miércoles, 2 de septiembre de 2009

Una muerte muy triste - Gandulfo

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Una muerte muy triste.

Esteban Gandulfo

Las Golondrinas - Chubut

Cuando llamé por teléfono para averiguar el horario de la ceremonia, me dijeron que a las dos de la tarde la llevaban para el cementerio. Y como ya era prácticamente el mediodía, decidí dejar pasar unos minutos antes de ir hasta el lugar donde la estaban velando, para después acompañar el cortejo.

Llegando a la chacra Los Aromos, enseguida vi que no iba a poder ingresar en la propiedad de los Galarza: Había varios vehículos detenidos frente a la tranquera. Y trasponiendo la entrada, se veían otros tantos a lo largo de la extendida alameda que conducía a la casa del fondo, donde con toda seguridad habría un montón de coches congestionando el sitio.

Estaba buscando un lugar donde dejar el auto sin que estorbara, para luego entrar caminando, cuando vi que varios automóviles venían saliendo lentamente. Uno de ellos era un furgón, del que descargaron un féretro, para trasladarlo al vehículo que encabezaría el cortejo. Cuando los empleados de la empresa funeraria cerraron la puerta trasera, Pedro se quedó unos segundos parado frente a la ventanilla, apoyando unos dedos en el vidrio, con toda seguridad tratando de hacer llegar una caricia a su hija. Yo me acerqué a él y nos abrazamos. ¿Qué podía decirle a un vecino amigo que acababa de perder a una de sus hijas?

Pedro volvió a su vehículo y la caravana se puso en marcha. Yo los fui dejando pasar a todos para incorporarme al final del cortejo, y pude ir viendo todos los rostros llorosos, apesadumbrados. Salimos lentamente por los callejones de Golondrinas, luego fuimos un corto trecho por la ruta 40 y de allí bajamos por la ruta de Cerro Radal camino al cementerio de Lago Puelo. Era una peregrinación interminable. Yo nunca había visto una fila de vehículos tan larga, que se perdía dando vuelta por detrás de la montaña.

La familia de María del Carmen, los Galarza, tiene muchas relaciones en el paraje, y los parientes políticos, los Hansen, posiblemente más, porque están radicados en la comarca desde un largo tiempo atrás.

A María del Carmen yo la había conocido muy ligeramente, durante algunas reuniones en la asociación vecinal. Con sus padres habíamos tenido bastantes encuentros, pero a ella la había tratado en muy contadas ocasiones. Sabía que estaba casada con Pablo, uno de los hijos de Laura y Ricardo Hansen. En la última reunión que la vi, se percibía levemente el embarazo, y me sorprendí porque no sabía que estaba esperando un bebé. María del Carmen se mantenía delgada y apenas si se le notaba la pancita. Escuché que a uno de los asistentes le comentaba que la fecha del parto era para unas pocas semanas más.

Después, a los pocos días, fue como un palazo “María del Carmen está en coma, la llevaron a Bariloche, tuvo un pico de presión en el parto, tuvieron que hacer cesárea, la bebé está bien pero ella no responde”

Estuvo sin dar respuesta alguna cerca de una semana. Se hizo todo lo que la ciencia médica podía y mucho más: Se rezó mucho por su recuperación, Giordania, experta en musicoterapia, tenía la esperanza de que María del Carmen escuchara algo, y se esforzó por transmitirle en el sanatorio, al borde de su lecho, su arte y esperanza. Todos esperaban un milagro, hasta que el equipo médico convenció a la familia de que no había posibilidad alguna de recuperación, y decidieron desconectar los equipos que la mantenían vegetativamente viva.

La gran caravana de vehículos ingresó en el centro de Lago Puelo, y se dirigió al cementerio. Cuando yo llegué, prácticamente el último de la fila, la concurrencia se había acomodado rodeando el féretro. El cementerio de Lago Puelo no dispone de una capilla para responsos. Hay una base donde se deposita el ataúd y alrededor de la cual se dispone el acompañamiento para escuchar las rogativas. Como había una cantidad de personas que se acercaban a dar sus condolencias a los deudos, yo fui hacia Laura, Ricardo, Pablo y Fernanda, les di un abrazo y murmuré unas palabras. La familia estaba destrozada. La repentina desaparición de María del Carmen era de por sí un golpe terrible. Pero además había que añadir que durante la última semana ellos habían alternado de la esperanza al desconsuelo, no habían dormido casi nada, tenían que ocuparse de la bebé huérfana de madre, habían tenido que ordeñar las vacas, entregar la leche, cumplir con las obligaciones de la granja que no se podían eludir, y para las cuales no disponían de personal. Yo no sé si en las condiciones en que se encontraban escuchaban las palabras del sacerdote.

El padre comenzó a hablar y a mí me costaba trabajo seguir sus palabras porque me estaba muriendo de frío. Había salido sin ropa adecuada, la temperatura había caído y estaba lloviznando. El cementerio está al pie del cerro Currumahuida. Mirando hacia arriba, se veía caer la nieve, que se depositaba en los cipreses altos, pero que al llegar a nosotros, ya estaba fundida en finísimas gotas heladas.

Todos estábamos muy tristes por la desaparición de María del Carmen. Pero María del Carmen había dejado su humilde casa, que no era más que una choza, su cuerpito, y ahora estaba ingresando en un palacio, que era la morada del Señor. El padre dio unas vueltas alrededor de esta idea, que yo no podía compartir. Tal vez la familia de María del Carmen, profundamente católicos, encontraba un consuelo en las palabras del cura.

De cualquier manera, estaba claro que todo el mundo la pasaba muy mal en esos momentos. Los más allegados debían sentir un dolor desgarrante en el alma, los otros, tristeza, congoja, sentimiento de rabia ante las injusticias de la vida. Pero además, los deudos estaban físicamente agotados, y todos estábamos sufriendo el frío y la mojadura.

En ese momento decidí que yo no haría pasar a los míos por una situación tan fastidiosa como aquella. Resolví disponer que mis propias exequias fueran sin velatorio ni ceremonias, reduciéndose a una sencilla cremación privada.

Así como fui uno de los últimos en llegar, partí de los primeros, con muchas ganas de llegar pronto a casa.

Ante un drama de la magnitud como el que acababa de sufrir una familia vecina, era difícil que en las horas siguientes, dejara de rondar la idea de la muerte: La desaparición física de las personas. Yo recordaba que mi primera experiencia referida a la muerte de un ser humano había sido el fallecimiento de mi abuela materna. Yo tendría unos tres años de edad. Para justificar sus propias lágrimas, mi madre me dio una explicación naturalista respecto a la desaparición de la abuela Matilde Rossi. Poco después, yo me di cuenta de que en algún momento mi mamá también iba a morir, y me puse a llorar desconsoladamente. Ella le dijo entonces al niño que yo era en esos días: “No te preocupes ahora Esteban, falta mucho tiempo para eso…”

Unos cincuenta años más tarde sufrí la partida de mi madre. Muy dolorosa, pero cumpliendo en cierto sentido con “la ley de la vida”: Un anciano que se va dejando lugar a quienes vienen detrás. Yo no podía confortarme con el consuelo del hipotético paraíso del que podría disfrutar mi madre, una excelente persona, poco pecadora según las leyes de la iglesia; pero sí podía sentir la resignación de que se había ido después de una vida plenamente vivida.

A lo largo de muchas oportunidades en la infancia, había sentido ese ataque de congoja ante la certeza de la futura desaparición de mis padres. Durante la adolescencia y juventud, uno se siente tan lejos de la muerte que juega con ella haciendo deportes de riesgo, convirtiéndose en guerrillero lo que puede dar paso a una muerte heroica, o simplemente, sintiéndose inmortal. A la llegada de la edad madura, el tema se considera con mayor gravedad y uno piensa sobre cómo será la mejor manera de aprovechar el tiempo restante.

El párroco de Lago Puelo aseguraba que María del Carmen gozaría de la hospitalidad de la Casa del Señor por la Eternidad. En ese punto, yo no sólo sufría la ausencia de la Fe que me imposibilitaba aceptar la existencia del Paraíso, sino que tenía grandes dificultades para concebir el concepto de Eternidad. Mi pobre mente estrecha no podía imaginar la dimensión del tiempo más allá de una secuencia de hechos, épocas, años, eras, lo que fuera. Por otra parte, si todos los seres humanos que habían adquirido el derecho de ingresar en el Más Allá ya se habían acomodado, y en el futuro lo harían los siguientes ¿Qué dimensiones debería tener la Casa del Señor? Se me amontonaban las dificultades para comprender la extensión de la Eternidad, como las dimensiones del Más Allá, ya fuera morada de fallecidos justos o pecadores.

Pocos días después de darle vueltas al asunto sin encontrarle solución ni explicación, llamé a mi primo, brillante matemático, Guillermo Hansen para que me ayudara a lidiar con el concepto de infinito. Guillermo me confesó que a pesar de sus cátedras, conferencias, publicaciones, etc. él mismo tenía dificultades para aceptar el concepto de infinito. De cualquier manera, convinimos en que si se admitía la idea de infinito, cualquier número, dividido infinito, daba por resultado cero. Lo que se puede expresar en la siguiente fórmula: x ÷ ∞ = 0

Aplicando esta fórmula a la dimensión temporal, llegaba a que por ejemplo, dos horas, el tiempo de escuchar Tosca completa, dividido la eternidad, daba cero. O sea que si existe la eternidad, el presente no existe, es cero. Dando vuelta la ecuación, tenemos que reconocer que si aceptamos la existencia de un segmento temporal, por ejemplo, un día, el tiempo en que la Tierra da un giro completo, el concepto de Eternidad no puede considerarse como infinito, o hay que reformular la ecuación de mi primo Guillermo…

Durante bastante tiempo estuve empantanado con estas meditaciones, que me volvían a la cabeza cuando salía con Maggie a caminar por los bosques del fondo. En esas circunstancias, disfrutaba de la sombra oscura de los abetos, y vigilaba que Maggie no se perdiera por un sendero de aquellos que tienen trampa para liebres o zorros. Ya por segunda vez había tenido que liberarla de un lazo de alambre acerado apretado en su cuello.

Caminar solo por la montaña invita a la reflexión, y en muchas oportunidades contemplando las vacas de Ricardo y Laura allá lejos en lo bajo, echadas y rumiando, volvía a recordar a la pobre María del Carmen y su prematura desaparición. ¿Estarían cicatrizando las heridas de su marido y los padres? Volvía a filosofar sobre el concepto de Eternidad, que el sacerdote había dado por sentado en el responso. Curiosamente, pocos días después del fallecimiento de María del Carmen, enterraron cerca de ella a un miembro de la etnia mapuche. Ellos creen que el alhue del difunto, algo así como su alma, se eleva hacia el Huenú, que es un segundo cielo, que está más allá del cielo visible por los seres vivos. Algunos aseguran que el espíritu se eleva al tercer día de haber sido enterrado el cuerpo, lo que constituye una curiosa coincidencia con otras creencias. De ahí que los deudos muchas veces concurren o permanecen junto a la tumba por los tres días posteriores a la sepultura. Pero nadie dice nada respecto a la permanencia del alhue en el Huenú, la duración de la estadía.

Otros mapuches coinciden con que el espíritu del muerto va al más allá, pero no se eleva hacia el cielo, sino que lo hace por mar, y tan fuerte llega a ser la convicción, que el difunto no es colocado en un cajón sino en una canoa. Navega tras neblinas y finalmente llega a una isla donde se encuentra con los otros espíritus, que viven –si se puede aplicar este término a lo que hacen lo espíritus de seres muertos– viven durante la noche, y que durante el día se convierten en trozos de carbón. Los espíritus con los que el difunto se encuentra corresponden a los seres conocidos durante la vida, no a toda la humanidad, y la extensión de su permanencia en la isla no está determinada, por lo que no hay que estar torturándose para desentrañar el concepto de eternidad.

Muy probablemente este mito mortuorio se haya originado en el pueblo Mapuche original, ocupante de lo que hoy es el sur de Chile, donde hay tanto mar, y que aquellos que cruzaron la cordillera y se establecieron en los valles y estepa patagónica de lo que hoy es Argentina, hayan encontrado más natural creer en un más allá celestial, en esta tierra donde mirar hacia las alturas es siempre asistir a un espectáculo fascinante.

Yo había concurrido solo aquella tarde al sepelio de María del Carmen porque Elvira había viajado a Bariloche, y Lucas ni siquiera la conocía. Un par de noches después estábamos cenando los cuatro en casa, con Lorena, la novia de Lucas, y cambiábamos algunas palabras sobre el hecho. Yo era quien forzadamente debía hacer el comentario porque era quien disponía de más información. Más allá del relato, iba pensando que tal vez sería oportuno manifestar mi determinación de que yo no quería hacerles pasar frío, ni sufrir la tortura de la seguidilla de saludos y condolencias de gente que tal vez solo estaba cumpliendo formalidades. Aquella idea de no hacer velatorio, ni recibir amistades ni nada, cremación privada y punto. Estaba decidido a hablarlo, aunque temía que desentonara cierta solemnidad, en el momento en que cuatro personas estaban comiendo animadamente tallarines caseros con salsa boloñesa. Como en una de las hermosas fugas a dos voces de Bach, yo estaba conversando en voz alta respecto al sepelio, lo que conocía de María del Carmen, su trabajo en Los Aromos, la destilación de la lavanda, que ahora ¿quién lo haría?... todo eso, y para mis adentros iba construyendo el discurso de mis voluntades con respecto a mi deceso. En cierto punto pensé que tales palabras podrían sonar muy severas, y que sería oportuno introducir una broma: por ejemplo, que durante mi crematorio, fuera acompañado por la incineración conjunta de Elvira y Maggie, mis chicas más queridas, para que me escoltaran y endulzaran el viaje al más allá.

Pero, como aquellas palabras que no se dicen de primera intención corren el peligro de ser mal dichas, callé. Por otra parte, no me sentía muy seguro respecto al sentido del humor de Lorena, quien podría no entender la broma y mirarme como si yo fuera una mezcla de asesino y piromaníaco. De cualquier manera, ya muchas veces hemos dicho con Elvira que no queremos pompas fúnebres para nosotros mismos, sino aquello que resulte menos costoso y doloroso para quienes quedan.

Unos meses después de la desaparición de María del Carmen, era posible verlo a Pablo con su hijita en brazos, ella abrazándolo del cuello, o tal vez en la proveeduría comprando grandes paquetes de pañales. ¡Qué triste para la bebé saber de su madre por medio de relatos y fotografías! Cada vez era más claro que la muerte de María del Carmen había sido por sobre todo, injusta. No correspondía a la ley de la vida. Ella no había tenido la oportunidad de criar a sus hijos, verlos crecer, y experimentar su propia madurez y vejez. Es cierto: La muerte es un punto natural del ciclo de la vida. Yo recordaba a mi tía Ñata que pasados sus noventa años se quejaba: ¡Ay!... ¿por qué no vendrá esta noche el angelito y me lleva con él? O si no a mi tía Mary, también muy viejita, que cuando íbamos a visitarla nos decía, “Ayer estuve con mamá, también estaba Marta (por mi madre) y la tía María (una viejita con rodete blanco que había fallecido medio siglo atrás)…” Desde el punto de vista médico, ella tenía un avanzado estado de arterioesclerosis y sufría una total desorientación temporal, pero para mi, estando allí, sentados al solcito en un banco del geriátrico, era de una claridad meridiana que mi tía Mary había estado con su madre, su hermana, una tía, y había disfrutado mucho del encuentro. Evidentemente, Mary daba cada vez pasos más osados en el Más Allá, y solamente regresaba de vez en cuando, a vernos un ratito a nosotros. Cada vez que la dejaba, aunque hubiera estado solo unos minutos con ella, decía invariablemente: “¡Ay gracias, muchas gracias por la visita!… Esto es algo que no se puede comprar con dinero… andá tranquilo, las chicas me tratan muy bien en este hotelito…” Me dijeron que una madrugada murió en paz, muy tranquila. Pero para mí, no cabía duda que durante una de sus visitas a sus seres queridos, la pasó tan bien que decidió no regresar.

Voces esotéricas que hablan del Más Allá, aseguran que el ingreso a La Eternidad se efectúa por medio de una calzada iluminada. Mi padre mismo me había contado que durante una ocasión en que su salud había estado gravemente afectada, tuvo como un delirio en el cual había una avenida muy ancha y brillantemente iluminada. Se trataba de una sensación extremamente placentera. Él suponía que había estado cerca de la muerte.

El cumplimiento de cualquier función vital produce satisfacción o gozo. Alimentarse, calmar la sed, reproducirse, dormir, alivianar el intestino o la vejiga… Es fácilmente recordable que cumplir con los dictados de la existencia va acompañado por una sensación de bienestar, o por lo menos alivio. ¿Será que la muerte, función vital de extrema importancia, la desaparición para que la especie continúe, no produce con su llegada una sensación de deleite o bienestar? Imposible disponer de testimonios en el Más Acá. Por el momento: podremos tener dudas o creer en la Fe. Las creencias son en general muy benévolas. Los Más Allá son en general agradables, y los infiernos y gualichos están reservados a personas que se han portado mal en la vida y con toda justicia, se lo merecen.

Lo que yo siempre he sentido, ante la desaparición de un ser querido es que todo lo que podría haber hecho por él o ella, todo lo que podría haberle dicho, ya tuvo su oportunidad. No tiene sentido, a partir de ese punto, poner flores o derramar lágrimas. Son muchos los que nos quedan todavía, y los tenemos a mano. El desafío es ser lo suficientemente grande, sabio o generoso, como para dejar en ellos los actos o las palabras que en el futuro podríamos lamentarnos de no haber hecho a tiempo. Tal vez, cuando mi amigo Pedro posaba levemente la yema de sus dedos en la ventanilla del furgón que llevaba a María del Carmen, lo que sentía era una profunda tristeza por no haber aprovechado los años pasados, para haber acariciado un poco más a su hija.

1 comentarios:

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