Narración
Dayana Rudolph – El Bolsón
Pasamos lindas vacaciones junto con la familia, en el que, en aquel entonces, era el pequeño balneario de Las Grutas sobre el Golfo San Matías.
Era diciembre de 1972. Fabián y Leo tenían 5 y 2 1/2años respectivamente, disfrutaron muchísimo de la playa y del mar.
Pasamos navidad con los chicos y Dora Lozada, la señora que nos ayudaba a cuidarlos. El resto de la familia estaba en El Bolsón, y por eso decidimos emprender antes de lo programado el regreso y pasar junto con ellos la noche del primero de enero de 1973.
Cargamos la Ford F-100 modelo ´70, que estaba equipada con una loneta que hacía las veces de cúpula, una garrafita, comida y colchonetas donde los chicos podían dormir y jugar durante el viaje.
Muy tempranito salimos de Las Grutas rumbo a nuestro querido Bolsón por la 23. Aquella ruta de ripio bordea el ramal Sarmiento que une San Antonio Oeste con Bariloche y atraviesa a lo ancho la provincia de Río Negro, en nuestra Patagonia.
Llegamos a Valcheta cerca del medio día.
Mientras cargábamos nafta, yo divisaba un cielo raro, oscuro, con nubes muy negras. Era realmente imponente el frente de tormenta que se aproximaba desde el sur. Imaginamos que se trataba de esas típicas de verano, provocadas por el choque de aire cálido y húmedo con corrientes frías, a las cuales los cordilleranos no estamos acostumbrados a ver ni a vivir.
A pesar de su imponente presencia y con las ganas de llegar a casa y sorprender a la familia, hicimos caso omiso a lo que el cielo nos presentaba y seguimos adelante.
Una hora después, en medio de la estepa, comenzó a llover con tanta intensidad que no lograba divisar la punta del capot de la camioneta, y esa escasa visibilidad no me dejaba avanzar.
Detuve la marcha y decidimos esperar. Contemplamos atónitos esa fuerza de la naturaleza poco más de una hora. Cuando bajó la intensidad de la lluvia, seguimos avanzando muy despacio por la ruta que se había convertido casi sin darnos cuenta en un verdadero río, hasta llegar a un punto que, debido a la cantidad de agua caída había socavado la tierra y se había formado otro río que se veía tan importante como el Quemquemtreu en pleno deshielo.
Fue entonces cuando decidimos regresar a Valcheta para pasar la noche allí y esperar que pase la tormenta.
Pero la sorpresa fue que, a tan solo 15 minutos de marcha nos encontramos con otro torrente de iguales dimensiones. Nos encontrábamos encerrados en la abierta y desolada estepa, solos con Dios y nuestro destino.
Con todo esto, la camioneta se había encajado. La levanté con un cricket y con una pala fui rellenando los “huellones”, y así logré sacarla.
Ese era el momento en que debía “enfriar” mi cabeza y tomar la decisión mas acertada, ya que estaba la vida de mi familia en juego.
Lentamente retomé camino en dirección a El Bolsón. Seguía lloviendo y la noche no tardaría en caer.
Fue en el primer alto que encontré, donde estacioné y dije: “aquí nos quedamos”
La tormenta no cesaba, azotaba con tanta fuerza que comenzaba a socavar los terraplenes de las vías del tren.
Veíamos como caían los postes de telégrafos cada vez que la luz de los rayos convertía la noche en día.
Parecía el fin del mundo. Y nosotros estábamos ahí, con dos chiquitos.
Una vez estacionada la F-100, pusimos debajo de esta y envuelto en nylon las cosas que llevábamos en la caja. Dora se acostó en la cabina. Mary, los chicos y yo nos recostamos en la caja sobre las colchonetas. Por suerte la lona estaba bien impermeabilizada y no entró ni una gota de agua.
Fue una noche interminable. Pero gracias a Dios y como todos los días, amaneció.
Calentamos agua, tomamos un té, cargamos las cosas y seguimos viaje hasta aquel río que nos impidió el paso la noche anterior.
Del otro lado del zanjón se veía una estación de tren, llamada Teniente Maza.
Dejamos allí la camioneta y cruzamos a pie sobre las vías del tren. Llegamos a la estación. El matrimonio encargado, solidarios como buenos patagónicos, nos recibieron muy amablemente ofreciéndonos todo de lo poco que tenían.
Recuerdo que a la hora del almuerzo, carnearon unas gallinas para invitarnos a nosotros y a otros evacuados que circulaban por la zona.
Finalmente a la tarde paró de llover. Volví solo a la camioneta para ver la forma de cruzarla por la zanja. Tomé la pala y después de un buen rato de duro trabajo había formado una especie de “rampa”, lo suficientemente alta como para tomar vuelo y poder saltar.
Retrocedí unos cuantos metros y sin cinturón de seguridad ni airbag, (y creo que sin pensar en las consecuencias), puse primera, pasé a segunda y aceleré a fondo… En un abrir y cerrar de ojos, estaba del otro lado de la zanja, estaba ya en la estación Teniente Maza.
Puse las “pantaneras” que tenía como auxilio en la chata, cargué la familia, nos despedimos de nuestros anfitriones y seguimos viaje con la idea de llegar a la estación de Ramos Mexía.
El proyecto duro pocos kilómetros, pues nos encontramos con una nueva zanja, muy grande y totalmente cubierta de fango, lo que imposibilitaba el paso.
Intenté sortearla a través del puente ferroviario que se encontraba cerquita de la ruta, pero al medir la trocha, me di cuenta que sería una locura pasar por tan solo 60 cm.
Regresamos a la estación en donde habíamos almorzado. La familia no dudó en invitarnos a pasar la noche en su casa. La estación estaba muy tranquila, ya que ni el tren podía pasar con semejante catástrofe climática que había desmoronado varios sectores del paso del tren.
Luego de cenar, la señora de la casa nos indico el lugar en donde dormiríamos esa noche. Era una habitación con una cama matrimonial, en donde dormimos los cuatro, mientras que Dora durmió en la cabina de la chata nuevamente.
Esa noche Leo volaba de fiebre. Mary me pidió que busque un jarabe que estaba en la chata para darle al nene. Caminé en la madrugada a buscarlo y no di crédito de lo que mis ojos veían, y fue ahí cuando noté que hay actitudes que las personas humildes y buenas te regalan sin pedir nada a cambio y que quedan grabadas en lo profundo del alma como una verdadera enseñanza de vida, una demostración de amor y de caridad.
Los dueños de la casa estaban durmiendo en el piso, ni más ni menos que en el piso, de la oficina de telégrafo.
Pasó una noche más. Cerca del medio día llegó lo que se conoce como “zorrita”, con un pequeño motor a nafta, que evaluaba los daños en la vía ocasionados por el temporal. Decidimos entonces dejar la Ford y seguir viaje en la “zorrita” ya que Leo seguía con fiebre y era necesario que lo vea un médico.
Hicimos en aquel particular medio de transporte unos 60 km hasta que llegamos a Ramos Mexía. Allí, después de visitar el centro de salud, nos acomodamos en el único Hotel Bar.
Al día siguiente y ya con el clima a favor la ruta comenzaba a secarse. De la estación salió una locomotora con un vagón por delante cargado de piedras para rellenar todos los sitios con desmoronamientos.
Volví entonces en ésta a Teniente Maza a buscar la camioneta e intentar atravesar el barrial concentrado en un bajo de la ruta.
Llegue al boquete barroso, hacía calor y me puse la maya, y con el barro hasta las rodillas fui tanteando con una varilla la profundidad del mismo.
Me subí a la camioneta, nuevamente retrocedí, tomé la máxima velocidad que la primera “acelerando a fondo” me permitiera y todo se oscureció, porque el barro tapó el parabrisas de mi vehículo, pero inmediatamente advertí que había sorteado ese nuevo obstáculo.
Estuve un buen rato sacando el barro pegajoso de la estepa del motor, pero finalmente llegué a Ramos Mexía donde me esperaba la familia.
A la tarde noche de ese día, el 3 de enero, llegamos a El Bolsón. No pudimos brindar el primero con el resto de la familia, pero sí celebrar que estábamos todos bien, y que acabábamos de sumar a nuestra vida una aventura inolvidable que hoy les quise contar.
Durante años mantuvimos contacto con la familia que nos albergó aquella noche. Les enviábamos cerezas, nueces y dulces caseros en eterno agradecimiento, Luego se mudaron de esa estación y perdimos contacto con ellos…
Dayana Rudolph
2 comentarios:
Qué hermosa aventura, ahora que uno conoce el final feliz.Son de esas que parecen estar dirigidas por el dedo de dios...y uno nunca las termina de creer. De esas que uno nunca termina de aprender y de sentir la delicada relación que hay entre la vida y las decisiones que tomamos en cada momento.
Afectuosamente,
Rodi.
Sorteando inconvenientes se forjan buenas personas, agradecidas y entusiastas. Conocí a alguien que vivió una aventura exactamente igual y y lo puedo corroborar!!!
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