Exposición en ojo ajeno
Para Claudio Bruni
Cuento Corto
Silvia Rodríguez
Una mujer sencilla con sus labios secos. Hoy las mujeres son todas feas y bocudas, sintéticas.
Él la vio cuando entraba, aún algo chispeado por el alcohol. Un vino semi-malo que habían servido en su presentación.
Todas estaban ahí para verlo, porque el nombre de lo que había contado las convocaba. Era restaurador de vírgenes. Se preguntaba si habría alguna todavía.
Cada quien se sentía una de ellas, todas llevan dentro de sí el pasado. Y lo que se ha perdido por leyes que algunos bien conocen, no se recupera así como así.
Las vírgenes en plural eran algo inconmensurable, irónico. Un día lo habían llamado siguiendo sus narraciones, así como pintaba, hablaba. Un poco demás, un poco atolondrado, sus palabras y su pincel son convincentes.
Sus ojos medían cada parte de la mujer, aunque todas esperaban turno frente a los cuadros. El tano y la mujer actual, una maestra venida de Buenos Aires, habían construido esa hermosa sala. La luz favorecía los anhelos. Todos tienen anhelos, aunque los intelectuales los dibujen y los histericen como si fuesen malos, o pobres.
Al caminar sobre la madera nueva, algunas dejaban que el pantalón ocultara el espejo que parecía haber en el piso para los hombres presentes.
Ya no se usa el vestido, las mujeres que van a estas vernisagge, usan pantalones o largas faldas donde el ensueño de algo aéreo, pendiente, sólo eso, oculta apenas lo que el piso opaco y agreste no puede reflejar de todos modos.
Él es un vendedor de historias, más que de cuadros. Todos le gustan pero no lleva a los amigos y curiosos a verlos, les habla con vasos en la mano, mientras su pequeña mujer ofrece unos pancitos en platos traídos de la oscuridad.
La luz sobre los marcos, la luz… Sobre una parte que no ha sido tocada desde hace mucho tiempo.
La otra mujer le pregunta cómo encontró el pie de la virgen de madera y de donde tomó los pedazos. ¿El pie es de tela? ¿Con aguja lo toma o con pincel? Y él ve su boca, delgada, seca, sin aceite alguno. Ella no quiere probar bocado. Busca siempre algún contador de historias para soñar.
No sabe escribir lo que le dicen. Sólo algún vaivén de brisa le cuenta lo que puede dejar sobre un papel.
La luz, también enceguece y el color no es lo mismo de noche.
Restaurar no es posible, le dice.
Sí, mi padre lo hacía- responde, porque le gusta hablar.
Serían otros tiempos, momentos en los que se podía curar. Viste que ahora estamos rotos.
Sí, pero la Virgen es de hace dos siglos
Y tus manos, dice ella, son de hace dos siglos?
Por primera vez vio sus ojos. En ellos se reflejaba el cuadro de enfrente, el de la luz más fuerte. Casi intentó sacar la billetera del bolsillo, pero estaba vacía y el cuadro lo había pintado él. En esos ojos, sus propios cuadros valían una fortuna. Y la Virgen que estaba tan lejana. Esa Virgen tenía milagros en las manos porque le daban de comer. De sus manos de este siglo, sobre los pies de ella, tan importante para otras manos juntas allá, lejos.
Y esa Virgen que hacía hablar la boca, semi-seca y los ojos ebrios por la luz donde su cuadro se ahogaba y ahora era un riachuelo, un cuadro de río marrón, oscuro con olor a puerto antiguo y a gente de tango. Ahora, por primera su vez, en esos ojos de mujer, su pincel parecía el de Quinquela.
Silvia Rodríguez – Abril 2009
lunes, 25 de mayo de 2009
en 20:25Exposición en ojo ajeno - Rodríguez
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