Zapateando la vida
(De “El amor es la última aventura que nos queda”)
Iktami Devaux
Todo comenzó aquel brillante y feliz día en que se nos ocurrió mudarnos a El Bolsón. Compramos la típica chacra de dos hectáreas que nos daba algo de margen ya que según la Biblia de Seymour: “El hombre en el campo”, con una hectárea sobraba para autoabastecerse.
Con toda la buena intención de los ingenuos nos convertimos en los candidatos número 2439 y 2440 que intentarían recrear las realidades de la familia Ingalls.
Le dimos duro a la pala y a la picota hasta que nuestras espaldas nos convencieron de que un motocultivador sería una excelente inversión. La parte agrícola marchaba viento en popa. En cuanto al reino animal optamos por una pareja de chanchos, una vaca, cuatro ovejas, dos gansos y 7 gallinas y un gallo.
Vale abreviar diciendo que nos fue bastante bien en todo y que los animales se multiplicaron como en tiempos de profeta bíblico. Pero esta historia se trata de las gallinas. En menos de dos años llegaron a ser 70, número fatídico para ellas ya que en esa fecha nuestro vegetarianismo voló por la ventana y empezamos a matarlas para reducir su número pero más que nada para convertirlas en alimento. Confieso que a mí no me dio el corazón para matarlas pero mi mujer no tuvo ningún problema, es más, con el tiempo pude observar en ella un cierto placer cuando esgrimía el machete y empezaba a cercenar cogotes. Un día, mientras se lavaba la sangre de las manos me comentó que cada vez lo hacía mejor y se lanzó a una larga explicación de la técnica del golpe mortal, dónde hay que darlo y cómo y por qué tiene que ser un golpe seco y por qué hay que tener el machete bien afilado. Las palabras la arrastraron a una demostración, durante la cual su excitación le causó un breve descarrilamiento y yo terminé en el hospital con 19 puntos. “Fue sólo un rasguño Doc”.
Debo admitir que no era raro que pasaran cosas raras. Veíamos cosas raras en el cielo, nuestros vecinos eran raros, y a veces hacían cosas raras también.
Pero lo más raro fue lo de las gallinas. Una tarde de otoño una de ellas, una bataraza de porte dignificado y aires de realeza, me empezó a seguir por todas partes y cada vez que yo me daba vuelta zapateaba en un cierto ritmo repetidamente y después se me quedaba mirando como esperando algo de mí. Yo no entendía qué estaba pasando. Con el tiempo esto se convirtió en hábito hasta que un día que estaba sentado en la reposera y la gallina empezó su ritual de zapateo la observé un largo rato y me di cuenta de que hacía siempre el mismo orden de zapateos cortos y largos. No sé por qué se me ocurrió escribirlo en código morse. Anoté la versión del zapateo en código y aunque yo no sabía leerlo conseguí que Pascual, uno de los vecinos que había trabajado en un barco y lo entendía, me lo descifrara. Según Pascual el mensaje decía: Tu mujer te está poniendo los cuernos con tu mejor amigo. No se pueden imaginar mi sorpresa y mi asombro, quedé totalmente impactado y perplejo ante el mensaje. Por supuesto que no era por lo de mi mujer ya que hacía rato que sabía de eso y venía desquitándome con su hermana menor, pero el hecho de que esta gallina se estuviera comunicando conmigo era algo verdaderamente increíble. Está de más decir que en el futuro no podría acudir a Pascual ya que era imposible pronosticar con qué barbaridad se podía despachar la bataraza la próxima vez y los vecinos ya hablaban lo suficiente de mí. Así que decidí hacer un curso por correo para aprender el código morse. En cuatro meses aprendí lo suficiente como para poder entender todo lo que esa gallina me contaba. Resultó ser bastante habladora pero más allá de eso con el tiempo comencé a cuestionar su equilibrio mental. Un día me dijo que era nada más y nada menos que Virginia Woolf y que había sido castigada como tantos otros escritores por escribir vidas mucho más interesantes de las que vivían. Sin ir más lejos, me dijo con un gesto de cancherita: ¿ves aquél gallo blanco que sólo come maíz y pasto y jamás se atreve a probar un bichito? ese es Kafka, y aquél otro colorado que se la pasa correteando a las gallinas para pisarlas es Henry Miller, ese que le gusta pelear tanto es Hemingway, y ese negrucho raquítico al que tanto le gusta el maíz fermentado es Edgar Alan Poe. Cada uno está condenado a tantas vidas como gallina, según la distancia que haya existido entre la fantasía que escribían y su realidad. Por ejemplo Miller batió todos los records: sólo le toca pagar 7 vidas, Kafka debe 118, James Joyce 89, Hemingway 65, yo sin embargo estoy aquí por 234 vidas.
¿Por qué tenés tantas vidas que pagar, le pregunté, tan lejos de la ficción era tu realidad? No, es que para poseer el don de la comunicación hay que pagar con 10 vidas adicionales. Esta es la duodécima encarnación que tuve sin poder conseguir que alguien me entendiese, eres el primero, me dijo con una mirada que atisbé como definitivamente seductora mientras marcaba el zapateo de sus palabras con un revoleo de culo que era más exagerado que de costumbre. Sentí algo de orgullo y el comienzo de una sensación bastante aproximada al cariño.
Cabe aclarar que para comunicarme con Virginia yo le hablaba normalmente. Esto requería que esperara a que mi mujer corriera a los brazos de su amante para que yo pudiera entablar mis diálogos sin despertar sospechas.
Me puse a buscar fotos de Virginia para ver qué tipo de mujer era. Había leído algunos de sus libros pero la verdad es que me habían dejado seco.
Una vez establecida cierta confianza, Virginia me confesó un día que si ella lograba, con mi ayuda, publicar un libro que vendiera cantidades importantes contando la vida que ella podría haber vivido si hubiera elegido con la entrega con que escribía entonces saldaría todas las vidas menos una. A partir de ese día empecé a llevar un cuaderno al gallinero y tomaba notas de lo que ella me iba dictando con sus zapateos.
Cuando Virginia andaba de malas porque veía que nuestra novela marchaba muy lentamente o se sentía poco inspirada me contaba lo terrible que era ser gallina. Que siempre estaba teniendo sexo con alguien de su propia familia. Por ejemplo, Henry Miller es mi hijo y mi tío al mismo tiempo, ya que su hermano mayor (del mismo gallo pero diferente gallina) es a su vez hermano de mi padre. Una termina acostándose con su abuelo y sus nietos, ay es terrible. Ahí va el pobre Poe que es hijo y padre de todos según dice él mismo cuando le toca comer polenta fermentada. Vos no te podés imaginar lo que es ser violada por tu propio hijo, un día lo estás ayudando a romper el cascarón y al otro te anda correteando por todas partes. Lo que sí me causa gracia son los gallos arrastrando el ala, ¿acaso piensan que eso tiene algún efecto sobre nosotras? Una se entrega al fin de cuentas de puro aburrimiento y porque no ve otra y estos se la recreen. Después de tanto corretear se te suben encima y antes de que puedas pestañear se terminó todo. Me trae memorias de algunos de mis viejos amantes. Dijo esto último con el equivalente avícola de un suspiro, mientras sus ojos se enturbiaban en una mirada perdida.
Después de varios meses de esfuerzo y tener que sufrir humillaciones a manos de una docena de editoriales finalmente logramos que el libro fuera publicado en México. A insistencia de Virginia llevaba el título: Las gallinas cantan al atardecer. A pesar de eso consiguió ubicarse entre los más vendidos en el mundo hispano.
Pensé que esto nos llevaría a un nuevo nivel de intimidad en nuestra relación pero un día, cuando Las gallinas cantan . . . todavía seguía entre los cinco más vendidos, Virginia me pidió que la matara para acelerar el proceso. Me convenció con el argumento de que después de una vida más ella podría reencarnar y ya que yo sólo tenía 27 años si ella lograba encarnar como humano en unos 15 o 20 años nos podríamos juntar.
Con lágrimas en los ojos la maté, usando el mismo machete que ya era herramienta erótica en manos de mi mujer. Mi primera víctima en toda mi vida, me dije mientras sentía la tibieza de la sangre de Virginia en mis manos. Ella me había asegurado que reencarnaría cerca de ahí, a menos de 10 kilómetros.
A los pocos meses un día me lo cruzo a Pascual, el marino que me había descifrado el primer mensaje, y me dice: “¿Qué me dirías si te cuento que hay una gallina que se comunica conmigo?”
“Amigo del alma”, le dije con ternura al tiempo que ponía mi brazo sobre su hombro y lo encaminaba hacia el gallinero. En el camino tomé el machete, y apenas señaló a una gallina con el dedo yo le macheteé la cabeza pero me di cuenta que me había equivocado porque sólo me la había señalado para decirme que esa era Alfonsina Storni. “Lo lamento Alfonsina, le susurré mientras limpiaba el machete en la paja, pero por lo menos te ahorré una vida”. Como a Pascual le agarró pánico y no quiso decirme cuál era Virginia entré a machetear a diestra y siniestra. En el proceso despaché, entre otros, según me contó el mismo Pascual días después, a Borges, Cortazar, y Camus, Darío, Güiraldes y Beckett y terminé con Tolstoy, Proust. Rilke, Dostoievski y Celine. La Woolf había muerto en tercer lugar ya que apenas se dio cuenta de mi presencia ella misma corrió hacia el machete. Yo presentí que esa había sido ella pero al no verla zapatear, decidí por las dudas no dejar ningún ser emplumado con vida en ese gallinero.
Ni les cuento la orgía que fue el recibimiento de mi mujer cuando me vio regresar bañado en sangre y machete en mano. Quedé tan gastado que por varios días me dolía hasta caminar.
Veinte años después, cuando las infidelidades de mi mujer y su enfermiza atracción a la sangre eran tan sólo una débil memoria, se presentó un apuesto joven a mi puerta que decía ser Virginia Woolf. A los pocos días cayó otro muchacho similar quien afirmó ser Alfonsina Storni. Despaché a ambos con sendos escopetazos y decidí hacerme vegetariano una vez más.
martes, 19 de mayo de 2009
en 15:10Zapateando la vida - Iktami
Estoy seguro que muy pocos van a creer lo que aquí relato, pero les aseguro que escribo esto con mente limpia y equilibrada. No he bebido ninguna sustancia alcohólica ni ingerido droga alguna. En otras palabras estoy en mi sano juicio. Si quieren les puedo mostrar un documento sellado por el juzgado de paz que certifica que 37 de mis amigos y vecinos han firmado una declaración que dice algo así como que no estoy loco.
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