MENSAJE CRÍPTICO
Cuento Corto
Fernando González Carey – Gral. Roca
Soy buscador de historias, así de simple. Historias alegres, de amores perdidos y recuperados, historias negras de traiciones y desencantos. No resulta fácil encontrarlas, pero las codicio porque en sus intersticios, en sus más mínimos recovecos está la grandeza del hombre, o su miseria.
Hoy quiero contarles lo que le oí a un paisano que vive en las bardas del Sur de General Roca, cerca del cerro que llaman “De La Cruz”, camino al poblado del Cuy. Nicasio se llama el hombre y cuando lo vi por primera vez lo encontré mimetizado con un desierto que atesora dinosaurios y bosques de coníferas, hoy petrificados y semienterrados.
No pienso ocultarles nada de lo que nos narró una tarde de Otoño, guarecidos en su rancho con un viejo amigo que me acompañó.
Pasando el puente de Paso Córdova y yendo hacia el Sur por la ruta pavimentada, aparece solitario el cerro que nombré anteriormente, en medio de cañadones y flora achaparrada, propia de la región. Dejé el auto a un costado y emprendí la caminata, tomando algunas referencias para no perderme y poder regresar. Cantimplora, buen sombrero, zurrón y zapatillas andadoras. Todo estaba controlado cuando di los primeros pasos hacia el Oeste.
Me detenía a cada instante, sabedor de que esa zona es muy rica en restos petrificados de coníferas, dinos y ballenas, muchos de ellos arañando apenas la superficie. A pocos kilómetros de andar, vi un rancho alejado y a un paisano que me saludó. Más adelante, descubrí un yacimiento con desechos de puntas de flechas y, esparcidos, cantidades de troncos petrificados. Finalmente descendí a un cañadón y tomé allí algunas muestras.
Después de varias horas emprendí el regreso, ya cuando el Sol insistía en seguir bajando. El paisano reiteró su saludo desde un cerco que contenía chivas bien flacas. En poco tiempo crucé el río Negro y llegué a Gral. Roca, satisfecho de la cosecha lograda.
Después de cenar me enfrasqué en limpiar las muestras y en catalogarlas minuciosamente. Mientras lavaba un trozo durísimo de conífera petrificada , de un morado veteado sobresaliente, me quedé con la mirada fija en unos rayones que tenía. Busqué la lupa y observé atónito que esas líneas apenas visibles constituían un mensaje o al menos así lo creí. Alguien había grabado (con la punta de un hierro muy penetrante y duro, ciertamente) la siguiente palabra : VIL. Pensé que podría tratarse del general Villegas, quien posiblemente visitó esta región.
Consulté a varios paleontólogos y geólogos y todos quedaron asombrados de que yo hubiera podido levantar ese documento inconcluso en aquella perdida y solitaria región. Yo sabía que el Ejército había estado en la zona, que varios investigadores y religiosos la habían recorrido o atravesado, pero ¿quién había grabado esas tres letras y con qué intención?
Con estas inquietudes, y resuelto a desentrañar la historia, me acerqué a la vieja estación del Ferrocarril del Sud para entrevistarme con un antropólogo que trabaja en la oficina de Turismo. Después de oír mi relato, me propuso regresar al sitio exacto del hallazgo, y se entusiasmó cuando le comenté lo del paisano. ¡Ese viejo debe saber mucho! – me dijo.
Fue fácil ubicarlo. Estaba sentado con su mate en el mismo lugar en que lo había visto la primera vez, controlando las chivas que balaban por los alrededores. La charla dio varios rodeos al comienzo, así que no bien nos dio pie para explicarle el motivo, le dijimos que habíamos encontrado cerca del rancho, una piedra muy dura, con una grabación rara, cuyo autor tal vez habría sido algún soldado o alguien que manejara aceros cortantes, y que queríamos saber si él nos ayudaba a descifrarla.
Nicasio la tomó entre sus manos y arrugó la vista para leer lo que allí estaba grabado. Calculando que no alcanzaba a hacerlo, le clarificamos la grabación y nos quedamos sorprendidos cuando el viejo, sin prestarnos mucha atención, advirtió que el mensaje de esa piedra era completo y que debió haber sido muy despreciable lo que esa piedra insinuaba.
Nunca pensé que una sola palabra, de tan solo tres letras, podía esconder una historia patética y me alarmé por el hecho de que nadie de nosotros había logrado leer de otra manera un mensaje tan claro.
El viejo quedó un rato en silencio, prendió un pobre cigarro y nos arrimó unos cuantos recuerdos con los cuales pudimos armar una historia que ya intuíamos vergonzosa.
Muchachito era yo nomás, y vivía con el padrastro. Aquí, aquí mesmo y entudavía está el rancho como aquella vez. El padrastro, que en paz descanse, me pegó el chiflido cuando lo vido de lejos. No estaba solo, algunos milicos lo traían a la rastra y a los gritos. Entudavía los estoy oyendo, “vamo, sabandija, levantáte”, y sonaban los lonjazos. Yo era muchachito, como les dije y estaba asutao, casi escondido detrás de la ventana. Los soldados lo llevaron detracito de aquel algarrobo, donde el agua formó un cañadón grande y profundo. Después hablaron con el padrastro y le anoticiaron que allí lo iban a dejar, que debían cumplir un encargo de la superioridá y que tuviéramos cuidau porque el paisano no era de confiar. Más adelante pasarían a buscarlo, que allí lo dejaban con las esposas en los pies y en las manos. Todo esto pasó hace muchos años, cuando yo era muchacho y vivía con el padrastro, pero lo tengo fijao bien adentro, que no lo puedo borrar. Dénle agua y algo de comer, alcanzamos a oír cuando la milicada trepaba por aquel lau. El sargento tenía gran vozarrón, eso recuerdo. Y se fueron nomás y nos dejaron el bulto.
Después la cosas pasaron como pasaron. Yo al principio no me le animaba ni quería verlo, pero el padrastro sé que le llevaba agua, no me decía nada, pero le llevaba. No sé cómo el paisano apareció un día, parado y apoyado en el poste, en ése. Tomó algo de pan que le ofrecí y se fue, arrastrándose como podía. Eran los días en que el padrastro estaba en el Cuy, pero cuando volvió nada le quise decir. Después , al poco tiempo, llegó la nevada y por días no salimos del rancho ,meta mate y mate y galleta. De noche solíamos oír sus quejidos y maldiciones. Un día salí y me acerqué al cañadón, pero ya no estaba. Creí que habían venido los milicos y que se lo habían llevado, así que volví al rancho, preocupau.
Es pa´no creer. Al día siguiente, bien tempranón, apareció el sargento con su vozarrón a los cuatro vientos, oliendo, mirando y preguntando. Que dónde estaba el paisano, y qué le podíamos decir. Enojau estaba el hombre, y lo´otros detrás, callaus. Recorrieron los alrededores y se jueron, medio disconformes y amenazándome…
Siempre me decía el padrastro que yo era medio, cómo se dice, medio aindiau pa seguir las huellas. Una marca en el suelo, una rama rota, todo me servía pa seguir a un animal perdido. Y lo hacía muy bien, nada se me escapaba. Así que esa tarde me puse en camino pa ubicar al paisano, perdido seguramente en esta tierra sin fin. Encontré por ái unas trampas que estaban muy bien hechas, con ramas puntudas de algarrobo y más adelante la arena removida pa dormir de noche. Era con toda seguridá un hombre acostumbrao al campo y se notaba por la manera que tenía de elegir yuyos pa morder y sacar jugo. Detrasito pero a prudente distancia, y como envolviéndolo, vide rastros de pumas y de jaurías salvajes que suelen llegar del poblao. Son incansables cuando buscan, y se atraen entre ellos. Las marcas en la arena mostraban un hombre desesperau, que como serpiente se iba arrastrando, buscando los cañadones pa ocultarse.
Una sola vez, aura que recuerdo, pude cruzar dos palabras con él cuando se acercó al rancho pa pedir comida. Me dio a entender que era desertor, que aquí lo habían apresau. Que cuántos años tenía, y bué, yo le daba por los cuarenta, hombre fuerte, de carácter. Y nada más le pude sacar, tenía su mirada fija en las chivas y de allí casi no lo podía sacar. Una sola vez pasó esto, una sola vez.
Fue el Malevo el que me dio la pista, me ladraba dende lejos, volvía y regresaba nervioso, desconocido. Más adelante pude entrever la situación y me santigüé asustau. Allí estaba el hombre, semienterrau y comido por la jauría hambrientona . Sus huesos estaban secos por el Sol y la calavera a varios metros, como si hubiesen jugado con ella. Las hormigas entraban y salían por los espacios de las vértebras. Pude ver que las esposas estaban rotas, gastadas de tanto ser golpeadas. Seguramente las utilizó pa rayar la piedra... ¡Ahijuna, qué viles que fueron, eso no lo hace un cristiano!
Ahí mesmo enterré sus huesos, puse una cruz piadosa rezando lo poco que sé, y regresé al rancho. Jamás comenté esto y nadie me preguntó. Los milicos nunca volvieron y ya va para más de cincuenta años… y entudavía, entre sueños, veo al hombre arrastrando su condena, sin agua y juyendo de la jauría, espantándolos hasta caer derrotau, con el dolor de las mordidas de los perros salvajes. Ojála Dios se haya apiadau de su alma y lo tenga en su gloria bendita…
Le dejamos a Nicasio algo de azúcar y de yerba, unos cuantos cigarros y un poco de dinero y nos fuimos en silencio, amontonando pena y dolor. La piedra era un trozo de historia, un certero mensajero de momentos terribles.
Después de varios días observé con gran detenimiento el fósil y descubrí, asombrado, que entre letra y letra el desertor había grabado pequeñas rayitas que revelaban, no sólo su grado de instrucción sino también la fecha exacta de su martirio en las inhóspitas bardas del Sur.
FIN
Este cuento es pura ficción.
El autor conserva, sin embargo, la piedra con las grabaciones mencionadas.
Gral. Roca (R.N.), Invierno del 2009.
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