EL TERRATENIENTE
Cuento Corto
Enrique Carlos Ameijeiras
Cualquier semejanza con la realidad es mera fatalidad
“No por mucho madrugar se amanece más temprano”.
Carlos lo sabía, se lo repetía una y otra vez, contaba regresivamente desde el 100 hasta el cero, pero una y otra vez, su mente se le iba hacia el pasado: en el 99 llegué a estas tierras, en el 98 perdí mi empresa, 97 compramos el camión que perdimos en el 2000, 96 renuncié a la afjp para dedicarme a una actividad independiente... y así sucesivamente hasta llegar al 50. Año en que nací. 49, 48,47, la guerra, si la guerra mundial, quien sabe si no habré sido un nazi hijo de puta, o un judío exterminado, o un... ¿qué hora es? Las cinco de la mañana, si no duermo algo mañana voy a estar jodido, que mañana, ahora, dentro de un rato, 46, 45, 44... La ansiedad lo estaba matando.
El invierno duro había pasado, fríos rudísimos, nevadas groseras, y como si esto hubiera sido poco, la lluvia derritió las nieves y el agua ingresó al pueblo como un río caudaloso provocando estragos.
Pero aún más problemas lo atormentaban: la brecha entre sus expectativas y la realidad.
– Yo nací para cosas mucho más importantes. Antes gastaba en una noche lo que ahora gano en un mes. Y si es que me va medianamente bien.
La jornada de mañana va a ser dura; la temporada ha comenzado, miles de turistas vendrán y yo debo estar en condiciones, no cualquiera maneja tres idiomas además del castellano. Francés, inglés y portugués. Y el alemán despacito lo entiendo.
– Como pude caer tan bajo, con tantos elementos para triunfar, ahora soy poco menos que un pordiosero.
Viendo que no llegaba el sueño, decidió levantarse y hacerse unos mates, de paso, contaría otra vez más la mercadería que vendería horas más tarde, en la feria, a los ávidos compradores de baratijas que estiman su dinero menos valioso que las piedras y maderitas que compraban solo por que, con fibra indeleble, está marcada la procedencia del futuro presente: “El Bolsón”.
El año pasado le había ido muy bien con las “artesanías”, mientras los verdaderos artesanos pasaban horas elaborando su mercancía, Carlos, con no mucho trabajo se hacía de distintas botellitas transparentes, de todos los tamaños, luego las llenaba de tierra y otras basuritas vistosas de la costa del río, las encorchaba, derretía lacre sobre la tapa, y las vendía con la leyenda: “Tierra de El Bolsón, esté seguro que volverá”. No eran feas, pero la mística que inspiraba entre los ocasionales visitantes, le otorgaba muchas chances de vender los recuerdos.
Esta actividad le permitía gozar del respeto de sus viejas amistades de Buenos Aires, claro que debido a una pequeña falacia. Él decía que vendía tierras en El Bolsón, y que pronto vendería de otras localidades de la comarca. Le hacía falta crearse esa fantasía, la de haberse recuperado después de la debacle en poco tiempo.
Por fin, cuando el mate se había enfriado, entendió que la hora de marchar había llegado. Tomó las cajas de cartón por debajo, y las colocó en el asiento de atrás del destartalado rastrojero. Se calzó las zapatillas, cerró la cabaña con candado, subió al rodado, lo puso en marcha y sin esperar a que se calentara algo, enfiló para la feria.
Cuando llegó a la feria, un abigarrado grupo de personas iban y venían armando los puestos. Un sol muy saludable se filtraba por el agujero de ozono. El olor a aceite quemado preanunciaba que la dieta iba a ser muy rigurosa: Sándwich de milanesa y cerveza casera.
Un par de micros ya estaban estacionados sobre la calle principal, posiblemente de jubilados, ellos vienen temprano, miran, tocan, se asombran y no compran nada. Los otros turistas vendrían en un par de horas.
El profesionalismo está en retenerlos en la plaza, que sientan que ver objetos, escuchar músicos callejeros, esquivar peatones y comer un pancho, es más saludable que subir al cerro, mojarse los pies en el río, o volar en parapente.
No sé que clase de arte es este, pero si era incomprensible que la gente de la gran ciudad viniera solo a estar un par de horas en la feria, negándose a ser uno con el paisaje, lo peor era que a pocas horas de iniciada la jornada, Carlos ya había vendido diez botellas.
Ahora estaba muy entretenido con una viejita muy coqueta que, por el hecho de estar en el Sur del país, se había vestido con una traje de esquí a pesar de los 28º de temperatura a la sombra.
Carlos escuchaba atentamente la descripción de las dolencias de la anciana. Cada tanto cerraba los ojos, y mordiéndose los labios negaba con la cabeza, como conmiserándose de su cliente potencial.
En un determinado momento, cuando la abuela hubo acabado con el vademécum de sus dolencias, Carlos miró hacia el Piltri, inspiró profundamente y poniéndole una mano en el hombro, le dijo a la señora:
- Sé que le parecerá raro, o tal vez piense que soy un chanta, pero... Creo que tengo la solución, o por lo menos, le llevará alivio a sus dolores.
- No m´hijo, dígame, he probado tantas cosas.
- Mire, cuando vine a este lugar, traía un reuma espantoso. Casi no podía mover los dedos de la mano, fíjese ahora... – dijo abriendo y cerrando la mano derecha varias veces ante la mirada atónita de la anciana.
- ¿Y cómo hizo? Inquirió curiosamente
- Tierra... – dijo como si fuera la respuesta a una adivinanza... – Si, Tierra. Me lo dijo una machi, una curandera mapuche, que la tierra de ciertos lugares tenían propiedades mágicas. Y no sé por que me reveló cual era ese lugar. Un bosque muy cerrado, un vestigio de la Selva valdiviana donde se reunían los mapuches para orar y hacer sus sacrificios. – Los ojos de la viejita traspasaban las gafas, Carlos mentía como el mejor, hasta él se creía lo que decía y mucho más su interlocutora que ha esta altura lo único que le faltaba preguntar ¿a quién hay que matar para conseguir esa tierra?
- La machi era muy viejita y como se le estaba acabando la tierra del bosque mágico, me propuso un trato: si yo guardaba el secreto y hacía las cosas con honestidad, me diría donde y cuando... recogerla. Carlos, con el dedo índice estirado hacia arriba debelaba otro secreto, la tierra tenía un lugar pero también un tiempo para recogerla.
- Por eso, la cantidad que tengo es muy limitada, la mitad se la doy a la vieja mapuche. La otra mitad es para mí, una parte la uso para mí, la otra, la madre tierra me manda gente para que pueda ayudarla...
La vieja turista quedó paralizada, miraba para todas partes temiendo que otro compañero del contingente haya escuchado la historia y tuviese que disputarse la tierra prometida con otros viejos decrépitos.
- Y usted tiene de esa tierra, digo, si me puede vender alguna botellita.
- Por supuesto, uno nunca sabe cuando la pacha mama le manda una persona para que la ayude.
- Bueno, lo que pasa es que no traigo mucha plata.
- Eso es lo de menos, venga acompáñeme al auto y le doy una.
Caminaron unos pasos, y en un abrir y cerrar de puertas, la mágica botella estaba en la mano del Gurú de la Tierra, lista para ser oblada, a cambio de unas pocas monedas.
- Dígame señor, a cuanto la vende.
- No diga eso, por favor, yo no vendo nada. ¿Cómo podemos comprar o vender la tierra? En esta botella hay mucho más que tierra: hay la energía suficiente para vencer la enfermedad. Yo soy testigo de eso... ¿Cuanto pagaría Ud. una pócima capas de devolverle la salud, o por lo menos mitigar el dolor?
- Hay no sé, yo tengo veinte pesos nada más.....
- Ni una palabra más, dijo Carlos sacándole el billete de las manos al mejor estilo “pelito pa´ la vieja” aunque en este caso era al revés. – No puedo lucrar con esto, sino la tierra no le serviría a Ud. ni a mí, y yo, si no fuera por este milagro de la naturaleza, estaría postrado.
- Bueno ¿y cómo tengo que hacer?
- Muy sencillo. Cada noche, deje la botella sin abrir cerca de la estufa, envuélvala con un paño, que se caliente bien. Luego, cuando se va a la cama, se la coloca en la zona afectada, cuando empieza a enfriarse, déjela a un costado y trate de dormirse. Eso sí, durante el día, deje la botella al sol. Y crea, crea, eso es muy importante.
- La fe puede mover montañas, agregó la anciana metiendo la botella en el bolsón y tapándola con una madeja, cuidándose de no pincharse.
- Exactamente. Todo es cuestión de fe, dijo Carlos dando por terminada la operación de Compra Venta. Vuelva el año que viene y cuénteme como le fue...
- No voy a volver antes, a mi hijo lo trasladaron acá, y voy a venir cada tres meses.
- No me diga, dijo nerviosamente Carlitos, ¿y su hijo de que trabaja?
- Es el nuevo comisario, bueno, recién la semana que viene asume el cargo, por eso le digo que lo voy a ver muy seguido.
- No sabe la alegría que me da. Bueno entonces vamos a ser buenos amigos. (dijo nerviosamente.)
- Eso espero dijo la viejita dándole la manito huesuda al manosanta. Nos vemos, chausito.
Solo esto me faltaba, dijo Carlos pensando cómo iba a salir de esta situación – La vieja del Comisario – Un rayo de luz abrió la oscuridad de sus pensamientos. Caminó rápidamente, por entre las gentes, se adelantó varios metros a la viejecita de la botella sin que ella lo notara, y la aguardo con las manos a los costados como el Cristo Redentor. Cuando la anciana lo vio parado frente a ella se sobresaltó,
- Pero ¿usted está en todos lados?
- No, solo donde me necesitan, dijo Carlos con una sonrisa gardeliana. Solo dos cositas quería decirle: Tenga mucho cuidado que no se le rompa la botella mientras está dormida, no sea que se lastime...
- Pierda cuidado... y la otra.
- Que por favor, no le diga a nadie más lo de la tierra, solo me quedaron dos botellas y no soportaría decirle a alguien que no. Sería capas de darle las mías y eso me haría muy mal.
- A bueno, menos mal que me avisó, ya le iba hacer propaganda con todos mis compañeros y a decirle a mi hijo que tiene reuma en el dedo del gatillo.
- No, por favor, por lo menos hasta el año que viene. Se quedó pensando con el ceño fruncido, a no, el otro recién. Por que el próximo es bisiesto y no se dan las condiciones. Pero si a Ud. le falta algo me lo dice, yo con Ud. lo comparto.
- Gracias, pero la voy a cuidar como oro. Sabe, todavía no la usé y ya me siento mejor.
- Si Ud. se siente bien entonces yo me sentiré mejor todavía. Bueno vaya que se le va a hacer tarde...
- Gracias señor
- Gracias a Dios. Dijo Carlitos, gracias a Dios.
Carlos entendió que por lo que restaba del día, se había hecho todo.
Metió las manos en los bolsillos y calculó que, después de la cerveza y el sándwich de milanesa, una siesta no le vendría nada mal. Había pasado una noche terrible, pero... por suerte se sintió en buena forma otra vez.
– Soy un león vendiendo basuras.
domingo, 23 de agosto de 2009
en 14:07El Terrateniente - Ameijeiras
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1 comentarios:
Caray con ese Carlitos...¿qué habrá pasado a los tres meses? ¿habrá visitado la feria de la mano de su hijo, el comisario? Me gustó ese devenir narrativo, el humor que destila tu relato.
Las ferias dan para todo, es cuestión de observar a la gente y a los artesanos....
Gracias !
FGC
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