Cuento Corto
Esteban Gandulfo
Las Golondrinas – Lago Puelo - Chubut
Un trabajo como cualquier otro
¡Qué quiere que le diga señor!... Para mí, es un trabajo como cualquier otro… Perdón, debo expresarme con corrección: Es una profesión sumamente delicada. Que no permite errores, y que por momentos requiere una inspiración artística, similar a la del pintor que con una pincelada de amarillo, enciende la brasa del cigarro, en el retrato que tiene sobre su caballete...
Ya me lo decía mi padre, el difunto coronel Don Mauro Mendonça da Costa Filho, para todos el “Coronel Don Maurón”, el aumentativo, por lo corpulento que era.
–Chico, ¡Tu sí que vas a ser bueno en esto!– exclamaba cuando hacía saltar por los aires una moneda de níquel de diez reales desde veinte pasos de distancia.
Con el tiempo llegue a repetir la proeza en condiciones más exigentes: Disparando desde la cintura. Yo creo que el estímulo de los elogios de mi padre, hacían que cada vez me esforzara más en lograr la perfección. Él vivía en la casa grande, con su esposa y sus ocho hijos legítimos. En cambio Rosinha (mi madre) y yo vivíamos en la casa de los empleados. Don Maurón era un hombre muy decente y apegado a su familia, sin embargo, tuvo un desliz con mi madre, que no era empleada de la façenda, sino una hija de empleados, que a la edad de doce años quedó preñada por el patrón, y dio a luz a un bebé pequeño y morenito, que finalmente resulté ser yo mismo. Nadie criticó al patrón por su conducta, porque era imposible que se cruzara un pensamiento de tales características por la mente de los pobladores del lugar donde el Coronel era dueño y señor. Por otra parte Don Maurón llenó de atenciones a mi madre, su familia y a mi mismo, a quien consideraba como su propio hijo, bueno, que en cierto y determinado modo lo era.
Apegado a las armas pero no a la caza, mi padre me introdujo y estimuló en la actividad del tiro al blanco, ya fueran fijos o móviles. Podía dispararle a una latita, o hasta una moneda en el aire, pero nunca a un pájaro. Y como comencé a disparar desde los doce años, edad que parece que ha sido determinante en el destino de nuestra familia, al filo de la adolescencia, era el que mejor puntería tenía en todo el estado. Dejaba a todo el mundo de boca abierta, cuando con los ojos vendados, y disparando hacia atrás, reventaba a un maracuyá colocado a cincuenta pasos de distancia.
Mi padre era también fanático de la lectura. Poseía una inmensa biblioteca en la que predominaban los volúmenes de historia y poesía. Desde que aprendí a leer yo tuve acceso libre a esa habitación maravillosa que me conducía al mundo exterior. A muy temprana edad me extasiaba con los poemas de Fernando Pessoa o veía la revolución francesa a travez de la noble mirada de Chatobriand.
Vivíamos en el Nordeste. Tierra que no conoce invierno ni otoño. Tierra de polvaredas infinitas, sol abrasador y playas de blancas arenas. Pueblos en los que sobrevivieron los colonos más fuertes y más aventureros, conviviendo con los nativos, gente pequeña de piel oscura y palabras tan escasas como escurridizas para el oído que no era del lugar.
Mi madre era muy bella, y sin duda la tentación fue imposible de resistir para mi padre. Teníamos tan poca diferencia de edad con mi madre, y ella era tan alegre y juvenil, que durante mucho tiempo la gente que no nos conocía, nos consideraba hermanos, por las coincidencias fisonómicas y hubo hasta un desprevenido que se aventuró a decir que éramos gemelos.
Y usted me preguntará, señor, como es que di con mi profesión. Fue como muchas cosas importantes que suceden en la vida: Sin querer.
–Ey Chico, a don Edson Gonçalves Mattos no podrás meterle un chumbo en el centro de su ojo derecho?
–¿Y por qué habría de ser allí mismo en la pupila de su ojo derecho?
– Porque el izquierdo es de vidrio y quiero que vea bien de cerca cuando el plomo le está llegando.
– Se me hace que el balazo va tan rápido que no le ha de dar tiempo a mirar…
– No interesa, le damos la oportunidad, y si por ventura lo ve, mejor, sufrirá más!
Mi padre dio el asentimiento para que tomara esa encomienda. Por varias, razones: Primero, porque consideraba que a esa edad ya debía conseguirme una ocupación, en lugar de andar holgazaneando por la façenda, echando humo y asustando a la hacienda; segundo, mi padre era amigo del doctor José Roberto Pires, y no simpatizaba con el pícaro Edson, que desde esa tarde comenzaba a andar lentamente el camino al cementerio.
Sucedió que el sinvergüenza de Edson, engañó en un remate de tierras al doctor José Roberto, y le birló una façenda que había salido a remate, porque la sucesión no se había podido hacer cargo de los impuestos. Edson, haciéndose el tonto, fue ofertando tímidamente durante la subasta, y cuando José Roberto lanzó una suma arriesgada, se retiró del lance. Al poco tiempo, en complicidad con el martillero y el juez, consiguió impugnar la oferta ganadora, y él, con el segundo monto subastado, se quedó con las tierras.
En aquella oportunidad, mi padre me dio un consejo que perduró por toda mi vida:
–Todos deben saber que fuiste tú, pero nadie debe poder probarlo. Lo primero, para que te respeten y valoren; lo segundo, para no terminar en la cárcel…– sentenció con una sabiduría que me aseguró una profesión honorable y la libertad de por vida.
Para aquel primer trabajito tuve que pedir asesoramiento a un veterano profesional, Don Edimilson Da Silva.
–La primer parte es fácil, porque tú lo conoces bien al viejo Edson y no tendrás que andar buscándolo entre la gente al tiempo que miras una fotografía. Debes estudiar la ocasión, en que esté solo, tranquilo, desprevenido. El disparo debe ser al corazón, en el centro del pecho, una cuarta debajo del mentón. Lo del ojo es una payasada, ni se te ocurra, los disparos a la cabeza son peligrosos, porque la cabeza está siempre en movimiento, el plomo puede deslizarse entre la piel y el hueso y la víctima sigue caminando, casi sin darse cuenta. Apenas atontada. El disparo al corazón te asegura una muerte instantánea, y que el sentenciado no sufra.
Así se hizo. Don Edson iba todas las noches de los jueves a jugar al truco a una bodeguita en el centro del pueblo. Es otro truco señor, no es como el de ustedes, pero se le parece. Salía cerca de medianoche, con bastante alcohol en el espíritu, pero no tanto que no le permitiera caminar derechito y llegar a su casa. Pero aquella noche, no llegó a su casa. A dos cuadras del barcito, y a la luz del farol de la iglesia recibió un disparo exacto, y cayó de espaldas, en un absoluto silencio después de aquel estampido. Dejé un níquel de diez reales sobre el buraquito del chaleco, porque me habían aconsejado que llevara mi rúbrica o la de mi mandante, pero como era mi primer trabajo, don José Roberto Pires insistió en que pusiera mi firma y no andar dejando una notita “Esto es por andar robando tierras” o algo por el estilo.
No vaya a creer, uno no tiene remordimientos. Es más, uno no siente culpabilidad, sino el orgullo de haber hecho en buena forma la tarea encomendada. Usted tiene que entender señor que cuando una persona quiere, seriamente, matar a alguien, y dispénseme por la dureza del término, ese pobre infeliz, ya está muerto. ¿Quién lo hace? Es lo de menos. Puedo ser yo o puede ser otro. La cuestión es que quede bien hecho. Perdón, no he sido suficientemente claro: Es de extrema importancia que esté bien hecho. Usted no se da idea de la gente inocente que termina en un cajón de cerejeira, mucho antes de que le hubiera llegado la hora, porque el que apretó el gatillo se equivocó de persona. Claro, eso sucede, porque muchas veces se busca gente de afuera para hacer el trabajo. Entonces le dicen, se llama fulano, vive en tal lado, trabaja allí enfrente, y le dan una fotografía. El resultado: como no lo conocen bien, o la fotografía no era fiel a los rasgos fisonómicos de la víctima, el muerto terminaba siendo otro. Y para colmo insisten en cobrar, y no quieren enmendar la tarea porque dicen que se les dio mala información. ¡Una verdadera vergüenza!
Somos pocos y se nos conoce bien. Todos nordestinos, no sé por qué. Hay de todo, señor, aunque felizmente predominan los profesionales serios. ¿Usted no escuchó nada de “Chapó de Couro”? ¡Ese sí que era un bandido! Un hombre sin moral ni principios. Si usted hubiera estado en el Brasil, creo que fue por el noventa y seis, tal vez noventa y siete, con toda seguridad que se habría enterado bien, todo el tiempo lo comentaban en la radio aparecía en la primera página de los periódicos.
Fue un negocio muy importante que tenía que ver con los políticos. Era una elección, me parece que la primera después que hubiera ganado la presidencia Color de Melo. Había un compadre de aquí cerca, de Ceará, que se postulaba para diputado. Cuando se conocen los resultados de la votación, este caballero verifica que él había quedado como el primero de los suplentes, y no encontró mejor camino para ingresar prontito al parlamento que hacer ejecutar a uno de los colegas que lo precedía en la lista.
Lo llamó a Chapó de Couro, que hasta ese incidente era un hombre confiable. Hubo una serie de reuniones y conversaciones telefónicas. El mandante, que se llamaba Mauro ¿Quiere creer, como mi padre? Le da todos los detalles y le paga la bonita suma de quince mil reales.
Chapó de Couro tomó contacto con la victima, y le informó que había sido comisionado para darle muerte, pero que por el pago de veinte mil reales se daba por dispensado. Ese hombre pagó volando, porque el asesino era temidamente famoso, y porque los políticos – ¡esos sí que son delincuentes!– consiguen veinte mil reales con la facilidad que usted me paga una cervecita.
¡No señor! No se asombre porque no termina ahí la cosa… Chapó de Couro había mordido la manzana envenenada de la ambición, porque uno no tiene que ser ambicioso en esta profesión señor, uno tiene que contentarse con lo que el Señor y sus habilidades le brindan. Humildemente y con grandeza de espíritu, señor.
La cosa no terminó ahí, porque Chapó de Couro, con toda la astucia, había grabado las conversaciones telefónicas con Mauro, y le vendió las cintas a la Radio Bandeirantes. Todas las mañanas, por lo menos media hora le dedicaba la radio a pasar las conversaciones y comentarlas escandalizados.
–Sí señor, quédese tranquilo, yo puedo hacerle el trabajo
– ¿Pero… Es algo seguro?
–¡Me extraña, está hablando con un profesional! Yo le voy a enfriar a ese tipo con toda prolijidad…
–¿Y qué garantía tengo?
–Bueno, usted llegó a mi por alguna recomendación… ¿no es verdad? La garantía es que me paga un anticipo de solamente quince mil, y cuando el trabajo está hecho me da el resto
–Bueno, véngame a ver mañana… ¿Lo conoce bien al fulano?
–¡Pero, por favor!
Esa había sido la última de las cintas que registraban tres o cuatro conversaciones telefónicas. Con referencia a las reuniones, no hubo ninguna grabación. Sería porque Chapó de Couro no contaba con un aparato adecuado, o porque no se animaba a ser descubierto personalmente en un acto de traición tan flagrante.
Todo el país estaba escandalizado, pero lo más curioso es que todavía no se había cometido ningún crimen, salvo la defraudación practicada sobre ese par de bandidos. La venta del material grabado a la radio había sido una transacción legal.
Había pasado un mes más o menos, cuando el alboroto había pasado casi al olvido, porque aquí rápidamente nos renovamos señor. Y nuevamente un asesinato comienza a inquietar a la prensa, dale que dale. Sucedió que la habían matado a doña Perpetua Cardoso, abanderada de los pobres, cuyo primer nombre, tristemente no hizo honor a su breve vida, porque doña Perpetua debe haber fallecido antes de cumplir cincuenta años, señor. Ella también había sido candidata a diputada, de las primeras en la lista, porque era muy querida por todos en el estado. A ella la condujeron al obituario mediante una chacina… Claro, usted no conoce, aquí una chacina es una muerte por encargo, que se efectúa por medio de varias personas, ingresan encapuchadas en el recinto donde se encuentra la víctima, y matan a todo el mundo. Esa mañana no solo acribillaron a la pobre Perpetua, sino que también cayó su hija Adalgisa, dos perros de la familia y una vecina que había ido por un saco de frijoles.
¡Y claro que es una barbaridad esta costumbre de las chacinas! Y eso es lo peor señor, que ya estamos acostumbrados. Si hasta la Folha de Sao Paulo lleva las estadísticas: “Ayer hubo la chacina numero noventa y dos en lo que va del año, cayeron tantos narcotraficantes en la favela tal por cual”
Mire, la policía dice que es un invento de los traficantes, pero los traficantes aseguran que fue una creación de la Policía Militar, o la Rota, no recuerdo bien. La policía tenía que hacer limpieza y no quería que quedaran testigos. ¿Qué quiere que le diga? Yo me inclino darle la razón a los delincuentes ¿Cuáles? Bueno, los que acusan a la policía…
Y espere que le cuente como terminó la historia, que eso le explica bien como funcionan las cosas en este país, señor.
La misma tarde en que una multitud acompañó a doña Perpetua al cementerio, los asesinos estaban detenidos, incomunicados y a disposición del delegado, que los interrogaría ni bien regresara del entierro. El error lo cometió Don Mauro, no mi padre sino aquel que llamó a Chapó de Couro para el trabajo que nunca se hizo. Pasado el bochorno del escándalo, Don Mauro puso la responsabilidad en gente que él estimaba como de total confiabilidad: un chofer suyo y dos de sus guardaespaldas. Eligió apagar a un blanco fácil, una buena mujer que se movía con descuido por todos lados, todo el tiempo. Los tres asesinos, que merecen ser así llamados, actuaron con una torpeza gigantesca. Fueron hasta lo de doña Perpetua en un vehículo de su propiedad, fácilmente reconocible; le habían comprado las armas a un contrabandista paraguayo que inmediatamente los delató, y a pesar de que iban enmascarados, toda la cuadra reconoció al Fauston con sus ciento cuarenta kilogramos de peso, calzando botas cuarenta y siete, hechas siempre a su medida. Los asesinos no demoraron en admitir su autoría, y esgrimieron la razón de que Doña Perpetua tenía con ellos una deuda impaga. Negaron que su patrón hubiera sido el mandante, ¡Por el favor de todos los cielos! … ¿Cómo iban a pensar eso?
Bueno, ya que quiere saber cómo terminó la historia, los tres bandidos escaparon a los dos meses, sin haber llegado a ser juzgados, durante la rebelión carcelaria que hubo en el penal de Tamandaté, que aseguran que fue financiada por Don Mauro. Y Don Mauro está ahora en Brasilia, ocupando su banca de diputado federal. Ya va por el tercer período.
Pero si a usted le gusta tanto conversar, yo preferiría seguir hablando de mi profesión, que es algo limpio, señor. Es una actividad que hemos llevado con toda seriedad y profesionalismo. Y hasta sentido corporativo le diría. Durante muchos años tuvimos establecida una tarifa, que era tan conocida como respetada. En el tope de la tarifa estaba el Juez de Crimen, que al comienzo costaba diez mil reales, ¡Fíjese como pierde valor la moneda! Usted, en aquel entonces hacía un Juez de Crimen y compraba una casa y no trabajaba por dos o tres años más. Yo tuve que hacerme cargo de un juez de Crimen y ya le voy a contar cómo. En lo más bajo de la tabla, pobrecita, estaba la esposa adúltera, a quien se la apagaba de gracia, es decir sin retribución pecuniaria alguna, por aquello del honor de los hombres, porque todos los que hemos abrazado esta carrera señor, somos del tronco masculino. También en su momento me encargaron una esposa infiel, pero yo pude eludir la diligencia por suerte, y no fue fácil, porque en la profesión uno mantiene el prestigio por su eficiencia y carencia de remilgos.
¿Quiere saber cómo fue lo del juez? No le puedo decir quién me comisionó, porque todavía vive y me podrían llamar a testificar en su contra. Estuve más de un mes estudiando al hombre. Y no vaya a creer que es cosa fácil, porque uno trabaja solo, tiene que pasar desapercibido y no despertar ningún tipo de sospechas. Lo tiene que seguir a todos los sitios que puede hasta encontrar la ocasión adecuada. Usted tiene que encontrar un movimiento de rutina, una acción que se repita regularmente en forma mecánica, porque usted no puede correr riesgos, estar dependiendo de sus ocurrencias. Usted tiene que actuar sobre seguro.
Para colmo de males, este juez se movía siempre con uno de sus dos guardaespaldas. De él podemos decir el nombre, era el doctor Getulio Gonçalves. El doctor Getulio era un hombre muy delgado y de altura mediana. Sus dos guardaespaldas eran altos y corpulentos. Como siempre los llevaba por detrás, bien cerca de él, la denominación de “guardaespaldas” nunca podría haber estado tan bien aplicada. Varias veces me crucé con el doctor Getulio, tratando de encontrarle el ángulo, y siempre veía un pobre hombre, debilucho y esmirriado, e inmediatamente detrás una montaña humana que le sobresalía por arriba y los dos costados.
¿Quiere creer que el doctor Getulio era homosexual? Las malas lenguas decían que tenía amores con uno de sus dos guardaespaldas, pero yo nunca acredité en eso. Yo me inclinaba a pensar que su pareja era un mucamo que tenía en su casa, porque él vivía solo, con el mucamo y dos empleadas.
Después de haber estudiado mucho la casa, la descarté. Debía presentarme con alguna excusa verosímil para que el doctor me atendiera; y aún así, podían enviarme a su despacho en los tribunales diciendo que en la casa no atendía a nadie. Y aunque hubiera podido hacer el trabajo dentro de la casa, el escape era complicadísimo, porque estaba en la misma cuadra de la delegacía primera, en la Rua Magalhaes donde siempre había una generosa cantidad de policías en la puerta… ¿Ah, no sabía que la retirada era un punto tan importante? Ya lo decía Napoleón señor, en el siglo diecinueve: Nunca se debe encarar una batalla, por más fácil que parezca ser, si no se cuenta con la seguridad de un retiro adecuado de las tropas.
Finalmente me incliné por la salida de la iglesia de Aparecida. Él iba todos los domingos, y a la hora de salida, la plaza Pedro Primero estaba llena de gente que salía a disfrutar el día de descanso. Después de haber ensayado dos domingos el movimiento, consideré que la tarea podría ser encarada con un generoso margen de seguridad. Yo iba a la misa junto con el Doctor, salía de la iglesia al final del servicio precediéndolo por una corta distancia. Me aseguraba estar caminando frente a él, los dos en el mismo sentido, diez pasos exactos por delante. En ese punto, con total discreción repetía mi truco de reventar el maracuyá disparando por la espalda, y debía seguir caminando como si tal cosa, a pesar de que el gentío se atropellara sobre el juez desplomado.
Era un Smith y Wesson treinta y ocho, con caño de seis pulgadas, el arma de toda mi vida señor. No le había dicho, pero siempre lo llevaba bien calzado en el cinturón, en la espalda. Había probado la sobaquera, la revolvera lateral, empuñadura hacia delante, hacia atrás, probé también en el tobillo… y no hay como llevarlo en la espalda. Eso sí, tiene que ser una revolvera perfecta, que nunca se le caiga el arma y siempre la pueda tomar con ligereza. No, no estaba nervioso porque me sentía bien preparado, y todo salió como había sido previsto. ¡Una pena no verlo!, porque yo seguí caminando tranquilo, hasta la esquina en donde doblé hacia la derecha. Me informé por los periódicos que el disparo había sido certero. Inmediatamente salieron a buscar el francotirador. Lástima que el disparo me perforó la chaqueta porque lo que yo hice fue llevar mi mano derecha hacia atrás, retirar el arma, calcular el ángulo, y apretar el gatillo aún manteniendo el revolver por debajo de la ropa. El guardaespaldas declaró que no había nadie cerca que pudiera haber atacado al doctor, que él se había agachado para asistirlo cuando fue abatido, pero que el ruido del disparo había sido de lejos. ¡Fíjese como pueden llegar a equivocarse!, habiendo estado yo tan cerquita.
¿Usted quiere saber cómo fue que me libré del encargo de la esposa infiel? Hubo varias razones, todas débiles, es verdad, pero que en su sumatoria me permitieron evadir el encargo. Primero, que nunca le había disparado a una dama, me parece poco caballeresco, y sostuve ese principio durante toda mi vida profesional. Segundo, que no estaba debidamente probado que la Marinela hubiera saltado el cerco… Usted me dirá que yo no era juez sino ejecutor, y tiene razón. Otra cosa: Yo era bastante amigo del matrimonio, y un cirujano no opera a su hijo ni un juez dicta sentencia sobre su madre. Finalmente, le pude hacer entender a quien se creía cornudo, que si yo le apagaba a la esposa, no solo cometía un acto que podía considerarse apresurado, sino que le iba a complicar mucho la vida a él como viudo con cuatro huerfanitos de madre. A él, que nunca se había entendido mucho con sus hijos.
¡De ninguna manera podría haberle disparado a esa muchacha! Era una muestra de la típica hermosura minera. Otra hermosura que tuvo un final trágico, pero que no era minera sino de Alagoas era la Suzana Marcolino ¡La pena que me dio cuando asesinaron a la Marcolino!, ¡¿No supo de eso?! Pero si fue famoso en todo el mundo, como cada vez que ganamos la copa de fútbol. El problema había sido con P.C. Farías, que había sido caja de Color de Melo. El tipo fue chivo expiatorio, carne de presidio por un tiempo. Y allí lo conoció la Marcolino, que lo iba a visitar al la cárcel y se hizo su enamorada, y cuando lo liberaron al PC se fue a vivir con él. Estaba claro que al gordo lo tenían que hacer desaparecer por una razón que desconozco. Se habló de vínculos con el narcotráfico y el lavado de dinero. Naturalmente, debía tener información con riesgo de perjudicar a más de uno. No, yo ya estaba retirado señor. Pero podrían haber encomendado el negocio a alguna otra persona que procediera con corrección. Yo no sé si lo planearon así, o si la cosa se les fue de las manos, porque el hecho concreto es que disfrazaron la escena, como que la Marcolino lo mata al PC y luego se suicida de un disparo en el pecho… ¿Puede imaginar tamaño delirio? Dicen que hubo que pagar una fortuna al médico legista, Padán Palhares, para que ajuste los horarios de óbito, de modo que se adaptara al libreto del sainete.
También era minera mi pequeña Marcia. No señor, nunca nos casamos pero convivimos más de cinco años. Ella era, como se le dice en este país, una muchacha de programa. Bueno, no exactamente; trabajaba en la agencia de la capital del estado del Banco do Brasil, era Gerente de la oficina de inversiones particulares, y fuera de su horario, acompañaba a hombres de dinero. Dos o tres salidas a la semana cuadruplicaban su salario. Yo la conocí bajo aquellas circunstancias, porque comenzaba a ganar bien, pero el dinero desaparecía de mis manos. Mi pequeña Marcia me aconsejó que no depositara en el Banco do Brasil ni en ningún otro. El gobierno podía llegar a quedarse con mi dinero, y como mínimo se me desvalorizaba rápidamente. En esa época íbamos al galope de cruceiros a cruzados y después a cruzados novos, ¡qué se yo! Que invirtiera en propiedades, que mi nivel de ingresos me lo permitía. Me convidó a conversar fuera del banco para asesorarme, y de una profesión fue pasando a la otra sin que yo pudiera advertir la transición.
No se puede decir que nos hayamos enamorado, porque en este quehacer, uno termina teniendo los sentimientos… no sé si controlados o adormecidos. Lo que sucedió finalmente fue que terminamos viviendo juntos, en una de las casas que me hizo comprar ella.
–Mira Marcia, si te gusta tanto la residencia, te quedas a vivir aquí, conmigo… el tiempo que quieras. Contratamos una empleada para que no tengas que trabajar… ¿Qué prefieres entonces, que te de una suma fija por mes, o que te pague cada vez que estamos juntos?
Acordamos con Marcia, en que para mantener las costumbres tal como se habían establecido, yo le pagaría cada vez que nos emparejábamos. Ella propuso que el monto fuera determinado libremente por mí, según mi humor y la marcha de los negocios.
Vivimos juntos muy contentos durante un poco más de cinco años, hasta que un día me habló desesperada. Había estado nerviosa un tiempo, y yo sospeché que algo le pasaba. El caso es que había quedado grávida, que el padre era un hombre joven, soltero y que querían tener el hijo. Que estaba aterrorizada por el dolor que esto podría causarme. Yo le repuse que me parecía que estaba en una edad conveniente para formar una familia, y que su hijo o hija sería como un nieto para mí. Les regalé una casa y participé del bautismo del bebé. Más adelante dejé de verlos porque sospeché que mi presencia le molestaba a Paulo, el marido de Marcia. No, no vaya a creer que fue un final triste para mí…
Con la mafia nunca tuve nada que ver señor, se matan entre ellos. Hoy la vida no vale nada. Un vendedor de crac de Sao Paulo asesina a su cliente por una deuda de cincuenta reales. Dicen que no es cuestión de dinero, sino de mantener el respeto de la clientela. La droga le ha hecho mucho daño a este país, envenena, antes no era así. No sé si vio una película, de los sicarios. Yo la vi, ocurre en Colombia, donde los jovencitos asesinan sin piedad. Y hasta les place hacerlo. En cambio, yo siempre sostuve que esta profesión debe practicarse dejando las emociones bien lejos. Nada de odio ni venganza. Uno no tiene que dejarse influir por los motivos del mandante. Uno debe, simplemente, asegurarse que la decisión está tomada, que la víctima ya fue, y entonces hacerse cargo de practicar el encargo de una forma limpia y precisa. Ya le dije, disparar al corazón, una sola vez y guardar el arma. Me lo explicó un cirujano señor, el tiro al corazón no solo destroza la circulación, sino que también produce un colapso nervioso, afecta… ahora no recuerdo bien si al cerebro o el sistema nervioso central. Nada de hablarle “¡Esto es lo que te buscaste!”, o andar soplando el cañón del revolver, no, ninguna de esas payasadas. Tampoco hay que amenazarla, o hacerla sufrir, que uno no es un torturador señor.
¿No está de acuerdo conmigo en que es un trabajo como cualquier otro?
Culpa no se siente nunca, porque el destino de las personas está en manos del Todopoderoso. Nosotros, los hombres, somos hormiguitas que hacen lo que les mandan. Es la voluntad del Señor la que decide si uno vive, muere, goza o sufre.
Bueno, es verdad, yo ya estoy retirado hace mucho tiempo. Cuando empecé a dudar de la vista o el pulso. Este año cumplo ochenta y cinco. No, no me haga reír, en esta profesión no hay jubilación… pero como ya tengo catorce o quince propiedades, no recuerdo bien, el alquiler me permite vivir como un rey. Sin contrato, ningún tipo de papel, pero todos vienen hasta aquí y pagan muy puntuales, se ve que tienen miedo que les vaya a cobrar a los balazos… ¿vio? Ahora le hice reír a usted. Bueno, el arma la conservo, porque el día en que no me pueda valer por mi mismo, vestirme, hacer una comidita, ir al baño, esas cosas; bueno ese día me visto bien prolijo, dejo una nota en la puerta, me acuesto cómodamente en el dormitorio, y practico la última encomienda… ¡Qué lujo… que El Señor me de la orden!
O Quién le dice el corazón me juega una mala pasada y ya ni tengo que buscar el arma…
Para mi también señor, un privilegio haber conversado con una persona tan culta como usted.
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