martes, 19 de mayo de 2009

El Fruto de la Pasión - Iktami

El fruto de la pasión
(De “Mujeres prohibidas”)
Iktami Devaux



Es increíble la cantidad de improbabilidades estadísticas que a veces tienen que darse para que ocurra lo que algunos podrían llegar a llamar un milagro, otros meramente un hecho insólito.
A mi amigo Oscar Celaya, ex compañero de la secundaria, le había dado la crisis de los cincuenta. Algunos sienten la necesidad existencial de engancharse con una pendeja para corroborar que todavía son hombres. En el caso de Oscar, él sintió un tironeo espiritual y así fue que en agosto decidió irse a la India por un tiempo indeterminado, seguramente no menos de seis meses. Me pidió por favor que fuera a Buenos Aires y le cuidara su departamento y su valiosa colección de Bonsái. A mí no me hacía mucha gracia pasar mucho tiempo en Baires, pero bueno, Oscar es un amigo y su departamento está muy bien ubicado: Laprida y Charcas, a escasos metros de la avenida Santa Fe. Iba a aprovechar esa larga estadía en Barrio Norte para examinar bien a fondo de que la iba ese vecindario tan nombrado.
El departamento estaba en el noveno piso, noveno D para ser más preciso. En el noveno A que se encontraba justo al fin del pasillo en frente del D vivía una mujer oriental. Aparentaba unos 40 largos pero conociendo de antemano lo engañoso que suele ser sacarle la edad a los orientales pensé que andaría por los 55 o por ahí. Más tarde averigüé que tenía 64 pirulos, de haber sabido esto de antemano seguramente no hubiera pasado todo lo que pasó. No era muy atractiva que digamos, pero a mí siempre me habían fascinado las mujeres orientales. Su cuerpo era todavía esbelto y sus movimientos tenían la elasticidad de una pantera. Me encantaba ver como se desplazaba por el espacio.
En la primera semana me la crucé un par de veces a la distancia. Un lunes al mediodía compartimos el ascensor. La saludé con un simple hola y ella respondió con un casi imperceptible movimiento de la cabeza, sus ojos nunca elevándose más allá de un ángulo que pasaba por debajo de mis rodillas. A pesar de la aparente indiferencia y desapego de su reacción, vibré algo muy fuerte emanando de ella, algo que hacía resonar un eco erótico a la altura del ombligo. Abrí la puerta y la dejé pasar, el perfume de su cuerpo le hizo cosquillas a mi nariz y sonreí sabiendo que esa mujer y yo íbamos a tener algo. Todavía no tenía idea alguna de cómo encararla pero el tiempo sobraba.
Hice algunas averiguaciones: era viuda, cobraba una pensión y hacía 35 años que había dejado su Shanghai natal para venirse a Buenos Aires.
Las siguientes dos semanas me trituré los sesos ideando varias estratagemas para hacer un contacto, pero ninguna me parecía apropiada. Había un cierto aire de solemnidad y auto suficiencia en la mina que me inhibía.
Pero la providencia estiró su brazo y depositó en mis manos una oportunidad perfecta.
Un día en que no tenía mucho que hacer y estaba de lo más aburrido, decidí aprovechar la cercanía e ir a visitar a un suizo que había conocido años atrás en un vuelo desde Bariloche y con el cual había entablado una tibia amistad. Su casa estaba a solo seis cuadras. Toqué el timbre y me atendió Kristina, su ama de llaves polaca. Me reconoció al instante a pesar que sólo me había visto un par de veces, la última allá por el 98. Me hizo pasar y me trajo un café, me tiró de la lengua en su castellano atravesado y recién al final me arrojó la bomba de que Franz, el suizo, había fallecido un mes atrás de un paro cardíaco. Me quedé un largo rato masticando la información. Si bien nunca sentí un gran afecto por Franz su muerte era algo para lo cual no estaba muy bien preparado. Me levanté para irme, al llegar a la puerta Kristina me entregó un paquete: “Franz dejar esto por usted”.
Al volver al departamento le quité la envoltura al paquete. Se trataba de una edición de lujo del Martín Fierro. El libro era del tamaño de un tremendo diccionario, su tapa estaba forrada en cuero y las letras grabadas en oro. Había un pequeño problema: estaba en Chino.
Me causó gracia lo del Martín Fierro, ¿cómo pudo ser que Franz supiera de mi relación tan especial con esa obra? Estaba seguro que jamás habíamos hablado sobre ello. Más allá de lo mucho que me gustaba, lo usaba como un orácuclo como si fuera el I Ching. Tenía una copia cibernética y usando un par de palabras claves en la pregunta iniciaba una búsqueda que me llevaba al verso que contenía la respuesta. Cuando la palabra en sí no aparecía buscaba sinónimos hasta encontrar uno que funcionara. Aunque cueste creerlo era infalible.
Sin pensarlo dos veces fui hasta el final del pasillo y toqué el timbre del departamento A. La china salió vestida muy diferente de lo que acostumbraba. Siempre se la veía muy formal, con pollera, medias de nylon, zapatos de taco alto y enjoyada y maquillada como para la guerra. Ahora lucía vaqueros, una remera y estaba descalza. Tenía manchas de pintura por todas partes: sobre su ropa, su cara y especialmente sus manos. Al verme su cara pasó por varios tonos de rosa y carmesí hasta llegar al rojo vivo. Su torpeza fue contagiosa y le entregué el libro balbuceando un simple: “para usted”. Me di vuelta y salí prácticamente corriendo, mi propia cara roja de vergüenza.
Una vez de vuelta en el departamento me dieron ganas de darme la cabeza contra la pared, pensaba que no podría haber hecho mejor papel de boludo.
Estaba en el tercer día de luto sobre la entrega del Martín Fierro cuando escuché el ruido de algo deslizándose por el suelo cerca de la puerta.
Fui a ver de qué se trataba y descubrí un diminuto sobre color naranja. Abrí la mirilla y espié, pude ver justo el momento en que ella cerraba la puerta. El sobre apestaba con su olor. Fui al sofá y me lo pasé oliendo un largo rato antes de abrirlo y leerlo. Una pequeña nota que decía: “estimado señor, su regalo me ha conmovido, lo espero a cenar el sábado a las nueve, suya, Wu Lin”.
Mi corazón dio varios respingos, me encantaba lo directo de su estilo y el hecho que daba por descontado que iría. No había ningún comentario tipo: en caso de que no pueda asistir, bla, bla, bla.
La noche del sábado llego con una botella de Montchenot bajo el brazo y ella me recibe radiante. Comemos en silencio y recién a la altura del té que sirvió como postre empezamos a hablar.
La conversación resultó bastante fluida, más de lo que yo esperaba. A pesar de un leve acento su manejo del castellano era impecable.
En algún momento terminamos sentados sobre almohadones en el piso. Hubo un silencio que ella aprovechó para soplarme en el oído con un aire caliente. Sentí como se me erizaba la piel de gallina y me hacía cosquillas la columna vertebral. Giré hacia ella y me encontré con sus labios. Estuvimos largo rato besuqueando y apretujando. En un momento en que ella se derretía en un sin fin de gemidos y jadeos, puse mi mano sobre uno de sus pezones. Se levanta bruscamente y me dice: “Será mejor que te vayas”. La primera vez que me tuteaba, y lo hacía para echarme. Qué nivel, alcancé a pensar. A pesar de la confusión que emana de mi ser elijo abandonar sin decir nada.
Para mi sorpresa hubo varias otras invitaciones a cenar.
En la siguiente me mostró su obra artística. Pintaba sobre seda usando botellitas de tinta que tenían un hisopo de algodón en el pico. Ella extendía la tela sobre un marco de clavos y pintaba a una velocidad increíble. La velocidad estaba dictada por el método ya que si se detenía la tinta chorreaba o goteaba y se arruinaba todo el trabajo.
Nunca usaba blanco o celeste, ¿tal vez una aversión a la bandera Argentina? Tampoco usaba el rosa o el violeta, el azul sólo de vez en cuando, el marrón prácticamente una ausencia junto con el gris. En cambio abusaba del naranja, el amarillo y el verde. Huía de ciertas combinaciones, en especial del rojo y el negro. Este último color también se sumaba a los ausentes ya que su uso era limitado al mero delineamiento, jamás se jugaba a un pleno con ese color.
Su obra no me disgustaba, pero tampoco me daba vuelta.
Esta vez me sentí con la suficiente confianza como para prender un cigarrillo después de consultarla. Mientras soltaba la primera bocanada de humo ella me crucificó con: “Fumar es una forma mediocre de hacerse la paja”.
Me extrañaron la vulgaridad y precisión de expresión en sus palabras. Sufrí un desmoronamiento de todas las fichas internas y supe, de una manera ancestral que provenía de los mismos huesos, que de alguna manera ella tenía razón. Lo coherente hubiera sido apagar el cigarrillo ahí mismo, pero le di varias pitadas más en un vano intento de salvatear algo de orgullo y dignidad.
Por supuesto que de ahí en más jamás volví a fumar en su presencia.
A pesar de todo, hacia el final de la velada caímos de vuelta en los besuqueos, etc. Esta vez me dejó llegar un poquito más lejos, permitiendo que mi mano se posara sobre sus tetas pero cuando bajé a su entrepierna al rato me encontraba una vez más en el pasillo.
Para la siguiente cita traje un catálogo de un festival de arte que había organizado años atrás. Ella quedó tan impresionada que después de cenar cometió el grave error de preguntarme qué opinaba yo de su obra.
Me aferré de la oportunidad para cobrarme algo de venganza por todas las veces que me había frenado después de haberme provocado, por ese comentario acerca de fumar, pero más que nada por ese don que tenía de hacerme sentir inferior. Como ese día que me llamó al baño, apuntó con su dedo índice y me mostró unas gotas de orín que yo había dejado sobre el borde del inodoro. “Observá lo simple que es”, me dijo mientras cortaba un trozo de papel higiénico y lo limpiaba. Más allá de lo inobjetable de su postura me sentí humillado, porque venía haciendo eso desde la niñez y jamás se me había ocurrido esa posibilidad de limpiarlo con papel higiénico. Me pregunté en ese momento, con cuántos otros hombres compartía esa ignorancia.
“En tu pintura falta algo”, comencé, buscando cuidadosamente cada palabra, “un elemento que no sé cómo expresar, una ausencia vital. Digamos algo así como el fruto de la pasión, porque no cabe duda que hay pasión en tu obra pero nunca llega a mayores, sólo amaga”. Experimenté una dulce sensación al ver que mis palabras la penetraban y la sacaban de su centro. Era la primera vez que lo lograba. Envalentonado por el efecto que estaba provocando seguí atrevidamente con: “Yo que vos me tiraría a lo abstracto y me soltaría más, me alejaría de la forma, de la estructura”.
Sentí la obligación de agregar: “Toda esa pasión que vas acumulando nunca llega al fruto, se muere en la promesa de una flor. Al no haber fruto no hay semillas, se distancia de la eternidad a través de las generaciones siguientes. No hay eternidad sin el ciclo semilla, planta, flor, y fruto”.
En verdad, no creía para nada en eso del fruto de la pasión, era puro verso, pero sonaba inteligente y rebuscado, con el suficiente dejo de esnobismo como para hacerlo irresistible a los oídos del típico artista.
Pero también elegí este ángulo particular de argumento por razones más bien siniestras. A Wu Lin, como Buena china, le costaba pronunciar la r, especialmente cuando precedida por una consonante. Pero entre ellas la que más problemas le causaba era la combinación fr. Palabras como frase, fresco, y fruto le provocaban calambres faciales. A pesar de que esquivaba dichas palabras acudiendo a sinónimos, en este caso la vería sufrir intentando pronunciar fruto, y sabía que inevitablemente le saldría como furto.
Estuvo callada por varios minutos como sopesando lo que le había dicho. Esa noche no hubo contacto físico de ningún tipo más allá de un piquito de despedida en la puerta.
Pensé que se había ofendido y que ahí terminaba todo, pero a los pocos días volvió a invitarme. Llegamos a las mismas instancias que otras veces pero en esta oportunidad hasta logré invadir con mi boca esos lugares donde antes mis dedos habían sido causa de una tarjeta roja, y hasta me permitió unos segundos de goce antes de llegar al mismo final de; “Será mejor que te vayas”. Pero esta vez no me quedé callado. “Pero es que nunca vamos a hacer el amor?” le dije con los dientes apretados. “Sí”, me contestó con una sonrisa de colegiala pícara, “pero cuando sea el momento propicio”. “Y eso cómo lo voy a saber?” “Será bastante obvio”, me susurró al oído mientras su sonrisa se ampliaba y me empujaba hacia la puerta.
Para la próxima cita decidimos leer el Martín Fierro, primero yo en castellano, después ella en chino. Yo en décima, ella en una métrica que no se asía a ningún número pero evocaba el ritmo de un rosario de haikús. Después se nos ocurrió leer al mismo tiempo y ahí pasó algo extraordinario, se formaba una armonía oral que repercutía en el ambiente y después de amplificarse regresaba y entraba por todos los otros sentidos. Fue algo realmente mágico e inesperado. Ella se excitó tremendamente y en un momento se tiró de espaldas sobre el sofá y empezó a mirarme de una manera que no dejaba duda alguna: sus ojos me estaban invitando. Una invitación sin límites. Sabía que esta vez no habría rebotes ni rechazos.
Me tiré sobre ella y nos estuvimos besando un largo rato, después deslicé mi mano por debajo de su pollera y empujando la bombacha a un lado la penetré con dos dedos. Estaba empapada. Lanzó un gemido muy suave y me miró con una fuerza que me hizo acelerar los movimientos. En segundos estuvimos ambos desnudos y ahí mismo hicimos el amor. Esa primera vez fue tan breve como apacible y sin nada fuera de lo común.
Momentos después cuando todavía seguíamos entrelazados me dice cuanto le gustó el hecho de que yo la tanteara allá abajo para ver si estaba suficientemente mojada antes de penetrarla. Opté por no decirle nada, me guardé el dato de que esa era una maniobra mía que conservaba de mis días de adolescente y que lo hacía de una forma tan natural que ni siquiera era consciente de ella. Pero por ahora no me venía nada mal que pensara algo positivo de mí. Una vocecita me decía que necesitaba todos los puntos a favor que pudiera conseguir.
Nos empezamos a ver todos los días, el sexo fue subiendo de tenor. Esa primera vez había sido una excepción justamente por ser la primera. De ahí en más Wu Lin se convirtió en alguien muy exigente en la cama. Nuestros encuentros amorosos jamás duraban menos de una hora, dos horas siendo lo más corriente y en una que otra oportunidad llegamos a las cuatro horas. Recibí toda una educación sexual. Yo que a lo sumo había probado tres o cuatro posiciones diferentes, con Wu Lin llegué a perder la cuenta del número, pero convengamos que en cada encuentro cambiábamos de posición una docena de veces y todas las noches insertaba una o dos variaciones nuevas. En la cama se convertía en la directora y hablaba constantemente, ponete así o asá, me hacía cambiar de posiciones constantemente. Según descubrí después este constante cambio de posiciones tenía dos objetivos: 1) evitar que yo acabara y 2) buscar la posición ideal que le causara a ella el máximo placer. Tenía una habilidad acrobática para retorcer su cuerpo de las maneras más insólitas. Al principio me sentí un poco exigido pero con el tiempo pude sentirme a la altura de sus exigencias y ahí fue que empecé a gozar del sexo como nunca antes lo había hecho.
Una mañana, de esas raras en que no me había echado después de haber quedado totalmente colmada, desperté junto a ella duro como un fierro. Por una vez decidí tomar la batuta y la penetré desde atrás. Ella estaba totalmente dormida y esos primeros segundos de total pasividad de su parte se me hicieron gloriosos. Uno siempre añora lo opuesto de lo que tiene. Si bien la mayoría de los hombres se quejan ante una mina pasiva en mi caso esto representaba un cambio bienvenido frente a las tormentas de actividad que solían darse. Finalmente empezó a despertarse y le gustó la sorpresa de encontrarme dentro de ella. Pensé que inmediatamente me impartiría órdenes y empezaría la danza del cambio de posición pero para mi asombro siguió ahí apenas moviéndose, soltando un tenue gemido de vez en cuando. Yo, por mi parte, estaba gozando como nunca. De repente sentí que se empezaba a mover como queriendo cambiar de posición, pero todo lo que hizo fue inclinar su torso hacia abajo, quedando perpendicular a mi vientre y con la cabeza tocando sus rodillas.
Sus gemidos se fueron haciendo más fuertes y más constantes, hasta que en un momento dijo con voz temblorosa y ronca por el intenso placer que estaba sintiendo: “Ahí, justo ahí, no te muevas para nada, y por favor, ni se te ocurra acabar antes que yo”. Esto último más como imploración que su acostumbrado tono autoritario. Pocos minutos después Wu Lin alcanzó el orgasmo más explosivo que había presenciado en mi vida. La intensidad de su excitación me llevó al fin de una forma expeditiva.
Quedamos más de dos horas entrelazados sin decir nada. Finalmente se dio vuelta y me plantó un tremendo beso en los labios. “No lo puedo creer, siempre pensé que eso del punto G era un mito pero gracias a vos he comprobado que no.” Me siguió dando besos por un largo rato. Por primera vez en nuestra relación sentí que tenía la sartén por el mango.
Fue muy cariñosa conmigo al despedirse.
Cuando volví al día siguiente la encontré con serrucho en mano, había herramientas y madera por todas partes. Estaba construyendo un mueble que se parecía al que usan las monjas en sus celdas para rezar.
Me sorprendió ver con que habilidad y destreza manejaba las herramientas.
“Bueno”, dijo al fin, admirando su obra, “ahora hay que probarlo”. Se acercó con esa sonrisa pícara que ya tan bien conocía, me desnudó y por primera vez desde que nos conocíamos usó su boca para excitarme. Cuando estuve lo suficientemente duro para su gusto se puso en cuatro patas sobre el mueble y dijo: “adentro, dale, apurate!”. La penetré desde atrás y al rato me empujó hacia atrás y dijo: “no, así no, hay que cambiar el ángulo”. Durante los próximos quince minutos hubo una sucesión de intentos: ella ajustaba el ángulo y después volvíamos a intentarlo, así varias veces hasta que ella dijo: “perfecto este es el ángulo que funciona”.
Con el beneficio de la retrospección esas escenas me resultan ahora muy cómicas. Las herramientas desparramadas por el suelo, aserrín por todas partes y ella y yo acoplados en una posición de lo más ridícula.
Trajo todos sus elementos de pintura y los puso de tal manera de que pudiera pintar mientras yo la penetraba desde atrás.
Apenas estuvimos conectados una vez más, ella empezó a explicarme mientras yo martillaba su punto G.: “vos insistías con eso del furto de la pasión pero yo te digo que el furto de la pasión es el orgasmo y eso es exactamente lo que quiero pintar. Te aviso por las dudas, que no quiero que pares por más que me sacuda y grite a los cuatro vientos, te pido por favor que no pares hasta que yo te diga”.
Se ve que había algo en el proceso en sí que la excitaba más que de costumbre porque en menos de un minuto llegó a un orgasmo que lejos superaba todo lo anterior. Soltó toda una sarta de palabras en chino que no sé por qué razón me sonaron muy parecidas a un verso del Martín Fierro. Me resultaba imposible ver lo que hacía pero podía apreciar que a través de todas las descargas energéticas de su orgasmo pudo continuar pintando a una velocidad que era bastante más pronunciada que lo habitual. Movía las botellas con tanta rapidez que saltaban gotas de tinta por todas partes, algunas daban contra el piso, otras contra la pared. Estaba haciendo un desastre, pero era obvio que no le importaba. Después del orgasmo siguió pintando varios segundos más. Luego se relajó, puso una sábana sobre la pintura para que yo no pudiera verla y se apartó de mí, poniendo fin a nuestra conexión sin ceremonia alguna. Hizo un bollo con toda mi ropa, me llevó de la mano hacia el umbral, abrió la puerta y me empujó afuera tirando toda la ropa a mis pies. Antes de cerrar la puerta me dijo: “Así que el fruto de la pasión, eh?” Soltó una carcajada que hizo eco con el ruido de la puerta cerrándose.
Mientras me vestía lentamente reflexionaba sobre el hecho que una vez más la matemática me había traicionado, pero era mi culpa, después de todo yo era el que había cometido el gran error de intentar dividir por cero.

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