Recuerdos Patagónicos página 1 de cuatro
Relato
Cristhian Walls
La caña colihue, conocida en el sur argentino por su nombre mapuche de quila, forma gruesos montes en las planicies aluvionales al pie de los cerros, alcanzando grosores y alturas increíbles. A diferencia de las tacuaras de nuestras pampas y Delta, son macizas. No huecas. Por crecer tan abigarradas, en las fuertes nevazones la nieve se deposita en su dosel formando una techumbre y dejando las partes media y baja absolutamente vacías, sin nieve. Tan solo las puntitas, que semejan yuyitos sobresaliendo de la superficie helada.
El golpe fue tremendo, brutal. Había caído dando vueltas desde unos cuatro metros. Al aturdimiento lo siguió gran ardor en la cara, manos y brazos. No entendía qué había pasado. Estaba oscuro y primero creí estar en un pozo. Me rodeaban gruesas cañas, de corteza muy lisa, vidriosa. Por suerte había algo de nieve y hojarasca que amortiguaron mi caída. Allá arriba creí vislumbrar el agujero por donde había caído.
Me acompañaba mi máuser y creí tener el cuchillo en la cintura. Pero no fue así.
Las cañas, que al caer se habían curvado con mi peso, al enderezarse me habían desollado parte de la cara, manos y brazos. Roto las mangas y volado el cuchillo.
Atardecía. Desde aquella loma cercana al lago Pichi Currhué, se apreciaban los grandes manchones de nieve de los días anteriores. Había sido un Abril nevador y la brama del ciervo ya llegaba a su fin. Manadas de diez, doce hembras seguían a los machos ganadores de las contiendas. Muchos de los cazadores que habían arrendado aquellos cotos, ya se habían retirado a sus países de origen llevando hermosos trofeos, medidos y precintados por los guarda parques. Se esperaban récords mundiales como pocos.
Casi anochecía cuando un macho de buena cornamenta apareció trotando valle abajo. Venía como desorientado. Tal vez algún puma lo había separado de su manada. A mi lado, Guillermo “Christy” Alder lo miraba por su mira telescópica. “Es bueno y parejo”, comentó en un susurro. “Es tuyo”. Mi máuser del 7,65 nunca tuvo mira óptica. El tiro desde elevación, cambia la relación geométrica de la línea de puntería con la de trayectoria. Es necesario apuntar algo más bajo. El ciervo ya trotaba ligero. Adelanté un poco la puntería y apreté la cola del disparador... El bramido del 7,65 se repitió en decenas de ecos rebotando de cerro en cerro. El ciervo se detuvo en seco y dobló las manos, pero de inmediato emprendió una veloz carrera vertiente abajo. Yo estaba seguro de haberle acertado: el golpe seco de la punta blanda era inequívoco. Pero algo había pasado.
Bajé corriendo y haciendo rodar piedras hasta encontrar la huella del ciervo. Sobre la nieve, algunas manchas de sangre, primero pequeñas y luego mayores indicaban que estaba herido. El rastro iba derecho hacia el bajío, donde el río Currhué corría encajonado entre grandes bardas de nieve. No iba a dejarlo sufrir y mi obligación era rematarlo.
Se estaba haciendo noche y al bajar la temperatura comenzó una leve llovizna que a poco se fue convirtiendo en nevada.
El rastro llegó hasta las orillas del río, que angostado por la acumulación de nieve, tenía unos pocos metros de ancho. Pero así como se había angostado, también estaba de veloz y profundo. El agua saltaba de piedra en piedra y el ruido ahogaba todo sonido. Evalué la posibilidad de cruzarlo. Tenía puesto un grueso gabán con cuello de piel y borceguíes antárticos. Al mirar a mi derecha, pude distinguir a pocos metros un mimbre patagónico que parecía cubrir con su rala y ladeada copa la anchura del arroyo. Verlo y ponerme en movimiento fue uno solo. Me tercié el máuser a la espalda y trepé una rama que parecía fuerte y apropiada al cruce. Lo hice con los pies y las manos, colgando mi torso por debajo. Comencé a avanzar, pero... al llegar al medio del riacho mi peso, más el de la nieve que cargaba el ramaje, hizo que la rama cediera con un quejido y mi cintura comenzó a sentir el agua que ya la empapaba. Mi decisión había sido apresurada y errónea. Solté primero las piernas y al segundo ya estaba con el agua por la cintura, haciendo fuerza contra la corriente que pugnaba por arrastrarme. Con mucho esfuerzo y buena suerte pude llegar a la orilla; me separaban apenas un par de metros. Trepar por la barda helada fue una odisea: Subía medio metro y resbalaba otro tanto desprendiendo nieve a medio congelar. Y otra vez el agua por la cintura.
Me costó bastante, pero al fin lo logré. La emoción y el movimiento no me dejaron sentir frío: estaba empapado casi hasta el pecho. Comencé a seguir otra vez la huella. Y a los pocos metros tropecé con el ciervo, que bien muerto estaba.
Pero, OH sorpresa... Aunque ya la luz era muy escasa, a la leve luz del crepúsculo logré percibir unas gruesa pisadas de puma que daban vueltas alrededor del ciervo muerto. Evidentemente, el felino me disputaba la presa. Y en segundos la nevada cambió por noche al crepúsculo de tan cerrada que era. De todos modos, al saber que un puma estaba rondando, seguí sus huellas sin linterna y como pude. Estas se internaban en lo que parecía ser un pastizal bajo, de unos yuyitos que sobresaldrían un palmo de la nieve...
Porteño e inexperto, hice lo que el astuto felino quería... seguí su rastro, hasta que de pronto me quedé sin piso y caí dando vueltas entre unas cañas que se curvaban y zafaban como ballestas... La ropa y la piel de los brazos, y parte de mi cara quedaron a jirones en las cañas que se enderezaron... Allá arriba se veía un oscuro hueco por el que casi no entraba nieve, y que estaba como a cuatro metros. Cuatro patas bien grandes de un félido, distribuyeron mejor el peso que dos pies de un humano inexperto... Me quedé sentado en el fondo de hojarasca húmeda. Me dolía todo el cuerpo y comencé a darme cuenta de lo comprometida de mi situación. Era noche, nevaba, la temperatura bajaba y yo, empapado y aprisionado en el profundo hueco.
Reflexioné sobre el riesgo que había corrido por cazar un ciervo. Allí, en el fondo de ese hoyo angosto y profundo, sentía que estaba pagando mi culpa, que hoy y a la luz de los años transcurridos considero un crimen. Pensé en mi esposa y en nuestro pequeño Jr. que allá en San Martín de los Andes ignoraban lo que estaba viviendo...¿Volvería a verlos?
Pero no estaba dispuesto a terminar con mi vida allí. Así que me incorporé y tanteé mi cintura buscando mi filoso cuchillo. Seguramente con él habría de improvisar una escalera usando las cañas quila. Pero no estaba ni siquiera la vaina. En el brusco enderezarse de las colihues, seguramente el cuchillo habría volado quien sabe dónde.
Ahora sí que la cosa estaba difícil. Las cañas no tienen en su parte baja nacimiento de hojas donde afirmarse. Peor aún, son resbalosas como vidrio. Hurgué con dolor en las manos los bolsillos de mi gabán. Una cuerda de paracaídas –amuleto de aquellos años recientes donde el paracaidismo había sido mi gran pasión-, hecha un ovillito y que siempre llevaba para no sabía qué, fue lo único que encontré además de una carga de cartuchos del 7,65. Por ser la cuerda tan delgada, aunque muy resistente, no me servía para enlazar una caña y tratar de trepar. Ensayé entonces otra estrategia. Medía por entonces algo más de metro ochenta. Con mis brazos bien estirados al lado de la cabeza, podría llegar a los dos metros veinte, o treinta, quizás. Me faltaban unos cuarenta o cincuenta centímetros para poder sujetarme de los nacimientos de las hojas. Y un metro más arriba aún, las cañas casi salían por el hoyo.
Hice entonces una precaria cama con algunas cañas quebradas y sobre ellas asenté la cantonera de mi máuser. Apoyé al cañón trabando el guión de su mira contra algunas cañas que se entrecruzaban. Entonces hice lo único que se me ocurrió para zafar de aquella difícil situación: até primero un extremo de la cuerda al arco guardamontes del rifle y sujeté la otra punta con los dientes. Me subí con mucho cuidado a su empuñadura, por suerte bien generosa, del tipo “pistola” y segrinada, con un borceguí antártico a cada lado. Precario, el estribo. Pero al tercer intento pude elevarme esos centímetros que necesitaba para alcanzar el nacimiento de las hojas, cercanas a la boca del derrumbe.
Y después, apretando los dientes y concentrando el resto de mis fuerzas me elevé a fuerza de brazos hacia el agujero. Mis manos ardían y sangraban. Las cañas empeoraban mis laceraciones. Pero haciendo fuerza con mis pies que abrazaban las cañas, pude asomar apenas mi pecho y luego en desesperado esfuerzo alcanzar algunas puntas de cañas que sobresalían más allá... No podía creerlo, pero al rato ya estaba boca abajo, muy cerca aún del hoyo, resoplando de nervios y cansancio sobre la nieve. Tiré con cuidado de la cuerda y recuperé mi preciado rifle. No me animé a incorporarme y fui reptando hasta donde estaba el ciervo. Recién allí me incorporé.
Era bien entrada la noche de aquel otoño neuquino. Nevaba bastante.
Me había separado de Christy Alder harían al menos dos horas.
Tenía otra vez un arroyo correntoso de por medio. Me dolía hasta el alma.. y un ciervo inútilmente muerto yacía en la nieve.
Nueve cartuchos en total. Resolví sacrificar cuatro, y a espacios de cinco segundos comencé a disparar al aire.
Es realmente impresionante oír como resuenan en la montaña los estampidos de las armas grandes... el eco rebota de ladera en ladera. Va y viene y parece no terminar hasta cuando el nuevo disparo se le superpone...
Terminé la salva y esperé. Y al rato, el resoplar de un caballo y la socarrona voz de Christy saliendo de la nada: “¿Qué andás cazando, con tanto tiro ché?” Alder, preocupado por mi tardanza y la nevazón que arreciaba en la noche, había salido en mi búsqueda. Los disparos lo habían orientado.
Subir el ciervo muerto sobre el equino fue otra dificultad: no lo aceptaba, bellaqueaba y tiraba coses. Pero al fin Christy se le impuso y luego subió en ancas, por detrás del ciervo. Y con este cristiano sujetado de la estribera izquierda cruzamos el arroyo y rumbeamos hacia la cabaña del guarda parques. Allí estaba Don Ernesto Mathieu, gran tipo al que recuerdo con cariño.
Recuerdo que tuve que ponerme en bolas mientras mi ropa se secaba en otra habitación, y churrasqueamos al calor de una salamandra que estaba al rojo. Tacos de ginebra y ajíes chilenos muy picantes sobre la carne, me hicieron entrar en calor.
Pero aún con esa nevada, dolorido y de noche emprendimos el regreso a San Martín de los Andes. En doble tracción y baja, guiado por el increíble instinto de Christy Alder que parecía tener en su cabeza ese notable instrumento hoy llamado GPS, que por entonces no existía pero que no creo llegue a reemplazar la natural baquía de esos lugareños privilegiados.
Llegamos de madrugada, y aquel pequeño pueblo que por entonces estaba mal iluminado y con apenas dos o tres calles asfaltadas, me supo aún así a refugio cálido y seguro.
Te debo una, Christy. Te la devolveré del otro lado, porque hace poco emprendiste el Gran Viaje.
C. Valls
Dic / 2006
1 comentarios:
Querido amigo,Daniel De foe y Jak London fueron los que en mi infancia me hicieron sentir esa sensacion muy parecida al relato de Te debo una una" El mauser es que usamos en algunas oportunidades en el tiro Federal de Ciudadela por los años sesenta? un fuerte abrazo de tu compañero de Paracaidismo. Miguel Angel
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