sábado, 26 de septiembre de 2009

Miguel Breide – Rubén Mir

image Carta y Poesía

Rubén Mir -

Hola amigo. Es con gran placer inicio este contacto. Por supuesto que acepto tu invitación a publicar ese pequeño desparpajo poético.

No tengo de momento foto disponible de mi abuelo. Me comprometo a conseguir algunas y enviarte. Realmente impresiona pensar en estos tiempos el sacrificio y peripecias que sobrellevaban estos hombres y aun mas sus mujeres.

Don Miguel Breide. Esforzado y emprendedor personaje de esos tiempos primeros. Asentado en el lugar con el típico boliche, abastecedor de toda suerte de mercaderías, los  "vicios" para el hombre de campo.

Sus carros llevaban y traían todo lo necesario para la subsistencia en el lugar. En su molino harinero se hizo la harina para la región, hasta que nuestras leyes monopólicas se lo impidieron.

Comprometido con el progreso y la educación del disperso vecindario, dio lugar a la creación del primer edificio para el Correo donando la tierra para su asentamiento y colaboró con la puesta en funcionamiento de la Escuela 30 aun antes de que fuera siquiera escuela.

Su hogar, cual refugio en el desierto, dio alberge a cuanto viajero lo solicitase. A su mesa se sentaron obispos, gobernadores, maestros y conspicuos personajes de la región. Lamentablemente sus restos no descansan en el lugar que el eligió para forjar su destino. Pero esa es otra historia. Junto a sus hijos se crió también Abelardo, quien fue para mi un tío mas y con quien compartí trabajos y veladas inolvidables.

De los hijos de Don Miguel viven aun tres, uno de ellos mi madre quien, gracias a  Dios, cumplió 89 años el 16 de cte.

Mi padre fue de los primeros gendarmes en llegar a esa zona, allá por 1942. En fin, hay para largo. En otro momento contare algo mas.

Gracias a tu gestión me contacte con Cristian Valls con quien intercambiamos hermosas notas y me obsequió sus trabajos relacionados con mi familia.

Hoy quiero poner a tu consideración unos versos que me inspiró la profunda amistad que mantuve con Abelardo:

PARA UN AMIGO

Don Abelardo Epuyén...

me parece que lo viera,

llegar en su doradillo

al boliche de Beliera.

Bajo del sauce llorón

está el palenque que espera.

Ya dio vuelta el cojinillo,

es por si acaso lloviera.

Medio rubio, ojos celestes,

casi gringo este paisano.

La guitarra es un deleite

si la acarician sus manos.

Loncomeos, cuecas, gatos,

van mostrando entre sus notas,

los quehaceres de su gente

y el paisaje comarcano.

La vida no le fue fácil,

como tampoco la muerte.

Por las leyes de los hombres

está sellada su suerte.

Ya no está el perrito blanco,

ni su pingo doradillo,

pero vive su recuerdo

en el alma de sus amigos.

Afectuosamente

Rubén M. Mir

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viernes, 25 de septiembre de 2009

Alma Gemela - Ameijeiras

image Alma Gemela

Cuento Corto

Enrique Ameijeiras – Lago Puelo - Chubut

Horacio es un espécimen asombrosamente extraño. Judío, devenido en clarividente. Hecha mano a los ángeles de la cábala y también a una suerte de piedras, cristales y sahumerios para “apoyar una terapia”.

Tiene la suficiente amplitud mental y espiritual que no le tiembla el pulso a la hora de encender una vela a algún santo y hasta a la mismísima Virgen María si lo ameritara la situación de su consultante–paciente.

“Todo lo que uno se propone, lo puede conseguir, solo si tiene fe…” Ese latiguillo es repetido sin cesar a todos sus eventuales pacientes, e inclusive, se lo repite a si mismo.

La verdad es que Horacio tienen todo lo que quiere, quiere todo lo que tiene, aunque vale reconocer que sus expectativas son bajas, sin grandes apetencias que pusieren a prueba sus creencias de auto realización. Bueno. Todo, todo no…

Horacio es un solterón de 38 años, casi virgen. Cazador de almas gemelas. Anda por la vida como un gaucho en la pampa buscando un puto ombú para refugiarse.

Lo que empezó con la serenidad de quien sabe lo que quiere y pacientemente espera, se convirtió en una fastidiosa ansiedad por acelerar los tiempos. No obstante ello, se engaña y de paso a sus acólitos, diciendo que “su alma gemela estaba aguardando como él” y que “en algún lugar y en algún momento nos vamos a encontrar y será como si siempre hubiéramos estado juntos”.

¡Ah! Te quedó picando el “casi virgen” bueno, esto es una confidencia: Digamos que Horacio es… bueno… ¿como decirlo? Digamos que Horacio es muy “precoz” para algunas cosas, y en algunos casos, esto no es un don, sino todo lo contrario.

Nuestro amigo vive en una zona montañosa, alejada de las urbanas, en los aledaños de un caserío pequeño. No hay caminos asfaltados y solo un teléfono satelital en la comuna rural para emergencias, ni que hablar de internet.

Había en un almacén un improvisado bar donde un televisor mostraba a los escasos pobladores, imágenes de Direc tv. Pocas, muy pocas mujeres, todas ellas comprometidas y alguna que quedaba suelta por ahí, seguramente era por una causa lo suficientemente valedera como para no alterar el curso de esa historia: Fea, vieja o puta, o una combinación de estas condiciones.

Solo en plena temporada estival, el pueblito se llenaba de turistas que, por unas pocas horas, hormigueaban por el lugar haciendo compras y asesorándose para emprender trekking o ascenso a los enhiestos cerros que aislaban aún más ese paraíso.

Horacio era buscado por las más conspicuas personalidades de diversas nacionalidades, ávidas de oráculos, intervenciones espirituales y/o talismanes contra diversas fatalidades, inevitables e inherentes a la raza humana. No obstante su gran actividad, también se dedicaba a la guía de turistas por la montaña. Socio fundador del Club de Montañistas del pueblo, mechaba su amplio dominio de la geografía del lugar, con leyendas ignotas, historias apócrifas y avistaje de seres etéreos y fabulosos.

Esa tarde había llegado una traffic con turistas locuaces, vestidos con mamelucos de fosforescentes y brillantes colores.

Orgullosos de sus “looks” se introdujeron en el pequeño bar. La cháchara foránea, los flashes detonados contra cualquier objeto y la danza de la bandeja portado coca cola, hacía del lugar un infierno insufrible para los apocados parroquianos que, congelando sus sonrisas, se retiraban confundidos del lugar.

Entre la cacofónica comitiva había una joven. Menor de treinta años. Cabellos rubios, recogidos con una hebilla fucsia por detrás del occipucio. (Sabrán perdonar al omnisciente su poca preparación para algunos detalles estilistas). Blanca de pies hasta el cuello, dulce como un copo de azúcar. Se sentó en una mesa junto a la ventana, y desde ahí miró la inmensidad de la montaña nevada, pasó por alto en su paneo la figura de Horacio, parado en la vereda de enfrente, observándola como un marshan a una obra de arte.

– ¿será ella? –se dijo en silencio, mientras encendiendo un cigarrillo, cruzó con grandes pasos la calle, rumbo al abigarrado bar.

– Una señal, dame una señal tan solo…– se repetía mentalmente, mientras un resuello blanco se evadía de su labio rumbo a la montaña.

Entró al bar y, con una danza clásica en puntas de pie, sorteó algunos teletubbies gigantes hasta posar su codo en el mostrador.

– “Una Coca light, Manuel”, ordenó mientras que, con disimulo, giró lentamente la cabeza en dirección a su objetivo principal: Su otra mitad.

Buen inicio; una estrella de David colgaba graciosamente del cuello de la joven sujeta a una cadena de oro muy fina. Brindó con unos sorbos de gaseosa por la primera señal.

El guía del grupo, mediante aplausos llamó la atención del contingente. Un silencio respetuoso permitió escuchar las sugerencias del líder en idioma hebreo. Apenas sabía algunas palabras en iddish y alguna que otra canción en hebreo, se lamentó no haber aprendido el idioma cuando niño.

Varios turistas salieron del bar, y solo quedaron algunos pocos, entre ellos, la dama blanca.

Como un chamaco tequilero, bebió de un sorbo el resto de su bebida, y chocó la lata sobre el mostrador, mientras disimulaba un sordo eructo. Se limpió los labios con la manga de su camisa, y sacándose el sombrero, se acercó a la mesa donde la joven revolvía en su pequeña cartera, como buscando algo.

I¨m sorry, madam.

La joven la miró sobresaltada, era una belleza muy particular, sus ojos habían adquirido el celeste del cielo y sus labios rosados apenas balbucearon un “yes”.

Good moring, I´m …

– Puede hablar en castellano, soy argentina. Dijo la mujer expeditivamente.

– Menos mal, por que con el inglés me defiendo, pero con el hebreo soy un desastre, y como judío eso es un pecado…

– ¿Usted es Horacio Shmidt? Preguntó directamente la mujer.

– Servidor

– Con usted me dijeron que tenía que conectarme. Mucho gusto, soy Dalma Gemeli, de la revista YoSoy. – y le extendió su pequeña mano.

Otra señal– se dijo “Dalma Gemeli”, lo más parecido a mi “Alma Gemela”– Horacio tomó la mano mientras que, con la otra separaba la silla de la mesa para sentarse.

– Mucho gusto, y ¿quien le habló de mi?

– La directora de la revista, que vino aquí hace unos años y, aprovechando mi visita por la zona, me dijo que hiciera una nota sobre leyendas y mitos de la región. ¿Usted podrá ayudarme?

–Sin dudas, creo que soy la persona indicada. Conozco historias y lugares mágicos de toda la zona.

– Bueno, porque no nos ponemos de acuerdo con el precio y después hablamos de trabajo.

– Es que no se lo que quiere hacer.

– Quiero relatos y tomar unas fotos de los lugares donde se originaron.

– Es que los mejores sitios están en la montaña, muy arriba.

– Eso no es problema, tengo tiempo de sobra.

– Pero no es barato, yo cobro por día y para grupos de hasta doce personas.

– Por el dinero, si es razonable no se haga problemas, y en cuanto al grupo, olvídelo, tenemos que ir solos.

Otra señal, es ella.

– Bueno, de ser así, son tres días de trabajo, equipos, comida, hospedaje, y… podríamos redondear todo en unos… si, tres mil dólares.

– Horacio lo tenemos que hacer todo en un día y medio, y le pago mil dólares.

– Me parece bárbaro, que quiere que le diga…

– ¿Cuándo salimos?

– Déjeme arreglar todo, déme dos horas.

– Correcto, lo espero aquí a las 14 horas. –Se levantó, volvió a estirar su mano, saludó a Horacio y se dirigió a la caja para abonar su café.

– Deje Dalma Gemela, digo… Gemeli, pago yo.

– Faltaba más, ya le regatee lo suficiente, también cóbrese lo del señor.

Manuel, tomo el billete de cien pesos, lo apresó en la caja y dio el vuelto con una sonrisa.

– Hasta luego, dijo el ángel y colgándose la cartera del hombro, tomó una valija gigante del piso. Horacio que no había caído en la cuenta del equipaje se ofreció para acompañarla hasta la hostería. Ella aceptó y salieron juntos del bar.

A unos pocos metros estaba la Posada del Viento. Horacio dejó la valija en la recepción y con un gentil toque de sombrero y una inclinación se despidió de su bella patrona. Se había tomado dos horas para elaborar una estrategia, avisar en su hotel que estaría ausente y que derivaran todas las consultas para la próxima semana. Pasó por la proveeduría, compró pilas, algunas provisiones, un para de petacas con wisky, cigarrillos, sahumerios orientales y varios rollos de fotos. Luego fue a su cuarto, armó su mochila, y luego, frente al espejo hizo una breve meditación.

“ Horacio llegó el momento. Todo dice que es ella, es bonita, es judía, se llama Dalma Gemeli, más señales no podés pedir. Vino a verte a vos, va a pasar treinta y seis horas a solas con vos, van a comer, dormir, caminar juntos todo ese tiempo, estarán en el paraíso que tanto amás. Tenés todo ese tiempo que, no es mucho ni poco, para definir las cosas. El sueño de toda tu vida es conocer tu alma gemela, y hacer el amor en la cima de la montaña. Bueno, esa es la meta. Mañana en horas de la noche, quiero que estés haciendo el amor en la cima de la montaña. Que el orgasmo en la montaña sea la última señal que estás buscando.”

Luego de un silencioso instante de concentración, se levantó de su posición de loto, abrió la canilla de agua caliente de la ducha, apagó las velas, puso música suave y se quitó la ropa. Entró a la ducha entre nieblas y perfumes, y sintió como una llovizna de luz blanca penetraba su aura.

Gastó a cuenta del placer del encuentro montañés con Dalma y se sintió muy bien.

Dos y media de la tarde y en el bar, el ser etéreo de Horacio estaba materializado en una despampanante rubia, con jeans ajustadísimos, borceguíes marrón oscuro, un pulóver rosa viejo con cuello cerrado. La blondura de su cabellera recogida con un rodete prolijamente desprolijo, terminando de fumar un cigarrillo muy delgado. Horacio se introdujo, dejó su mochila contra la pared y se sentó frente a la bella mujer.

– Te tapa la estrella de David… –Dijo con una sonrisa…

– ¿Qué?, ah, la estrella…. – metió la mano y la sacó detrás de la polera – si, me la regaló una turista israelí, es bonita, ¿no?

(Una señal menos, no es judía.) – ¡Oh!, si es preciosa… Pensé que…

– Qué era judía, no, soy vasca.

– Bueno, Gemeli no es apellido paisano

– Pero ese es mi apellido de casada, (una señal menos) el mío es Erraste (Chau, se pudrió todo) pero si te parece bien, podemos emprender viaje, ya pagué la cuenta.

– Bueno vamos antes que se caiga todo. – dijo angustiado

– ¿Perdón?

– Digo… antes que caiga la noche en el camino.

Salieron, la dama encantadora con el maltrecho cazador de almas gemelas, rumbo al faldeo de la montaña. Dalma le contó en el camino el perfil de la revista que representaba, los últimos artículos que había escrito, y una breve descripción del viaje. Horacio estaba turbado, al principio se alegró de la locuacidad de su cliente, pero al poco rato notó que era insoportable el contraste del silencioso paisaje con la cháchara a borbotones de su compañera.

– bueno, es hora que empecemos a charlar sobre nuestro tema. – Y sacó un pequeño grabador que ágilmente lo colocó a unos centímetros de la boca de guía.

– ¡Ah, si!, bueno, empecemos con la leyenda del Trauco…

Avanzaban por senderos sinuosos, cada tanto hacían un alto para que Dalma tomara algunas instantáneas, dar vuelta el casete o cambiar de mano el grabador. La noche estaba por caer. Habían caminado más de cuatro horas. A esta altura las ilusiones de haber encontrado su otra parte se estaba desvaneciendo, pero por ahí, ¿quién lo puede predecir? cumpliría su fantasía de una noche de sexo en la cima de la montaña.

Llegaron al refugio de montaña, había un joven moreno, mochilero, con todo el aspecto de ser filipino. Se saludaron fríamente, cada cual se abocó a su mochila. La temperatura había bajado considerablemente pero adentro, y gracias al pariente de Marley, estaba agradable; los leños ardían en la chimenea y en la cocina económica.

Dalma organizó los casetes y escribió sus notas en un cuaderno. Horacio miraba al filipino, tratando de encontrar una explicación a su mala suerte. Puso a calentar agua y colocó un paquete de café sobre la mesa.

– ¿Y tu marido no te acompaña en estas historias?

– No, estamos separados hace dos años.

– La culpa la tuvo tu profesión – sentenció Horacio

– Nada que ver, se le cruzó otra persona.

– Debe ser una mujer muy especial, para haber dejado a semejante minón.

– Gracias por el piropo, pero… Ojalá fuera una mujer.

– No me digas que te dejó por un hombre.

– Algo así, pero prefiero no hablar de eso.

Se acercó el filipino y con acento cordobés pidió permiso, depositó una torta galesa en la mesa y con un cuchillo cortó porciones.

– En el pueblo compre esta torta, parece que está rica. Sírvanse.

– ¡Hay, torta galesa, que bueno! – Gritó histeriqueando la Barbie mientras se abalanzaba sobre la porción más grande. – ¿De qué parte de Córdoba sos?

– Dee Córdoba capiiital. – Agregó exagerando el canto y sonriendo tan dulcemente que hasta Horacio sintió afecto por él.

– Voy a hacer el café. – dijo el confundido guía.

– Maató loco, y vos ¿no me digai que sos periodista?

– algo así, estoy escribiendo un artículo para la revista YoSoy.

– No me digai que trabaaajás pa´ la dotora Miravalles

– Si, ¿la conocés?

– No pero, tengo todos los números de la reeevista. Es re cooopada. ¿Y vos escribiste algún artículo ahí?

– Si, el de Flores de Bach, Las Runas, la momias de Catamarca…

– ¿No me digai loca que vos escribiste lo de la momias…?

– Si, ¿Lo leíste?

– Pero si loca, está recopada, ¿no me digai que taambién fuiste a Catamarca?

– Más vale, las fotos las saqué yo.

La conversación parecía no terminar. Horacio hizo el café, sirvió tres tasas, asistió al partido de ping pong entre Dalma y la Mona Jiménez, hasta que un bostezo provocó las risitas cómplices de los nuevos amigos que, tenían mucho más en común que lo imaginable.

Horacio sacó su bolsa de dormir y la extendió en el suelo, cerca del fuego. Se recostó y sorteando el palabrerío y alguna que otra carcajada, se durmió prematuramente. Cuando despertó, Dalma estaba tirada en el único catre del refugio, y el “rastamán” en el piso, en su bolsa, al lado de la rubia. Conociendo su ansiedad, se levantó sin hacer ruido, se puso el camperón y salió a caminar.

Eran las seis de la mañana. La blancura de la nieve, iluminaba todos los rincones del paisaje. Una luna redonda emulaba el sol en la noche patagónica. Subyugado por la belleza de Dalma, sintió que la perdía definitivamente, aunque no fuera su alma gemela, la verdad que la piba lo volvó loco, lo tenía firmemente aferrado.

Esa obsesión por hacer el amor en la cima de la montaña, lo quemaba por dentro, pero ahora, el cordobés, esa relación meramente profesional que había logrado con la periodista, no le daban alternativas. Se metió por entre unos árboles nevados, y orinó largamente, como quien se desangra a la vez. Una sacudida llamó a la otra, y cerrando sus ojos con furia, decidió que su orgasmo en la cima de la montaña lo iba a tener, con o sin alma gemela.

Abrió la puerta del refugio, miró fríamente a su clienta, que aún dormía, avivó el fuego, puso otros leños y la cafetera sobre la cocina.

– Cuando esté el café la despierto, desayunamos y emprendemos el regreso. Y si no quiere venir, que se quede con el rasta, que se cree,  mirá si ella me va a decir lo que tengo que cobrar.

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miércoles, 23 de septiembre de 2009

El desconocido - Rodríguez

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Cuento Corto
Silvia Rodríguez

Cuando entré al camarote el hombre ya dormía. Había elegido la mejor cucheta y no me agradó pensar en que debería trepar la escalera para llegar a mi cama. El hombre suspiró a medias y de inmediato supe que yo era un desconocido para él. Dormía inquieto a causa de esto y la culpa me invadió. Siempre quise ser familiar y cortés, aquello de compartir una habitación en la noche con alguien desconfiado e inquieto no me facilitaría el viaje.
Dejé mi equipaje junto a la mesa y miré por la ventanilla. La oscuridad corría ligera e indefinida. Sentí que el tren sería algo maravilloso para esos seres que quedaban atrás a cada instante. Algo parecido a una estrella fugaz y quizá pedirían deseos a nuestro paso. Deseos como los de todos los hombres, como los de este hombre, para el cual yo era un desconocido.
Quise mirar la noche, la luz del universo parecía no existir, el negro era disonante. Pronto, contra un fondo tan lúgubre fue mi imagen quien se impuso en el cristal. La mía y la de mi acompañante fortuito. Lo vi temblar entre las sábanas y supe que tenía sus conjeturas sobre mí. Cada día de su vida había construido esta hipótesis respecto de algún eventual compañero de camarote, finalmente yo.
Y sentí algo de temor, no era bueno ser un advenedizo y busqué evitarlo. Debía salir, era una mínima habitación y el toilette quedaba a dos puertas.
Caminé el pasillo angostísimo junto a una larga continuidad de vidrios… Permiso, dijo el guarda mientras pasaba corriendo las cortinas para hacernos ignorar la noche. Que duerma bien agregó ¿No va a cenar? Ya iré. No se deje estar, mire que el comedor cierra hoy temprano.
Hoy, justo hoy, pensé, hoy que soy apenas el desconocido. Y sentí también algo de pena por mi contraparte en la habitación, quien quizá no habría comido.
El baño seguía ocupado, de todos modos nada era urgente. Descorrí apenas la cortina y el paisaje no me atrajo, era sólo negro y velocidad sin sentido. Entré al compartimiento. Él seguía tranquilo, de espaldas. Me esforcé en detectar su respiración. Sí, la espalda iba y venía a su compás, también lo movía el tren, dos movimientos simpáticos, rítmicos, ninguno a su antojo… Me volví a la ventanilla, un pequeño pueblo lejano, sus luces parpadeantes me llevaron allí. Apoyé mi brazo contra el cristal y sobre aquel mi frente, la dulce vibración de las vías me adormecía. Acostumbré mis ojos a la penumbra y distinguí pájaros dormidos, hierbas al son del viento, cómo sería su color de día… No supe del tiempo. Me volví de pronto, azorado, temeroso, el durmiente me había hablado. Qué hace ahí, no sabe que yo quiero estar solo, qué hace ahí, le digo. Me acerqué a la cucheta. No, no puede ser me dije, duerme, respira, suavemente respira, casi hibernando, tan suave que envidié su compás entregado a la noche.
Retorné al pasillo, cerrando con control la puerta. Me apoyé contra las cortinas que había clausurado el guarda. “…El cambio climático, el fin del petróleo, todo lo que usted quiere saber sobre el futuro del planeta, mañana en Gerona. Primer Congreso Europeo de Globalización y…” En algún camarote, alguien que escuchaba la radio se preocupaba también por mí, por mi futuro. Ni yo sabía de ese futuro, sí sabía de mi ignotez, del cuantum de desprecio que mi acompañante sentía por este desconocido, detestable, inseguro.
Recordé las palabras del guarda sobre el horario de comedor. Entré abrupto al camarote y abrí mi bolso. Necesitaba de un espejo, pero aquí casi sin luz… Me quite el saco, la corbata, pantalones, todo de Vega. Vega, sí; había sido la sastrería más importante de Buenos Aires. Cómodo, suave el casimir, su color, su textura, la caída de la tela hubiese hecho feliz a cualquier hombre. Me había recomendado el conserje del hotel. El Hotel, también cómodo, luminoso. No como este camarote donde nadie podría maquillarse bien. Me vestí. Las medias de seda ajustaron mis genitales, la trusa además, más apretada aún. El vestido de jersey gris. Pasé la mano derecha sobre mi rostro. Estaba suave como el casimir, más. Al fin de cuentas ser mestizo no era demasiado malo, sin barba, “lampiño” me decía siempre mi madre. “La gallega” la llamaban en el barrio y ella protestó hasta el último día. Andaluza, oye que esos trabajan, yo andaluza, gitana, entiendes?... Eres lampiño, hijo. Y yo creía que eso era sinónimo de sucio o de repugnante, tal vez.
Pasé mis manos sobre la falda, la alisé, era tan suave como el casimir, como mi rostro, pero mejor, era sensual. Tomé la peluca y cubrí mi corto cabello. Era el momento más esperado, polvo de estrellas, el lápiz se deslizó sobre mis ojos, pastosa la gracia del labial, crema de manos, peine lento hasta las puntas de la larga cabellera. No olvidé la pulsera y los aretes de cristal de mi abuela. Cerré el bolso y sobre los altos tacones caminé hasta el comedor. Los ojos más verdes de la noche se fijaron en mí. No sentía hambre. Él alzó el rojo cristal, invitando. Me senté en su mesa. Puedo? Eso no está en discusión, era lo que estaba esperando, respondió. Es demasiado aburrida esta cena italiana. Nunca me gustaron los fetucchini. En cambio a mí me encantan! Dije casi cantando, con mi melodiosa voz de copa recién soplada. Mozo, waiter, susurró. Al instante un plato humeante estaba frente a mí. Todos se veían apurados, era tarde. Yo también, él acariciaba mis pies bajo el blanco mantel.
Caminamos embotados por el pasillo, me arrojó contra la puerta de su camarote y me besó con pasión. Yo estaba ciega, sólo me preocupaba mi acompañante dormido, solitario en el compartimiento, más allá. Estaría pensando en mí, quizá revisando mi portacosméticos, probando mi ropa interior, mis pantalones, mis enaguas, aprovechándose de mi ausencia.
Abrió la puerta y me arrojó sobre la cama. No sentí más que en otros viajes. Él pareció delirar entre mis húmedas partes ofrecidas, secretas y jóvenes, desconocidas.
Tres horas después, lo abandoné dormido, quieto. Tenía más suerte que yo, estaba solo en el camarote. Roncaba a placer. Desde el pasillo seguían oyéndose sus estertores. Se erizó mi nuca, ahora debería enfrentar al durmiente. No pude abrir la puerta, temblé. Nada se oía dentro.
De puntillas, él dormía, me cambié, no faltarían más de dos horas para llegar, ya se sucedían los andenes de carteles ilegibles e ignotos, al igual que yo mismo para ese hombre dormido.
Miré mi reflejo de corbata y suave casimir en la ventanilla. La madrugada quedaba atrás. Pronto el horizonte se vería algo blanco, rosado quizá. Me volví con pánico. Qué haces allí mirándote, puto de mierda, sé todo sobre ti. Creías que te la ibas a sacar tan fácil. Me acerqué, él seguía de espaldas. Me acerqué más, respiraba apacible. Cómo habría podido hablar entre esa respiración acompasada, casi de niño.
Recordé a mi mujer. Estaría en el andén, sonrisa de Kenzo y Revlon. La detesté por ello. No podía arriesgarme. Tomé la almohada sin uso de la cucheta superior y apreté el rostro del hombre. Eres un desconocido, oí entre los manotazos que neutralicé con mi propio cuerpo. El casimir era suave aunque siempre preferí el vestido de jersey. Pronto reinó la paz. Ni siquiera el aleteo de su respiración. No llegué a ver su rostro. Extendí mi traje con las manos, acomodé la corbata. El bolso estaba listo. Abrí la puerta. Todos dormían.
El tren se detuvo en la siguiente estación. Sólo yo descendí. En la esquina, junto al puesto de periódicos y revistas, mi mujer agitaba su pequeña mano. Pude olerla a casi diez metros; con desdén y repulsión. Caminé por el andén, lento, justo cuando el tren retomaba la marcha. A un lado, un trabajador arrojaba al tacho una rata muerta. Evité mirarla por no pensar en todas las que el tren arrollaría a su paso. Silvia

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Dentro – Rodríguez

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Cuento Corto, Ganador del Premio La Matera 2009
Silvia Rodríguez – El Bolsón – Río Negro

Arrojo un espinel por mi garganta,
le dejaré esta noche por si acaso.
Mañana, la abundancia
o las ausencias...
Me bancaré el mutismo de por vida,
tan sólo por saber que llevo dentro.

Siempre supe que, de no ser médico, uno podría encontrar cualquier misterio en el interior de las personas. Al menos eso dicen múltiples tratados de espiritualismo, filosofía y otras yerbas tan interesantes.
El hombre de la noche, me tomó de la mano y a cambio de una moneda, propuso (como a esas modernas máquinas de las farmacias) penetrar por mi boca y darme cuenta de mi ser más profundo. Como no acostumbro a dudar de la magia, tomé una lentejuela que guardaba para un traje de disfraces y negocié con él. Aceptó, porque el nácar, la madreperla y cualquier brillo, me dijo, lo inspiraban.
Solicité permiso para ir al baño antes de comenzar, me calcé las pantuflas, como bien me habían enseñado y regresé con el apremio de una niña juiciosa. Él estaba listo. Me recosté cómoda, abrí levemente la boca y desapareció. Sentí placer de permanecer con los ojos cerrados. Silencio. De tanto en tanto, algún burbujeo entremezclado con la brisa nocturna y el roce del piyama contra las sábanas.
No habrían transcurrido más de diez minutos, cuando emergió, sin yo notarlo y se mostró notablemente molesto.
-Abra los ojos- me imprecó -¿Oh cree usted que yo estoy para perder el tiempo?
No sabía si permanecer callada, aunque consideré inútil hacerle algún cuestionamiento.
-Nunca me pasó algo igual- continuó -Usted está íntegramente llena de signos de interrogación, algunos de admiración detrás de los ojos, varios cántaros de lágrimas en la garganta y en las manos, unos impulsos incontenibles de acariciar. Me insurrecciona usted, señora, porque también la inunda, la culpa de lo que ha hecho y de lo que no; y si al menos, hubiese encontrado una certeza donde la mayoría...
e cuando no pude soportar y le pregunté:
-Disculpe, señor de la noche, le agradezco su serio diagnóstico, pero ¿dónde es que encuentra la certeza de la mayoría?
¿Ve, señora, por qué me saca de quicio? No sólo carece usted de ella, sino que además, desconoce el lugar dónde los otros la llevan.
Su pequeño cuerpo saltó de la cama y se dispuso a partir. El amanecer se presentaba como un poniente equivocado. Se volvió, me miró a los ojos y a manera de despedida me dijo:
-No merece que se lo diga.
Silvia Rodríguez

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martes, 22 de septiembre de 2009

300 ejemplares - Ameijeiras

Trescientos Ejemplares

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Cuento re cortito

Enrique Carlos Ameijeiras – Lago Puelo – Chubut

Abrió la puerta de la cabina telefónica, pulsó nerviosamente seis números que estaban escritos en un arrugado papel. Tres “rings” bastaron para que del otro lado atendieran.

-¿Hola?, dijo, soy Pato.

-¡Ah! si, – le contestaron – lo tuyo ya está, ¿cuándo lo venís a buscar?

-¿Es muy pesado? inquirió

-No, en una mochila y dos bolsos te los llevás.

-Bueno, corto y voy para allá.

Hizo lo que dijo. Ya tenía lo necesario. Caminando veinte cuadras llegó a la imprenta.

Lo recibieron los perros que se alejaron cuando Pato amagó tomar una piedra del suelo.

Se abrió la puerta y un mutante de tinta y sudor lo hizo pasar.

-Acá tenés, todos estos son tuyos. Trescientos ejemplares... y ¿Que te parece? Salió muy bien. Se me complicó un poco la tapa, pero salió.

-Todo bien; se hizo largo pero, ya está. El saldo te lo traigo en unos días.

-No te hagás problema, resolvé lo tuyo.

-Gracias. – dijo Pato – El imprentero siguió con su trabajo, y él apiló sus libros en la mochila, luego en los bolsos, y cuando parecía que no cabía nada más, los últimos dos se los puso en el bolsillo de la campera.


Ya había caminado más de veinte cuadras, ¡Cuánto pesan mis pensamientos cuando no están en mi cabeza! pensó mientras hacía un alto para fumar un cigarrillo.

Al día siguiente, fue a la feria del pueblo, y vendió sus libros entre sus amigos, conocidos y a un turista que pasaba por ahí. Cinco mangos cada uno, cien páginas, todo un negoción.

Al cabo de un mes vendió mas de cincuenta, otros tantos regaló, muchos están en consignación. Uno de ellos compró un mochilero de La Plata, que se lo regaló a la madre de su novia, ésta a los pocos días hizo una donación de muchos libros a una biblioteca, entre ellos estaba el libro de Pato.

El día que lo pusieron en los estantes, vino la conductora de una radio local y se lo llevó junto con uno de Benedeti, y otro de Gustavo A. Becker, entre otros.

Esa noche, mientras reiniciaba la PC a la locutora se le ocurrió leer algo cortito, hojeó el libro de Pato, vio un poema de once versos y lo leyó al aire.

Esa misma Noche una niña escuchó el poema y lloró frente a la radio.

Pato, a esa hora festejaba el primer dinero que le quedaba, después de pagar las deudas.

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domingo, 20 de septiembre de 2009

Bagaje de Sabiduría - Matar

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BAGAJE DE SABIDURÍA

Ester Faride Matar – Sierra Colorada – Río Negro


Muchas cosas llaman mi atención.
    La experiencia de los años surcada en la piel de los abuelos.
          Los ojos sedientos de miradas.
                Las manos arraigadas de trabajos sin salarios decorosos.
La piel de mis abuelos que son los tuyos.
          Seres con luces que forjaron su destino con sabor a desarraigo.
                Que lucharon.
                      Que sufrieron.
                            Que a pesar de todo, son felices.
Caminan despacito.
            Como queriendo retener sus pasos por la vida.
                   Intentando grabar sus huellas para no ser olvidados.
Y se detienen en la plaza, en una esquina, conversando con sus pares en la puerta de una casa.
       Siempre hay un vecino que comparte sus historias.
              Que vivencia su pasar.
Sonríen.
        Aconsejan.
              Cuentan leyendas de ayer y de hoy.
                     No recuerdan las fechas y hasta confunden los rostros de mucha gente.
          De esa misma gente que también sonríe, aconseja y cuenta sus leyendas.
Esas mismas cosas llaman mi atención.
            Van dejando su sabiduría en un banco de la plaza.
                     En la puerta de una casa.
                           Con las ventanas abiertas por esa rara costumbre de no vivir en cautiverio.

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El señor del rosario - Matar

image Ester Faride Matar – Sierra Colorada – Río Negro

 

EL SEÑOR DEL ROSARIO…

El tic tac del reloj marcó las 22 hs. Como siempre.

Pero hoy sería un día diferente.

Buscó en su bolso la billetera, los anteojos, los cigarrillos y detuvo sus manos en un rosario. Sí, en las perlas de un rosario que días atrás, un señor le regaló al despedirse de su cuarto.

De ese cuarto de hotel que noches tras noches, era fiel testigo de negocios con su cuerpo, de las propinas que engrosaban su honorario, de sus miedos a tantos rostros desconocidos que pagaban por amor, que dejaban en sus manos el dinero y las angustias contenidas.

El señor del rosario ahogaba sus penas en ese mismo cuarto de hotel. Un día se paró frente a ella, encendió las luces y mirándole sus ojos reflexionó en voz alta:

-Muchacha, este no es tu mundo. El mío tampoco. Negociamos soledades por diferentes motivos. Yo por olvidar las penas de un amor no correspondido. Vos por necesidad seguramente… y estamos exponiendo nuestros cuerpos al ultraje despiadado de las mentes.

Lo miró desde su mediana estatura y secándose las lágrimas que sin permiso, se desparramaban sobre sus mejillas, también le confesó:

-¿Sabes? Llegué a esta ciudad con este mismo bolso y dos monedas. Vengo de un barrio de pueblo sin laburo, sin padres ni amigos que me contengan. Cansada de buscar basura en la miseria, de soportar letreros en las puertas “sin vacante”, me atreví a vivir de esta manera, sin rendirle cuenta a nadie.

-¿A nadie? Le preguntó el señor. Y ¿vos qué sos? ¿sos nadie?

-Ella sintió una bofetada en su interior. Esa bofetada que quizás estaba esperando recibir para cambiar de rumbo.

-Sí… soy… soy una mujer que comprando portaligas y carteras repletas de temores, cuento los billetes, atesoro las monedas para pagar un mísero hospedaje y comer. ¡Vá!... comer… ¡Cuántas veces me olvido de comer por los miedos que me persiguen para alcanzar el coraje que me falta!

El señor, extrajo de su bolsillo un rosario. Apretó fuertemente sus manos, la besó en la frente y obsequiándole el rosario le imploró: por tu bien y por el mío, busquemos otro camino, cambiemos de vida. El señor, que es mío, es tuyo y es de todos, será el que cada mañana nos acompañe. A vos, para encontrar el trabajo dignificante que soñás y a mí… a mí muchacha… cerrar las heridas que me hieren de un abandono inmerecido.

Cerraron la puerta de ese cuarto de hotel y cada uno tomó diferentes senderos.

Lo vio marcharse. Silbando bajito y pateando las gotas de agua que salpicaban las veredas por la lluvia. Lo presintió feliz.

El la miró alejarse taconeando segura. Apretando sus pasos y sin mover sus caderas como antes. La presintió feliz.

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domingo, 13 de septiembre de 2009

Pasión e Instinto - Ameijeiras

image Monólogo breve

Enrique Carlos Ameijeiras – Lago Puelo – Chubut

Pareciera ser, estimado Kratos, que todo aquello que tenemos por Pasión, no son más que instintos. Puede el cerebro ante un estímulo, provocar que ciertas vesículas diminutas del organismo, viertan a la corriente sanguínea sus excretas funcionales, que inmediatamente de lo cual, provoca efectos dramáticos, por lo general para preservarse a si mismo y/o a la propia especie.

Tal es así que, un beso o, más aún, una caricia, la oralidad sexual y cosas de ese tipo, no son apasionadas manifestaciones del corazón, sino simplemente formas primigenias de saber si la pareja en cuestión está o no en condiciones de ser una buena reproductora.

En otro orden de cosas, el prejuicio y la discriminación, no son más que manifestaciones de esa ley natural de la supervivencia de los más capacitados, sin importar cualidades sino calidades.

Como el insecto que devora a las crías más débiles, o el ave que permite condescendientemente que un pichón arroje al hermano más débil del nido, la humana tendencia a descalificar a unos respecto de otros, (Que por lo general son sus pares), no hace más que confirmar que todavía el ser humano conserva mucho del animal del que quiere diferenciarse.

Más querido Kratos, a la luz de estos conceptos, aceptando que la pasión no es más que instinto, y que el prejuicio y la discriminación son atributos de los animales, debo deciros que no se donde ubicarnos a nosotros dos. Más no os contrariéis y seguid haciendo lo que estáis haciendo y asiendo lo que estáis asiendo, hasta tanto, acabado el placer, volvamos a la razón.

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Gray Dorian y el Photoshop - Ameijeiras

Un clásico de la literatura universal nos legó el controvertido Oscar Wilde, con su novela "El Retrato de Dorian Gray" ese joven hedonista que se mantenía bello y fresco, mientras su retrato en el desván iba envejeciendo y deformándose producto de su vida disipada. Hoy la tecnología nos presenta su opuesto: "El Retrato de Gray Dorian".

 

image

Hoy día la política nos involucra más a todos que en los nefastos tiempos de los gobiernos de facto, cuando el último grado de la Escuela Militar era el de Presidente.
Cuando nuestros profesores de Educación Democrática o Instrucción Cívica, se las veían en figurillas para explicar lo inexplicable, y hacernos comprender lo incomprensible.
El "arte de lo posible", esgrimen algunos políticos que usan ponchos reversibles y otros artilugios creados por la "asesoría de imagen", tan útiles para convencer/engañar a la gente.
- "Diga esto que va a quedar lindo", "Use un quincho que lo hace más joven", "Cite a Sócrates que los impresionará", etc, etc, etc.

Hasta tienen a mano un Cirano de Bergerac que le confecciona los discursos, sin que les interese caer en las contradicciones que se dan entre lo que uno dice, con lo que dijo, hizo o pensó: El divorcio entre lo que uno es y lo que tendría que ser.
¿Cómo evitar caer en su trampa, si hasta ellos mismos se creen las mentiras? Han creado un imagen que no envejece, que no tiene arrugas, ni manchas en la piel, con una sonrisa eterna que no les frunce el cutis.
Pero en realidad, ellos envejecen, y se van deformando por los conflictos, las agachadas, las traiciones y la vergüenza.
!Oh, si pudiéramos ver el verdadero rostro de los que han sido redimidos por el PhotoShop de los asesores de imagen. Descubrir la verdad detrás del discurso elaborado por otros, arquitectos de lo que el pueblo quiere escuchar y no de lo que harán realmente.
Detrás de estas "Divas" de la política, están los cortesanos, los que decoran de opulencia su entorno, los aduladores de siempre, los que cuidan su quinta a la sombra del caudillo. Los "Espejo, espejito", siempre dispuestos a devolver la imagen "tuneada" a la real, la que no es triste pero que no tiene remedio (Nano Serrat).
Pareciera que cada dos años, y con más potencia cada cuatro, esta fauna entra en celo, y con sus feromonas de campañas, salen a buscar preñar a la gente de esperanza con el objeto de preservar su especie otro período.
Y cuando menos te lo pensás, caes en sus garras. Y por más que pretendas excusarte luego con: "Los pueblos tienen los gobiernos que se merecen", o el tan remanido "Yo no lo voté", pagarás a crédito, aún hipotecando el futuro de tus hijos, tu inocencia.
Pero estas reflexiones no son solo para vos y para mi, para pensar la próxima vez a quien votar, si en definitiva pareciera que la democracia para algunos, es elegir quién te va a defraudar. Esta reflexión es para el político, o para el que esté tentado a serlo. Para que se vacune contra las "aparentemente" inevitables enfermedades del trabajo que son: Corrupción, Totalitarismo e Inacción.
Pueden tener su retrato en marco de oro, con sonrisa amplia y gesto generoso, pero mientras sigan ocultando en el desván la verdadera y desfigurada cara de la realidad, habrá un enemigo del pueblo suelto por ahí.

SONETO
No entiendo a los que hablan de igualdad
aquellos que nacieron diferentes,
tan distantes del resto de la gente
Inconscientes de nuestra realidad.
aquellos que reclaman locuazmente
justicia, paz, trabajo y dignidad
pero no se les cruza por las mentes
ofrendar de su propio capital.
para hablar y arengar son eficientes;
nos conmueven con gran facilidad
al besar a los niños indigentes,
pero en realidad, solo son serpientes
gozando el paraíso terrenal
con el fruto prohibido entre sus dientes.

Enrique Ameijeiras

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miércoles, 9 de septiembre de 2009

Misterio en el Convento - Ameijeiras



Misterio en el Convento
Cuento corto
Enrique Ameijeiras


Suena el teléfono. Son las tres de la mañana. Llueve torrencialmente. Acostumbrado a llamados en horas intempestivas, alargó el brazo y tomó el tubo.
–¿Hola?
– Carlos? Perdoname la hora, pero recién se fueron a acostar las monjas y no quiero que nadie sepa que te llamé.
– ¿Padre Juan? Que sorpresa. ¿Pasa algo grabe?
– Si, pero no te preocupes, estoy bien. Necesito verte mañana, pasá por el convento. No digas nada a nadie. Vení que te estoy esperando en la sastrería.
Hola. Hola. Padre, ¿Padre? Cortó

Al día siguiente, luego de 6 horas de viaje en tren, el joven padre Marcos llega a la Villa Deseada, Desciende del andén y se sienta en una mesa del buffet de la estación. Había que esperar una hora más para que el destartalado colectivo lo llevara hasta el Convento.
– Una gaseosa, cualquiera y un sandwichito – ordenó al moso. – ¿Hay Teléfono acá?
– Si padre, pase por acá.

El cura tomó su valija de viaje y siguió al grueso hombre dentro del local. Una vez ahí, le señaló un rincón sobre el mostrador donde lucía reluciente un teléfono negro. Sacó una pequeña libreta y con el tubo entre la oreja y el hombro, discó incómodo el teléfono. Al cabo de un largo rato atiende una voz femenina:
– San Pablo, buenos días, habla la hermana Martha.
– Hermana, buenos días, soy el padre Marcos, estoy en la estación y quería avisarle al padre Juan que estaré ahí en una hora más o menos.
– Como no, padre, ya mismo le paso el mensaje.

Cuando salió, la gaseosa y un gran sándwich estaban sobre la mesa. Por la calle pasaban carros con gente ávida de saludar.

Llegó cansado hasta el convento, subió las escalinatas y golpeó la puerta. Se abre y una monja de hábito claro le invita a pasar.

– Bienvenido Padre Marcos, que bueno tenerlo por acá.
– Gracias hermana, es un gusto volver después de tanto tiempo.
– Pase, pase, que el agua está caliente como para un té, debe estar muy cansado después del viaje.
– No tanto, dijo el cura mientras caminaban haciendo retumbar sus pasos por las galerías enceradas, – la verdad es que estoy ansioso por ver al padre Juan.
– Bueno, hagamos una cosa. Usted vaya yendo, ya sabe el camino, está en la sastrería, yo enseguida le llevo algo para comer.
– Gracias hermana, usted siempre tan servicial

Se separaron cada cual por su camino. Él llega hasta una puerta con cristales y golpea con el anillo.
– Adelante, pase por favor. – Respondió una voz desde el interior del oscuro claustro. Abre la puerta rechinante, ingresa y sobre una gran mesa con telas oscuras sobre ella, la sonrisa y el rostro alegre, casi infantil del padre Juan.
– Marquitos, que alegría verte por aquí, y que sorpresa. – Decía exagerando mientras asomaba la cabeza por la abertura de izquierda a derecha para ver que nadie estaba cerca. – Vení muchacho, sentate que tengo algo muy importante que decirte.
Ambos prelados se sentaron muy cerca el uno del otro, como si se estuvieran confesando mutuamente.
– Tengo que decirte que acá están pasando cosas muy raras. Se anda diciendo que el Padre Casimiro no murió de muerte natural.
– Pero como… ¿Le hicieron autopsia?
– No, que va… El superior dijo que aquí no hay Borgias… Eso ya lo había escuchado hace unos años… ¿Sabés a que me refiero?
Si, por supuesto, pero…. ¿Quién y por qué iba a querer eliminar al padre Casimiro?
– Eso es lo que no se, pero te cuento que últimamente se lo veía preocupado, y muy desmejorado. No habló con nadie, pero parecía que él se lo veía venir.
– Bueno, pero usted era muy amigo de mi pad… digo del padre Casimiro
El viejo cura contuvo una risa explosiva, se puso serio de golpe y le espetó.
– Vamos a hablar claro, es muy posible que Casimiro haya sido tu padre, no se, siempre se dijo, pero nunca se comprobó, pero eso no tiene mayor importancia ahora, él te cuidó y guió como un padre.
– Si, es verdad, y por eso siempre me decía que yo tenía que ser algo grande para que se justificara mi nacimiento.
–Marquitos, nunca hablamos de esto. Cuando apareciste aquí, en el convento, apenas tenías horas de nacido. La carta que, supuestamente decía que eras hijo de un cura del convento nunca apareció. Las monjas se encargaron de ocultar todo. Pero sea o no sea tu padre, la verdad es que sos un buen tipo, como él, y como él hubiera querido. Pero no me quiero alejar del tema. Yo te hice venir porque hay cosas que se tapan. Casimiro encontró algo que no debía haber encontrado, yo deduzco que se puede tratar de un libro.
– ¿Un libro?
– Si, un libro diario, una agenda de notas o algo así de Monseñor Consagra.
– Epa, me está hablando de un libro del siglo XIX.
– Si, y a juzgar por lo poco que me comentó el viejo, ahí hablaba de muchas cosas “Non Sanctas” en que estaba metido el santo.
– ¿Me va a decir que el santito del pueblo andaba en cosas raras?
– Bueno, todos tenemos algún cadáver en el ropero. No veo porque no iba a tenerlo el monseñor.
– Pero padre, la calle principal del pueblo lleva su nombre, la Orden lleva su nombre, imagínese si ese libro saliera a la luz…
– Pero no hay nada que diga que ese libro exista. Los detractores del monseñor se murieron todos, ya nadie habla del tema.
– Y ¿qué tiene que ver don Casimiro con todo esto?
– Alguna vez se le escuchó decir que ese libro existía. Como él estaba al frente de los archivos, y del museo, todos especulaban con que había encontrado el material.
– Pero, póngale que si, que lo encontró. ¿Puede ser esa la causa para que lo mataran?
–Hijo, hay cosas que nosotros no sabemos. Hay más papistas que el papa. Y la verdad es que arriba se arman tejidos que ni nos imaginamos.
– Bueno padre, cuando murió Casimiro me llevé todo lo que había en su claustro. Y no encontré nada que me diera una pauta que andaba en cosas raras.
– Lo que si es posible es que haya encontrado ese material, y lejos de él el darlo a conocer, lo tenía aquí, en el convento. Y alguno del Opus lo apretó y se asustó y lo escondió en alguna parte. ¡Ah! Cuando lo encontré tirado en el piso de su escritorio todavía vivía, y en un susurro llegó a decirme una sola palabra.
– ¿Cuál? Dijo el joven expectante.
– ¡Marrón! – Hizo un silencio estirando sus labios y levantando sus cejas.
– ¿Marrón? Y ¿qué quiso decir con eso?
– Posiblemente una pista, un lugar, una cosa, no se. Para eso te hice venir. ¿Estás seguro que nunca te dijo nada de todo esto? - Inquirió el cura.
– No padre, nunca. Pero ya mismo me pongo a investigar. ¿Hay algún lugar que se llame área marrón, una nave de la iglesia, un claustro, alguna parte de la capilla?
– No, pero vamos al depósito. Él vivía allí.

Empezaron a caminar por las amplias galerías, detrás dejaron a la monja con la bandeja con un termo, tasas y bolas de fraile. Ingresaron a un gran salón. Ángeles y santos de yeso les sonreían mansamente.
– Marrón, marrón… repetía el joven sacerdote mientras miraba una y cada una de las imágenes.
– Cuantas cosas que hay por acá. Buen lugar para esconder ese documento. ¿Y todas estas imágenes de dónde salieron? – pregunto Marcos.
– Son reliquias, regalos de otras parroquias, de acá de Argentina y del mundo entero.
–…De todo el mundo… Susurró con el ceño fruncido el joven sacerdote. – Marrón… ¿Hay alguna reliquia de El Líbano?
– ¿De El Líbano? ¿Por qué?
– Solo dígame si hay alguna imagen de El Líbano.
– Si, de la iglesia maronita… Marón…nita. – El viejo esbozó una sonrisa amplia – Yo sabía, yo sabía que vos ibas a descubrir algo. -Decía mientras palmeaba su hombro.
– Bueno, ¿cuál es? ¿Cuál es? - Demanda ansioso el religioso más joven
– Ahí, arriba, esa tremenda imagen de San Marón. El viejo era muy devoto de San Marón, je je.
– Claro, si era descendiente de sirios libaneses. A ver, déme una mano para bajarla, debe pesar una tonelada. ¡A no…! Parece que está hueca.
– Dale muchacho, fijate bien que voy a traer unos mates. Capaz que hoy podemos festejar… ja, ja

Sale el viejo.
Solo, frente al Santo, sus manos acariciaban con veneración la imagen de ese fraile de yeso tan cercano a los afectos de su Padrecito Casimiro.
La recuesta sobre el piso y nota que está hueca. Introduce su mano por un orificio en la base de la reliquia y… Ahí está: un rollo con varios manuscritos antiguos que prestamente son retirados con sumo cuidado. Cae sentado sobre el piso relajándose de tantas tensiones. Se abre la puerta y entra Fray Juan con un mate en la mano y el termo bajo el brazo:
– ¿Encontraste algo? Pregunta ansioso
– Si, padre, me parece que lo encontré – sacudiendo las hojas amarillas como un estandarte.
– Yo sabía, yo sabía – decía el anciano con alegría – Sos un genio, igual que tu padre.
– Bueno don Juan, ya tenemos los manuscritos a salvo, ahora solo falta encontrar al asesino de Casimiro.
– No está muy lejos m´hijo. No está muy lejos. Bueno, Ahora tomate este matecito.

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miércoles, 2 de septiembre de 2009

Una muerte muy triste - Gandulfo

image

Una muerte muy triste.

Esteban Gandulfo

Las Golondrinas - Chubut

Cuando llamé por teléfono para averiguar el horario de la ceremonia, me dijeron que a las dos de la tarde la llevaban para el cementerio. Y como ya era prácticamente el mediodía, decidí dejar pasar unos minutos antes de ir hasta el lugar donde la estaban velando, para después acompañar el cortejo.

Llegando a la chacra Los Aromos, enseguida vi que no iba a poder ingresar en la propiedad de los Galarza: Había varios vehículos detenidos frente a la tranquera. Y trasponiendo la entrada, se veían otros tantos a lo largo de la extendida alameda que conducía a la casa del fondo, donde con toda seguridad habría un montón de coches congestionando el sitio.

Estaba buscando un lugar donde dejar el auto sin que estorbara, para luego entrar caminando, cuando vi que varios automóviles venían saliendo lentamente. Uno de ellos era un furgón, del que descargaron un féretro, para trasladarlo al vehículo que encabezaría el cortejo. Cuando los empleados de la empresa funeraria cerraron la puerta trasera, Pedro se quedó unos segundos parado frente a la ventanilla, apoyando unos dedos en el vidrio, con toda seguridad tratando de hacer llegar una caricia a su hija. Yo me acerqué a él y nos abrazamos. ¿Qué podía decirle a un vecino amigo que acababa de perder a una de sus hijas?

Pedro volvió a su vehículo y la caravana se puso en marcha. Yo los fui dejando pasar a todos para incorporarme al final del cortejo, y pude ir viendo todos los rostros llorosos, apesadumbrados. Salimos lentamente por los callejones de Golondrinas, luego fuimos un corto trecho por la ruta 40 y de allí bajamos por la ruta de Cerro Radal camino al cementerio de Lago Puelo. Era una peregrinación interminable. Yo nunca había visto una fila de vehículos tan larga, que se perdía dando vuelta por detrás de la montaña.

La familia de María del Carmen, los Galarza, tiene muchas relaciones en el paraje, y los parientes políticos, los Hansen, posiblemente más, porque están radicados en la comarca desde un largo tiempo atrás.

A María del Carmen yo la había conocido muy ligeramente, durante algunas reuniones en la asociación vecinal. Con sus padres habíamos tenido bastantes encuentros, pero a ella la había tratado en muy contadas ocasiones. Sabía que estaba casada con Pablo, uno de los hijos de Laura y Ricardo Hansen. En la última reunión que la vi, se percibía levemente el embarazo, y me sorprendí porque no sabía que estaba esperando un bebé. María del Carmen se mantenía delgada y apenas si se le notaba la pancita. Escuché que a uno de los asistentes le comentaba que la fecha del parto era para unas pocas semanas más.

Después, a los pocos días, fue como un palazo “María del Carmen está en coma, la llevaron a Bariloche, tuvo un pico de presión en el parto, tuvieron que hacer cesárea, la bebé está bien pero ella no responde”

Estuvo sin dar respuesta alguna cerca de una semana. Se hizo todo lo que la ciencia médica podía y mucho más: Se rezó mucho por su recuperación, Giordania, experta en musicoterapia, tenía la esperanza de que María del Carmen escuchara algo, y se esforzó por transmitirle en el sanatorio, al borde de su lecho, su arte y esperanza. Todos esperaban un milagro, hasta que el equipo médico convenció a la familia de que no había posibilidad alguna de recuperación, y decidieron desconectar los equipos que la mantenían vegetativamente viva.

La gran caravana de vehículos ingresó en el centro de Lago Puelo, y se dirigió al cementerio. Cuando yo llegué, prácticamente el último de la fila, la concurrencia se había acomodado rodeando el féretro. El cementerio de Lago Puelo no dispone de una capilla para responsos. Hay una base donde se deposita el ataúd y alrededor de la cual se dispone el acompañamiento para escuchar las rogativas. Como había una cantidad de personas que se acercaban a dar sus condolencias a los deudos, yo fui hacia Laura, Ricardo, Pablo y Fernanda, les di un abrazo y murmuré unas palabras. La familia estaba destrozada. La repentina desaparición de María del Carmen era de por sí un golpe terrible. Pero además había que añadir que durante la última semana ellos habían alternado de la esperanza al desconsuelo, no habían dormido casi nada, tenían que ocuparse de la bebé huérfana de madre, habían tenido que ordeñar las vacas, entregar la leche, cumplir con las obligaciones de la granja que no se podían eludir, y para las cuales no disponían de personal. Yo no sé si en las condiciones en que se encontraban escuchaban las palabras del sacerdote.

El padre comenzó a hablar y a mí me costaba trabajo seguir sus palabras porque me estaba muriendo de frío. Había salido sin ropa adecuada, la temperatura había caído y estaba lloviznando. El cementerio está al pie del cerro Currumahuida. Mirando hacia arriba, se veía caer la nieve, que se depositaba en los cipreses altos, pero que al llegar a nosotros, ya estaba fundida en finísimas gotas heladas.

Todos estábamos muy tristes por la desaparición de María del Carmen. Pero María del Carmen había dejado su humilde casa, que no era más que una choza, su cuerpito, y ahora estaba ingresando en un palacio, que era la morada del Señor. El padre dio unas vueltas alrededor de esta idea, que yo no podía compartir. Tal vez la familia de María del Carmen, profundamente católicos, encontraba un consuelo en las palabras del cura.

De cualquier manera, estaba claro que todo el mundo la pasaba muy mal en esos momentos. Los más allegados debían sentir un dolor desgarrante en el alma, los otros, tristeza, congoja, sentimiento de rabia ante las injusticias de la vida. Pero además, los deudos estaban físicamente agotados, y todos estábamos sufriendo el frío y la mojadura.

En ese momento decidí que yo no haría pasar a los míos por una situación tan fastidiosa como aquella. Resolví disponer que mis propias exequias fueran sin velatorio ni ceremonias, reduciéndose a una sencilla cremación privada.

Así como fui uno de los últimos en llegar, partí de los primeros, con muchas ganas de llegar pronto a casa.

Ante un drama de la magnitud como el que acababa de sufrir una familia vecina, era difícil que en las horas siguientes, dejara de rondar la idea de la muerte: La desaparición física de las personas. Yo recordaba que mi primera experiencia referida a la muerte de un ser humano había sido el fallecimiento de mi abuela materna. Yo tendría unos tres años de edad. Para justificar sus propias lágrimas, mi madre me dio una explicación naturalista respecto a la desaparición de la abuela Matilde Rossi. Poco después, yo me di cuenta de que en algún momento mi mamá también iba a morir, y me puse a llorar desconsoladamente. Ella le dijo entonces al niño que yo era en esos días: “No te preocupes ahora Esteban, falta mucho tiempo para eso…”

Unos cincuenta años más tarde sufrí la partida de mi madre. Muy dolorosa, pero cumpliendo en cierto sentido con “la ley de la vida”: Un anciano que se va dejando lugar a quienes vienen detrás. Yo no podía confortarme con el consuelo del hipotético paraíso del que podría disfrutar mi madre, una excelente persona, poco pecadora según las leyes de la iglesia; pero sí podía sentir la resignación de que se había ido después de una vida plenamente vivida.

A lo largo de muchas oportunidades en la infancia, había sentido ese ataque de congoja ante la certeza de la futura desaparición de mis padres. Durante la adolescencia y juventud, uno se siente tan lejos de la muerte que juega con ella haciendo deportes de riesgo, convirtiéndose en guerrillero lo que puede dar paso a una muerte heroica, o simplemente, sintiéndose inmortal. A la llegada de la edad madura, el tema se considera con mayor gravedad y uno piensa sobre cómo será la mejor manera de aprovechar el tiempo restante.

El párroco de Lago Puelo aseguraba que María del Carmen gozaría de la hospitalidad de la Casa del Señor por la Eternidad. En ese punto, yo no sólo sufría la ausencia de la Fe que me imposibilitaba aceptar la existencia del Paraíso, sino que tenía grandes dificultades para concebir el concepto de Eternidad. Mi pobre mente estrecha no podía imaginar la dimensión del tiempo más allá de una secuencia de hechos, épocas, años, eras, lo que fuera. Por otra parte, si todos los seres humanos que habían adquirido el derecho de ingresar en el Más Allá ya se habían acomodado, y en el futuro lo harían los siguientes ¿Qué dimensiones debería tener la Casa del Señor? Se me amontonaban las dificultades para comprender la extensión de la Eternidad, como las dimensiones del Más Allá, ya fuera morada de fallecidos justos o pecadores.

Pocos días después de darle vueltas al asunto sin encontrarle solución ni explicación, llamé a mi primo, brillante matemático, Guillermo Hansen para que me ayudara a lidiar con el concepto de infinito. Guillermo me confesó que a pesar de sus cátedras, conferencias, publicaciones, etc. él mismo tenía dificultades para aceptar el concepto de infinito. De cualquier manera, convinimos en que si se admitía la idea de infinito, cualquier número, dividido infinito, daba por resultado cero. Lo que se puede expresar en la siguiente fórmula: x ÷ ∞ = 0

Aplicando esta fórmula a la dimensión temporal, llegaba a que por ejemplo, dos horas, el tiempo de escuchar Tosca completa, dividido la eternidad, daba cero. O sea que si existe la eternidad, el presente no existe, es cero. Dando vuelta la ecuación, tenemos que reconocer que si aceptamos la existencia de un segmento temporal, por ejemplo, un día, el tiempo en que la Tierra da un giro completo, el concepto de Eternidad no puede considerarse como infinito, o hay que reformular la ecuación de mi primo Guillermo…

Durante bastante tiempo estuve empantanado con estas meditaciones, que me volvían a la cabeza cuando salía con Maggie a caminar por los bosques del fondo. En esas circunstancias, disfrutaba de la sombra oscura de los abetos, y vigilaba que Maggie no se perdiera por un sendero de aquellos que tienen trampa para liebres o zorros. Ya por segunda vez había tenido que liberarla de un lazo de alambre acerado apretado en su cuello.

Caminar solo por la montaña invita a la reflexión, y en muchas oportunidades contemplando las vacas de Ricardo y Laura allá lejos en lo bajo, echadas y rumiando, volvía a recordar a la pobre María del Carmen y su prematura desaparición. ¿Estarían cicatrizando las heridas de su marido y los padres? Volvía a filosofar sobre el concepto de Eternidad, que el sacerdote había dado por sentado en el responso. Curiosamente, pocos días después del fallecimiento de María del Carmen, enterraron cerca de ella a un miembro de la etnia mapuche. Ellos creen que el alhue del difunto, algo así como su alma, se eleva hacia el Huenú, que es un segundo cielo, que está más allá del cielo visible por los seres vivos. Algunos aseguran que el espíritu se eleva al tercer día de haber sido enterrado el cuerpo, lo que constituye una curiosa coincidencia con otras creencias. De ahí que los deudos muchas veces concurren o permanecen junto a la tumba por los tres días posteriores a la sepultura. Pero nadie dice nada respecto a la permanencia del alhue en el Huenú, la duración de la estadía.

Otros mapuches coinciden con que el espíritu del muerto va al más allá, pero no se eleva hacia el cielo, sino que lo hace por mar, y tan fuerte llega a ser la convicción, que el difunto no es colocado en un cajón sino en una canoa. Navega tras neblinas y finalmente llega a una isla donde se encuentra con los otros espíritus, que viven –si se puede aplicar este término a lo que hacen lo espíritus de seres muertos– viven durante la noche, y que durante el día se convierten en trozos de carbón. Los espíritus con los que el difunto se encuentra corresponden a los seres conocidos durante la vida, no a toda la humanidad, y la extensión de su permanencia en la isla no está determinada, por lo que no hay que estar torturándose para desentrañar el concepto de eternidad.

Muy probablemente este mito mortuorio se haya originado en el pueblo Mapuche original, ocupante de lo que hoy es el sur de Chile, donde hay tanto mar, y que aquellos que cruzaron la cordillera y se establecieron en los valles y estepa patagónica de lo que hoy es Argentina, hayan encontrado más natural creer en un más allá celestial, en esta tierra donde mirar hacia las alturas es siempre asistir a un espectáculo fascinante.

Yo había concurrido solo aquella tarde al sepelio de María del Carmen porque Elvira había viajado a Bariloche, y Lucas ni siquiera la conocía. Un par de noches después estábamos cenando los cuatro en casa, con Lorena, la novia de Lucas, y cambiábamos algunas palabras sobre el hecho. Yo era quien forzadamente debía hacer el comentario porque era quien disponía de más información. Más allá del relato, iba pensando que tal vez sería oportuno manifestar mi determinación de que yo no quería hacerles pasar frío, ni sufrir la tortura de la seguidilla de saludos y condolencias de gente que tal vez solo estaba cumpliendo formalidades. Aquella idea de no hacer velatorio, ni recibir amistades ni nada, cremación privada y punto. Estaba decidido a hablarlo, aunque temía que desentonara cierta solemnidad, en el momento en que cuatro personas estaban comiendo animadamente tallarines caseros con salsa boloñesa. Como en una de las hermosas fugas a dos voces de Bach, yo estaba conversando en voz alta respecto al sepelio, lo que conocía de María del Carmen, su trabajo en Los Aromos, la destilación de la lavanda, que ahora ¿quién lo haría?... todo eso, y para mis adentros iba construyendo el discurso de mis voluntades con respecto a mi deceso. En cierto punto pensé que tales palabras podrían sonar muy severas, y que sería oportuno introducir una broma: por ejemplo, que durante mi crematorio, fuera acompañado por la incineración conjunta de Elvira y Maggie, mis chicas más queridas, para que me escoltaran y endulzaran el viaje al más allá.

Pero, como aquellas palabras que no se dicen de primera intención corren el peligro de ser mal dichas, callé. Por otra parte, no me sentía muy seguro respecto al sentido del humor de Lorena, quien podría no entender la broma y mirarme como si yo fuera una mezcla de asesino y piromaníaco. De cualquier manera, ya muchas veces hemos dicho con Elvira que no queremos pompas fúnebres para nosotros mismos, sino aquello que resulte menos costoso y doloroso para quienes quedan.

Unos meses después de la desaparición de María del Carmen, era posible verlo a Pablo con su hijita en brazos, ella abrazándolo del cuello, o tal vez en la proveeduría comprando grandes paquetes de pañales. ¡Qué triste para la bebé saber de su madre por medio de relatos y fotografías! Cada vez era más claro que la muerte de María del Carmen había sido por sobre todo, injusta. No correspondía a la ley de la vida. Ella no había tenido la oportunidad de criar a sus hijos, verlos crecer, y experimentar su propia madurez y vejez. Es cierto: La muerte es un punto natural del ciclo de la vida. Yo recordaba a mi tía Ñata que pasados sus noventa años se quejaba: ¡Ay!... ¿por qué no vendrá esta noche el angelito y me lleva con él? O si no a mi tía Mary, también muy viejita, que cuando íbamos a visitarla nos decía, “Ayer estuve con mamá, también estaba Marta (por mi madre) y la tía María (una viejita con rodete blanco que había fallecido medio siglo atrás)…” Desde el punto de vista médico, ella tenía un avanzado estado de arterioesclerosis y sufría una total desorientación temporal, pero para mi, estando allí, sentados al solcito en un banco del geriátrico, era de una claridad meridiana que mi tía Mary había estado con su madre, su hermana, una tía, y había disfrutado mucho del encuentro. Evidentemente, Mary daba cada vez pasos más osados en el Más Allá, y solamente regresaba de vez en cuando, a vernos un ratito a nosotros. Cada vez que la dejaba, aunque hubiera estado solo unos minutos con ella, decía invariablemente: “¡Ay gracias, muchas gracias por la visita!… Esto es algo que no se puede comprar con dinero… andá tranquilo, las chicas me tratan muy bien en este hotelito…” Me dijeron que una madrugada murió en paz, muy tranquila. Pero para mí, no cabía duda que durante una de sus visitas a sus seres queridos, la pasó tan bien que decidió no regresar.

Voces esotéricas que hablan del Más Allá, aseguran que el ingreso a La Eternidad se efectúa por medio de una calzada iluminada. Mi padre mismo me había contado que durante una ocasión en que su salud había estado gravemente afectada, tuvo como un delirio en el cual había una avenida muy ancha y brillantemente iluminada. Se trataba de una sensación extremamente placentera. Él suponía que había estado cerca de la muerte.

El cumplimiento de cualquier función vital produce satisfacción o gozo. Alimentarse, calmar la sed, reproducirse, dormir, alivianar el intestino o la vejiga… Es fácilmente recordable que cumplir con los dictados de la existencia va acompañado por una sensación de bienestar, o por lo menos alivio. ¿Será que la muerte, función vital de extrema importancia, la desaparición para que la especie continúe, no produce con su llegada una sensación de deleite o bienestar? Imposible disponer de testimonios en el Más Acá. Por el momento: podremos tener dudas o creer en la Fe. Las creencias son en general muy benévolas. Los Más Allá son en general agradables, y los infiernos y gualichos están reservados a personas que se han portado mal en la vida y con toda justicia, se lo merecen.

Lo que yo siempre he sentido, ante la desaparición de un ser querido es que todo lo que podría haber hecho por él o ella, todo lo que podría haberle dicho, ya tuvo su oportunidad. No tiene sentido, a partir de ese punto, poner flores o derramar lágrimas. Son muchos los que nos quedan todavía, y los tenemos a mano. El desafío es ser lo suficientemente grande, sabio o generoso, como para dejar en ellos los actos o las palabras que en el futuro podríamos lamentarnos de no haber hecho a tiempo. Tal vez, cuando mi amigo Pedro posaba levemente la yema de sus dedos en la ventanilla del furgón que llevaba a María del Carmen, lo que sentía era una profunda tristeza por no haber aprovechado los años pasados, para haber acariciado un poco más a su hija.

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martes, 1 de septiembre de 2009

Tadeo y Julieta – González Carey

image Tadeo y Julieta

Fernando González Carey

 

Julieta ingresa con muchísimas dudas en la capilla vieja de los padres irlandeses, que forma parte del colegio en que cursó sus estudios secundarios hace ya siete años. Moja la punta de sus dedos en el agua bendita que un ángel de mármol ofrece en una batea, y se persigna.

Observa con interés la imagen de San Patricio en el nicho del altar mayor y camina un tanto precavida por la nave central con el alma entre las manos. A su derecha puede apreciar el confesionario tallado en roble, pero permanece quieta unos instantes, analizando la situación antes de decidirse a acercarse y pedir la bendición del sacerdote. Cree que no soportará volver a encontrarse con Tadeo, a quien no ve desde que él ingresó al seminario. Prefiere, entonces, demorarse y tomar asiento en un sector de la capilla que la cubra de miradas indiscretas.

Más sosegada, huele el inconfundible incienso de los oficios religiosos y se remonta a sus años de estudios juveniles, al patio circular, escenario repetido de sus gritos y de los abrazos con sus compañeras. Como traída por algún mago, surge en sus recuerdos una prueba de biología en cuarto año y la certeza de haber ignorado la respuesta al cuestionario requerido. Calcula el número de bancos de la capilla y aquel en que, desconsolada, lloró el resultado del examen. Siente aún esa mano que, rato después, la acarició con ternura. Desde ese momento Tadeo se instaló sin permiso en su vida y no pudo nunca más prescindir de él.

La melodía gregoriana navega sonámbula por la capilla y la mañana de abril resplandece en los vitrales de las naves laterales. Julieta echa una mirada una vez más al confesionario , pero se acomoda bien en el banco y se engancha nuevamente con sus años anteriores, cuando con Tadeo formaban un mundo de proyectos y de sueños. Juntos se habían registrado en un curso de orientación vocacional, y las conclusiones fueron obvias para ella, que se inclinaba por las matemáticas y las ciencias exactas. En Tadeo, sin embargo, las cosas no fueron tan claras. Infinitas fueron las charlas entre ambos, tratando de que el horizonte se abriera para dar paso a las ansiadas previsiones.

En un momento dado, como quien debe cumplir una obligación, Julieta se levanta y se arrodilla en el altar de la Inmaculada para palpar la pequeña cruz que los dos marcaron hace tiempo en un costado y que todavía señala promesas incumplidas. Allí estuvieron arrodillados en la pequeña grada del altar. Fue aquella noche en que sus cuerpos lamieron los límites imprecisos de sus almas y sellaron sus proyectos, a escondidas de los padres de Tadeo, en el viejo altillo de la casa. Después llegaron las fiestas de fin de curso, el incontenido viaje de estudios a Carlos Paz y las vacaciones a orillas del Aluminé.

Todo tan rápido, todo tan lejano. Y más tarde, la noticia de que Tadeo ingresaba al seminario.

Julieta está como en sueños y no se da cuenta de que una monjita se acomoda a su lado. Un tanto incómoda, se arrodilla y advierte que el confesionario del padre Tadeo está vacío, pero también siente que desde adentro una poderosa fuerza la sujeta y le anticipa que será inútil, que los sueños están vencidos y que todo ya pasó. Pero Julieta no presta conformidad a su razón. Impulsiva por su juventud, disconforme por la palabra esclarecedora que siempre faltó en su vida, se levanta del asiento y camina hacia el confesionario, se arrodilla en su lateral y oye que desde la oscura ventanilla el sacerdote da inicio a la confesión.

- In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti.

- Bendíceme, padre, porque he pecado- susurra Julieta al sacerdote que no alcanza a ver.

- ¿Cuánto hace que no te confiesas, hija?

No responde inmediatamente porque trata de procesar esa voz tanto tiempo sin oír, tanto tiempo callada sin razón. Nota su cansancio.

- No recuerdo, padre, pero pasó un buen tiempo. Me ha costado mucho acercarme hoy para que Dios me bendiga y me arranque la tortura que sufro por la vida...

- ¿De qué faltas te arrepientes? No dejes de considerar que tienes a tu lado a un padre bondadoso, que espera tu regreso... Acuérdate de la parábola del hijo pródigo y actúa en consecuencia. Ten confianza en Jesús y vuelca en esta confesión tus propósitos para mejorar el camino que aun te falta transitar ...

Julieta calla por un momento. Manos invisibles le aprietan el alma y le amordazan su garganta. Se sobrepone, sin embargo, y descarga lo guardado tantos años.

- Es que a veces pienso que El nos arrebata lo que más queremos. Aquello que guardamos con tanto ahínco, sin motivos aparentes desaparece repentinamente y nos quedamos sin aliento, padre, en medio del camino...

El sacerdote queda sin palabras, como si presintiera que esa confesión resultará un momento difícil de manejar. Luego, su pregunta llega, clara y rotunda, sin sobrantes

- ¿Qué ha pasado en tu vida?

Julieta percibe que el sacerdote no logra delinear su perfil de penitente, y entonces ha dudado, ha cambiado el tono porque intuye una circunstancia jamás pensada.

- Padre, el hombre de quien estuve enamorada me ha abandonado...

- ¿Lo querías con todo el corazón?

- Era nuestro y me lo ha robado.

.- ¿Consideras cerrado el camino y no adviertes alguna oportunidad? ¿O es que Dios te ha puesto ya sus límites?

Julieta se da cuenta de que Tadeo entra en la doctrina y que sobre ella siente seguridad. Sabe su fracaso , pero proclama suavemente, sin pactar una sola sílaba

- Lo primero es el amor, padre...

- Claro que sí, –le dicta Tadeo- es imprescindible para vivir, y mientras está que sea infinito ¿Tiene tu hombre impedimentos para estar contigo? ¿Es casado con otra mujer?

- No, padre. El me abandonó porque pensó que yo sería un obstáculo para alcanzar sus ideales...

- Piensa que en el seno del abrazo más amoroso debemos considerar que estamos abrazando a un ser libre, lleno de posibilidades que, incluso, se nos escapan ¿Pudiste conversar con él para aclarar esta situación?

- No me dio oportunidad, se alejó sin mirar atrás...

- ¿Crees que estás a tiempo para borrar este sufrimiento de tu vida?

- Cada día me convenzo más, padre, de que los únicos amores eternos son los imposibles... Soy consciente de que he sido una opción en su vida. Se ha alejado porque creyó que no podría compartirme con sus proyectos... El amor sucede, padre, y siento que no se compra, que no se elige, que no se vende ni se olvida.., contra eso nada puede....

Llora sin reparo, en silencio. El estrecho recinto es ahora la amplia glorieta del campo de su abuela, momento eterno donde los dos abrían sus almas con el asombro del amor primero.

El sacerdote calla, pero ella sabe que la mira sin verla, que ha intuido el motivo de su presencia. La balanza está en su justo límite y el tiempo se ha detenido, impreciso. Mientras Julieta se levanta del confesionario, sin esperar la absolución , musita para terminar, como hablando consigo misma

- Contra eso nada puede…

FIN

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La Boina Negra – González Carey

image La boina negra

Fernando González Carey

Gral. Roca – Río Negro

- A ver, González, usted mañana hace la guarida en la esquina sur, preséntese a las cinco.

- Pero oficial, recién llego y no tengo ni idea...

- Aprenda, aprenda, para eso está acá... Zapata, sí, usted, póngalo al tanto- y se alejó por los corredores del penal, con el paso bien marcado, a lo macho. Mis compañeros ya lo habían bautizado con el apodo de “el Sapo”.

Yo sabía que la semana anterior había llegado un preso muy peligroso . Parco, con mirada torva y siempre solo. Me llamó la atención desde un comienzo su boina negra, con un escudito de Venecia en el costado. En el instituto le decían “el Correntino”. Cierta vez me quedé mirando ese diminuto adorno y él se dio cuenta, guiñándome el ojo con picardía, pero no respondí a su mensaje, a sabiendas de las rígidas normas del penal.

La gran cárcel abarcaba varias manzanas y estaba un tanto alejada del centro de la ciudad. Los presos trabajaban en distintos oficios dentro de galpones, pero algunos se dedicaban a tareas rurales. La actividad se iniciaba apenas clareaba el día, y tanto guardianes como presos solían expresar su malestar por el rigor de las bajas temperaturas en el invierno, especialmente quienes debían estar en las cabinas de control que bordeaban el terreno del instituto.

- Che, Zapata, estoy sonado, no tengo ni idea, si hace un mes que llegué...

- Dejáte de jorobar, Gallego, no es para tanto. Mirá, lo que más tienen en cuenta es que seas puntual, tenés que estar a las cinco clavadas en la cabina, te van a dejar un montoncito de leña, pero ojo, que se acaba enseguida.

- ¡ Pero allí adentro debe ser una heladera, viejo!

- Bueno, ponéte papel en el pecho…, después, alguna siestita te podés mandar...

Las cabinas eran espacios algo elevados, muy reducidos, con ventanas por todos los costados. Adentro estaba instalada una estufita a leña y un asiento de madera como todo confort. . Mientras los presos trabajaban, nosotros debíamos observar su conducta e impedir que escaparan , y para eso disponíamos de las armas reglamentarias y de un silbato. También había un espejito para hacernos señas con nuestros compañeros que estaban en otras cabinas, bastante alejadas unas de otras. La costumbre hizo que los guardianes convinieran un código muy básico para poder entenderse : un espejo inmóvil señal de tranquilidad; dos señales de luz, cuidado que viene alguien, y así.

El Sapo me vio nuevamente en la hora de la cena .

- Gonzalez, mañana sea puntual, mire que está el Correntino en los galpones. Tenga cuidado y abra bien los ojos. Cualquier cosa, ahí tiene el silbato.

Le di a entender que sí mientras sorbía la sopa y por dentro me descomponía con solo pensar en el frío y en la soledad de las cabinas. Esa noche no dormí ni dejé dormir a mis compañeros, molestándolos con preguntas medio tontas, ansioso por estar bien preparado para la guardia del día siguiente. En sueños aparecía el Sapo con su dedo índice señalándome como un trasgresor de las reglas de la Penitenciaría. Creo que fue el Rafa quien me tiró de las sábanas para despertarme y antes de las cinco ya estaba en una cabina , medio atontado y con los ojos planchados.

Calculo que eran las cinco cuando salieron los internos y se cuadraron frente al mástil. Un saludo militar de buenos días y , después, el desbande, cada uno a su galpón . Yo los miraba a través de un vidrio sucio y empañado, frotándome las manos. Si mamá me viera no me reconocería, tan tapado de bufandas y camperas estaba. Observé las paredes y me asombré de todas las reliquias con que otros guardias engalanaron ese pequeño santuario. Al lado de la puerta, una estampita de la Virgen, llena de dorados, con el rostro inexpresivo. También estaba el Ceferino, al que alguien le había adosado unos mostachos. En la pared de enfrente, la página de una vieja revista con una mina en bolas. Inscripciones absurdas con carbón llenaban el espacio restante. Una vez que pude prender la leña, la cosa cambió y , si bien el humo me llenó la piecita, tuve la sensación de que la jornada sería agradable, aún con la puerta entreabierta. Acaricié la pistola, puse el silbato a mano y me dispuse a echar una mirada en derredor. Todo estaba tranquilo.

Eran las ocho cuando apareció el Rafa con algo de galleta y mate cocido, todo un manjar. No te duermas, me advirtió, seguramente por experiencia propia, pero yo estaba resuelto a mantener clara mi vigilia, pensando y recordando situaciones difíciles pero placenteras, como las que se relacionaban con mis primeras incursiones en la táctica de enamorar a mis compañeras de secundaria. La imagen más persistente que tenía era la de Graciela, que se sentaba adelante en el aula y miraba fijamente para la ventana de mi izquierda, ofreciéndome un perfil de niña inocente pero sensual. Soñaba en todo momento con tocarla, con besar sus labios que tenían mucho de rosa joven, pero mis pretensiones se parecían al intento de atrapar una frágil pero huidiza mariposa. La soñaba y la dibujaba, llenaba papeles y papeles, le escribía cartas, innumerables cartas que después rompía, y jamás pude responder a una simple pregunta de las profesoras que no podían entender que un alumno divagara tanto por aires lejanos, que para invitarme a regresar las obligara a tironearme o a golpear el pupitre, obteniendo un sorpresivo qué pasa qué pasa con el lógico estruendo de carcajadas que inundaban el aula. ¡Qué tiempos! , pero jamás pude tocarla. En casa sospechaban que yo estaba en algo muy grande, mis hermanos menores apenas disimulaban sus pesquisas, revisando carpetas y diarios personales, pero yo los engañaba. Reconozco que me pasaba los días en la cama, gozando de furtivas manualidades hasta quedar exhausto, sin embargo a ella jamás la toqué. No pude. Continuamente era yo una sombra que deambulaba por las calles persiguiéndola, hasta que un día el Flaco pretendió ayudarme y me dijo, vos Gallego entrá a Fedra y tomáte una copa, pero observá bien, que yo le pido a la Graciela que me haga unas fotocopias, tiene que pasar por tus narices, así que estáte atento y cuando la veas acercáte para acompañarla. Claro que me quedé atento, y miré eternamente a través de los vidrios del negocio registrando a todos los peatones, soñando e imaginando el encuentro, con qué palabras debía abordarla y qué invitación concreta le haría, cuando siento que me toman del hombro y me gritan

- ¿Qué hacés, viejo?, ¡ te dormiste! , ¿ no viste que ya pasó ?

- ¡Pero cómo que ya pasó, si yo estaba con los ojos bien abiertos, le juro oficial, le juro que estaba bien despierto! - pero ya el Sapo me zamarreaba con risita nerviosa descargando en mí toda una sarta de boludeces que dicen los militares. Yo las oía con furia contenida, más por los recuerdos truncos que por la ruptura de una norma disciplinaria. Pero algo me dolió y me avergonzó. Fue cuando miré la breve escalinata que sube a la cabina y allí vi la boina negra que reposaba tranquila y ostentaba, casi con orgullo, un escudito de Venecia.

F I N

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