Fernando González Carey
Gral. Roca – Río Negro
- A ver, González, usted mañana hace la guarida en la esquina sur, preséntese a las cinco.
- Pero oficial, recién llego y no tengo ni idea...
- Aprenda, aprenda, para eso está acá... Zapata, sí, usted, póngalo al tanto- y se alejó por los corredores del penal, con el paso bien marcado, a lo macho. Mis compañeros ya lo habían bautizado con el apodo de “el Sapo”.
Yo sabía que la semana anterior había llegado un preso muy peligroso . Parco, con mirada torva y siempre solo. Me llamó la atención desde un comienzo su boina negra, con un escudito de Venecia en el costado. En el instituto le decían “el Correntino”. Cierta vez me quedé mirando ese diminuto adorno y él se dio cuenta, guiñándome el ojo con picardía, pero no respondí a su mensaje, a sabiendas de las rígidas normas del penal.
La gran cárcel abarcaba varias manzanas y estaba un tanto alejada del centro de la ciudad. Los presos trabajaban en distintos oficios dentro de galpones, pero algunos se dedicaban a tareas rurales. La actividad se iniciaba apenas clareaba el día, y tanto guardianes como presos solían expresar su malestar por el rigor de las bajas temperaturas en el invierno, especialmente quienes debían estar en las cabinas de control que bordeaban el terreno del instituto.
- Che, Zapata, estoy sonado, no tengo ni idea, si hace un mes que llegué...
- Dejáte de jorobar, Gallego, no es para tanto. Mirá, lo que más tienen en cuenta es que seas puntual, tenés que estar a las cinco clavadas en la cabina, te van a dejar un montoncito de leña, pero ojo, que se acaba enseguida.
- ¡ Pero allí adentro debe ser una heladera, viejo!
- Bueno, ponéte papel en el pecho…, después, alguna siestita te podés mandar...
Las cabinas eran espacios algo elevados, muy reducidos, con ventanas por todos los costados. Adentro estaba instalada una estufita a leña y un asiento de madera como todo confort. . Mientras los presos trabajaban, nosotros debíamos observar su conducta e impedir que escaparan , y para eso disponíamos de las armas reglamentarias y de un silbato. También había un espejito para hacernos señas con nuestros compañeros que estaban en otras cabinas, bastante alejadas unas de otras. La costumbre hizo que los guardianes convinieran un código muy básico para poder entenderse : un espejo inmóvil señal de tranquilidad; dos señales de luz, cuidado que viene alguien, y así.
El Sapo me vio nuevamente en la hora de la cena .
- Gonzalez, mañana sea puntual, mire que está el Correntino en los galpones. Tenga cuidado y abra bien los ojos. Cualquier cosa, ahí tiene el silbato.
Le di a entender que sí mientras sorbía la sopa y por dentro me descomponía con solo pensar en el frío y en la soledad de las cabinas. Esa noche no dormí ni dejé dormir a mis compañeros, molestándolos con preguntas medio tontas, ansioso por estar bien preparado para la guardia del día siguiente. En sueños aparecía el Sapo con su dedo índice señalándome como un trasgresor de las reglas de la Penitenciaría. Creo que fue el Rafa quien me tiró de las sábanas para despertarme y antes de las cinco ya estaba en una cabina , medio atontado y con los ojos planchados.
Calculo que eran las cinco cuando salieron los internos y se cuadraron frente al mástil. Un saludo militar de buenos días y , después, el desbande, cada uno a su galpón . Yo los miraba a través de un vidrio sucio y empañado, frotándome las manos. Si mamá me viera no me reconocería, tan tapado de bufandas y camperas estaba. Observé las paredes y me asombré de todas las reliquias con que otros guardias engalanaron ese pequeño santuario. Al lado de la puerta, una estampita de la Virgen, llena de dorados, con el rostro inexpresivo. También estaba el Ceferino, al que alguien le había adosado unos mostachos. En la pared de enfrente, la página de una vieja revista con una mina en bolas. Inscripciones absurdas con carbón llenaban el espacio restante. Una vez que pude prender la leña, la cosa cambió y , si bien el humo me llenó la piecita, tuve la sensación de que la jornada sería agradable, aún con la puerta entreabierta. Acaricié la pistola, puse el silbato a mano y me dispuse a echar una mirada en derredor. Todo estaba tranquilo.
Eran las ocho cuando apareció el Rafa con algo de galleta y mate cocido, todo un manjar. No te duermas, me advirtió, seguramente por experiencia propia, pero yo estaba resuelto a mantener clara mi vigilia, pensando y recordando situaciones difíciles pero placenteras, como las que se relacionaban con mis primeras incursiones en la táctica de enamorar a mis compañeras de secundaria. La imagen más persistente que tenía era la de Graciela, que se sentaba adelante en el aula y miraba fijamente para la ventana de mi izquierda, ofreciéndome un perfil de niña inocente pero sensual. Soñaba en todo momento con tocarla, con besar sus labios que tenían mucho de rosa joven, pero mis pretensiones se parecían al intento de atrapar una frágil pero huidiza mariposa. La soñaba y la dibujaba, llenaba papeles y papeles, le escribía cartas, innumerables cartas que después rompía, y jamás pude responder a una simple pregunta de las profesoras que no podían entender que un alumno divagara tanto por aires lejanos, que para invitarme a regresar las obligara a tironearme o a golpear el pupitre, obteniendo un sorpresivo qué pasa qué pasa con el lógico estruendo de carcajadas que inundaban el aula. ¡Qué tiempos! , pero jamás pude tocarla. En casa sospechaban que yo estaba en algo muy grande, mis hermanos menores apenas disimulaban sus pesquisas, revisando carpetas y diarios personales, pero yo los engañaba. Reconozco que me pasaba los días en la cama, gozando de furtivas manualidades hasta quedar exhausto, sin embargo a ella jamás la toqué. No pude. Continuamente era yo una sombra que deambulaba por las calles persiguiéndola, hasta que un día el Flaco pretendió ayudarme y me dijo, vos Gallego entrá a Fedra y tomáte una copa, pero observá bien, que yo le pido a la Graciela que me haga unas fotocopias, tiene que pasar por tus narices, así que estáte atento y cuando la veas acercáte para acompañarla. Claro que me quedé atento, y miré eternamente a través de los vidrios del negocio registrando a todos los peatones, soñando e imaginando el encuentro, con qué palabras debía abordarla y qué invitación concreta le haría, cuando siento que me toman del hombro y me gritan
- ¿Qué hacés, viejo?, ¡ te dormiste! , ¿ no viste que ya pasó ?
- ¡Pero cómo que ya pasó, si yo estaba con los ojos bien abiertos, le juro oficial, le juro que estaba bien despierto! - pero ya el Sapo me zamarreaba con risita nerviosa descargando en mí toda una sarta de boludeces que dicen los militares. Yo las oía con furia contenida, más por los recuerdos truncos que por la ruptura de una norma disciplinaria. Pero algo me dolió y me avergonzó. Fue cuando miré la breve escalinata que sube a la cabina y allí vi la boina negra que reposaba tranquila y ostentaba, casi con orgullo, un escudito de Venecia.
F I N
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