “Zona que muchos habían transitado en busca de la Ciudad de los Césares...” y en esa oscuridad, la tierra, “... no pudo hacer nada ante el espanto y el horror de las muertes de sus hijos ante las silbantes balas de las armas de los blancos...”
Caminé por otras calles y en Hojas al Viento digo: “Suelo que sintió el paso de los ejércitos, cuyos hombres con sus látigos chasqueantes golpeaban a las bestias para llegar más rápido al encuentro con el indio para aniquilarlo... Que no supo cómo la furia trastornó al indio, volviéndolo tan belicoso que no pensaba en el desastre ante los malones que organizaba en defensa de lo suyo... y en cada una de las calles había un recuerdo que se juntaba con otro y otro y hubiese sido necesario haber tenido una gran bolsa para poder ponerlos todos juntos y luego dejarlos impresos en el papel. Es que estaría años y años escribiendo y no terminaría.
Al escribir dijo una merecida verdad y referida a muchos inmigrantes: “A estas tierras, con sus historias, sus paisajes, su flora y su fauna, habían llegado... colonos en busca de algún lugar mejor para lograr progresos en sus vidas y esperando un futuro más promisorio, para que la etapa final de sus existencias no los encontrara ahogados por la desesperación de no haber tenido la audacia y la valentía de poblar nuevas regiones, para concretar la meta fijada...”
Vuelvo al presente, al hoy en que orgulloso sigo en estas latitudes y cierro mi libro Hojas al Viento, como los recuerdos que rondan a mí alrededor.
viernes, 5 de junio de 2009
en 9:23Hubo una vez - Bommecino
Caminaba por una de las avenidas de la ciudad y a partir de esos momentos, hubo hechos que me resultaron ser familiares. No entendía esa aproximación, ese parentesco repentino que sonaba como algo grotesco en este tipo de comparaciones, pero seguí transitando por el caminito hecho de baldosones de cemento y aprovechando la sombra de los frondosos árboles y pinos que demostraban la antigüedad en que habían sido ubicados allí, en medio del boulevard, para que embellecieran el paseo que se extendía por varias cuadras de Sur a Norte.
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