Fernando González Carey
Julieta ingresa con muchísimas dudas en la capilla vieja de los padres irlandeses, que forma parte del colegio en que cursó sus estudios secundarios hace ya siete años. Moja la punta de sus dedos en el agua bendita que un ángel de mármol ofrece en una batea, y se persigna.
Observa con interés la imagen de San Patricio en el nicho del altar mayor y camina un tanto precavida por la nave central con el alma entre las manos. A su derecha puede apreciar el confesionario tallado en roble, pero permanece quieta unos instantes, analizando la situación antes de decidirse a acercarse y pedir la bendición del sacerdote. Cree que no soportará volver a encontrarse con Tadeo, a quien no ve desde que él ingresó al seminario. Prefiere, entonces, demorarse y tomar asiento en un sector de la capilla que la cubra de miradas indiscretas.
Más sosegada, huele el inconfundible incienso de los oficios religiosos y se remonta a sus años de estudios juveniles, al patio circular, escenario repetido de sus gritos y de los abrazos con sus compañeras. Como traída por algún mago, surge en sus recuerdos una prueba de biología en cuarto año y la certeza de haber ignorado la respuesta al cuestionario requerido. Calcula el número de bancos de la capilla y aquel en que, desconsolada, lloró el resultado del examen. Siente aún esa mano que, rato después, la acarició con ternura. Desde ese momento Tadeo se instaló sin permiso en su vida y no pudo nunca más prescindir de él.
La melodía gregoriana navega sonámbula por la capilla y la mañana de abril resplandece en los vitrales de las naves laterales. Julieta echa una mirada una vez más al confesionario , pero se acomoda bien en el banco y se engancha nuevamente con sus años anteriores, cuando con Tadeo formaban un mundo de proyectos y de sueños. Juntos se habían registrado en un curso de orientación vocacional, y las conclusiones fueron obvias para ella, que se inclinaba por las matemáticas y las ciencias exactas. En Tadeo, sin embargo, las cosas no fueron tan claras. Infinitas fueron las charlas entre ambos, tratando de que el horizonte se abriera para dar paso a las ansiadas previsiones.
En un momento dado, como quien debe cumplir una obligación, Julieta se levanta y se arrodilla en el altar de la Inmaculada para palpar la pequeña cruz que los dos marcaron hace tiempo en un costado y que todavía señala promesas incumplidas. Allí estuvieron arrodillados en la pequeña grada del altar. Fue aquella noche en que sus cuerpos lamieron los límites imprecisos de sus almas y sellaron sus proyectos, a escondidas de los padres de Tadeo, en el viejo altillo de la casa. Después llegaron las fiestas de fin de curso, el incontenido viaje de estudios a Carlos Paz y las vacaciones a orillas del Aluminé.
Todo tan rápido, todo tan lejano. Y más tarde, la noticia de que Tadeo ingresaba al seminario.
Julieta está como en sueños y no se da cuenta de que una monjita se acomoda a su lado. Un tanto incómoda, se arrodilla y advierte que el confesionario del padre Tadeo está vacío, pero también siente que desde adentro una poderosa fuerza la sujeta y le anticipa que será inútil, que los sueños están vencidos y que todo ya pasó. Pero Julieta no presta conformidad a su razón. Impulsiva por su juventud, disconforme por la palabra esclarecedora que siempre faltó en su vida, se levanta del asiento y camina hacia el confesionario, se arrodilla en su lateral y oye que desde la oscura ventanilla el sacerdote da inicio a la confesión.
- In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti.
- Bendíceme, padre, porque he pecado- susurra Julieta al sacerdote que no alcanza a ver.
- ¿Cuánto hace que no te confiesas, hija?
No responde inmediatamente porque trata de procesar esa voz tanto tiempo sin oír, tanto tiempo callada sin razón. Nota su cansancio.
- No recuerdo, padre, pero pasó un buen tiempo. Me ha costado mucho acercarme hoy para que Dios me bendiga y me arranque la tortura que sufro por la vida...
- ¿De qué faltas te arrepientes? No dejes de considerar que tienes a tu lado a un padre bondadoso, que espera tu regreso... Acuérdate de la parábola del hijo pródigo y actúa en consecuencia. Ten confianza en Jesús y vuelca en esta confesión tus propósitos para mejorar el camino que aun te falta transitar ...
Julieta calla por un momento. Manos invisibles le aprietan el alma y le amordazan su garganta. Se sobrepone, sin embargo, y descarga lo guardado tantos años.
- Es que a veces pienso que El nos arrebata lo que más queremos. Aquello que guardamos con tanto ahínco, sin motivos aparentes desaparece repentinamente y nos quedamos sin aliento, padre, en medio del camino...
El sacerdote queda sin palabras, como si presintiera que esa confesión resultará un momento difícil de manejar. Luego, su pregunta llega, clara y rotunda, sin sobrantes
- ¿Qué ha pasado en tu vida?
Julieta percibe que el sacerdote no logra delinear su perfil de penitente, y entonces ha dudado, ha cambiado el tono porque intuye una circunstancia jamás pensada.
- Padre, el hombre de quien estuve enamorada me ha abandonado...
- ¿Lo querías con todo el corazón?
- Era nuestro y me lo ha robado.
.- ¿Consideras cerrado el camino y no adviertes alguna oportunidad? ¿O es que Dios te ha puesto ya sus límites?
Julieta se da cuenta de que Tadeo entra en la doctrina y que sobre ella siente seguridad. Sabe su fracaso , pero proclama suavemente, sin pactar una sola sílaba
- Lo primero es el amor, padre...
- Claro que sí, –le dicta Tadeo- es imprescindible para vivir, y mientras está que sea infinito ¿Tiene tu hombre impedimentos para estar contigo? ¿Es casado con otra mujer?
- No, padre. El me abandonó porque pensó que yo sería un obstáculo para alcanzar sus ideales...
- Piensa que en el seno del abrazo más amoroso debemos considerar que estamos abrazando a un ser libre, lleno de posibilidades que, incluso, se nos escapan ¿Pudiste conversar con él para aclarar esta situación?
- No me dio oportunidad, se alejó sin mirar atrás...
- ¿Crees que estás a tiempo para borrar este sufrimiento de tu vida?
- Cada día me convenzo más, padre, de que los únicos amores eternos son los imposibles... Soy consciente de que he sido una opción en su vida. Se ha alejado porque creyó que no podría compartirme con sus proyectos... El amor sucede, padre, y siento que no se compra, que no se elige, que no se vende ni se olvida.., contra eso nada puede....
Llora sin reparo, en silencio. El estrecho recinto es ahora la amplia glorieta del campo de su abuela, momento eterno donde los dos abrían sus almas con el asombro del amor primero.
El sacerdote calla, pero ella sabe que la mira sin verla, que ha intuido el motivo de su presencia. La balanza está en su justo límite y el tiempo se ha detenido, impreciso. Mientras Julieta se levanta del confesionario, sin esperar la absolución , musita para terminar, como hablando consigo misma
- Contra eso nada puede…
FIN
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