sábado, 9 de mayo de 2009

Langosta - Cogorno

LANGOSTA
Laura Cogorno





Él la invitó por mensaje de texto a comer ese plato exótico. Bué: exótico para las cordilleranas latitudes en las que se encontraban. Había sido marino mercante. Sabía que el verso de la langosta, los mariscos, la cena íntima con platos elaborados abrían cerrojos del eros.
Lamentablemente la primera impresión que había causado en ella, provocada por reiterados movimientos de amagues y recules, había sido poco auspiciosa, casi contraproducente de lo que de ahí en más pudiese ocurrir. Siempre lo era generar una expectativa y no actuar en consecuencia, fallar en el momento de la concreción, el de los bifes.
A partir de ese momento, todo intento de acercamiento de él hacia ella estuvo desprovisto de gracia, de encanto, de magia.

Aunque ella tenía que reconocer que algo de él la atraía. Seguramente se trataba de esa manera imponente y dominante de hablar, de mirar. A ella la seducían los hombres poderosos, los muy yang. Le producían cierta hipnótica fascinación que anulaba algún centro neurológico en el que habita la voluntad, y se dejaba hacer, dejaba que el otro hiciese.
Él la invitó a comer langosta, y como medida excepcional en su antojadizo y despótico carácter le permitió elegir. ¿Solos o con amigos? A ella le gustó el juego de ponerle un límite como para encenderlo aún más, y se decidió por la 2da opción. La primera cena no estarían solos. Otros serían testigos, pondrían un freno, dilatarían el 1º encuentro haciendo aún más sabroso el momento en que finalmente estuviesen a solas.
Cuando llegó el día ella estaba algo alterada por varias razones. Por un lado se encontraba, justo en ese momento, explorando otra relación con un escritor de un pueblo vecino. Algo incipiente, pero real. ¿Qué pasaría si el langostero la atraía más de la cuenta? Quilombo en puerta. Por otro lado jamás había comido langosta, de manera que no tenía idea de si venía dentro de un caparazón, la servían pelada y con qué cubiertos se comería. Estaba casi segura que le gustaría el sabor y su textura. La imaginaba una de esas carnes que se deshacen en contacto con la boca, muy blanca y con el sabor a mar que ella adoraba, pero la ponía algo incómoda no saber qué cubiertos usar, si la comería con cuchillo y tenedor, con cuchara o con la mano.
La noche de la cena, mientras ella se preparaba en su casa y él ya se encontraba en la de los amigos en común cocinando, las alarmas empezaron a funcionar cuando él comenzó a bombardearla con mensajes de texto mostrándose ansioso por su retraso.
Las sirenas internas no cesaron de sonar durante la cena, ya que al paparulo le pareció divertido seguir mandándole mensajes delante de los otros comensales pidiéndole algo tan tarado como “sólo un beso”. A esa altura ella estaba incomodísima, exasperada, no toleraba sostenerle la mirada al baboso y la estresaba pensar en cómo hacer para deshacerse de él sin provocar un escándalo en casa ajena.
Optó como primera medida despreciarle el menú. Primero esperó a que los demás atacaran a los crustáceos en sus platos para ver cómo hacían. Tomó los cubiertos, los imitó, probó un pequeño bocado y apartó el plato en silencio. Ante la pregunta de los otros, respondió que no le gustaba, que sabía demasiado a mar. Sabía que esa era una estocada al amor propio del cocinero, a su historia, a su persona.
Eso no impidió que el abombado, ya con unas cuantas copas de más, la siguiese importunando con proposiciones que iban de lo ridículo a lo agresivo: -Dale, una sola noche. ¿Cuándo te puedo llamar? Quiero coger con vos y no me banco un no.
Ese día en particular ella estaba sin auto, de modo que cuando el primero de los amigos anunció su partida, ella le pidió que la llevase, lo que no fue un impedimento para que el pesado se prendiese en el mismo viaje. Ella se sentó en el asiento de atrás, con otras personas y él en el del copiloto. Apoyó su brazo en el respaldo del asiento, dejó caer su mano hacia atrás y mientras conversaba incoherencias propias de su estado etílico, la apoyó sobre la pierna de ella, bastante más arriba de la rodilla.
Era la oportunidad de ella de terminar de aclararle al ganso su falta de ganas de absolutamente nada que tuviese que ver con él, de manera que dejó allí su mano durante medio minuto, como para que entrase en confianza, se relajase, y luego la tomó dulcemente entre las suyas y se la retorció hasta que él tuvo que retirarla dolorido, sin emitir sonido.
Por suerte la casa de ella fue la primera de las paradas. Allí bajó furiosa, contrariada, alterada por tanto desubique en un solo ser humano, por haberle jodido la cena, por no permitirle disfrutar del encuentro con sus amigos y se prometió que jamás de los jamases aceptaría nada de ese terrible nabo, y que en la primera de cambio iría a un restaurante y pediría langosta, porque la verdad es que le había encantado.
Laura Cogorno
El Bolsón

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