Laberintos
Cuento Corto
Enrique Ameijeiras – Lago Puelo
El primer día de frío en la Comarca.
Odio las mudanzas y hoy tengo que dejar mi cómoda cabaña para ir con mis huesos a parar a una nueva residencia en el Pueblo.
No solo está frío, sino que garúa; como limaduras de plomo en suspensión. Si me preguntan como estoy, diría Enojado, estresado y angustiado.
Temor de dejar algo olvidado, Bronca por volver a embalar los viejos trastos que no se por qué saqué de las cajas de la otra mudanza si al final no usé nada.
Llego a mi “mono ambiente” y de la vieja chata de un amigo bajo los bultos y los apilo en el piso.
No es difícil describir mi humilde morada: Entrás y 25 centímetros después de la puerta esta la mesada, con una bacha justo debajo de una pequeña ventana. Al fondo otra ventana, cuadrada, con cuatro marcos. Madera color verde lechoso y vidrios salpicados de ese mismo y repugnante color. Atrás, al lado de la puerta de entrada, otra, del mismo color, la del baño que está hinchada y no cierra.
Desparramo los cubos de cartón y distribuyo lo que va a la biblioteca, lo que va al dormitorio o a la cocina, como si líneas imaginarias dividieran el pequeño lugar.
Corro ruidosamente una cama turca que, además servirá como sofá, contra la pared, junto a un calorama bastante maltrecho.
Justo en el medio de la pared medianera, colgado un mueble, también color verde licuado de pepinos que molesta, visual y funcionalmente. Verifico que solo pende de dos ganchos amurados y lo levanto suavemente hasta que safa y lo descuelgo. Un bicho extraño, como una tijereta gigante cae a mis pies y sus cincuenta patas no le dan tiempo a esquivar mi exagerado pisotón.
Extrañado contemplo que el lugar que ocupaba esta mueble, no está revocado; es más, los ladrillos parecen estar simplemente apilados sin cemento que los fije. Prendo un cigarrillo y tomo uno de ellos y noto que, efectivamente está flojo. Lo muevo hacia derecha e izquierda, jalo y sale.
Mi mente ávida de tesoros ocultos se imagina arcones repletos de joyas. Hago lo mismo con el otro ladrillo, luego el otro, hasta que apilo treinta, uno sobre otro.
Pongo un pie sobre este montón y asomo la cabeza en la oquedad de la pared. Oscuro, silencio y misterio. Puede más la curiosidad que el espanto, así que apoyo la rodilla, luego la otra, y con suaves contorsiones desciendo del otro lado. Los ojos se acostumbran a la penumbra y apenas diviso un pasadizo muy delgado.
Casi de perfil, como si estuviera avanzando por una cornisa, me alejo unos centímetros hasta que choco con una pared. Pero enfrente descubro un agujero, como el de una claraboya. Husmeo, y decido ingresar en ese túnel gateando como un bebé.
Llega el momento en que se abren adelante dos cañerías a diestra y siniestra. Decido girar a la izquierda. No llego a dar diez pasos, caminando en cuatro patas, cuando un pequeño tobogán de un metro y medio se presenta en mi camino. Como no pude mirar para atrás porque choque mi sien contra la pared, decidí seguir avanzando para encontrar un lugar donde dar la vuelta. Me dejo caer amortiguando la caída con mis manos que sonaban como las palmas de los bomberos en el tubo de descarga.
Llego a un descanso donde vuelve a dividirse el túnel en dos y donde hay una pequeña ventana sin vidrios. Me asomo y solo veo oscuridades del otro lado. Ahora giro a la derecha porque pareciera haber un resplandor en el fondo. Este trecho del camino lo hago caminando, también en cuatro patas, solo que esta vez estoy boca arriba. Me empujo con los brazos y avanzo penosamente por la cañería, llego a otro descanso donde puedo sentarme. Hay una escalera que desciende, pero mucho más amplia que los corredores anteriores.
– Bueno, me dije, – vamos a bajar.
Escalones que apenas permiten posar la media suela. Irregulares, unos más altos que otros, no me permiten llevar un ritmo continuo en el descenso. Al final de la escalera hay una puerta estilo gótica, con gruesas bisagras metálicas.
Halo una cuerda que parece haber levantado un mecanismo y se abre silenciosamente. Una bóveda amplia, como si fuera un horno de barro muy grande, es lo que diviso. En frente, había como la salida de un iglú. Vuelvo a arrodillarme y salgo por este sinuoso túnel hasta que llego a un agujero, grande como es de una alcantarilla. Estaba tapado por un tapón de madera, como el de un barril. Lo levanto, pispeo y al ver que nada me prohibía retirarlo, lo corro hacia delante y como un faquir, introduzco mis piernas en el poso hasta que toco unos estribos de acero. Si, era una escalera como las que hay en las chimeneas de fábrica, solo que para descender.
Hago justamente eso, desciendo por la escala interminable hasta que mis pies quedan colgando y pendo de mis manos aferradas al último estribo. Miro y descubro que puedo dejarme caer, porque a un metro hay lo que parece un balcón de tejido. Ahora estoy caminando por una malla oxidada, firme pero ruidosa. Dudo en continuar en el sentido de la agujas del reloj, pero decidí a partir de ese momento avanzar siempre a la derecha.
Llego a un punto, donde se acaba el metálico sendero, y solo había una cadena amarrada a la baranda. La suelto, me subo penosamente al pasamanos y fuertemente aferrado a la cadena, me impulso hacia delante. Pendulo un par de veces, no noto donde hacer pie, pero intento descolgarme y descubro que la cadena está subiendo, lentamente subo, paso por el corredor de metal, sigo ascendiendo y veo galerías interminables a los costados, pero yo sigo subiendo, hasta que la cúpula se va angostando, hasta que los cuatro lados confluyen en un punto de fuga.
Apenas atravesamos un caño mi cadena y yo. Como un embudo, quedo atascado en un punto, manoteo los bordes y logro deshacerme de la cadena, y subir a un cuarto vidriado, de color ámbar. Camino unos cuantos pasos hasta un baúl, un arcón como el de mis sueños. Hasta este momento no me he detenido un instante en pensar lo ridículo de esta situación. Pero ahora, con un cofre misterioso frente de mi, soñaba con la felicidad que puede comprar el oro.
A medida que avanzaba, la luz se fugaba. Los últimos pasos apagaron las luces del lugar. Tomo la manija del baúl, lo abro y el único resplandor difuso se encontraba dentro de la caja. Meto una pierna, luego la otra, y me dejo caer dentro. Choco mis pies con la dureza del suelo y mi espalda con la áspera pared. Vuelvo a deslizarme por aquella cornisa hasta llegar al marco donde estaba la vieja alacena. De un salto subo y veo mi departamento.
Caigo dentro, me sacudo el polvo y presuroso vuelvo a colocar los secos ladrillos hasta que queda tapada. Como Atlas levanto el mueble y lo cuelgo de los ganchos. Aquí no ha pasado nada.
Caigo extenuado sobre la cama turca, al tiempo que se abre la puerta y aparece la bella cara de una mujer que me pretende.
Guuaaauuuuu! – dijo exagerando la sorpresa – Que lindo departamentito – dice – Es un pañuelito… No te podes perder.
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2 comentarios:
No todo es lo que parece, Enrique, Te seguí por el laberinto y delante de mí iba tan solo el deseo de hacer el moño, de ver dónde diablos iba todo eso. Es un poco la esencia del relato, él puede más que nosotros , los lectores. Me gustó.
FGC
Gracias por tu comentario. Hasta lo más simple puede tener laberintos que lleven sin llevar a cualquier parte.
Un abrazo
Enrique Ameijeiras
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