Inconsulto
Cuento
Laura Cogorno
Sí, me gustan los hombres ¡qué cagada! Así me ha ido en la vida. Si en cambio me gustasen las tortugas gigantes de las Galápagos, o las costumbres sexuales de los koalas, diferente hubiera sido mi suerte. Hasta quizás hubiese hecho dinero si me descubrían los de Discovery Chanel o los de National Geographic. Pero no. A la señora le tienen que gustar los hombres. Y no cualquier hombre. Si es raro, o adicto a la heroína, o violento, o jugador compulsivo, tanto mejor.
Sería por eso que hacía un tiempo que una cuestión me rondaba, una pregunta, una incógnita acerca de mí misma que necesitaba responderme, develar Y era el tema de por qué en muchos momentos de mi vida me había sentido atraída por hombres de aspecto salvaje, algo abandonados, un tanto embrutecidos a fuerza de pregonar y actuar una suerte de personaje que renegaba de la civilización, sus comodidades, sus perfumes.
Y la cuestión me obsesionaba nuevamente, ya que había vuelto a tropezar con la misma piedra. Me encontraba frecuentando a uno de estos especimenes.
Trataba de hacer memoria. Recordaba que me había seducido su inteligencia, su agudeza, su mirada crítica y descarnada sobre mí, pero estaba llegando al punto en que casi la sola presencia de ese Tarzán del siglo 21, me irritaba. Me molestaba su desaliño, el aspecto Sarajevo de su cocina, los hongos y el sarro de su baño, los micro y macroorganismos fosilizados en sus vidrios, pero por sobre todas las cosas, su olor. El aroma que despedía su cuerpo. No era olor a transpiración, gracias a Dios, porque de ser así la relación ya hubiese terminado hacía bastante rato. Era un campo de los sentidos innegociable para mí. Olía más bien a grasa y tetosterona acumulada y olvidada. Era uno de esos olores que se instalan más en la ropa que en el cuerpo de los seres humanos. Y yo sospechaba algo de eso. No me animaba a preguntarle, pero intuía que semanal o quincenalmente él debía bañarse, pero que la ropa no había sido objeto de ningún proceso físico ni químico que alterase su composición.
La relación se iba en picada. Yo me conocía. Sabía de mis procesos y sabía que ese muerto era irresucitable. Pero todavía contaba con energía. Y como no planeaba usarla para mejorar nada, lo haría para matar lo que quedase vivo. Invertiría en napalm.
No era demasiado difícil imaginar el atentado, sólo tenía que compaginar cuidadosamente las acciones. Como primera medida la víctima debía ser absolutamente inconsulta. Ningún aporte de su parecer. De lo contrario se defendería con las armas con las que contase más a mano. Yo sospechaba que mi Robinson preferiría a sus hábitos mucho más que a mí, de modo que ante la disyuntiva, se desharía de mi persona sin demasiado pesar. Y todo terminaría, que era lo que en definitiva yo anhelaba, pero no saciaría mi sed de venganza.
¡Eso! Necesitaba ver un hilito de sangre corriendo por su costado. De modo que esperé a que él se fuese de viaje, y con la excusa de alimentar sus animales, me quedé con la llave de su casa.
Contaba solamente con las 48 hs de su ausencia, así que contraté a una señora que ofrecía sus servicios en el Social de Radio Nacional, le ofrecí pagarle el 50% más de lo que pedía por hora, la pasé a buscar por su domicilio en mi auto y la llevé a la antesala del infierno.
Entre las dos hicimos un rastrillaje de esa morada, ecosistema de ecosistemas, que hubiese hecho las delicias de cualquier operativo antidrogas de la Gendarmería, y no dejamos organismo vivo sin masacrar.
En el hogar quemamos todo lo que a nuestro criterio correspondía a la taxonomía de basura y llenamos la casa de aromas a pino, lavanda, bosques cordilleranos y sierras cordobesas.
Lo mío era frenesí con tintes de despecho. Lo de ella, eficiencia profesional y agradecimiento por lo bien pago de la changa.
En dos jornadas de 10 hs cada una dimos por concluida nuestra faena. Cerré la casa. Dejé la llave bajo una maceta que contenía una planta muerta hacía tiempo, a la derecha de la puerta de entrada. La llevé de vuelta a su casa, le agradecí y le pagué.
Volví a casa, me bañé y me acosté. Al día siguiente la víctima arribaría a su ahora nuevo hogar y se retorcería cual Drácula ante un crucifijo.
Yo me mantuve en mis trece y no volví a llamarlo. Nunca más supe de él. Tal había sido la afrenta.
Laura Cogorno
El Bolsón
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